Patronos y empleados
Luchan pensamiento y pensamiento, una chispa de verdad
salta del choque del escudo y la espada.
W S. LANDOR[23]
—Margaret, tenemos que devolver la visita a la señora Thornton —le dijo su padre al día siguiente—. Tu madre no se encuentra muy bien y cree que no puede caminar tanto, así que iremos tú yo esta tarde.
En el camino, el señor Hale empezó a hablar sobre la salud de su esposa con cierta angustia velada, y Margaret se alegró de ver que se preocupaba al fin.
—¿Consultaste al médico, Margaret? ¿Le has enviado aviso?
—No, papá. Me dijiste que viniera a verme a mí. Y yo estaba bien. Pero si supiera de algún buen médico, iría esta misma tarde a pedirle que viniera a casa, porque estoy segura de que mamá está gravemente indispuesta.
Lo dijo tan lisa y llanamente porque su padre se había negado de plano a aceptar la idea la última vez que le había mencionado sus temores. Pero ahora había cambiado de actitud. Él contestó en tono abatido:
—¿Crees que tiene alguna afección oculta? ¿De verdad crees que está muy enferma? ¿Te ha dicho algo Dixon? ¡Dímelo, Margaret! Me atormenta la idea de que nuestro traslado a Milton haya acabado con ella. ¡Mi pobre Maria!
—Vamos, papá, no imagines esas cosas —dijo Margaret horrorizada—. No está bien, eso es todo. Muchas veces se encuentra mal durante un tiempo y con buenos consejos médicos se recupera y se pone más fuerte que nunca.
—Pero ¿te ha dicho Dixon algo?
—No. Ya sabes que le encanta hacer misterios de insignificancias; y está bastante misteriosa sobre la salud de mamá últimamente, lo cual me ha alarmado bastante; eso es todo. Sin motivo, lo confieso. Mira papá, el otro día dijiste que me imaginaba cosas.
—Espero y confío en que sea así. Pero ahora olvida lo que dije entonces. Me gusta que te preocupes por la salud de tu madre. No temas explicarme tus fantasías. Me gusta que lo hagas, aunque, lo confieso, hablé como si estuviera enojado. Pediremos a la señora Thornton que nos recomiende a un buen médico. No tiraremos nuestro dinero consultando al que no sea el mejor. Espera, tenemos que torcer en esta calle.
Parecía imposible que hubiera en aquella calle alguna casa bastante grande para ser la residencia de la señora Thornton. El porte de su hijo no daba ninguna idea sobre el tipo de casa en que pudiera vivir. Pero Margaret había imaginado de forma inconsciente que la señora Thornton, tan alta, imponente y espléndidamente vestida, tenía que vivir en una casa que correspondiese a su carácter. Sin embargo, la calle Marlborough consistía en largas hileras de casitas con un muro blanco aquí y allá; al menos eso era todo lo que veían desde donde habían entrado.
—Me dijo que vivían en la calle Marlborough, estoy seguro —dijo el señor Hale, bastante perplejo.
—Quizá sea una de las economías que aún practica, vivir en una casa pequeñísima. Pero hay mucha gente en la calle. Déjame preguntar a alguien.
Así que se lo preguntó a un transeúnte, que le indicó que el señor Thornton vivía junto al taller y le señaló la puerta de entrada de la fábrica, al final del muro ciego en el que se habían fijado.
