Las visitas del ángel
Así como los ángeles en algunos sueños vívidos
visitan al alma cuando el hombre duerme,
así algunos pensamientos extraños trascienden los temas habituales
para atisbar la gloria.
HENRY VAUGHAN[30]
La señora Hale se interesó y se entretuvo curiosamente con la idea de la cena que iban a dar los Thornton. No dejaba de pensar en los detalles con cierta ingenuidad infantil, como el niño que desea que le describan de antemano los placeres que espera. Pero la vida monótona que llevan los enfermos los hace como niños, ya que ni unos ni otros tienen sentido de la medida de los acontecimientos y al parecer creen que las paredes y cortinas que separan su mundo cerrado del mundo exterior han de ser por fuerza más grandes que todo lo que queda más allá. Además, la señora Hale había tenido sus vanidades de niña; quizá se hubiera sentido excesivamente mortificada al convertirse en la esposa de un clérigo pobre; tal vez esas vanidades se hallasen sofocadas y contenidas pero no se hubieran extinguido. Disfrutaba con la idea de ver a Margaret vestida para una fiesta y hablaba de lo que debía ponerse con una preocupación exagerada que divertía a su hija, más habituada a los actos sociales en un solo año en Harley Street que su madre en veinticinco años en Helstone.
—Así que piensas llevar el de seda blanca. ¿Seguro que te quedará bien? ¡Hace casi un año que se casó Edith!
—¡Sí, mamá! Lo hizo la señora Murray y seguro que está bien. Tal vez un poco estrecho o ancho de cintura si he engordado o adelgazado. Pero creo que estoy exactamente igual.
—¿No será mejor que lo vea Dixon? A lo mejor se ha quedado amarillento de no usarlo.
—Como quieras, mamá Pero en el peor de los casos, tengo uno muy bonito de gasa rosa que me regaló tía Shaw sólo dos o tres meses antes de que se casara Edith. Ése no puede haberse puesto amarillo.
—¡No! Pero puede haberse descolorido.
—¡Bueno! Entonces tengo uno de seda verde. Esto me parece más bien tener demasiado para elegir.
—Ojalá supiera lo que deberías llevar —dijo la señora Hale, nerviosa.
La actitud de Margaret cambió al instante.
—¿Quieres que me los pruebe todos y así podrías ver el que te gusta más, mamá?
—Pues… ¡sí! Tal vez sea lo mejor.
Así que allá se fue Margaret. Al verse tan elegante a hora tan insólita, se sintió muy inclinada a gastar algunas bromas, como hacer una genuflexión de modo que su precioso globo de seda blanca semejara un queso y retirarse caminando hacia atrás como si su madre fuera la reina. Pero cuando se dio cuenta de que sus bromas se tomaban por interrupciones en un asunto muy serio y que como tales molestaban a su madre, en seguida adoptó una actitud seria y tranquila. No entendía qué se había apoderado del mundo (de su mundo) para armar tanto revuelo por su vestido. Pero cuando aquella misma tarde mencionó el compromiso a Bessy Higgins (a propósito de la sirvienta acerca de la que la señora Thornton había prometido informarse), también ella se agitó mucho con la noticia.
—¡Caramba!, ¿y va a ir a cenar a casa de los Thornton en Marlborough Mill?
—Sí, Bessy ¿Por qué te sorprende tanto?
—Bueno, no sé. Ellos se relacionan con la gente principal de Milton.
—Y crees que nosotros no somos en absoluto gente principal de Milton, ¿eh, Bessy?
Bessy se ruborizó un poco al ver que le leía tan fácilmente el pensamiento.
—Bueno —dijo—, verá, aquí tienen en muchísimo el dinero y creo que ustedes no son muy ricos.
—No —dijo Margaret—, eso es cierto. Pero somos personas cultas y hemos vivido entre personas cultas. ¿Hay algo tan sorprendente en que nos invite a cenar un hombre que se considera inferior a mi padre acudiendo a él para que le enseñe? No pretendo censurar al señor Thornton. Pocos dependientes de pañería, como él fue una vez, podrían haber llegado a lo que él.
—Pero ¿pueden ustedes corresponder a las cenas en su pequeña casa? La de Thornton es tres veces más grande.
—Bueno, creo que podríamos arreglarnos para corresponder a la cena del señor Thornton, como dices tú. Tal vez no en una estancia tan grande ni con tanta gente. Pero me parece que no nos lo hemos planteado así en ningún momento.
