Rosas y espinas
A la tenue luz verdosa del claro del bosque,
en las riberas cubiertas de musgo transcurrió tu infancia;
junto al árbol de cosa, por el que tu mirada
buscó enamorada el cielo estival por primera vez.
SRA. HEMANS[2]
Margaret vestía de nuevo traje de calle: viajaba tranquila con su padre, que había ido a Londres para asistir a la boda. Su madre se había visto obligada a quedarse en casa por múltiples razones que no entendía nadie, excepto el señor Hale. Él sabía muy bien lo inútiles que habían resultado todos sus argumentos a favor de un vestido gris de satén, que estaba a medio camino entre lo viejo y lo nuevo; y que, como no tenía dinero para equipar a su esposa de pies a cabeza, ella no deseaba que la vieran en la boda de la única hija de su única hermana. Si la señora Shaw hubiese sabido la verdadera razón de que la señora Hale no acompañara a su esposo, la habría cubierto de vestidos de gala. Pero habían transcurrido casi veinte años desde los tiempos en que la señora Shaw fuera la pobrecita señorita Beresford, y había olvidado todos los agravios salvo el de la pesadumbre causada por la diferencia de edad en la vida conyugal, de la que podía quejarse cada media hora. La queridísima Maria se había casado con el hombre al que amaba, un hombre que sólo le llevaba ocho años y que tenía un carácter afabilísimo y un cabello negro azabache muy poco común. El señor Hale era uno de los predicadores más fascinantes que había oído en su vida la señora Shaw, y un perfecto modelo de párroco. Tal vez no fuera una deducción muy lógica de todas esas premisas, pero aun así, la conclusión característica de la señora Shaw cuando pensaba en la suerte de su hermana seguía siendo: «Casada por amor, ¿qué más puede desear en este mundo la queridísima Maria?». Si la señora Hale fuese sincera, podría haber contestado con una lista preparada: «Un vestido de seda gris perla, un sombrero blanco, ¡ay!, y muchísimas cosas para la boda y muchísimas más para la casa».
Margaret sólo sabía que su madre no había juzgado conveniente ir, y no la entristecía pensar que el encuentro y el recibimiento tendrían lugar en la rectoría de Helstone y no en la confusión de los últimos dos o tres días en la casa de Harley Street, donde ella misma había tenido que interpretar el papel de Fígaro, pues y la requerían en todas partes al mismo tiempo. Le dolía física y mentalmente recordar ahora todo lo que había hecho y dicho en las últimas cuarenta y ocho horas. Las despedidas precipitadas, entre todos los demás adioses, de aquellos con quienes había vivido tanto tiempo, la oprimían ahora con un triste pesar por los tiempos pasados; no importaba lo que hubieran sido aquellos tiempos, habían pasado y no volverían. Margaret nunca había imaginado que pudiera sentir una congoja tan grande al dirigirse hacia su amado hogar, el lugar y la vida que había añorado durante años, en ese momento preciso de añoranzas y anhelos, justo antes de que los sentidos pierdan sus agudos contornos en el sueño. Apartó con dolor el pensamiento del recuerdo del pasado para concentrarse en la contemplación animosa y serena del futuro prometedor. Dejó de ver las imágenes de lo que había sido para concentrarse en lo que tenía realmente ante sí: a su amado padre, que dormía recostado en su asiento del vagón del tren. Su cabello negro azulado era gris ahora, y le caía ralo sobre la frente. Se le marcaban claramente los huesos de la cara, demasiado para resultar bellos si no hubiera tenido las facciones tan delicadas; pero así, poseían gracia propia, incluso encanto. Su semblante en reposo parecía más bien de descanso después de la fatiga, y no la serenidad de quien lleva una vida plácida y satisfecha. Margaret se sintió dolorosamente impresionada por la expresión de agotamiento y de preocupación de su padre, y repasó las circunstancias evidentes y manifiestas de su vida para hallar la causa de las arrugas que con tanta claridad revelaban angustia y depresión habituales.
«¡Pobre Frederick! —pensó, con un suspiro—. ¡Ay, si se hubiera hecho clérigo en vez de ingresar en la Marina y que lo perdiéramos! Ojalá lo supiera todo. Nunca entendí bien las explicaciones de tía Shaw, sólo que no podía regresar a Inglaterra por aquel suceso horrible. ¡Pobre papá, qué triste parece! Cuánto me alegro de volver a casa para poder consolarlos a él y a mamá».
