Brisa ligera en un lugar bochornoso
Que duda y conflicto, miedo y aflicción,
y angustias, todos ellos, vanas sombras son,
que hasta la misma muerte tiene conclusión;
que agotadores desiertos debemos cruzar,
oscuros laberintos hemos de salvar,
y por oscuras sendas bajo tierra andar;
mas si obedecemos al único Guía,
el arduo camino, la ruta sombría
se convertirán en glorioso día;
a distintas costas fuimos arrojados,
mas, tras el duro viaje seremos juntados
¡en casa del Padre todos como hermanos!
R C. TRENCH[21]
Margaret subió volando a ponerse el sombrero y el chal en cuanto se fueron las visitas, y corrió a ver cómo se encontraba Bessy Higgins y a hacerle compañía el tiempo que le quedaba hasta la hora de comer. Mientras pasaba por las estrechas calles, se dio cuenta de que le interesaban mucho más por el simple hecho de haber aprendido a estimar a uno de sus habitantes.
Mary Higgins, la desaliñada hermana menor, se había esforzado todo lo posible por arreglar la casa para la visita esperada. Había fregado con asperón el centro del suelo, pero junto a las paredes y debajo de las sillas las losas conservaban el tono oscuro de la suciedad. Hacía un día caluroso, pero ardía un buen fuego en la chimenea y la casa parecía un horno. Margaret no sabía que el esplendoroso fuego era una muestra de cordialidad por parte de Mary y creyó que tal vez el calor agobiante fuera necesario para Bessy. Ésta descansaba en un diván pequeño, colocado junto a la ventana. Se encontraba mucho más débil que el día anterior, y agotada de alzarse cada poco para ver si llegaba Margaret. Y ahora que Margaret ya había llegado y se había sentado en una silla a su lado, Bessy se recostó en silencio, contemplando satisfecha la cara de Margaret y tocando sus prendas de vestir con infantil admiración por la fina textura.
—Nunca había comprendido por qué a la gente de la Biblia le gustaban las vestiduras delicadas. Pero tiene que ser agradable vestir como usted. Es distinto de lo corriente. Mucha gente fina me agota la vista con sus colores. Pero los suyos me alivian, no sé por qué. ¿Dónde se compró este vestido?
—En Londres —contestó Margaret, muy divertida.
—¡Londres! ¿Ha estado en Londres?
—¡Sí! Viví allí varios años. Pero mi hogar estaba en el bosque; en el campo.
—Cuénteme cómo es —dijo Bessy—. Me gusta que me cuenten cosas del campo y los árboles y todo eso.
Se recostó y cerró los ojos, cruzando las manos sobre el pecho, en perfecto reposo, como si se dispusiera a captar todas las ideas que pudiera sugerir Margaret.
Margaret no había hablado nunca de Helstone desde que se había marchado, a no ser para nombrarlo casualmente. Lo veía en sueños más vívido que la realidad, y cuando se abandonaba al sueño por la noche su memoria vagaba por todos los sitios agradables del lugar. Pero entonces abrió el corazón a aquella muchacha.
—¡Oh, Bessy! No sabes cuánto amaba el hogar que dejamos. Me gustaría que lo conocieras. No puedo explicarte ni la mitad de su belleza. Hay árboles enormes que lo rodean por todas partes, cuyas ramas se extienden largas y horizontales y dan una sombra densa y acogedora incluso al mediodía. Y sin embargo, aunque pueden verse todas sus hojas inmóviles, hay siempre un sonido de movimiento rápido alrededor, no muy cerca. En algunos lugares, el césped es tan suave y tan fino como terciopelo; y en otros, exuberante por la perenne humedad de un arroyo cantarín próximo. Y en otras partes, hay helechos ondulantes, campos enteros de helechos; unos verdes a la sombra y otros iluminados por el sol: exactamente igual que el mar.
—Yo nunca he visto el mar —susurró Bessy—. Pero siga.
—Y hay también extensos campos aquí y allá, muy altos, como si estuvieran sobre las mismas copas de los árboles.
—Eso me encanta. Me sentía sofocada abajo. Cuando salgo a dar un paseo siempre deseo subir a lo alto y mirar a lo lejos y respirar hondo aquel aire. Me siento bastante agobiada en Milton, y creo que me aturdiría el sonido del que habla entre los árboles, que continúa por siempre jamás. Es lo que hacía que me doliera tanto la cabeza en el taller. Pero en esos campos me parece que hay poco ruido, ¿verdad?
—Sí —contestó Margaret—. Sólo se oye alguna que otra alondra en el aire. Yo a veces oía a algún granjero que reñía a voces con dureza a sus sirvientes, pero era tan lejos que sólo me recordaba gratamente que otra gente se afanaba en el trabajo en algún lugar remoto, mientras yo estaba tranquilamente sentada en el brezal sin hacer nada.
