Gustos y aversiones
Margaret encontró dos cartas sobre la mesa al llegar a casa: una era una nota para su madre; la otra había llegado en el correo y evidentemente era de su tía Shaw: cubierta de matasellos extranjeros, fina, plateada y susurrante. Alzó la otra y estaba examinándola cuando llegó súbitamente su padre.
—¡Así que tu madre está cansada y se ha acostado temprano! Mucho me temo que un día tan tormentoso no haya sido el mejor del mundo para la visita del médico. ¿Qué ha dicho? Dixon me dice que habló contigo sobre ella.
Margaret vaciló. Su padre adoptó una expresión más seria y preocupada.
—¿No creerá que está gravemente enferma?
—No de momento; dice que necesita cuidados; ha sido muy amable, y me dijo que volvería para ver el efecto de los medicamentos.
—Sólo cuidados, ¿no ha aconsejado un cambio de aires? ¿No ha dicho que esta ciudad cargada de humo la perjudica, eh, Margaret?
—¡No! Ni siquiera lo mencionó —contestó ella rotundamente—. Estaba preocupado, me parece.
—Los médicos siempre adoptan esa actitud preocupada; es algo profesional dijo él.
Margaret advirtió en el nerviosismo de su padre que la primera impresión de posible peligro había hecho mella en su mente, a pesar de quitar importancia a lo que le decía ella. No podía olvidar el tema, no podía dejarlo y pasar a otras cosas. Siguió volviendo a él toda la velada, reacio a aceptar incluso la más leve idea desfavorable, lo cual entristeció a Margaret profundamente.
—Esta carta es de tía Shaw, papá. Ha llegado a Nápoles y le parece una ciudad demasiado calurosa, así que se ha instalado en Sorrento. Pero creo que no le gusta Italia.
—¿Y no te dijo nada sobre la dieta?
—Sólo que debía ser nutritiva y suave. Mamá tiene un apetito excelente, creo yo.
—Sí, por eso es más extraño que se le ocurriera hablar de la dieta.
—Se lo pregunté yo, papá. —Siguió otra pausa; luego, Margaret continuó—: Tía Shaw dice que me ha enviado unos adornos de coral, papá; pero que teme que los disidentes de Milton no los aprecien —añadió, esbozando una leve sonrisa—. Ha sacado todas sus ideas sobre los disidentes de los cuáqueros, ¿verdad?
—No olvides decirme siempre si tu madre desea algo en cuanto lo sepas o te des cuenta. Me aterra que no me diga siempre lo que quiere. Y por favor, encárgate de esa chica que nos dijo la señora Thornton. Si consiguiéramos una buena criada, Dixon podría dedicarse sólo a m madre y estoy seguro de que se recuperaría en seguida, si se trata de cuidados. Ha estado muy cansada últimamente, con tanto calor y el problema para encontrar sirvienta. Con un poco de descanso se pondrá bien, ¿verdad, Margaret?
—Supongo que sí —dijo Margaret; pero con tanta tristeza que su padre lo advirtió. Le pellizcó la mejilla.
—Vamos, si estás tan pálida, tengo que darte un poco de color así. Cuídate, hija, o serás tú quien necesite al médico la próxima vez.
Pero no pudo concentrarse en nada aquella tarde. Se pasó el rato yendo y viniendo a comprobar si su esposa seguía dormida, caminando laboriosamente de puntillas. Su inquietud acongojaba a Margaret: su intento de contener y sofocar el espanto que surgía de los lugares oscuros de su corazón.
Volvió al fin, bastante animado.
—Ahora está despierta, Margaret. Ha sonreído y todo al verme a su lado. Su antigua sonrisa. Y dice que se siente descansada y preparada para la cena. ¿Dónde está la nota para ella? Quiere verla. Se la leeré mientras preparas el té.
La nota resultó ser una invitación formal de la señora Thornton a cenar el próximo día 21 para el señor, la señora y la señorita Hale. Margaret se sorprendió al ver que consideraban la probabilidad de aceptar, con lo que había sabido de las tristes perspectivas durante el día. Pero así era. La idea de que su esposo y su hija asistieran a la cena había cautivado la imaginación de la señora Hale antes incluso de que Margaret se enterara del contenido de la nota. Era un acontecimiento que rompía la monotonía de su vida de enferma; y se aferró a él con pertinacia irritable incluso cuando su hija puso objeciones.
—Bueno, Margaret, si ella quiere, estoy seguro de que iremos los dos de buena gana. No se empeñaría en que fuésemos si no se encontrara mucho mejor, en realidad mejor de lo que pensábamos, ¿eh, Margaret? —dijo el señor Hale con inquietud al día siguiente mientras se disponía a escribir la nota de aceptación.