La entrada de la caseta del guarda era como una cancela normal. A un lado había grandes puertas cerradas para la entrada y salida de furgones y vagones. El guarda los dejó pasar a un patio rectangular muy grande: a un lado del mismo estaban las oficinas para las transacciones del negocio; al otro, un taller enorme con muchas ventanas, de donde salía el ruido constante de la maquinaria y el estruendo quejumbroso de la máquina de vapor, suficiente para ensordecer a los que vivían en el recinto. Frente al muro a lo largo del cual discurría la calle, en uno de los lados pequeños del rectángulo, se alzaba una espléndida vivienda rematada en piedra (ennegrecida por el humo, por supuesto, pero con pintura, ventanas y escaleras impecables). Era evidente que se trataba de una casa construida hacía unos cincuenta o sesenta años. Los revestimientos de piedra, las estrechas y alargadas ventanas y el número de éstas, así como los tramos de escaleras a ambos lados de la puerta principal y protegidos con barandillas, daban fe de su época. Margaret se preguntó por qué personas que podían permitirse vivir en una casa tan espléndida y mantenerla en tan perfecto estado, no preferirían una vivienda mucho más pequeña en el campo o incluso en algún barrio de las afueras y no allí, con el estruendo y ajetreo de la fábrica. Apenas podía oír lo que le decía su padre mientras esperaban a que les abrieran la puerta. También el patio, con las grandes puertas en el muro ciego como una barrera, constituía un panorama deprimente para las salas de la casa, según descubrió Margaret cuando subieron las anticuadas escaleras y les hicieron pasar al salón, cuyas tres ventanas daban a la entrada principal y a la habitación que quedaba a su derecha. No había nadie en el salón. Parecía que nadie hubiera entrado allí desde el día en que habían enfundado los muebles con tanto cuidado como si la casa fuera a quedar cubierta de lava y ser descubierta mil años después. Las paredes eran de color rosa y dorado; el diseño de la alfombra representaba ramilletes de flores sobre un fondo claro, pero estaba cuidadosamente protegida en el centro por una cubierta de lino satinada e incolora. Las cortinas de las ventanas eran de encaje; las butacas y sofás tenían fundas individuales de malla o de punto. Grandes conjuntos de alabastro ocupaban cada superficie lisa, libres de polvo, bajo unas pantallas de cristal. En el centro de la estancia, justo debajo de la araña cubierta con una bolsa, había una mesa redonda grande con libros de fina encuadernación dispuestos a intervalos regulares en toda la circunferencia de su superficie pulida que semejaban radios de vivos colores de una rueda. Todo reflejaba la luz, nada la absorbía. La estancia entera tenía un lastimoso aspecto moteado, tachonado, pintado que causó tan desagradable impresión a Margaret que apenas reparó en el trabajo necesario para mantenerlo todo tan pulcro e inmaculado en semejante atmósfera, ni en las molestias que debían de tomarse para conseguir aquel efecto de incomodidad gélida y blanca como la nieve. Mirase donde mirase, veía pruebas de esmero y trabajo, pero no para procurar comodidad y fomentar hábitos de sosegada labor hogareña, sino para adornar y para preservar el ornamento de la suciedad y el deterioro.
Tuvieron tiempo de observar y de hablar entre sí en voz baja antes de que llegara la señora Thornton. No hablaban de nada que no pudiera oír todo el mundo; pero es efecto común de las habitaciones como aquélla inducir a la gente a bajar la voz, como si no quisieran despertar ecos nuevos.
La señora Thornton llegó al fin, acompañada del susurro de preciosa seda negra, según su costumbre. Sus muselinas y encajes competían sin superarla con la inmaculada blancura de las muselinas y mallas de la estancia. Margaret explicó la razón de que su madre no los acompañara a devolver la visita a la señora Thornton. Pero, en su afán de no despertar de nuevo los temores de su padre con demasiada intensidad, hizo un torpe relato, por el que la señora Thornton supuso que la señora Hale tenía sólo una indisposición temporal o imaginaria, propia de damas delicadas, que podría haber dejado a un lado por algo más importante; pues si estuviera tan grave como para no poder salir aquel día, hubiesen pospuesto la visita. La señora Thornton recordó los caballos del coche que habían alquilado para la visita a los Hale, y cómo había ordenado el señor Thornton a Fanny que fuera a presentarles todos sus respetos, y se irguió un poco ofendida, sin dar a Margaret ninguna muestra de simpatía, ni de que creyera, en realidad, la historia de la indisposición de su madre.
—¿Qué tal el señor Thornton? —preguntó el señor Hale—. Temía que no se encontrara bien, por su breve nota de ayer.
—Mi hijo casi nunca está enfermo; y cuando lo está, nunca habla de ello ni lo toma como excusa para dejar de hacer algo. Me dijo que no tenía tiempo para estudiar con usted anoche, señor. Lo lamentó, estoy segura. Aprecia mucho las horas que pasa con usted.
—Le aseguro que son muy gratas para mí —repuso el señor Hale—. Me hace sentir joven de nuevo verle disfrutar y apreciar cuanto de admirable tiene la literatura clásica.
—No me cabe duda de que los clásicos son muy valiosos para la gente que tiene tiempo libre. Pero le confieso que mi hijo renovó el estudio de los mismos en contra de mi parecer. Creo que el tiempo y el lugar en que vive requieren toda su energía y atención. Los clásicos pueden ser muy beneficiosos para los hombres que se pasan la vida en el campo o en los colegios; pero los hombres de Milton deben concentrar sus pensamientos y sus energías en el trabajo cotidiano. Al menos, ésa es mi opinión.
