Capítulo XVI

La sombra de la muerte

Confía en la mano velada que a nadie lleva

por el camino que seguía;

y procura estar siempre preparado para el cambio,

pues el mundo se rige por flujos y reflujos.

TRADUCIDO DEL ÁRABE[26]

El doctor Donaldson hizo su primera visita a la señora Hale el día siguiente por la tarde. Se reanudó el misterio que Margaret creía haber superado gracias a sus recientes hábitos de intimidad. No le permitieron entrar en la habitación, pero a Dixon sí. Margaret no era una amiga fácil, pero cuando amaba a alguien, lo hacía con una pasión que no estaba en modo alguno exenta de celos.

Pasó al dormitorio de su madre, que quedaba justo detrás de la salita, y esperó a que saliera el doctor paseando de un lado a otro. De vez en cuando se paraba a escuchar; creyó oír un gemido. Apretó las manos y contuvo la respiración. Estaba segura de que había oído un gemido. Siguió a esto un silencio de varios minutos; y luego se oyó un arrastrar de sillas, las voces más altas y el ligero revuelo de la despedida.

Oyó que abrían la puerta y salió del dormitorio rápidamente.

—Mi padre no está en casa, doctor Donaldson; tiene que atender a un alumno a esta hora. ¿Sería tan amable de acompañarme a su habitación abajo?

Vio y superó todos los obstáculos que puso Dixon en su camino, ocupando el lugar que le correspondía como hija, con cierto ánimo de hermano mayor que contuvo la oficiosidad de la vieja sirvienta con mucha eficacia. Asumir esta dignidad insólita en su relación con Dixon distrajo un momento a Margaret de su angustia. Advirtió por el gesto sorprendido de Dixon lo absurdamente grandiosa que debía de parecer; y la idea la llevó escaleras abajo hasta la habitación. Le permitió olvidar un instante el lacerante asunto que la ocupaba. Sintió que se le cortaba la respiración al recordarlo de nuevo. Tuvo que dejar pasar unos segundos para poder hablar.

Pero habló con serenidad cuando preguntó:

—¿Qué le pasa a mamá? Me hará el favor de decirme la pura verdad.

Y, al advertir entonces una leve vacilación por parte del doctor, añadió:

—Soy la única hija que tiene… aquí, quiero decir. Mi padre no está demasiado preocupado, me temo; y por lo tanto, si hay algún motivo serio de temor, habrá que decírselo con delicadeza. Yo puedo hacerlo. Y puedo cuidar a mi madre. Le ruego que hable, señor; ver su cara y no ser capaz de descifrarla me da más miedo del que espero que justifiquen sus palabras.

—Estimada señorita, parece que su madre tiene una sirvienta muy eficaz y atenta, que es más que su amiga…

—Yo soy su hija, señor.

—Pero si le digo que ella desea expresamente que no se le diga a usted…

—No soy lo bastante buena y paciente para aceptar la prohibición. Además, estoy segura de que es usted demasiado prudente y demasiado experto para haber prometido guardar el secreto.

—Bueno —dijo él, esbozando una leve sonrisa bastante triste—, en eso tiene razón. No se lo he prometido. En realidad, me temo que el secreto se sabrá muy pronto sin necesidad de revelarlo.

Hizo una pausa. Margaret se puso muy blanca y apretó los labios un poco más. Por lo demás, no movió ni un músculo. Con la agudeza especial para comprender el carácter de las personas, sin la que ningún médico puede llegar a la eminencia del doctor Donaldson, vio que ella exigiría toda la verdad; que se daría cuenta si le ocultaba una pizca; y que el que se lo ocultara sería mayor tortura que saberlo todo. Pronunció dos frases breves en voz baja, observándola todo el rato; pues las pupilas de sus ojos se dilataron en un horror negro, y la blancura de su piel se tornó lividez. El guardó silencio. Esperó que desapareciera aquel gesto, que llegara el jadeo. Entonces ella dijo:

—Le agradezco sinceramente su confianza, señor. Ese temor me ha atormentado durante muchas semanas. Es una verdadera y auténtica agonía. ¡Mi pobre madre, pobrecita! —empezaron a temblarle los labios, y él le dejó que tuviera el alivio del llanto, convencido de su fuerza de voluntad para controlarlo.

Sólo derramó unas lágrimas antes de recordar las muchas preguntas que deseaba hacer.

—¿Será muy doloroso?

El médico cabeceó.

—No podemos saberlo. Depende de la constitución. De mil cosas. Pero los últimos descubrimientos de la ciencia médica nos permiten disponer de gran poder de alivio.