—¿Eh, Margaret? —repitió, moviendo nervioso las manos. Parecía cruel negarle el consuelo que anhelaba. Y además, su vehemente negativa a admitir la existencia de temor casi infundió esperanzas a la propia Margaret.
—Creo que está mejor desde anoche —le dijo—. Tiene la mirada más viva y la tez más clara.
—Dios te bendiga —dijo su padre de corazón—. Pero ¿es cierto? Ayer hacía tanto bochorno que todo el mundo se sentía mal. Fue un día funesto para que la viera el doctor Donaldson.
Él se fue a atender sus obligaciones diarias, que habían aumentado con la preparación de algunas conferencias que se había comprometido a dar a los trabajadores en un liceo próximo. Había elegido como tema la arquitectura eclesiástica, bastante más acorde con su gusto y conocimientos que con el carácter del lugar o los géneros concretos de información que deseaban los que serían sus oyentes. En cuanto a la propia institución, que tenía muchas deudas, estaba encantada de que impartiera un curso gratis un hombre culto e inteligente como el señor Hale, fuera cual fuese el tema.
—Y bien, madre, ¿quién ha aceptado tus invitaciones para el veintiuno? —preguntó aquella noche el señor Thornton.
—Fanny, ¿dónde están las notas? Vendrán los Slickson, los Collingbrook, los Stephens; los Brown no. Los Hale, vendrán el padre y la hija, la madre está demasiado enferma. Y vendrán los Macpherson, y el señor Horsfall y el señor Young. Estaba pensando en invitar a los Porter, ya que los Brown no pueden venir.
—Muy bien. ¿Sabes?, me temo que la señora Hale no está nada bien, por lo que dice el doctor Donaldson.
—Pues es extraño que acepten la invitación si ella está muy enferma —dijo Fanny.
—No he dicho muy enferma —repuso su hermano con cierta acritud—. Sólo he dicho nada bien. Y tal vez no lo sepan.
Recordó entonces de pronto que, por lo que le había explicado el doctor Donaldson, al menos Margaret tenía que estar al corriente del verdadero estado de su madre.
—Es muy probable que sepan perfectamente lo que dijiste ayer, John: lo mucho que podría beneficiarles, quiero decir, al señor Hale, que les presenten a personas como los Stephens y los Collingbrook.
—Estoy seguro de que eso no influiría. ¡No! Creo que comprendo de qué se trata.
—¡John! —dijo Fanny, con su leve risilla nerviosa característica—. Hay que ver cómo presumes de comprender a esos Hale, y parece que nunca nos permitirás saber algo de ellos. ¿De verdad son tan diferentes de la mayoría de la gente que tratamos?
No pretendía provocarle; pero no podría haberlo hecho mejor si se lo hubiera propuesto. Su hermano guardó un hosco silencio, sin molestarse en responder a su pregunta.
—A mí no me parecen fuera de lo común —dijo la señora Thornton—. Él parece un individuo bastante respetable, quizá un poco simple para el comercio. Tal vez por eso fuera primero clérigo y ahora profesor. Ella es toda una señora, con su enfermedad; y en cuanto a la hija, es la única que me desconcierta cuando pienso en ella, aunque no suelo hacerlo. Creo que le parece importante darse aires; y no entiendo por qué. Casi me dio la impresión de que a veces se cree demasiado buena para la compañía. Y sin embargo no son ricos ni lo han sido nunca, que yo sepa.
—Y no es refinada, mamá. No sabe tocar el piano.
—Vamos, Fanny. ¿Qué más le falta para estar a tu altura?
—No, John —dijo su madre—. Fanny no pretende ofender. Yo misma oí decir a la señorita Hale que no sabe tocar. Si no insistieras tanto, tal vez nos cayera bien y pudiéramos apreciar sus méritos.
—Estoy segura de que yo no podría —susurró Fanny, escudándose en su madre. El señor Thornton lo oyó, pero no se molestó en responder. Paseaba de un lado a otro del comedor, deseando que su madre pidiera las velas y le permitiera ponerse a trabajar, a leer o a escribir, y dar por terminada la conversación. Pero ni siquiera se le ocurría nunca interferir en ninguna de las pequeñas normas domésticas que solía observar la señora Thornton en memoria de sus antiguas economías.
—Madre —dijo, parándose y expresando valerosamente la verdad—, desearía que te agradara la señorita Hale.
—¿Por qué? —preguntó ella, sorprendida por su actitud seria, aunque afable—. ¿No estarás pensando en casarte con una chica como ella que no tiene un centavo?
