Capítulo XVII

¿Qué es una huelga?

Hay zarzas en todos los caminos,

que requieren paciente atención;

hay una cruz en todos los destinos

y un ardiente anhelo de oración.

ANÓNIMO[27]

Margaret salió cansinamente y de bastante mala gana. Pero el aire de la calle —sí, el aire de una calle de Milton— vigorizó su sangre joven en seguida, antes de que llegara a la primera bocacalle. Aligeró el paso y se le colorearon los labios. Empezó a prestar atención, en lugar de concentrar los pensamientos tan exclusivamente en sí misma. Vio paseantes insólitos en las calles: hombres con las manos en los bolsillos, grupos de chicas que hablaban alto y reían a carcajadas, al parecer excitadas hasta la fogosidad y con una bulliciosa independencia de carácter y comportamiento. Los hombres de aspecto más desagradable —la minoría vergonzosa— haraganeaban en los escalones de las cervecerías y licorerías, fumando y haciendo comentarios bastante libremente sobre los que pasaban. A Margaret le molestaba la perspectiva del largo paseo por aquellas calles para llegar a los campos a los que se proponía llegar. Así que decidió ir a ver a Bessy Higgins. No sería tan agradable como un paseo tranquilo por el campo, pero tal vez fuera lo mejor.

Nicholas Higgins estaba sentado junto al fuego fumando cuando llegó ella. Bessy se mecía al otro lado.

Nicholas se quitó la pipa de la boca, se levantó y acercó una silla a Margaret; luego se apoyó en la repisa de la chimenea con actitud indolente, mientras Margaret preguntaba a Bessy cómo se encontraba.

—Está bastante alicaída de ánimo, pero mejor de salud. No le gusta esta huelga. Está demasiado empeñada en la paz y la tranquilidad a cualquier precio.

—Esta es la tercera huelga que veo —dijo Bessy suspirando, como si eso lo explicara todo.

—Bueno, a la tercera va la vencida. Veremos si no vencemos a los patronos esta vez. Veremos si no vienen a suplicarnos que volvamos a nuestro precio. Eso es todo. Hemos perdido antes, de acuerdo; pero esta vez vamos a por todas.

—¿Por qué hacen huelga? —preguntó Margaret—. Hacer huelga es dejar el trabajo hasta que consiguen su nivel de salarios, ¿no? No debe asombrarse de mi ignorancia. No había oído hablar nunca de huelgas en el sitio del que soy.

—¡Ojalá estuviera allí! —dijo Bessy cansinamente—. No va conmigo estar enferma y cansada de huelgas. Ésta es la última que veré. Antes de que termine estaré en la Gran Ciudad, la Santa Jerusalén.

—Está tan obsesionada con la vida futura que no puede pensar en el presente. Y yo, verá, yo tengo que hacer todo lo posible aquí. Creo que vale más pájaro en mano que ciento volando. Y ésos son los diferentes puntos de vista que tenemos sobre la cuestión de la huelga.

—Pero si la gente hiciera huelga, como lo llaman ustedes —dijo Margaret—, en el sitio del que soy yo, como allí casi todos trabajan en el campo, no sembrarían ni recogerían el heno ni la cosecha.

—¿Bien? —dijo él. Había vuelto a fumar, y dio a este «bien» forma interrogativa.

—Pues —siguió ella—, ¿qué sería entonces de los labradores?

El echó una bocanada de humo.

—Me parece que tendrían que dejar las tierras o pagar salarios justos.

—Supongamos que no quisieran o no pudieran hacer lo segundo. No podrían dejar las tierras todos de repente, por mucho que lo desearan; pero no tendrían heno ni grano que vender aquel año; y ¿de dónde saldría entonces el dinero para pagar los salarios de los trabajadores al año siguiente?

El siguió fumando. Al final dijo:

—No sé nada de las costumbres del Sur. Pero me han dicho que son una manada de apocados oprimidos; casi muertos de hambre; demasiado aturdidos por el hambre para darse cuenta de que los engañan. Aquí no es así. Les aseguro que aquí sabemos muy bien cuándo nos engañan. Y tenemos demasiados redaños para soportarlo. Así que dejamos los telares y decimos: «¡Pueden hacernos pasar hambre, pero no van a engañarnos, señores nuestros!». ¡Y al diablo con ellos, esta vez no se saldrán con la suya!

—¡Ojalá viviera en el Sur! —dijo Bessy.

—También allí hay que soportar muchas cosas —repuso Margaret—. En todas partes hay penas que sobrellevar. Hay que hacer mucho trabajo físico pesado con pocos alimentos para dar fuerzas.

—Pero al aire libre —dijo Bessy—, y sin este ruido incesante y este calor insoportable.