—Nunca pensé que cenaría usted con los Thornton —repitió Bessy—. Porque el mismo alcalde cena allí; hasta miembros del Parlamento y todo.
—Creo que podría soportar el honor de conocer al alcalde de Milton.
—¡Pero las señoras visten a lo grande! —dijo Bessy, mirando con gesto preocupado el vestido estampado de Margaret, que su mirada miltoniana valoraba en siete peniques la vara.
Margaret soltó una risa alegre, y se le marcaron los hoyuelos.
—Gracias, Bessy, por preocuparte tanto por mi aspecto entre toda la gente elegante. Pero tengo muchos vestidos espléndidos. Hace una semana hubiera dicho que demasiados para cualquier cosa que volviera a necesitar. Pero como ahora tengo que ir a cenar a casa del señor Thornton, y quizá conozca al alcalde, me pondré el mejor de todos, te lo aseguro.
—¿Qué se pondrá? —preguntó Bessy, bastante aliviada.
—Seda blanca —contestó Margaret—. Un vestido que llevé en la boda de una prima hace un año.
—¡Perfecto! —dijo Bessy, recostándose en la silla—. No me gustaba pensar que la mirarían por encima del hombro.
—Bueno, me pondré elegante si eso impide que me miren por encima del hombro en Milton.
—Me gustaría verla vestida —dijo Bessy—. Creo que no es lo que la gente diría guapa; no es lo bastante sonrosada y blanca para eso. Pero ¿sabe?, soñaba con usted mucho antes de conocerla.
—¡Tonterías, Bessy!
—Pero es verdad. Su misma cara, mirando con sus ojos claros fijos en la oscuridad y el pelo retirado de la frente, y que le salían como rayos a su alrededor, tan suave y tersa como ahora, y siempre venía a darme fuerzas, que yo parecía sacar de sus profundos ojos reconfortantes, y llevaba una vestimenta brillante como la que va a llevar a la cena. Así que ya ve, ¡era usted!
—No, Bessy —dijo Margaret con dulzura—, fue sólo un sueño.
—¿Y por qué no voy a poder soñar yo un sueño en mi aflicción igual que otros? ¿No lo hacían muchos en la Biblia? ¡Sí, y también tenían visiones! Pero si hasta mi padre piensa mucho en los sueños. Se lo repito, la vi perfectamente, avanzaba rápidamente hacia mí, con el pelo hacia atrás por la misma rapidez con que se movía, exactamente igual que crece, como un poco separado; y el vestido blanco brillante que va a ponerse. Déjeme ir a verla con él. Quiero verla y tocarla tal como estaba en realidad en mi sueño.
—Pero Bessy, eso es sólo una fantasía tuya.
—Fantasía o no, ha venido, tal como sabía yo que haría, cuando vi su movimiento en mi sueño, y cuando está aquí conmigo, creo que me siento más tranquila y reconfortada, igual que reconforta el fuego un día desapacible. Ha dicho que era el veintiuno. Si Dios quiere iré a verla.
—¡Oh, Bessy! Claro que lo harás y serás muy bien recibida, pero no hables así que me entristece mucho. De verdad.
—Entonces me lo guardaré para mí, aunque tenga que morderme la lengua. Pero eso no quiere decir que no sea cierto.
Margaret guardó silencio. Al final dijo:
—Hablaremos de ello algún día si crees que es cierto. Pero ahora no. Dime, ¿ha dejado de trabajar tu padre?
—¡Sí! —dijo Bessy con tristeza, en un tono completamente distinto del que había empleado hasta entonces—. Él y muchos otros, todos los hombres de Hamper y muchos más. Y esta vez las mujeres están tan furiosas como los hombres. Los alimentos son caros, y tienen que dar de comer a sus hijos, lo sé. Suponga que los Thornton les mandasen su cena. ¡El mismo dinero empleado en patatas y harina calmaría el llanto de muchos niños y aliviaría un poco la angustia de sus madres!
—¡No hables así! —dijo Margaret—. Me haces sentir malvada y culpable por ir a esa cena.
—¡No! —dijo Bessy—. Algunas personas son elegidas para espléndidos banquetes y púrpuras y lino fino. Quizá sea usted una de ellas. Otros sudan y trabajan toda la vida y ni siquiera los perros son compasivos en nuestros días como lo eran en los tiempos de Lázaro. Pero si usted me pidiera que le refrescara la lengua con la punta del dedo, cruzaría para ello el gran abismo pensando en todo lo que ha hecho aquí por mí[31].