—¡Mi padre! —exclamó ella, temblando de pies a cabeza.

—No conozco al señor Hale. Quiero decir que es difícil dar consejo. Pero yo le diría que, sabiendo lo que me ha obligado a explicarle tan bruscamente, espere hasta que el hecho que no he sabido ocultarle le sea en cierta medida familiar, para que pueda proporcionar a su padre algún consuelo sin demasiado esfuerzo. Hasta entonces, con mis visitas, que, por supuesto, repetiré de vez en cuando aunque me temo que no puedo hacer nada más que aliviar el dolor, se habrán producido muchas pequeñas circunstancias que provocarán su alarma, que la intensificarán, de modo que estará mejor preparado. No, querida señorita, no, querida, he visto al señor Thornton y respeto a su padre por el sacrificio que ha hecho, por muy equivocado que pueda parecerme que está. Bueno, eso es todo por ahora, si le parece bien, querida. Pero recuerde que cuando vuelva, lo haré como amigo. Y tiene que aprender a considerarme como tal, porque vernos, llegar a conocernos en momentos como éstos vale por años de visitas matinales.

El llanto impidió hablar a Margaret; pero le estrechó la mano al despedirse.

«¡Eso es lo que yo llamo una joven excelente! —se dijo el doctor Donaldson cuando se acomodó en su carruaje y tuvo tiempo de examinarse la mano del anillo, que había sufrido ligeramente con el apretón—. ¿Quién hubiera pensado que una manita como ésa pudiese dar semejante apretón? Pero los huesos estaban muy bien ensamblados, y eso da mucha fuerza. ¡Es toda una reina! Con la cabeza bien alta al principio para obligarme a decirle la verdad; y luego inclinada hacia delante ávidamente para escuchar. ¡Pobrecita! Tengo que procurar que no se agote. Aunque es asombroso lo que pueden hacer y sufrir esas criaturas con clase. Es una joven valiente hasta la médula. Cualquier otra que se hubiera quedado tan lívida como ella no habría reaccionado sin desmayarse o ponerse histérica. Pero ella no haría eso, ¡ella no! Y se recobró por pura fuerza de voluntad. Una joven como ella me conquistaría si tuviera treinta años menos. Ahora es demasiado tarde. ¡Bien! Ya estamos en casa de los Archer». Bajó de un salto, con pensamiento, sabiduría, experiencia y compasión atentos y dispuestos todos a atender los requerimientos de aquella familia como si no hubiera otra en el mundo.

Mientras tanto, Margaret había vuelto al estudio de su padre un momento para recuperar las fuerzas antes de subir a ver a su madre. «¡Ay, Dios mío, Dios mío! Es terrible. ¿Cómo voy a soportarlo? ¡Una enfermedad tan grave! ¡Sin esperanzas! ¡Ay, mamá, mamá, ojalá no hubiera ido nunca a casa de tía Shaw y pasado todos aquellos años preciosos lejos de ti! ¡Pobre mamá, cuánto debe de haber soportado! Dios mío, te lo ruego, que no sufra mucho. Te lo ruego, Dios mío, que sus dolores no sean demasiado fuertes, demasiado espantosos. ¿Cómo voy a soportar verla sufrir? ¿Cómo voy a soportar la angustia de papá? No debe saberlo todavía; no de repente. Lo mataría. Pero no perderé otro momento de mi queridísima madre».

Subió corriendo. Dixon no estaba en la habitación. La señora Hale descansaba recostada en un sillón, envuelta en un chal blanco suave y un gorrito que la favorecía y que se había puesto para la visita del doctor. Tenía un leve color en la cara, y el propio cansancio que le había causado el reconocimiento le daba una expresión serena. Margaret se sorprendió al verla tan tranquila.

—¡Vaya, Margaret, qué aspecto tan extraño tienes! ¿Qué pasa?

Y entonces cayó en la cuenta de lo que pasaba en realidad y añadió bastante contrariada:

—¿No habrás estado haciendo preguntas al doctor Donaldson, verdad, hija?

Margaret se limitó a mirarla con tristeza en silencio. La señora Hale se disgustó más.

—Es imposible que haya faltado a la palabra que me dio y…

—Sí, mamá, lo ha hecho. Le obligué a hacerlo. He sido yo, échame a mí la culpa.

Se arrodilló junto a su madre, le cogió la mano y la retuvo, a pesar de que la señora Hale intentó retirarla. La cubrió de besos y de lágrimas ardientes.