Cuando su padre despertó, estaba preparada para recibirle con una sonrisa en la que no había el menor rastro de fatiga. Él se la devolvió, pero leve, como si le costase un esfuerzo extraordinario, y su rostro se replegó en las arrugas de angustia habituales. Tenía la costumbre de entreabrir la boca como si fuera a decir algo, lo que alteraba continuamente la forma de sus labios y le daba una expresión indecisa. Pero tenía los mismos ojos grandes y dulces que su hija, unos ojos que se movían lentos y casi espléndidos en las órbitas, perfectamente velados por los párpados blancos transparentes. Margaret se parecía más a él que a su madre. La gente se extrañaba a veces de que unos padres tan apuestos hubieran tenido una hija que distaba mucho de ser lo que se entiende por guapa; que no lo era en absoluto, según algunos. Tenía la boca demasiado grande; no un capullito de rosa que se abriera sólo lo justo para emitir un «sí» o un «no» o un «por favor, señor», Pero la boca grande era una suave curva de labios rojos y plenos. Y su cutis no era blanco y rosado, pero poseía una tersura y una delicadeza marfileñas. Si la expresión de su rostro era en general demasiado circunspecta y reservada para una persona tan joven, al hablar ahora con su padre era luminosa como la mañana: llena de hoyuelos y miradas que expresaban alegría infantil y esperanza ilimitada en el futuro.
Margaret regresó a casa a finales de junio. Los árboles del bosque eran de un verdor oscuro, pleno y umbrío. Los helechos que crecían bajo ellos atrapaban los rayos oblicuos del sol: el tiempo era bochornoso, de una calma tensa. Margaret solía caminar decidida junto a su padre, aplastando los helechos con jubilosa crueldad cuando los sentía ceder bajo sus pies ligeros y desprender su peculiar fragancia; por los extensos campos a la cálida luz aromática, viendo multitudes de criaturas libres y salvajes, disfrutando del sol y de las flores y las hierbas que iluminaba. Esta vida, al menos los paseos, colmaban todas las previsiones de Margaret. Estaba orgullosa de su bosque. Sus gentes eran su gente. Se llevaba muy bien con todos. Había aprendido sus peculiares palabras y le encantaba emplearlas. Recuperó su libertad entre ellos, cuidaba a sus niños, hablaba o leía despacio y con claridad a los ancianos, llevaba platos exquisitos a los enfermos. Al poco tiempo, decidió dar clases en la escuela, adonde su padre acudía todos los días como tarea fija, aunque se sentía continuamente tentada de ir a ver a algún amigo concreto (hombre, mujer o niño) de alguna casita de la zona umbría y verde del bosque. Su vida al aire libre era perfecta. La vida en casa tenía sus inconvenientes. Se culpaba con la sana vergüenza de una niña de su agudeza visual al apreciar que no todo era allí como debería ser. Su madre —que había sido siempre cariñosa y tierna con ella— ahora parecía disgustada a veces con su situación; creía que el obispo descuidaba extrañamente sus deberes episcopales al no dar al señor Hale un beneficio mejor; y casi reprochaba a su esposo que no se atreviera a decir que quería dejar aquella parroquia y hacerse cargo de una mayor. Él solía lanzar un sonoro suspiro y contestaba que si pudiera hacer lo que debía en la pequeña parroquia de Helstone daría las gracias. Pero se sentía cada día más abrumado. El mundo resultaba cada vez más desconcertante. Margaret veía que su padre se achicaba más y más a cada nuevo apremio de su esposa para que se dedicara a buscar un ascenso. Y, en tales ocasiones, se esforzaba por reconciliar a su madre con Helstone. La señora Hale decía que la proximidad de tantos árboles le afectaba a la salud; y Margaret intentaba animarla a salir a la hermosura del ejido, a los extensos campos, elevados y salpicados de sol y sombra; porque estaba segura de que su madre se había acostumbrado demasiado a no salir de casa, y casi nunca llegaba en sus paseos más allá de la iglesia, la escuela y las casas de al lado. Esto resultó bien durante una temporada; pero, a medida que avanzaba el otoño y el tiempo fue haciéndose más variable, se agudizó la idea de su madre de que el lugar era insalubre, y se lamentaba incluso con más frecuencia de que su marido, que era más instruido que el señor Hume y mejor párroco que el señor Houldsworth, no hubiera recibido el beneficio que habían conseguido aquellos dos vecinos suyos.
Margaret no estaba preparada para esta destrucción de la paz hogareña con largas horas de descontento. Ya sabía, e incluso se había complacido con la idea, que tendría que renunciar a muchos lujos, que en realidad sólo habían sido problemas y cortapisas a su libertad en Harley Street. Su entusiasta goce de todos los placeres sensuales lo compensaba plenamente y hasta con creces el orgullo consciente de ser capaz de prescindir de todos ellos en caso necesario. Pero las nubes nunca aparecen en la zona del horizonte que esperamos. Ya había oído las leves quejas y lamentaciones de su madre sobre alguna nimiedad relacionada con Helstone y la posición de su padre en el lugar durante las vacaciones de verano anteriores, pero había olvidado los pequeños detalles menos agradables en la dicha general del recuerdo de aquellos tiempos.