—Bessy, tienes mucha fiebre. Lo sé por el pulso y por lo que dices. No será suficiente división en ese día terrible el que unos hayamos sido mendigos aquí y otros hayamos sido ricos, no seremos juzgados por esa pequeña casualidad, sino por haber seguido fielmente a Jesucristo.
Margaret se levantó a buscar agua: humedeció en ella su pañuelo, refrescó la frente a Bessy y empezó a frotarle los pies helados. Bessy cerró los ojos y se dejó cuidar. Al final dijo:
—También usted habría perdido los cinco sentidos igual que yo si hubiera tenido que aguantar a los que vienen preguntando por mi padre y se quedan a contarme sus historias. Algunos hablan de odio mortal y dicen cosas tan horribles de los patronos que hacen que se me hiele la sangre en las venas; pero la mayoría, que son mujeres, sigue quejándose y quejándose (con las lágrimas rodándoles por las mejillas, sin molestarse en secárselas) del precio de la carne, de que sus hijos no pueden dormir por de noche por el hambre.
—¿Y creen que la huelga lo remediará? —preguntó Margaret.
—Eso dicen —repuso Bessy—. Dicen que el negocio ha ido bien durante mucho tiempo, y que los patronos han hecho muchísimo dinero; padre no sabe cuánto, pero el sindicato sí, claro; y quieren su parte de los beneficios, como es natural, ahora que la comida está encareciendo. Y el sindicato dice que no cumplirían con su obligación si no consiguen que los patronos les den su parte. Pero la verdad es que los patronos nos llevan ventaja; y me temo que la mantengan ahora y siempre. Es como la gran batalla de Armagedón, la forma en que siguen resistiendo y luchando unos con otros hasta que incluso mientras luchan son arrojados al abismo.
En aquel momento, llegó Nicholas Higgins. Oyó las últimas palabras de su hija.
—¡Sí! Y yo también seguiré luchando; y lo conseguiré esta vez. No llevará mucho hacerlos ceder, porque han aceptado un montón de encargos, todos con contrato, y pronto se darán cuenta de que es mejor que nos den nuestro cinco por ciento que perder el beneficio que conseguirían, y eso sin contar la multa por incumplimiento de contrato. ¡Ajá, señores míos! Yo sé quién ganará.
Su actitud hizo pensar a Margaret que había estado bebiendo, no tanto por lo que decía como por la agitación con que hablaba; y esa idea se vio confirmada por el evidente deseo que manifestó Bessy de que se marchara en seguida.
—El veintiuno cae en jueves —le dijo—. Iré a verla vestida para la cena de los Thornton. ¿A qué hora es?
—¡Thornton! —exclamó Higgins antes de que Margaret pudiera contestar—. ¿Va a ir a cenar a casa de Thornton? Pídale que brinde por el éxito de sus pedidos. Creo que para el veintiuno ya estará estrujándose la sesera para ver cómo los sirve a tiempo. Dígale que hay setecientos que irán a Marlborough Mills al día siguiente de que dé el cinco por ciento y le ayudarán a cumplir el contrato en un periquete. Estarán todos allí. Mi patrono Hamper. Él es de los chapados a la antigua. No sabe hablar con un hombre sin juramentos y maldiciones. Creo que se moriría si me hablara con educación. Claro que perro ladrador poco mordedor, y si quiere puede contarle que lo ha dicho uno de sus huelguistas. ¡Verá a un montón de fabricantes de primera en casa de Thornton! Ya me gustaría tener una charla con ellos cuando se sienten un poco más dispuestos a guardar silencio después de cenar y no pueden salir por patas. Les diría cuatro verdades. Les diría lo que se merecen por ponernos las cosas tan difíciles.
—¡Adiós! —dijo Margaret apresuradamente—. ¡Adiós, Bessy! Espero verte el veintiuno si te encuentras bien.
Los medicamentos y el tratamiento que había prescrito el doctor Donaldson a la señora Hale le sentaron tan bien al principio que no sólo ella sino también Margaret empezaron a creer que tal vez se hubiera equivocado y que podría curarse. En cuanto al señor Hale, aunque nunca había tenido una idea clara de la gravedad de sus aprensiones, desechó sus temores con evidente alivio, demostrando así lo mucho que le había afectado vislumbrar la naturaleza de los mismos. Sólo Dixon seguía graznándole continuamente a Margaret al oído. Pero Margaret no hizo caso de sus malos augurios y concibió esperanzas.