Pronunció la última frase con «orgullo disfrazado de humildad[24]».
—Pero si la mente se concentra durante demasiado tiempo en un único objetivo, acabará sin duda entumecida y rígida, sin capacidad para tener una diversidad de intereses —dijo Margaret.
—No entiendo en absoluto lo que quiere decir con lo de mente entumecida y rígida. Y no me gustan las personas de carácter variable que se entusiasman un día con una cosa y al siguiente la olvidan para interesarse por otra. No creo que a un fabricante de Milton le convenga tener muchos intereses. Le basta, o tendría que bastarle, con un gran objetivo y concentrar todos sus esfuerzos en realizarlo.
—¿Y cuál es? —preguntó el señor Hale.
Sus mejillas amarillentas se colorearon y se le iluminaron los ojos al contestar:
—Alcanzar y conservar un lugar elevado y honorable entre los comerciantes de su país, los hombres de esta ciudad. Mi hijo lo ha conseguido por su propio esfuerzo. Vayan a donde quieran, y no me refiero sólo a Inglaterra sino también a Europa en general, y comprobarán que todos los hombres de negocios conocen y respetan el nombre de John Thornton de Milton. Es desconocido en los círculos elegantes, por supuesto —añadió despectivamente—. No es probable que las damas y los caballeros ociosos sepan mucho de un fabricante de Milton, a menos que ingrese en el Parlamento o se case con la hija de un lord.
Tanto el señor Hale como Margaret se sintieron incómoda y absurdamente conscientes de que no habían oído aquel nombre hasta que el señor Bell les había escrito diciéndoles que el señor Thornton sería un buen amigo en Milton. El mundo de la madre orgullosa no era el mundo de las elegancias de Harley Street, por un lado, ni el de los clérigos rurales y los hacendados de Hampshire por otro. Pese a todos los esfuerzos de Margaret por mantener una expresión atenta, su gesto indicó a la sensible señora Thornton lo que pensaba.
—Piensa que nunca ha oído hablar de este maravilloso hijo mío, señorita Hale. Cree que soy una anciana cuyas ideas están limitadas por Milton, y cuyo mirlo blanco es el más blanco jamás visto.
—No —dijo Margaret con bastante ánimo—. Quizá sea cierto que estaba pensando que no había oído el nombre del señor Thornton antes de venir a Milton. Pero desde que llegué he oído lo suficiente como para hacer que le respete y admire y creer que es muy justo y muy cierto lo que ha dicho usted de él.
—¿Quién le ha hablado de él? —preguntó la señora Thornton un tanto aplacada, pero recelosa de que las alabanzas de otros no le hubieran hecho plena justicia.
Margaret vaciló antes de responder. No le gustaba aquel interrogatorio imperioso. Terció entonces el señor Hale, acudiendo al rescate, como pensaba él.
—Fue lo que dijo el propio señor Thornton lo que nos hizo saber qué clase de hombre es, ¿verdad, Margaret?
La señora Thornton se irguió y dijo:
—Mi hijo no es de los que hablan de sí mismos. Se lo preguntaré de nuevo, señorita Hale, ¿quién le habló de él y le hizo formarse tan buena opinión? Las madres somos curiosas y estamos deseando oír elogios de nuestros hijos, ¿sabe?
Margaret contestó:
—Fue más bien lo que el señor Thornton no nos reveló de lo que nos había contado el señor Bell de su vida anterior; fue mas eso que lo que explicó lo que nos hizo pensar a todos cuánta razón tiene usted al sentirse orgullosa de él.
—¡El señor Bell! ¿Qué puede saber él de John? Él, que lleva una vida ociosa en un colegio adormecido. Pero se lo agradezco, señorita Hale. Muchas jovencitas hubieran negado a una anciana el placer de oír que se habla bien de su hijo.
—¿Por qué? —preguntó Margaret, desconcertada, mirando fijamente a la señora Thornton.
—¿Que por qué? Pues supongo que porque sus conciencias podrían decirles que estaban convirtiendo a la anciana madre en su defensora en caso de que tuvieran pensado conquistar al hijo.
Esbozó una sonrisa, pese a todo, pues le había complacido la franqueza de Margaret. Y tal vez pensase que había hecho preguntas como si tuviera derecho a catequizar. Margaret se rió de la idea expresada, se rió tan alegremente que hirió el oído de la señora Thornton como si las palabras que habían provocado aquella risa fuesen total y absolutamente absurdas.
Margaret dejó de reírse al ver la expresión hosca de la señora Thornton.