—Yo antes pensaba a veces que si pasara un día sin hacer nada, un día entero descansando en un lugar tranquilo como del que habla usted, tal vez me restableciera. Pero ahora he pasado muchos días de ociosidad y estoy tan harta de ellos como antes de mi trabajo. A veces estoy tan agotada que pienso que no podré gozar del cielo sin un poco de reposo antes. Me asusta ir directamente sin un buen sueño reparador en la sepultura antes. Para reponerme.
—No tengas miedo, Bessy —dijo Margaret, posando una mano sobre la de la joven—: Dios proporciona reposo más perfecto que la simple ociosidad en la tierra o el sueño de los difuntos en la sepultura.
Bessy se agitó inquieta; luego dijo:
—Me gustaría que mi padre no hablara como lo hace. Tiene buena intención, ya se lo dije ayer y se lo repito. Pero, verá, aunque no creo nada de lo que dice durante el día, sin embargo por la noche, cuando tengo fiebre y estoy medio dormida y medio despierta, entonces se me ocurre otra vez…, ¡oh, es horrible! Y pienso que si esto fuera el final de todo y si todo para lo que he nacido es sólo para agotar el corazón y la vida y enfermar en este lugar deprimente, con los ruidos de sus fábricas siempre en los oídos hasta el punto de que podría ponerme a gritar para que pararan y me permitieran un momento de silencio, y con la pelusa llenándome los pulmones hasta que me muero de ganas de respirar a fondo el aire puro del que habla usted (y mi madre murió, y no podré decirle nunca otra vez cuánto la quería y todos mis problemas), creo que esta vida es el final, y que no existe ningún Dios que seque todas las lágrimas de todos los ojos… ¡Ay, hija, hija! —exclamó, incorporándose y agarrando con fuerza, casi furiosa, la mano de Margaret—. Podría volverme loca y matarla, podría hacerlo.
Se recostó completamente agotada por la cólera. Margaret se arrodilló a su lado.
—Bessy, tenemos un Padre en el cielo.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! —dijo ella gimiendo y moviendo la cabeza de un lado a otro inquieta—. Soy muy malvada. He hablado con maldad. Oh, no se asuste de mí y deje de venir. No le tocaría un pelo de la cabeza. Y creo —añadió, abriendo los ojos y mirando sinceramente a Margaret— más que usted quizá en lo que pasará. He leído el Apocalipsis hasta aprendérmelo de memoria y cuando estoy despierta y en mi sano juicio nunca dudo de toda esa gloria a la que llegaré.
—No hablemos de las cosas que se te ocurren cuando estas con fiebre. Preferiría que me contaras algo de lo que hacías cuando estabas bien.
—Creo que estaba bien cuando murió mi madre, pero más o menos desde entonces no he vuelto a estar bien del todo. Empecé a trabajar en la sala de cardado poco después, y la pelusa se me metió en los pulmones y me envenenó.
—¿Pelusa? —preguntó Margaret con curiosidad.
—Pelusa —repitió Bessy—. Trocitos pequeños que se sueltan del algodón cuando lo cardan y llenan el aire hasta que parece polvo blanco fino. Dicen que rodea los pulmones y los exprime. El caso es que hay muchos que trabajan en la sala de cardado que se consumen, tosiendo y escupiendo sangre porque están intoxicados por la pelusa.
—Pero ¿no pueden evitarlo? —preguntó Margaret.
—No sé. Algunos tienen una rueda grande a un lado del taller de cardado que hace una corriente y se lleva el polvo; pero esa rueda cuesta un montón de dinero, unas quinientas o seiscientas libras, y no da beneficios; así que pocos patronos la ponen; y me han contado que algunos obreros no querían trabajar en los sitios donde había una rueda porque decían que les daba hambre, después de que se habían acostumbrado a tragar la pelusa y que tenían que subirles los salarios si querían que trabajaran en esos sitios. Así que entre los patronos y los trabajadores, las ruedas se quedaron en nada Yo sólo sé que ojalá hubiera habido una en nuestro taller.
—¿Y tu padre lo sabe? —le preguntó Margaret.
—¡Claro! Y lo siente muchísimo. Pero nuestra fábrica era muy buena en conjunto; y la gente muy seria, y mi padre tenía miedo de dejarme ir a un sitio extraño, porque, aunque ahora nadie lo diría, muchos me consideraban una chica bastante guapa. Y no me gustaba que me creyeran floja y débil, y había que pagar la escuela de Mary, decía mi madre, y mi padre siempre ha sido aficionado a comprar libros y a ir a conferencias, todo lo cual cuesta dinero, así que yo seguí trabajando hasta que ya no me podré quitar nunca el zumbido de los oídos ni la pelusa de la garganta en la vida. Eso es todo.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó Margaret.
—Diecinueve haré en julio.
—Yo también tengo diecinueve.
Margaret pensó con más tristeza que Bessy en el contraste entre las dos. Intentó controlar la emoción que le impedía seguir hablando.
—En cuanto a Mary —dijo entonces Bessy—. Quería pedirle que sea amable con ella. Tiene diecisiete años, pero es la última de nosotros. Y no quiero que vaya a la fábrica, pero no sé qué puede hacer.