Necesitaban aquel rayo de luz en casa, porque fuera incluso sus ojos legos captaban la lúgubre e inquietante atmósfera de descontento. El señor Hale había conocido a algunos trabajadores por su cuenta, y estaba deprimido por historias de sufrimiento y prolongada resistencia que le contaban. No se hubieran dignado a hablar de lo que tenían que soportar con alguien que, por su posición, pudiera haberlo entendido sin sus palabras. Pero allí estaba aquel hombre de un condado lejano, desconcertado por el funcionamiento del sistema en medio del cual se había visto arrojado, y todos deseaban que hiciera de juez y darle testimonio de los motivos de su irritación. El señor Hale llevaba luego toda la colección de agravios y se los exponía al señor Thornton para que él, con su experiencia de patrón, los ordenara y explicara su causa. Y lo hacía siempre, basándose en sólidos principios económicos, demostrando que, tal como funcionaba la industria, tenía que haber siempre un crecimiento y una disminución de la prosperidad comercial. Y que durante la disminución acababa en la ruina determinado número de patronos, y también de trabajadores. Y no volvían a aparecer entre las filas de los felices y prósperos. Hablaba como si esta consecuencia fuese tan absolutamente lógica que ni empleadores ni empleados tuviesen ningún derecho a quejarse si ése era su destino: el empresario tenía que retirarse de una carrera en la que ya no podía seguir, con la amarga sensación de fracaso e incompetencia, herido en la lucha, aplastado por los compañeros en su apresuramiento por hacerse ricos, desairado donde había sido respetado en otros tiempos, pidiendo humildemente empleo en vez de ofrecerlo con mano señorial. Por supuesto, al hablar así del destino que como patrono podría ser el suyo en las fluctuaciones del mercado, era improbable que tuviera más compasión por el de los obreros que se dejan de lado en el rápido e implacable cambio o mejora, que desearían echarse y desaparecer tranquilamente de un mundo que ya no los necesitaba, pero sentían que no podrían descansar en sus tumbas por los gritos persistentes de los seres amados y desvalidos que dejarían atrás, que envidiaban la fuerza del ave silvestre que puede alimentar a sus crías con la sangre de su propio corazón. El espíritu de Margaret se rebelaba contra él cuando razonaba de esa forma, como si el mercado lo fuera todo y la humanidad no fuera nada. No podía agradecerle la amabilidad individual que le llevaría aquella misma tarde a ofrecerle (ni la delicadeza que le hizo comprender que debía ofrecérselo a ella en privado) lo que fuese para la enfermedad de lo que su propia riqueza o la previsión de su madre les habían hecho acumular en la casa y que, como sabía por el doctor Donaldson, la señora Hale podría necesitar. Su presencia, después de la forma en que había hablado, el hacerle recordar la muerte que en vano intentaba convencerse de que aún podría alejarse de su madre, todo ello crispaba a Margaret cuando le miraba y le escuchaba. ¿Qué derecho tenía él a ser la única persona, aparte del doctor Donaldson y de Dixon, que conocía el terrible secreto que ella ocultaba en el rincón más oscuro y sagrado de su corazón, sin atreverse a examinarlo a menos que invocara la fuerza divina para soportar la idea de que algún día no muy lejano llamaría a su madre y no llegaría ninguna respuesta de la oscuridad silenciosa y sombría? Pero él lo sabía todo. Ella lo vio en su mirada compasiva. Lo oyó en su voz trémula y grave. ¿Cómo conciliar aquella mirada y aquella voz con su lógica dura e implacable al exponer los axiomas mercantiles y desarrollarlos serenamente hasta sus últimas consecuencias? Esa discrepancia la irritaba inexplicablemente. Y aún más por el creciente sufrimiento de que le había hablado Bessy. El padre, Nicholas Higgins, hablaba de otra forma, por supuesto. Él era miembro del comité sindical y aseguraba conocer secretos de los que los extraños nada sabían. Lo dijo de una forma más expresa y específica la misma víspera de la cena de la señora Thornton, cuando Margaret fue a hablar con Bessy y lo encontró discutiendo el tema con Boucher, el vecino a quien había oído mencionar con frecuencia, bien por despertar la compasión de Higgins, como obrero poco hábil con una familia numerosa que mantener, o bien por indignar a su vecino más enérgico y optimista por su falta de lo que éste llamaba espíritu. La exaltación de Higgins era muy evidente cuando llegó Margaret. Boucher estaba de pie, con ambas manos apoyadas en la repisa de la chimenea, bastante alta, balanceándose ligeramente sobre el apoyo que le proporcionaban de ese modo los brazos, y mirando ferozmente el fuego con una especie de desesperación que crispaba a Higgins, aunque le llegaba al alma. Bessy se balanceaba enérgicamente en la mecedora, como solía hacer cuando estaba nerviosa (algo que, para entonces, Margaret ya había advertido). Su hermana Mary se estaba atando el sombrero con lazadas grandes y desmañadas (como correspondía a sus dedos grandes y torpes) para ir al trabajo, gimoteando y sin duda deseando perder de vista cuanto antes aquella escena que la angustiaba.