—Le ruego que me disculpe, señora. Pero le agradezco muchísimo que me exonere de hacer planes para conquistar el corazón del señor Thornton.
—No sería la primera —dijo la señora Thornton con frialdad.
—Supongo que la señorita Thornton está bien —terció el señor Hale, deseando desviar el curso de la conversación.
—Está tan bien como siempre. No es fuerte —repuso la señora Thornton de modo cortante.
—¿Y el señor Thornton? Supongo que nos veremos el jueves.
—No puedo responder de los compromisos de mi hijo. Parece que hay algún problema en la ciudad, una amenaza de huelga. De ser así, su experiencia y buen juicio hacen que sus amigos consulten mucho con él. Pero creo que irá el jueves. En cualquier caso, estoy segura de que si no puede le avisara.
—¡Una huelga! ¡Para qué! ¿Para qué van a hacer huelga? —preguntó Margaret.
—Para hacerse con el dominio y el control de la propiedad de otros —dijo la señora Thornton con un furioso bufido—. Para eso es para lo que hacen siempre huelga. Si los trabajadores de mi hijo se declaran en huelga, sólo diré que son una jauría de desagradecidos. Pero no me cabe duda de que la harán.
—Querrán salarios más altos, ¿no? —preguntó el señor Hale.
—Esa es siempre la excusa. Pero la verdad es que quieren ser patronos y convertir a los patronos en esclavos en su propio terreno. Siempre están intentándolo. Es lo que piensan siempre. Y cada cinco o seis años se produce una lucha entre patronos y obreros. Pero me parece que esta vez se darán cuenta de que se han equivocado en los cálculos. Tal vez no les resulte tan fácil volver al trabajo si lo dejan. Creo que los patronos tienen un par de ideas que enseñarán a los trabajadores a no volver a la huelga precipitadamente, si lo intentan esta vez.
—¿No crea mucho alboroto en la ciudad? —preguntó Margaret.
—Por supuesto. Pero estoy segura de que no es usted cobarde, ¿verdad? Milton no es lugar para cobardes. Una vez tuve que abrirme paso entre una multitud de hombres blancos furiosos que juraban que acabarían con Makinson en cuanto se atreviera a asomar la nariz de su fábrica. Él no sabía nada, así que alguien tenía que ir a decírselo o sería hombre muerto. Y tenía que ser una mujer, así que fui yo. Y cuando llegué, no podía salir. Estaba en juego mi vida. Así que subí al tejado, donde había piedras amontonadas preparadas para arrojarlas a la cabeza de la gente si intentaban forzar las puertas de la fábrica. Y hubiera alzado aquellas piedras pesadas y las habría arrojado con tan buena puntería como el mejor hombre, de no haberme desmayado por el calor que había pasado. Si vive en Milton, señorita Hale, tendrá que aprender a ser valiente.
—Haré lo que pueda —repuso Margaret bastante pálida—. No sabré si soy valiente o no hasta que llegue el momento de demostrarlo. Aunque me temo que sería una cobarde.
—Los del Sur suelen asustarse de lo que nuestros hombres y mujeres de Darkshire llaman luchar para vivir. Pero le aseguro que cuando lleve diez años entre gente que siempre guarda rencor a sus superiores y sólo espera la ocasión de vengarse, sabrá si es cobarde o no, puede creerme.
El señor Thornton fue aquella tarde a casa del señor Hale. Le hicieron pasar a la sala de arriba, donde el señor Hale estaba leyendo en voz alta a su esposa y a su hija.
—Vengo a entregarles una nota de mi madre, y en parte a disculparme por no haber cumplido mi horario ayer. La nota contiene la dirección que pidieron: el doctor Donaldson.
—¡Gracias! —dijo Margaret apresuradamente, tendiendo la mano para coger la nota, pues no quería que su madre se enterara de que habían preguntado por un médico. Se alegró al ver que el señor Thornton captaba de inmediato su intención y le daba la nota sin hacer ningún comentario sobre el asunto.
El señor Hale empezó a hablar de la huelga. El señor Thornton adoptó un gesto parecido al peor de su madre, que repugnó de inmediato a la atenta Margaret.