—A veces llueve muchísimo, y a veces hace un frío crudísimo. Los jóvenes pueden soportarlo, pero las personas mayores se ven atormentadas por el reumatismo y se encorvan y se consumen prematuramente. Y tienen que seguir trabajando lo mismo o ir al asilo de pobres.

—Creía que le encantaba la vida del Sur.

—Y me encanta —dijo Margaret con una leve sonrisa, al verse atrapada—. Lo que quiero decir, Bessy, es que en este mundo todo tiene su lado bueno y su lado malo; y como te lamentas de lo malo de aquí, me parece justo que sepas también lo malo de allí.

—¿Y dice que allí nunca hacen huelga? —preguntó de pronto Nicholas.

—¡No! —contestó Margaret—. Creo que tienen demasiado sentido común.

—Y yo creo —replicó él, vaciando la ceniza de la pipa con tanta vehemencia que la rompió— que no es que tengan demasiado sentido común, sino que tienen demasiado poco espíritu.

—Vamos, padre —dijo Bessy—, ¿qué han sacado de las huelgas? Recuerda la primera, cuando murió madre, la necesidad que pasamos todos, y tú más que nadie; y sin embargo muchos volvieron al trabajo cada semana por el mismo salario, hasta que todos decidieron que había que trabajar; y algunos se convirtieron en mendigos para siempre después.

—Sí, aquella huelga se organizó muy mal —dijo él—. Los del comité eran estúpidos o no tenían agallas. Pero esta vez será muy diferente, ya lo verás.

—Todavía no me ha dicho por qué hacen la huelga —dijo Margaret otra vez.

—Pues mire, porque hay cinco o seis patronos que se niegan a pagar los salarios que llevan pagando los dos últimos años sin dejar de prosperar y enriquecerse cada vez más. Y ahora van y nos dicen que tenemos que ganar menos. Y no queremos. Antes nos morimos de hambre. A ver quién trabaja para ellos entonces. Matarán a la gallina de los huevos de oro, creo yo.

—¡Así que se propone morir para vengarse de ellos!

—No —dijo él—. No es eso. Sólo considero la posibilidad de morir en mi puesto antes que ceder. Eso es lo que la gente considera admirable y honroso en un soldado, ¿por qué no en un pobre tejedor?

—Pero un soldado muere por la causa de la nación —dijo Margaret, por la causa de los demás.

—Jovencita —dijo él con una sonrisa forzada—, es usted una criatura, pero no creerá que puedo mantener a tres personas, es decir, a Bessy, a Mary y a mí mismo, con dieciséis chelines semanales, ¿verdad? ¿No pensará que es por mí mismo por quien hago huelga esta vez? Es tanto por la causa de otros como el soldado, sólo que da la puñetera casualidad de que la causa por la que muere él es la de alguien a quien nunca ha puesto la vista encima, ni ha oído en toda su vida, mientras que yo defiendo la causa de John Boucher, que vive aquí al lado, con la mujer enferma y ocho hijos que aún no tienen edad para trabajar en las fábricas. Y no defiendo sólo su causa, aunque sea un pobre desgraciado que sólo sabe manejar dos telares a la vez, sino que defiendo la causa de la justicia. Me gustaría saber por qué tenemos que ganar ahora menos que hace dos años.

—No me lo pregunte a mí —dijo Margaret—. Yo soy muy ignorante. Pregúnteselo a los patronos. Seguro que ellos le darán alguna explicación. No será una decisión arbitraria que hayan tomado irracionalmente.

—Usted es forastera y nada más —dijo él despectivamente—. Hay que ver cuánto sabe. ¡Pregúnteselo a los patronos! Ellos nos dirían que nos ocupemos de nuestros asuntos y que ellos se ocuparán de los suyos. Y nuestro asunto es aceptar la rebaja de salario y dar las gracias; y su asunto es reducirnos al nivel del hambre para engrosar sus beneficios. ¡De eso se trata!

—Pero la situación comercial —dijo Margaret, decidida a no ceder, aunque se daba cuenta de que le estaba irritando— tal vez no les permita darles la misma remuneración.

—¡La situación comercial! Eso no es más que una patraña de los patronos. Estoy hablando de nivel de salarios. Los patronos controlan la situación comercial y la esgrimen como si fuera el coco para convencer a los niños malos de que sean buenos. Le diré cuál es su papel, su norma, como dicen algunos: obligarnos a aceptar salarios más bajos para engrosar su fortuna; y el nuestro es plantarnos y luchar encarnizadamente, no sólo por nosotros mismos, sino también por todos los que nos rodean, por la justicia y el juego limpio. Nosotros contribuimos a que obtengan sus beneficios y tendríamos que contribuir también a gastarlos. Y no es que ahora necesitemos su plata tanto como otras veces. Tenemos dinero ahorrado; y estamos decididos a aguantar y a caer juntos. Ni un solo hombre aceptará menos de lo que el sindicato dice que nos corresponde. Así que digo «¡viva la huelga!» y ¡que se preparen Thornton, Slickson, Hamper y los demás!