Margaret apareció entonces. Vaciló un momento en la puerta, y luego se llevó un dedo a los labios y se acercó sigilosamente a sentarse en el sofá junto a Bessy. Nicholas la vio entrar y la saludó con un cabeceo brusco pero no hostil. Mary aprovechó encantada que la puerta estaba abierta y se apresuró a salir de casa, echándose a llorar en cuanto se vio lejos de la presencia de su padre. John Boucher fue el único que no se fijó en quién entraba y quién salía.
—Es inútil, Higgins. Ella no puede vivir mucho así. Se está consumiendo, y no por falta de carne para ella misma, sino porque no puede soportar ver pasar hambre a los pequeños. ¡Sí, hambre! Cinco chelines semanales pueden bastarte a ti que sólo tienes dos bocas que alimentar, y una de ellas es ya una muchacha que puede ganarse el pan. Para nosotros es la miseria. Y te lo aseguro, si ella muere antes de que consigamos el cinco por ciento, tal como me temo que pasará, les tiraré el dinero a la cara a los patronos y les diré: «¡Malditos seáis vosotros y todo vuestro mundo cruel que me ha robado la mejor esposa que haya dado hijos a un hombre!». Y te aseguro, amigo, que os odiaré a ti y a toda la caterva del sindicato. Sí, y te perseguiré con mi odio por cielo y tierra, ¡lo haré, amigo! Lo haré… si me llevas por mal camino en este asunto. Nicholas, tú mismo dijiste el miércoles de la semana pasada, y estamos a martes de la segunda semana, que antes de quince días los patronos nos estarían suplicando que volviéramos al trabajo, con nuestro salario, y el tiempo casi se ha terminado, y tenemos a nuestro pequeño Jack en la cama tan débil que no puede gritar pero que llora a cada poco a lágrima viva por falta de comida, nuestro pequeño Jack, ¡te lo aseguro, amigo! Ella no ha levantado cabeza desde que él nació, y lo quiere más que a su propia vida tal como es, porque sé que me ha costado ese precio valiosísimo, nuestro pequeño Jack, que me despertaba cada mañana buscando con sus labios en mi cara áspera y horrorosa, buscando un lugar suave para besarme, y se está muriendo de hambre. —Los grandes sollozos impidieron seguir hablando al pobre hombre y Nicholas alzó la vista hacia Margaret con los ojos llenos de lágrimas, antes de reunir fuerzas para hablar.
—Aguanta, hombre. El pequeño Jack no pasará hambre. Tengo dinero y le compraremos un poco de leche y una buena hogaza ahora mismo. Lo mío es tuyo si lo necesitas, ya lo sabes. ¡Pero no te desanimes, hombre! —añadió, buscando a tientas el dinero en una lata de té—. Te apuesto el alma y el corazón a que ganamos pese a todo, sólo tenemos que aguantar otra semana y ya verás cómo vienen a suplicarnos que volvamos a los talleres. Y el sindicato se ocupará (es decir, yo) de que tengas lo suficiente para los niños y la señora, así que no te acobardes y vayas a pedir trabajo a los tiranos.
Boucher se volvió al oír esas palabras: tenía la cara tan pálida, demacrada, surcada de lágrimas y tan llena de desesperación que su misma calma hizo llorar a Margaret.