—Sí; los muy estúpidos harán huelga. Allá ellos. A nosotros nos viene muy bien. Pero les dimos una oportunidad. Creen que la industria está tan floreciente como el año pasado. Nosotros vemos la tormenta en el horizonte y acortamos velas. Pero como no les explicamos los motivos que tenemos para hacerlo, creen que actuamos irracionalmente. Tenemos que darles cuenta de cómo decidimos gastar o ahorrar nuestro dinero. Henderson probó un sistema con sus obreros en Ashley y fracasó. El prefería con mucho una huelga; le hubiera ido muy bien. Así que cuando llegaron los hombres a pedir el cinco por ciento que reclamaban les dijo que lo pensaría y que les daría la respuesta el día de paga; sabiendo perfectamente todo el tiempo cuál sería su respuesta, claro, pero creyendo que había reforzado la idea de los obreros de seguir en sus trece. Sin embargo, fueron más astutos que él, y estaban bastante enterados de las malas perspectivas de la industria. Así que se presentaron el viernes y retiraron su reivindicación, y ahora no tiene más remedio que seguir trabajando. Pero nosotros, los patronos de Milton, hemos presentado hoy nuestra decisión. No aumentaremos un penique. Les decimos que quizá tengamos que bajar los salarios, pero que no podemos permitirnos subirlos. Y así estamos. Esperando su ataque siguiente.
—¿Y cuál será? —preguntó el señor Hale.
—Yo creo que una huelga general. Supongo que verán Milton sin humo unos cuantos días, señorita Hale.
—Pero ¿por qué no pueden explicarles las buenas razones que tienen para esperar que el mercado vaya mal? —preguntó Margaret—. No sé si empleo las palabras correctas, pero comprenderá lo que quiero decir.
—¿Da usted a sus sirvientas explicaciones de sus gastos o de su economía en el empleo de su propio dinero? Nosotros, los propietarios del capital, tenemos derecho a decidir lo que haremos con él.
—Un derecho humano —dijo Margaret en voz muy baja.
—Perdone, pero no he oído lo que ha dicho.
—Preferiría no repetirlo —repuso ella—. Se refería a una opinión que no creo que comparta usted.
—¿Por qué no me pone a prueba? —alegó él, y concentró de pronto todos sus pensamientos en saber lo que había dicho. Ella estaba contrariada con la pertinacia de él, pero decidió no dar demasiada importancia a sus palabras.
—Dije que tenía usted un derecho humano. Quería decir que parecía no haber ninguna razón salvo las religiosas para que no haga lo que quiera con su dinero.
—Veo que discrepamos en nuestras opiniones religiosas. Pero ¿no me reconoce el mérito de tener alguna, aunque no sea la misma que la suya?
Él hablaba en voz baja, como si lo hiciera sólo para ella.
Margaret no deseaba que se dirigiera tan exclusivamente a ella. Contestó en su tono habitual:
—No creo que tenga ocasión de considerar sus opiniones religiosas especiales en el asunto. Lo único que quería decir es que no hay ninguna ley humana que impida a los patronos despilfarrar o tirar todo su dinero si quieren. Pero que hay pasajes de la Biblia que dan a entender, al menos en mi opinión, que faltan a su deber de administradores si lo hacen. Sin embargo, sé tan poco de huelgas y nivel de salarios, capital y trabajo, que preferiría no hablar con un economista político como usted.
—No, razón de más para que lo haga —dijo él animoso e impaciente—. Me encantaría explicarle todo lo que puede parecer anómalo o misterioso a un profano. Sobre todo en un momento como éste, en que nuestras actividades seguramente van a ser inspeccionadas por todo escritorzuelo que disponga de una pluma.
—Gracias —respondió ella con frialdad—. Lógicamente, acudiré a mi padre primero para cualquier información que pueda darme si me desconcierta vivir aquí en esta sociedad extraña.
—¿Le parece extraña? ¿Por qué?
—No sé. Supongo que porque veo a dos clases que dependen una de la otra en todo, pero cada una de las cuales considera los intereses de la otra contrarios a los propios. No he vivido nunca en un lugar donde hubiera dos grupos de personas insultándose siempre unas a otras.
—¿A quién ha oído insultar a los patronos? No le pregunto a quién ha oído hablar mal de los obreros porque veo que insiste en tergiversar lo que dije el otro día. Pero ¿quién le ha hablado mal de los patronos?
Margaret enrojeció; luego dijo, esbozando una sonrisa:
—No me gusta que me interroguen. Me niego a responder a su pregunta. Además, no tiene nada que ver con el hecho. Tendrá que aceptar mi palabra, es decir, que he oído a algunos trabajadores, mejor dicho, a uno solo, hablar como si los patronos tuvieran interés en impedirles ganar dinero, por creer que serían demasiado independientes si tuvieran una cantidad en la caja de ahorros.