En la segunda mitad de septiembre empezaron las tormentas y las lluvias otoñales y Margaret se vio obligada a pasar en casa más tiempo que antes. Helstone quedaba a cierta distancia de todos los vecinos de su mismo nivel y refinamiento.
—Es uno de los lugares más apartados de Inglaterra, desde luego —dijo la señora Hale en uno de sus accesos quejumbrosos—. No dejo de pensar lo lamentable que es que papá no tenga aquí con quién relacionarse. Está desperdiciado. Sólo ve a agricultores y labriegos de un fin de semana al siguiente. Si al menos viviéramos al otro lado de la parroquia ya sería algo. Desde allí hay sólo un paseo a casa de los Stansfield. Y la de los Gorman queda al lado.
—Gorman —dijo Margaret—. ¿Los Gorman que hicieron su fortuna en el comercio en Southampton? ¡Oh! Me alegro de que no los visitemos. No me gustan los comerciantes. Creo que estamos mucho mejor aislados y prefiero que conozcamos sólo a campesinos, labradores y gente sin pretensiones.
—¡No debes ser tan maniática, Margaret, cariño! —dijo la señora Hale, pensando en un joven y encantador señor Gorman a quien había visto una vez en casa de los Hume.
—¡No! Yo considero que mi gusto es muy amplio; me gusta toda la gente cuya ocupación tiene que ver con la tierra; me gustan los soldados y los marineros, y las tres profesiones ilustradas, como las llaman. Estoy segura de que no querrás que admire a los carniceros, panaderos y cereros, ¿a que no, mamá?
—Pero los Gorman no eran carniceros ni panaderos sino carroceros muy respetables.
—Perfecto. Construir coches es un oficio comercial también y yo creo que mucho más inútil que el de carnicero y panadero. ¡Ay! ¡No sabes lo harta que estaba de los viajes diarios en coche con la tía Shaw y cuánto añoraba pasear!
Y desde luego Margaret paseaba, a pesar del tiempo. Era tan dichosa al aire libre, junto a su padre, que iba casi bailando; y con la suave violencia del viento del oeste detrás, cuando cruzaba algún brezal parecía transportada hacia delante, con la misma ligereza que una hoja caída arrastrada por la brisa otoñal. Resultaba más difícil ocupar las tardes de forma placentera. Su padre se retiraba a la biblioteca en cuanto cenaban y su madre y ella se quedaban solas. La señora Hale nunca se había interesado mucho por los libros y había disuadido a su esposo de leerle en voz alta mientras ella hacía labor de estambre. En determinado momento habían probado el juego del chaquete como recurso. Pero cuando el señor Hale empezó a interesarse cada vez más por la escuela y por los feligreses, comprobó que su esposa tomaba muy a mal las interrupciones debidas a estas obligaciones y que no las aceptaba como tareas naturales de su profesión, sino que protestaba y luchaba contra ellas. Así que, mientras los niños aún eran pequeños, él se retiraba a la biblioteca y pasaba las tardes (cuando estaba en casa) leyendo los libros teóricos y metafísicos que tanto le gustaban.