—¡Thornton! —exclamó Margaret—. ¿El señor Thornton de la calle Marlborough?

—¡Sí! Thornton de Marlborough Mill, como lo llamamos nosotros.

—Es uno de los patronos con los que están luchando, ¿no? ¿Qué clase de patrón es?

—¿Ha visto alguna vez un bulldog? Pues plántelo sobre las patas traseras, vístalo con chaqueta y pantalones y tendrá al mismísimo John Thornton.

—No —dijo Margaret riéndose—, no es verdad. El señor Thornton es bastante poco agraciado, pero no se parece a un bulldog, con nariz chata y gesto torcido.

—¡No! Físicamente no, tiene razón, pero cuando se le mete una idea en la cabeza se aferra a ella como un bulldog; puede apartarlo con una horca que no lo soltará. Es duro de pelar ese John Thornton. En cuanto a Slickson, sé que cualquier día de estos engatusará a sus hombres con promesas justas para que vuelvan al trabajo y las incumplirá en cuanto los tenga de nuevo en su poder. Los engañará con artimañas sin problema, se lo aseguro. Es más escurridizo que una anguila. Es como un felino, meloso, astuto y fiero. Con él nunca habrá tira y afloja honrado, como con Thornton. Thornton es terco como un mulo, el tipo más obstinado que conozco, el viejo bulldog.

—¡Pobre Bessy! —dijo Margaret volviéndose hacia ella—. Te cansa todo esto. A ti no te gusta forcejear y luchar como a tu padre, ¿verdad?

—¡No! —contestó ella cansinamente—. Me pone mala. Me habría gustado oír otra conversación en mis últimos días en vez de la misma cantinela machacona de siempre sobre trabajo y salarios y patronos y obreros y esquiroles.

—¡Bah, chica!, estos días pasarán. Ya se ve una perspectiva mejor gracias a un poco de agitación y cambio. Además, yo estaré mucho aquí para que te resulte más animado.

—El humo del tabaco me ahoga —dijo ella quejumbrosa.

—No volveré a fumar en casa —repuso él con ternura—. Pero ¿por qué no me lo has dicho antes, niña tonta?

Ella guardó silencio un rato. Luego dijo, en voz tan baja que sólo la oyó Margaret:

—Me parece que necesitará todo el consuelo que puedan darle la pipa o la bebida antes de que esto termine.

Su padre salió a la calle, evidentemente a fumar. Bessy dijo entonces con vehemencia:

—Mire que soy tonta, ¿eh, señorita? ¡Mire que sé que tengo que retenerlo en casa, lejos de los que están siempre dispuestos a tentar a un hombre en tiempo de huelga para que vaya a beber, y que tengo que morderme la lengua y aguantar la pipa! Y ahora se irá, sé que lo hará, como siempre que quiere fumar, y nadie sabe dónde acabará. Ojalá me hubiera asfixiado antes de abrir la boca.

—Pero ¿bebe tu padre, Bessy? —preguntó Margaret.

—No, no es que beba, lo que se dice beber —repuso ella, todavía en el mismo tono irritado—. Pero ¿qué desahogo hay? Algunos días se levanta uno, como los demás, supongo, y se pasa las horas deseando algún cambio, un pequeño estímulo, como si dijéramos. Yo misma he ido a comprar una hogaza grande un día de ésos a otra panadería sólo porque me ponía mala la idea de seguir viendo lo mismo siempre, y oyendo lo mismo, y saboreando lo mismo y pensando (o no pensando, en realidad) siempre lo mismo día tras día. He deseado ser hombre para irme por ahí, aunque fuera sólo una trampa, para irme a un lugar nuevo en busca de trabajo. Y mi padre, todos los hombres, lo sienten con más fuerza que yo, se cansan de la monotonía y el mismo trabajo de siempre. ¿Y qué han de hacer? No son tan culpables si van a la taberna para conseguir que la sangre les corra más deprisa, para animarse un poco y sentirse vivos y ver lo que no ven nunca: cuadros y espejos y cosas parecidas. Pero padre nunca ha sido un borracho, aunque quizá se pone peor por beber de vez en cuando. Pero comprenda —y su voz adoptó un tono lastimero y suplicante—, en tiempo de huelga hay muchas cosas que aplastan a un hombre, aunque todos empiecen con tantas esperanzas. ¿Y con qué van a consolarse entonces? Se pone furioso y fuera de sí, todos lo hacen, y luego se cansan de estar furiosos y fuera de sí y tal vez hagan cosas en su arrebato que luego les gustaría olvidan ¡Dios bendiga su dulce cara piadosa, todavía no sabe lo que es una huelga!