—A mi entender, fue ese tal Higgins quien te dijo todo esto —dijo el señor Hale. El señor Thornton no dio muestras de haber oído lo que era evidente que Margaret no quería que supiera. Pero lo había captado.
—También he oído que se considera ventajoso para los patronos tener obreros ignorantes; no picapleitos, como solía llamar el capitán Lennox a los hombres de su compañía que preguntaban y querían saber la razón de cada orden.
El último comentario iba dirigido más a su padre que al señor Thornton. ¿Quién es el capitán Lennox?, se preguntó el señor Thornton, extrañamente contrariado, lo que le impidió responder de inmediato. Reanudó la conversación el señor Hale.
—Nunca te han gustado las escuelas, Margaret; de lo contrario, lo habrías comprobado y sabrías lo mucho que se está haciendo por la educación en Milton.
—¡No! —dijo ella, con súbita docilidad—. Ya sé que no me preocupo bastante por las escuelas. Pero el conocimiento y la ignorancia de los que hablo no tienen nada que ver con leer y escribir, con la enseñanza o la información que puede darse a un niño. Estoy segura de que lo que quería decir era la ignorancia del conocimiento que ha de guiar a hombres y mujeres. No sé lo que es. Pero él, es decir, mi informante, hablaba como si a los patronos les gustase que sus empleados sean niños grandotes, que viven en el momento presente, con una especie de obediencia ciega e irracional.
—En resumen, señorita Hale, es evidente que su informante encontró a una oyente muy bien dispuesta a aceptar todas las calumnias que decidiera soltar contra los patronos —dijo el señor Thornton en tono ofendido.
Margaret no contestó. Le molestaba el carácter personal que el señor Thornton atribuía a lo que había dicho ella.
Habló a continuación el señor Hale:
—Debo confesar que, aunque yo no conozco tan íntimamente como Margaret a ningún trabajador, me impresiona mucho el antagonismo entre patrón y empleado incluso en el aspecto superficial de las cosas. Saco la misma impresión incluso de lo que dice usted de vez en cuando.
El señor Thornton guardó silencio un rato antes de responder. Le molestaba la atmósfera que se había creado entre Margaret y él. Ella acababa de salir de la sala. Sin embargo, aquella leve irritación le hizo distanciarse y reflexionar, dando mayor dignidad a lo que dijo a continuación:
—Mi teoría es que mis intereses son idénticos a los de mis trabajadores y a la inversa. Sé que a la señorita Hale no le gusta que se llame «manos» a los trabajadores, así que no emplearé ese término, aunque me viene más rápidamente a la lengua que el técnico, y cuyo origen, sea el que sea, es muy anterior a mi época. En el futuro, algún día (en algún milenio, en Utopía), esta unidad se llevará a la práctica, lo mismo que imagino una república como la forma de gobierno más perfecta.
—Leeremos La República de Platón en cuanto acabemos Homero.
—Bueno, tal vez en el ciclo platónico seamos todos (hombres, mujeres y niños) dignos de una república. Pero en el estado actual de moralidad e inteligencia, que me den una monarquía constitucional. En nuestra infancia necesitamos que nos gobierne un despotismo prudente. En realidad mucho después de la infancia, niños y jóvenes son más felices bajo las leyes de una autoridad firme y discreta. Coincido con la señorita Hale en lo de atribuir a nuestra gente la condición de niños, mientras que niego que los patronos tengamos algo que ver con que lo sean o sigan siéndolo. Sostengo que el despotismo es la mejor forma de gobierno para ellos; por lo que en las horas en que estoy en contacto con ellos he de ser forzosamente un autócrata. Emplearé toda mi discreción (sin patrañas ni sentimiento filantrópico, de lo que ya hemos tenido demasiado en el Norte) para establecer normas prudentes y tomar decisiones justas en la administración de mi negocio; normas y decisiones para mi propio bien, en primer lugar; y para el suyo en segundo. Pero nadie me obligará a dar explicaciones ni a volverme atrás de lo que haya declarado que es mi resolución. ¡Que hagan huelga! Yo sufriré tanto como ellos, pero al final descubrirán que no he cambiado ni me he movido un ápice.