—Ella nunca me aceptaría —repuso él con una risilla seca.
—No, creo que no lo haría —respondió su madre—. Se rió en mi cara cuando la elogié por decirme algo que había dicho en tu favor el señor Bell. Me agradó que lo hiciera con tanta franqueza, porque demostraba que no tenía intenciones respecto a ti; y acto seguido me ofendió por creer, al parecer… Bueno, no importa. Tienes razón, se cree demasiado buena para pensar en ti. ¡La muy descarada! ¡Me gustaría saber dónde encontraría uno mejor!
Si esas palabras ofendieron a su hijo, la penumbra de la estancia le impidió delatar ninguna emoción. Se acercó en seguida a su madre animosamente, le posó una mano en el hombro y le dijo:
—Bueno, como yo estoy tan convencido como puedas estarlo tú de que es verdad lo que has dicho; y como no tengo ninguna intención de pedirle nunca que sea mi esposa, me creerás si te digo que no me interesa en absoluto hablar de ella. Preveo que tendrá problemas, tal vez falta de cuidados maternos, y lo único que quiero es que estés dispuesta a ser su amiga en caso de que necesite una. Y tú, Fanny —añadió—, confío en que tengas suficiente delicadeza para comprender que es una gran ofensa tanto para la señorita Hale como para mí, en realidad a ella le parecería mayor, suponer que tengo algún motivo más que el que digo ahora para pediros a ti y a madre que seáis atentas y amables con ella.
—Yo no puedo perdonarle su orgullo —dijo la señora Thornton—. Seré amable con ella, si es necesario, porque tú me lo pides, John. Sería amable con la mismísima Jezabel si me lo pidieras. Pero esa chica, que nos mira por encima del hombro, que te desprecia a ti…
—Vamos, madre, yo no me he puesto al alcance de su desdén nunca, y quiero decir nunca.
—¡Desdén, exactamente! —(Uno de los bufidos expresivos de la señora Thornton)—. No sigamos hablando de la señorita Hale, John, si tengo que ser amable con ella. Cuando la veo no sé si me gusta o me disgusta más; pero cuando pienso en ella, y cuando te oigo hablar de ella, la odio. Y veo que se ha dado aires contigo igual que si me lo hubieras dicho.
—Y si lo hubiera hecho —dijo él, y se interrumpió un momento; luego prosiguió—: No soy un muchacho para amilanarme por la mirada altiva de una mujer o preocuparme porque me malinterprete o malinterprete mi posición. ¡Me río de eso!
—¡Por supuesto! ¡Y también de ella, con sus ideas refinadas y sus gestos altivos!
—Pues entonces no sé por qué habláis tanto de ella, la verdad —dijo Fanny—. Os aseguro que yo estoy bastante harta del tema.
—¡Bueno! —dijo su hermano con cierta amargura—. Pues a ver si encontramos un tema más agradable. ¿Qué os parece una huelga como tema de conversación placentero?
—¿Han parado realmente los obreros? —preguntó la señora Thornton con vivo interés.
—Los hombres de Hamper sí. Los míos están acabando la semana por miedo a que los denuncie por incumplimiento de contrato. Habría llevado a juicio para que lo sancionaran por ello a todos los que abandonaran el trabajo antes de que se cumpla el tiempo.
—Los gastos legales hubieran sido más de lo que merecían los obreros, ese montón de inútiles desagradecidos.
—Por supuesto, pero les habría demostrado que cumplo mi palabra y me propongo que cumplan la suya. A estas alturas ya me conocen. Los hombres de Slickson no van al trabajo, prácticamente seguros de que él no gastará dinero en conseguir que los sancionen. El paro está a punto de empezar, madre.
—Supongo que no habrá muchos encargos pendientes.
—Claro que los hay. Lo saben perfectamente. Pero no lo entienden todo, aunque se lo crean.
—¿Qué quieres decir, John?
Habían encendido las velas y Fanny había sacado su interminable labor y bostezaba inclinada sobre ella. De vez en cuando, se recostaba en el asiento para contemplar el vacío y relajarse a sus anchas sin pensar en nada.