—Has obrado muy mal, Margaret. Sabías que yo no quería que lo supieras —le dijo su madre, pero cesó en su intento de retirar la mano, como si el leve forcejeo la hubiera agotado; y, al poco rato, le devolvió la presión débilmente. Eso animó a Margaret a hablar.

—¡Mamá, déjame ser tu enfermera! Aprenderé todo lo que pueda enseñarme Dixon. Sabes que soy tu hija y creo que tengo derecho a hacerlo todo por ti.

—No sabes lo que me pides, hija mía —dijo la señora Hale con un escalofrío.

—Sí lo sé. Sé mucho más de lo que tú crees. Déjame cuidarte. Déjame intentarlo al menos. Nadie lo ha intentado nunca ni lo intentará con tanto empeño como lo haré yo. Será un gran consuelo, mamá.

—¡Pobre hija mía! Bueno, probarás. ¿Sabes que Dixon y yo pensamos que me rehuirías si supieras…?

—¡Dixon creyó eso! —exclamó Margaret, con una mueca despectiva—. ¡Dixon no puede reconocerme el mérito de sentir suficiente amor verdadero, tanto como ella! Supongo que se cree que soy una de esas pobres mujeres enfermizas a las que les gusta echarse en lechos de rosas y que las abaniquen todo el día. No permitas que las fantasías de Dixon vuelvan a interponerse entre tú y yo, mamá. ¡No lo hagas, por favor! —imploró.

—No te enfades con Dixon —dijo la señora Hale, con inquietud. Margaret se recobró.

—¡No! No lo haré. Procuraré ser humilde y aprenderé a hacer las cosas a su modo si tú me dejas hacer todo lo que pueda por ti. Déjame estar en primer lugar, mamá, no sabes cuánto lo deseo. Cuando estaba lejos en casa de tía Shaw solía imaginar que me olvidarías y lloraba hasta que me quedaba dormida por la noche pensando en ello.

—Y yo solía pensar que cómo iba a soportar Margaret nuestra pobreza después del lujo y las comodidades de Harley Street, incluso me he sentido muchas veces más avergonzada de que vieras tú las artimañas a las que teníamos que recurrir en Helstone, que de que las descubriera cualquier extraño.

—¡Oh, mamá, y a mí me gustaban tanto! ¡Eran mucho más divertidas que todas las rutinas de Harley Street! El anaquel del ropero con asas, que servía de bandeja en las grandes ocasiones. Y las cajas grandes de té, rellenas y cubiertas que hacían de otomanas. Creo que lo que llamas artimañas del querido Helstone eran una parte encantadora de la vida allí.

—No volveré a ver nunca Helstone, Margaret —dijo la señora Hale con los ojos llenos de lágrimas. Margaret no pudo contestar. La señora Hale prosiguió—: Cuando vivíamos allí, siempre deseaba marcharme. Cualquier sitio se me antojaba mejor. Y ahora moriré lejos de allí. Es un castigo merecido.

—No debes hablar así —dijo Margaret con impaciencia—. El ha dicho que puedes vivir años. Ay, madre, todavía te llevaremos a Helstone.

—¡No, nunca! Tengo que aceptarlo como justa penitencia. Pero, Margaret… ¡Frederick!

Al mencionar aquella única palabra, se puso a gritar como si tuviera un dolor fuerte. Parecía que pensar en él hubiera trastocado toda su compostura, destruido su calma, superado su agotamiento. Un grito desesperado seguía a otro.

—¡Frederick! ¡Frederick! Ven, por favor. Estoy muriéndome. ¡Pequeño mío, mi primogénito, ven a verme otra vez!

Era una fuerte crisis de histerismo. Margaret corrió a llamar a Dixon aterrada. Dixon acudió, ceñuda, y acusó a Margaret de haber sobreexcitado a su madre. Margaret lo soportó todo dócilmente, confiando sólo en que su padre no apareciera. A pesar de su alarma, que era incluso mayor de lo que justificaba la ocasión, obedeció todas las instrucciones de Dixon con prontitud perfecta, sin alegar nada en su defensa. Y esa actitud aplacó a su acusadora. Acostaron a su madre en la cama y Margaret se sentó a su lado y no se movió hasta que se quedó dormida, y después, hasta que Dixon le indicó por señas que saliera de la habitación y, con gesto amargo, como si supusiera un gran esfuerzo, le mandó que tomara una taza de café que le había preparado y esperó pendiente de ella con actitud imperiosa mientras lo hacía.