—Sabes muy bien que un tirano peor de lo que hayan sido nunca los patronos dice: «Muere de hambre, y deja que mueran todos de hambre, antes de atreverte a ir contra el sindicato». Lo sabes muy bien, Nicholas, porque eres uno de ellos. Podéis ser buenos cada uno por separado, pero juntos no os apiadáis de un hombre más de lo que lo haría un lobo feroz enloquecido por el hambre.
Nicholas tenía la mano en la manilla de la puerta. Se detuvo y se volvió hacia Boucher, que le seguía de cerca.
—Bien sabe Dios que hago lo que creo que es mejor para ti y para todos nosotros. Si obro mal creyendo que obro bien, la culpa es suya que me ha dejado donde estoy en la ignorancia. He pensado hasta que me dolían los sesos, créeme, John, lo he hecho. Y lo repito, no tenemos más remedio que confiar en el sindicato. ¡Lo conseguirán, ya lo verás!
Margaret y Bessy no habían abierto la boca. Habían contenido el suspiro que sus respectivas miradas indicaban a la otra que les brotaba del fondo del corazón. Bessy dijo al final:
—Creía que no volvería a oír a mi padre invocar a Dios. Pero usted le ha oído decir «¡Bien sabe Dios!».
—¡Sí! —contestó Margaret—. Déjame traerte el dinero que pueda conseguir, y algo de comida para los hijos de ese pobre hombre. Que no se enteren de que no procede de tu padre. Será poco.
Bessy se recostó sin prestar atención a lo que decía Margaret. No lloraba, sólo temblaba jadeante.
—Mi corazón se ha quedado sin lágrimas —dijo—. Boucher ha venido estos días pasados a contarme sus problemas y sus temores. El pobre es muy apocado, ya lo sé, pero no deja de ser un hombre. Y aunque me he enfadado muchas veces con él y con su mujer, que no sabe organizarse mejor que él, sin embargo, verá, no todas las personas tienen juicio, pero Dios permite que vivan, sí, y les da a alguien a quien amar y que los ame, tan bien como Salomón. Y si la pena hace sufrir a aquellos a quienes aman, les duele tanto como le dolía a Salomón. No sé. Quizá esté bien que alguien como Boucher tenga el sindicato que se cuida de él. Pero me gustaría ver a los hombres que forman el sindicato y ponerlos uno a uno cara a cara con Boucher. Creo que si le escucharan le dirían (si los pillara de uno en uno) que volviera al trabajo y aceptara lo que fuera, aunque no fuese lo que piden ellos.
Margaret siguió sentada en silencio. ¿Cómo iba a poder volver a sus comodidades y olvidar la voz de aquel hombre, con el tono de desesperación indescriptible que explicaba mejor que sus palabras lo que tenía que sufrir? Sacó el monedero. No llevaba en él mucho que pudiese considerar suyo, pero se lo dio a Bessy sin hablar.
—Gracias. Muchos no tienen más, y no están tan mal, al menos no lo demuestran como él. Pero padre no dejará que pasen necesidad ahora que lo sabe. Verá, Boucher se ha hundido por los hijos, y por ella, que es tan enfermiza; todo lo que podían empeñar ha desaparecido este último año. No se crea que habríamos dejado que pasaran hambre, aunque estemos todos un poco agobiados. Si los vecinos no se ayudan, ya me dirá quién va hacerlo. —Parecía que Bessy quería que Margaret no pensara que no tenían voluntad y, hasta cierto punto, medios de ayudar a quien era evidente que creía que debían ayudar ellos. Prosiguió—: Además, padre está segurísimo de que los patronos cederán en los próximos días, no pueden resistir mucho más. Pero se lo agradezco igual, se lo agradezco por mí misma tanto como por Boucher, porque esto hace que la aprecie todavía más.
Bessy parecía mucho más tranquila aquel día, pero demasiado lánguida y agotada. Margaret se asustó al ver lo fatigada y débil que estaba cuando acabó de hablar.
—No, todavía no es la muerte —dijo Bessy—. He pasado una noche espantosa de sueños, o algo parecido a los sueños, porque estaba completamente despierta, y estoy medio mareada todo el día, sólo ese pobrecillo me ha animado. ¡No!, no es la muerte todavía, aunque no anda muy lejos. Sí, tápeme, a lo mejor duermo un poco, si me deja la tos. Buenas noches, buenas tardes, debería decir, pero hace un día tan oscuro y brumoso…