Margaret siempre había llevado a Helstone para las vacaciones una caja grande llena de libros recomendados por los profesores o la institutriz, y los días estivales se le hacían demasiado cortos para acabar las lecturas antes de regresar a la ciudad. Ahora sólo había allí libros de la colección de clásicos ingleses bien encuadernados y poco leídos, que habían sacado de la biblioteca de su padre para llenar la pequeña librería de la sala. Las estaciones de Thompson, el Cowper de Hayley y el Cicerón de Middleton eran con mucho los más ligeros, nuevos y entretenidos. Los estantes no aportaban muchos recursos. Margaret explicó a su madre con todo lujo de detalles su vida londinense, por la que la señora Hale demostró sumo interés haciendo preguntas, unas veces divertida y otras con cierta tendencia a comparar las circunstancias de desahogo y comodidad de su hermana con los medios más limitados de la vicaría de Helstone. En esas veladas, Margaret guardaba silencio de pronto y se quedaba escuchando el goteo de la lluvia en el emplomado del mirador. Más de una vez se sorprendió contando maquinalmente la repetición de aquel monótono sonido mientras pensaba si se atrevería a preguntar sobre un tema muy caro a su corazón: dónde estaba ahora Frederick, qué hacía, cuándo habían recibido noticias suyas por última vez. Pero la idea de que la delicada salud de su madre y su evidente aversión a Helstone databan ambas de la época del motín en que había participado Frederick —cuya historia Margaret no había oído nunca completa y que ahora parecía tristemente condenada al olvido—, la obligaba a detenerse y dejarlo. Cuando estaba con su madre, su padre le parecía la persona más idónea a quien pedir información; y cuando estaba con él, pensaba que le resultaría más fácil hablar con su madre. Seguramente no hubiera mucho nuevo que contar. En una de las cartas que había recibido antes de marcharse de Harley Street, su padre le decía que habían tenido noticias de Frederick: seguía en Río, estaba muy bien de salud y le enviaba todo su cariño. Eso era lo esencial, pero no los detalles que ella quería saber. En las raras ocasiones en que mencionaban su nombre, siempre se referían a él como «el pobre Frederick». Conservaban su habitación tal como la había dejado. Dixon, la doncella de la señora Hale, la limpiaba y la ordenaba regularmente, aunque ella no se encargaba de ninguna otra tarea doméstica y siempre recordaba el día en que lady Beresford la había contratado como doncella de las pupilas de sir John, las lindas señoritas Beresford, las beldades del condado de Rutland. Dixon siempre había considerado al señor Hale como una plaga que se había abatido sobre las perspectivas vitales de su señorita. Si la señorita Beresford no se hubiera precipitado tanto casándose con un pobre clérigo rural, nadie sabía lo que podría haber llegado a ser. Pero Dixon era demasiado leal para abandonarla en su desgracia y perdición (es decir, su vida de casada). Se quedó con ella y se consagró a sus intereses, considerándose siempre el hada buena y protectora, cuyo deber era confundir al gigante malvado, el señor Hale. El señorito Frederick había sido su orgullo y su preferido. Todas las semanas se dedicaba a ordenar su habitación, y su actitud y su aspecto se suavizaban un poco, como si él fuera a llegar a casa aquella misma tarde.
Margaret no dejaba de pensar que habían recibido alguna noticia de Frederick que su madre ignoraba y que ésa era la razón de la inquietud y preocupación de su padre. Parecía que la señora Hale no advertía ningún cambio en el aspecto y el comportamiento de su esposo. Él siempre había sido sensible y afable y le afectaba todo lo relacionado con el bienestar de los demás. Podía pasarse muchos días deprimido después de asistir a un enfermo en el lecho de muerte o enterarse de algún delito. Pero Margaret notaba ahora en él una falta de atención, como si le preocupara alguna otra cosa, cuyo agobio no se podía aliviar con actividades cotidianas como consolar a los familiares de la persona fallecida o dar clases en la escuela con la esperanza de atenuar los males de la siguiente generación. El señor Hale ya no visitaba tanto a sus feligreses, pasaba más tiempo encerrado en su estudio y estaba pendiente del cartero del pueblo, cuya llamada era un golpe en el postigo de la cocina, que en tiempos tenía que repetir hasta que alguien reparaba en la hora del día, se daba cuenta de lo que era y acudía a atenderle. Pero ahora el señor Hale esperaba al cartero paseando por el jardín si hacía buen día y si no, en el estudio, de pie junto a la ventana con expresión absorta, hasta que llamaba o seguía su camino, tras saludar con un cabeceo entre respetuoso y confidencial al párroco, que se quedaba mirándolo hasta que pasaba el seto de eglantina y el gran madroño. Luego se apartaba de la ventana e iniciaba el trabajo del día, manifestando todos los indicios de abatimiento y preocupación.
Pero Margaret tenía esa edad en que cualquier aprensión que no se base plenamente en el conocimiento claro de los hechos se olvida fácilmente con un día de sol o cualquier circunstancia exterior agradable. Y cuando llegaron los luminosos días de octubre, todos sus cuidados desaparecieron como vilanos de cardo arrastrados por el viento, y sólo pensaba en los esplendores del bosque. Ya habían recogido la cosecha de helechos; y como habían pasado las lluvias, eran accesibles muchas hondonadas que sólo había podido atisbar durante julio y agosto. Había aprendido a dibujar con Edith; y había lamentado tanto durante la oscuridad del mal tiempo la ociosa y placentera contemplación de la belleza del bosque mientras aún hacía buen tiempo, que decidió bosquejar lo que pudiera antes de que empezara de verdad el invierno. Y una mañana estaba ocupada preparando el tablero, cuando la sirvienta Sara abrió de par en par la puerta de la sala y anunció:
—El señor Henry Lennox.