—No debería de haber sido tan curiosa, señorita, y así no habría tenido que preocuparse antes de tiempo. Creo que no habría tenido que esperar mucho. Supongo que ahora se lo dirá al señor, ¡y menuda familia tendré con ustedes!

—No, Dixon —dijo Margaret con tristeza—. No se lo diré a papá. Él no podría soportarlo como yo.

Y para demostrar lo bien que lo soportaba ella, se echó a llorar a lágrima viva.

—¡Ay! Ya sabía yo lo que pasaría. Ahora despertará a su mamá, justo cuando se ha quedado dormida tan tranquila. Señorita Margaret, querida, he tenido que ocultarlo todas estas semanas; y aunque no puedo pretender quererla como usted, la quiero más que a ninguna otra persona, hombre, mujer o niño. No he querido nunca tanto a nadie, sólo al señorito Frederick. Sí, desde que la doncella de lady Beresford me llevó la primera vez a vestirla con crespón blanco y espigas y amapolas rojas y me clavé una aguja en el dedo y se partió dentro y ella rasgó su pañuelo de bolsillo bordado, después de sacarla, y volvió a humedecer el vendaje con loción cuando regresó del baile, donde había sido la joven más bella, nunca he querido a nadie como a ella. Poco pensaba yo entonces que viviría para verla en esta situación. No intento reprochárselo a nadie. Muchos la consideran a usted guapa y buena moza, y qué sé yo. Incluso en este lugar tan lleno de humo como para cegarla a una, hasta los mochuelos pueden verlo. Pero usted nunca se parecerá a su madre en belleza…, nunca, ni aunque viva cien años.

—Mamá es muy guapa todavía. ¡Pobre mamá!

—Ahora no empiece otra vez o acabaré dejándome llevar yo también —dijo gimoteando—. No aguantará la llegada y las preguntas del señor si seguimos así. Salga a dar un paseo y recóbrese un poco. Cuántas veces he deseado yo dar un paseo para despejarme, dejar de pensar en lo que le pasaría y cómo terminaría todo.

—Ay, Dixon —exclamó Margaret, cuántas veces me he enfadado contigo sin saber el secreto terrible que tenías que soportar.

—Dios la bendiga, niña. Me gusta ver que demuestra un poco de ánimo. Es la buena sangre antigua de los Beresford. Porque el antepenúltimo sir John dejó en el sitio de un tiro a su mayordomo por decirle que exprimía a los arrendatarios, y le aseguro que los había exprimido hasta que no pudo sacarles más jugo porque ya no les quedaba.

—Bueno, Dixon, yo no te mataré, y procuraré no volver a enfadarme.

—Nunca lo ha hecho. Si lo he dicho a veces, ha sido siempre hablando para mí, en privado, para hacer un poco de conversación agradable, porque no tenía con quien hablar. Y cuando se enfurece, es usted la viva imagen del señorito Frederick. Sería capaz de sacarla de quicio cualquier día sólo para ver esa expresión de furia de él cubrirle la cara como un nubarrón. Pero ahora váyase, señorita. Yo velaré a la señora; y en cuanto al señor, sus libros son compañía suficiente para él, si llega.

—Iré, Dixon —dijo Margaret. Se quedó un momento junto a ella, como si tuviera miedo o se sintiera indecisa. Luego, le dio un beso de pronto y salió rápidamente de la habitación.

—¡Bendita sea! —exclamó Dixon—. Es encantadora. Hay tres personas a las que tengo cariño: la señora, el señorito Frederick y ella. Sólo a ellos tres. Eso es todo. Por mí, que ahorquen a todos los demás, no sé para qué están en el mundo. Supongo que el señor nació para casarse con la señora. Si creyera que la amaba como es debido, le habría tomado cariño con el tiempo. Pero tendría que haberle hecho mucho más caso en vez de pasarse el tiempo leyendo y pensando, siempre leyendo y pensando. ¡Mira adónde le ha llevado! Muchos no leen nunca, ni siquiera piensan, y llegan a rectores y deanes y lo que sea. Y yo creo que si el señor hubiera hecho caso a la señora y hubiera dejado de leer y de pensar tanto podría… Ahí va. —Había oído el ruido de la puerta y estaba mirando por la ventana—. ¡Pobre señorita! Su ropa tiene un aspecto lastimoso, comparado con el que tenía cuando llegó a Helstone hace un año. Entonces no había ni una media zurcida ni un par de guantes gastados en todo el guardarropa. ¡Y ahora…!