—Pues que los americanos están introduciendo sus hilados en el mercado general, de modo que no nos queda más salida que producirlos a un precio más bajo. Si no podemos hacerlo, tendremos que cerrar el negocio de inmediato y a la calle todos, obreros y patronos. Pero estos estúpidos vuelven a los precios de hace tres años, mejor dicho, algunos de sus dirigentes citan ahora los precios de Dickinson, aunque saben tan bien como nosotros que, con las multas descontadas de los salarios como no lo haría ningún hombre honorable, más otros sistemas que al menos yo no me rebajo a poner en práctica, el salario real que se paga en Dickinson es inferior al nuestro. Te aseguro, madre, que me gustaría que siguieran en vigor las antiguas leyes de asociación. Ya es bastante lamentable ver que unos estúpidos, ignorantes y tozudos como estos hombres, simplemente uniendo sus ridículas y débiles ideas, pueden decidir sobre las fortunas de quienes aportan toda la sabiduría que pueden dar el conocimiento y la experiencia, y a menudo la penosa tarea de pensar y de preocuparse. Lo siguiente será que tengamos que ir a pedir trabajadores, quitarnos el sombrero y pedir humildemente al secretario del sindicato de tejedores que tenga la amabilidad de proporcionarnos trabajadores al precio estipulado por ellos; en realidad, ya casi hemos llegado a eso. Es lo que quieren ellos, que no tienen suficiente sentido común para ver que si no conseguimos una parte justa de los beneficios que nos compense por nuestros esfuerzos aquí en Inglaterra podemos trasladarnos a otro país; y que, teniendo en cuenta la competencia nacional y extranjera, no es probable que ninguno de nosotros consiga más que un beneficio, y podríamos darnos con un canto en los dientes si lo conseguimos un número medio de años.
—¿No puedes conseguir obreros en Irlanda? Yo no aguantaría a esos hombres ni un día más. Les demostraría quién es el dueño y que puedo emplear a los sirvientes que quiera.
—Sí, claro que puedo hacerlo. Y lo haré si siguen mucho tiempo. Será problemático y costoso, y me temo que también algo peligroso; pero lo haré antes que ceder.
—Si tiene que haber todos esos gastos extra, lamento dar ahora precisamente una cena.
—Yo también, no por el gasto en sí sino porque tengo que pensar en muchas cosas y dedicar tiempo a solucionar imprevistos. Pero teníamos que ver al señor Horsfall, que no se quedará mucho en Milton. Y en cuanto a los demás, les debemos las cenas y estamos obligados.
Siguió paseando inquieto en silencio, aunque de vez en cuando daba un suspiro profundo, como si intentara desechar algún otro pensamiento preocupante. Fanny hizo a su madre numerosas preguntas que no tenían nada que ver con el tema que ocupaba su atención, como habría advertido una persona más prudente. No lamentó que llegaran los sirvientes a las diez para las oraciones. Siempre las dirigía su madre, que leía primero un capítulo. Ahora recorrían laboriosamente el Antiguo Testamento. Cuando acabaron las oraciones y su madre le dio las buenas noches con aquella mirada suya larga y fija, que no transmitía la ternura que abrigaba en su corazón pero que aun así tenía la intensidad de una bendición, el señor Thornton reanudó su paseo. Todos sus planes mercantiles habían sufrido un revés por la inminencia de la huelga, una parada súbita. La previsión, fruto de muchas horas de ansiedad, ya no servía de nada, se había ido al traste por el capricho insensato de los obreros, que se perjudicarían a sí mismos más que a él, aunque nadie pudiese poner coto a los daños que estaban causando. ¡Y aquellos hombres se consideraban capacitados para enseñar a los patronos a disponer de su capital! Hamper había dicho aquel mismo día que si se arruinaba por la huelga, empezaría de nuevo, consolándose con la idea de que quienes lo habían provocado todo se verían en una situación más difícil que él, ya que él tenía cabeza además de manos, mientras que ellos sólo tenían manos; y que si destruían su mercado, no podrían seguir en él ni recurrir a otra cosa. Pero eso no consolaba a Thornton. Tal vez la venganza no le proporcionara ningún placer; o tal vez valorara tanto la posición que había conseguido con el sudor de su frente que lamentaba profundamente verla en peligro por la ignorancia o la locura de otros, tan profundamente que no podía pensar cuáles serían las consecuencias de su comportamiento para ellos mismos. Caminaba de un lado a otro de la habitación, apretando los dientes de vez en cuando. Al final dieron las dos. Las velas titilaban en sus arandelas. Encendió la suya y masculló para sí:
«Sabrán de una vez por todas con quién tienen que tratar. Puedo darles quince días, ni uno más. Si en ese tiempo no comprenden su locura, traeré obreros de Irlanda. Creo que eso es lo que está haciendo Slickson, ¡malditos sean él y sus tretas! Creyó que tenía excedentes y simuló ceder al principio, cuando la delegación acudió a él y, por supuesto, no hizo más que reforzar su locura, tal como se proponía. De ahí se propagó».