Margaret había vuelto a la habitación y estaba sentada con su labor; pero no habló. Respondió el señor Hale:
—A mi modo de ver, y hablo con gran ignorancia, pero por lo poco que sé, yo diría que las masas ya están pasando rápidamente a la etapa conflictiva que media entre la infancia y la edad adulta, en la vida de la multitud así como en la del individuo. Ahora bien, el error que cometen muchos padres en el trato del individuo en esta época es insistir en la misma obediencia irracional que cuando todo lo que debía hacer era obedecer las simples normas de «Ven cuando te llaman» y «Haz lo que te mandan». Pero un padre prudente accede al deseo de actuar con independencia para ser amigo y consejero al cesar su gobierno absoluto. Si me equivoco en mi razonamiento, recuerde que fue usted quien eligió la analogía.
—Hace poco me contaron una historia —terció Margaret— de lo que ocurrió en Nuremberg hace sólo tres o cuatro años. Un hombre rico vivía allí solo en una de las inmensas mansiones que habían sido en tiempos viviendas y almacenes. Decían que tenía un hijo, pero nadie lo sabía a ciencia cierta. Durante cuarenta años, este rumor siguió circulando, con mayor o menor intensidad, sin desaparecer nunca del todo. Cuando el hombre murió, se descubrió que era cierto. Tenía un hijo: un hombre hecho y derecho con la inteligencia no ejercitada de un niño, a quien había mantenido en aquel extraño estado para salvarle de tentaciones y errores. Pero lógicamente, cuando el niño viejo quedó suelto en el mundo, cualquier mal consejero tenía poder sobre él. No distinguía el bien del mal. Su padre había cometido el error de educarle en la ignorancia tomándola por inocencia; y a los catorce meses de vida desenfrenada, las autoridades municipales tuvieron que hacerse cargo de él para impedir que muriera de hambre. Ni siquiera sabía emplear las palabras con la eficacia necesaria para subsistir como mendigo.
—Yo empleaba la comparación (sugerida por la señorita Hale) de la posición del patrón con la del padre; así que no debo quejarme de que haya convertido el símil en arma contra mí. Pero, señor Hale, cuando puso el ejemplo del padre prudente, dijo que complacía a sus hijos en el deseo de obrar de forma independiente. Es indudable que no ha llegado el momento de que los trabajadores actúen por su cuenta durante las horas de trabajo; así que no sé a qué se refería entonces. Y digo yo, que los patronos usurparían la independencia de sus obreros de un modo que a mí, al menos, no me parecería justificado, si se inmiscuyeran demasiado en la vida que llevan fuera de las fábricas. No creo que el que trabajen diez horas al día para nosotros nos dé ningún derecho a imponerles andadores el resto de su tiempo. Yo valoro tanto mi propia independencia que no puedo imaginar mayor degradación que la de tener siempre a otro hombre guiándome, aconsejándome y adoctrinándome, o incluso organizando de algún modo mis actos. Su intromisión me ofendería lo mismo aunque se tratara del hombre más sabio del mundo, o del más poderoso, y me rebelaría contra ella. Supongo que este sentimiento es más fuerte en el Norte de Inglaterra que en el Sur.
—Disculpe, pero ¿no se deberá a que no existe la igualdad de la amistad entre el consejero y las clases aconsejadas? ¿A que todo hombre ha tenido que mantenerse en una posición aislada y anticristiana, separado y receloso de su prójimo, siempre temeroso de que sus derechos sean usurpados?
—Yo me limito a exponer los hechos. Lo lamento, pero tengo un compromiso a las ocho en punto. Y tendré que aceptar los hechos como los encuentre esta noche, sin intentar explicarlos. Lo cual, en realidad, no cambiaría nada a la hora de determinar cómo actuar, tal como están las cosas. Hay que admitir los hechos.
—Pues a mí me parece que no es lo mismo en absoluto —dijo Margaret en voz baja. Su padre le indicó con un gesto que se callara y dejara al señor Thornton acabar lo que tenía que decir. Ya se había levantado y se disponía a marcharse.
—Al menos me dará la razón en esto: teniendo en cuenta el fuerte sentimiento de independencia de todos los hombres de Darkshire, ¿me asiste algún derecho a imponer a otro mis opiniones sobre la forma en que actúa (algo que yo mismo rechazaría con todas mis fuerzas), solamente porque él tiene trabajo para vender y yo capital para comprar?