—No podría… —Margaret miró involuntariamente los rincones sucios de la habitación—. No podría ocupar un puesto de sirvienta, ¿verdad? Nosotros tenemos una fiel sirvienta mayor, casi una amiga, que necesita ayuda, pero que es muy especial; y no estaría bien agobiarla dándole una ayuda que en realidad fuera una molestia y un motivo de irritación.
—No, ya comprendo. Me parece que tiene razón. Mary es una buena chica: pero ¿quién la ha enseñado lo que hay que hacer en una casa? Sin madre, y conmigo en la fábrica hasta que ya no servía para nada más que para reñirla por hacer mal lo que yo no sabía hacer. Pero me hubiera gustado que viviera con usted, pese a todo.
—Aunque no sea la más adecuada para venir a vivir con nosotros como sirvienta, y yo eso no lo sé, intentaré siempre ser su amiga, lo haré por ti, Bessy. Y ahora tengo que irme. Volveré a verte en cuanto pueda; pero si no es mañana ni pasado mañana, ni dentro de una semana o de quince días, no pienses que te he olvidado. Quizá esté ocupada.
—Sé que no volverá a olvidarse de mí. Ya no desconfío de usted. Pero recuerde que dentro de una semana o de quince días, a lo mejor ya no me encuentra.
—Volveré en cuanto pueda, Veis —le dijo Margaret, apretándole la mano—. Pero avísame si te encuentras peor.
—Sí, lo haré —dijo Bessy, apretándole también la mano.
A partir de aquel día, la señora Hale se convirtió en una enferma cada vez más doliente. Se acercaba el aniversario de la boda de Edith y Margaret recordó el cúmulo de problemas del año transcurrido, preguntándose cómo habían podido soportarlos. Si hubiera podido imaginarlos, habría retrocedido horrorizada y se habría escondido del futuro. Y sin embargo, día a día había sido de suyo y por sí mismo muy soportable: puntos brillantes e intensos de verdadera alegría centelleaban entre las penas. Hacía un año, o cuando regresó a Helstone y advirtió silenciosamente el humor quejumbroso de su madre, hubiera gemido amargamente ante la idea de tener que soportar una larga enfermedad en un lugar extraño, inhóspito y ajetreado, con menos comodidades en todos los sentidos de la vida familiar. Pero con el aumento de graves y justos motivos de queja, había surgido en el ánimo de su madre un nuevo género de paciencia. Se mostraba delicada y tranquila con el intenso dolor físico casi en proporción a lo inquieta y abatida que se había mostrado cuando no existía ninguna verdadera causa de aflicción. El señor Hale se hallaba exactamente en esa etapa de aprensión que adopta la forma de ceguera voluntaria en los hombres de su carácter. Margaret nunca le había visto irritarse tanto como ahora ante la manifiesta preocupación de su hija.
—La verdad, Margaret, te estás volviendo muy fantasiosa. Bien sabe Dios que yo sería el primero en alarmarme si tu madre estuviera realmente enferma; siempre nos dábamos cuenta de cuando tenía dolores de cabeza en Helstone sin que nos lo dijera siquiera. Se pone muy pálida y muy blanca cuando está enferma. Y ahora tiene el mismo color vivo saludable en las mejillas que cuando la conocí.
—Pero papá, creo que es el rubor del dolor —dijo Margaret vacilante.
—Tonterías, Margaret. Te aseguro que eres demasiado fantasiosa. Creo que eres tú quien no está bien. Llama mañana al médico para que te vea; y luego, si eso te tranquiliza, que vea también a tu madre.
—Gracias, querido papá. Sí, me quedaré más tranquila.
Se acercó a él para darle un beso. Pero él la apartó, con delicadeza, por supuesto, pero aun así como si le hubiera sugerido ideas desagradables de las que le complacería librarse en cuanto pudiera hacerlo también de su presencia. Paseó de un lado a otro de la habitación, con inquietud.
—¡Pobre Maria! —dijo, casi como si hablara para sí—. Ojalá uno pudiera hacer lo correcto sin sacrificar a otros. Odiaré esta ciudad y me odiaré a mí mismo si ella…, dime, Margaret, te lo ruego, ¿te habla a menudo tu madre de los antiguos lugares…, quiero decir de Helstone?
—No, papá —contestó Margaret con tristeza.
—¿Lo ves? Eso es que no los añora. Siempre ha sido un consuelo pensar que tu madre era tan sencilla y tan franca que me enteraría de cualquier motivo de queja que tuviera. Nunca me ocultaría nada que afectara gravemente su salud, ¿a que no, Margaret? Estoy completamente seguro de que no lo haría. Así que no quiero volver a saber nada de esas ideas mórbidas estúpidas. Anda, dame un beso y ve en seguida a la cama.
Pero le oyó dar vueltas (mapachear, como lo llamaban Edith y ella) mucho después de que acabara de desnudarse lenta y lánguidamente, mucho después de que se pusiera a escuchar acostada en la cama.