—Vamos, Bessy —dijo Margaret—, no diré que exageras porque no sé lo suficiente de todo esto. Pero es posible que, como no te encuentras bien, veas sólo un aspecto. Y tienes que mirar también otros, tal vez más agradables.

—Usted puede decir eso tranquilamente porque ha vivido en lugares verdes toda la vida sin conocer necesidades ni cuidados, ni debilidad, tampoco, si vamos a eso.

—Mira bien cómo juzgas, Bessy —dijo Margaret con las mejillas encendidas y los ojos brillantes—. Ahora volveré a casa con mi madre que está enferma, tan enferma, Bessy, que su única salida de la prisión del gran sufrimiento es la muerte. Y sin embargo, tengo que hablar animosamente a mi padre, que no sabe nada de su verdadero estado y que tiene que irse enterando poco a poco. La única persona, la única que me comprendería y me ayudaría, cuya presencia consolaría a mi madre mas que ninguna otra cosa en este mundo, está acusada falsamente, y se arriesgaría a morir si viniera a ver a su madre agonizante. Te digo todo esto, Bessy, sólo a ti. No puedes mencionárselo a nadie. No lo sabe nadie en Milton, ninguna otra persona en Inglaterra. ¿Te parece que no tengo preocupaciones, que no conozco la angustia porque voy bien vestida y tengo comida suficiente? Ay, Bessy, Dios es justo, y nos da a cada uno según su voluntad, aunque nadie más que Él conoce la amargura de nuestras almas.

—Le pido perdón —repuso Bessy con humildad—. A veces, cuando pienso en mi vida, en las pocas alegrías que he tenido, creo que quizá sea una de esas personas predestinadas a morir por la caída de una estrella del cielo: «El nombre de la estrella es Ajenjo; y la tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo; y murieron muchos hombres por las aguas, que se habían vuelto amargas[28]». Una puede soportar mejor el dolor y las penas si cree que todo ha sido profetizado hace mucho tiempo, porque entonces es como si el dolor fuera necesario para que se cumpliese; si no, parece todo enviado para nada.

—No, Bessy, piensa —dijo Margaret—. Dios no nos causa aflicción voluntariamente. Procura no pensar demasiado en las profecías y lee las partes más alentadoras de la Biblia.

—Seguro que sería mas prudente; pero ¿dónde encontraría tan grandiosas palabras de esperanza y oiría contar algo tan diferente de este mundo sombrío y esta ciudad como en el Apocalipsis? Me repito muchas veces los versículos del capítulo séptimo sólo por el sonido. Es mejor que un órgano y muy diferente de lo cotidiano también. No, no dejaré el Apocalipsis. Me proporciona mas consuelo que ningún otro libro de la Biblia.

—Déjame venir a leerte algunos de mis capítulos preferidos.

—Sí —dijo ella, ávidamente—, hágalo. Quizá la oiga mi padre. Está aturdido con mi charla; dice que no tiene nada que ver con las cosas de hoy, que es lo que a él le importa.

—¿Dónde está tu hermana?

—Va a cortar los hilos del fustán. Yo no quería dejarla ir; pero de alguna forma tenemos que vivir, y el sindicato no puede darnos suficiente.

—Tengo que marcharme ya, Bessy. Me has ayudado mucho.

—¡La he ayudado mucho!

—Sí. Cuando vine estaba muy triste y casi convencida de que la causa de mi tristeza era la única del mundo. Y ahora sé lo que has tenido que soportar tú tantos años y eso me da fuerzas.

—¡Válgame Dios! Creía que las buenas obras eran sólo cosa de la gente bien. Me volveré orgullosa si pienso que puedo ayudarla.

—No lo harás si piensas en ello. Sólo lograrás desconcertarte a ti misma si lo haces, eso es un consuelo.

—Nunca he conocido a nadie como usted. No sé qué pensar de usted.

—Yo tampoco. ¡Adiós!

Bessy dejó de mecerse para verla marcharse.

«¿Habrá muchas personas como ella en el Sur? Es como una bocanada de aire puro del campo, no sé por qué. Me reanima más que nada. ¿Quién hubiera pensado que esa cara tan luminosa y tan fuerte como el ángel con el que sueño podría conocer la pena de la que habla? Me pregunto cómo pecará. Todos tenemos que pecar. La tengo en mucho, desde luego. Y creo que padre también. Y hasta Mary. Y eso que ella no suele fijarse demasiado».