—No, en absoluto —dijo Margaret decidida a decir sólo esto—; no por sus posiciones de trabajo y capital, sean cuales fueren, sino porque es usted un hombre que trata con una serie de hombres sobre los que tiene un poder inmenso, tanto si decide ejercerlo como si no, únicamente porque sus vidas y su bienestar están siempre tan íntimamente entrelazados. Dios nos creó para que haya entre nosotros una dependencia mutua. Podemos ignorar la propia dependencia, o negarnos a reconocer que otros dependen de nosotros en más aspectos que el pago de los salarios semanales. Pero las cosas son como son. Ni usted ni ningún otro patrón puede valerse solo. El hombre más orgulloso e independiente depende de quienes lo rodean por su imperceptible influencia sobre su carácter. Y el más aislado de todos sus egos de Darkshire tiene personas que dependen de él en todas partes; y no puede deshacerse de ellas lo mismo que la gran roca que parece que no puede deshacerse…
—Te ruego que no empieces con símiles, Margaret, ya nos has distraído una vez dijo su padre sonriendo, pero incómodo por la idea de que estaban reteniendo al señor Thornton contra su voluntad. Lo cual era erróneo, pues más bien le agradaba, mientras Margaret hablara, aunque lo que decía sólo le irritase.
—Dígame sólo una cosa, señorita Hale, ¿está usted siempre influenciada…?, no, ésa no es la forma correcta de expresarlo; pero si es usted siempre consciente de estar influenciada por los demás, y no por las circunstancias, ¿actúan los demás directa o indirectamente? ¿Se esfuerzan en exhortar, en imponerse, en actuar correctamente por mor del ejemplo, o se limitan a cumplir con su deber y a hacerlo con resolución sin pensar que sus actos tenían que hacer a este hombre industrioso y a aquel otro ahorrador? Porque, si yo fuera obrero, me impresionaría veinte veces más saber que mi patrón es honrado, puntual, agudo, resuelto en todos sus actos (y los obreros son espías más observadores incluso que los ayudas de cámara) que el que se entrometiese en mi forma de actuar fuera de las horas de trabajo. Prefiero no pensar demasiado en lo que soy yo mismo, pero creo que confío en la honradez de mis trabajadores y en el carácter franco de su oposición, a diferencia de la forma en que se organizará la huelga en otros talleres, sólo porque saben que no me aprovecharé indignamente de nada ni haré nada bajo cuerda. Es mucho más que todo un curso de lecciones sobre «La rectitud es la mejor política»: vida diluida en palabras. ¡No, no! Como sea el patrón serán los hombres, sin que tenga que pensar demasiado en ello.
—Eso es toda una confesión —dijo Margaret riéndose—. Cuando veo a los hombres violentos y obstinados en la afirmación de sus derechos, debo deducir que el patrón es igual. Que es un poco ignorante de aquel espíritu longánimo, que es amable y no busca lo suyo[25].
—Es usted igual que todos los forasteros que no entienden el funcionamiento de nuestro sistema, señorita Hale —se apresuró a decir él—. Supone que nuestros hombres son muñecos de masa, preparados para ser moldeados en cualquier figura afable que nos apetezca. Olvida que sólo tenemos contacto con ellos durante un tercio de su vida; y me parece que no se da cuenta de que los deberes de un fabricante son mucho mayores y más amplios que los de un simple empresario: tenemos una amplia reputación comercial que mantener, que nos convierte en los grandes adelantados de la civilización.
—Me parece que podrían abrir nuevos caminos aquí —dijo el señor Hale sonriendo—. Son individuos bárbaros y rudos estos hombres suyos de Milton.
—Lo son —repuso el señor Thornton—. Los tratamientos blandos no sirven con ellos. Cromwell habría sido un industrial excelente, señorita Hale. Ojalá contáramos con él para que sofocara esta huelga por nosotros.
—Cromwell no es uno de mis héroes —repuso ella con frialdad—. Pero estoy intentando conciliar su admiración del despotismo con su respeto al carácter independiente de los demás.
Él enrojeció ante el tono de ella.
—Prefiero ser el patrón indiscutible e irresponsable de mis obreros durante las horas que trabajan para mí. Pero nuestra relación cesa en cuanto pasan esas horas. Y entonces se impone el mismo respeto por su independencia que yo mismo exijo.
Guardó un breve silencio, estaba muy enojado. Pero lo superó y dio las buenas noches al señor y a la señora Hale. Luego se acercó a Margaret y le dijo bajando la voz:
—Le he hablado a la ligera una vez esta noche, y me temo que bastante groseramente. Pero ya sabe que sólo soy un vulgar fabricante de Milton. ¿Me perdonará?
—Por supuesto dijo ella con una sonrisa, mirándole a la cara, en la que había una expresión de inquietud y pesadumbre que no se relajó al ver su dulce semblante luminoso, del que se había desvanecido completamente el efecto tormentoso de su discusión. Pero no le tendió la mano, y él acusó de nuevo la omisión y la achacó al orgullo.