Visitas matinales
Bien, supongo que debemos.
FRIENDS IN COUNCIL[20]
Al señor Thornton le había costado bastante animar a su madre hasta el punto de la cortesía deseable. Ella no solía salir de visita; y cuando lo hacía, era siempre en las mismas condiciones en que cumplía todas sus obligaciones. Su hijo le había regalado un carruaje, pero ella se negó a permitirle tener caballos. Los alquilaban en las ocasiones solemnes en que hacía visitas matinales o vespertinas. Todavía no hacía dos semanas que había tenido caballos tres días seguidos, y había «liquidado» sin problemas a todos sus conocidos, a los que correspondería ahora tomarse la molestia y el gasto. Pero Crampton quedaba demasiado lejos para ir caminando; y preguntó insistentemente a su hijo si su deseo de que visitara a los Hale era tan fuerte como para compensar el gasto que supondría alquilar un coche. Habría agradecido que no lo fuera, pues, según dijo, «no veía ninguna utilidad en establecer amistad y relaciones íntimas con todos los profesores y maestros de Milton; vamos, ¡lo siguiente sería pedirle que visitara a la esposa del maestro de baile de Fanny!».
—Y lo haría si el señor Mason y su esposa no tuvieran amigos y estuvieran en una ciudad extraña como los Hale, madre.
—¡Vamos! No hace falta que te precipites. Pienso ir mañana. Sólo quería que te hicieras cargo.
—Si vas a ir mañana, pediré caballos.
—Bobadas, John. Cualquiera diría que nadas en la abundancia.
—No del todo, todavía. Pero en cuanto a los caballos, no hay discusión. La última vez que fuiste en coche de alquiler volviste a casa con dolor de cabeza del traqueteo.
—Nunca me quejé, estoy segura.
—¡No! Mi madre no es propensa a las quejas —dijo él, con cierto orgullo—. Razón de más para que tenga que cuidar de ti. En cuanto a Fanny, un poco de privación le sentaría bien.
—Ella no está hecha de la misma madera que tú, John. No lo soportaría.
La señora Thornton guardó silencio tras estas palabras, que guardaban relación con un tema que la mortificaba. Despreciaba instintivamente la debilidad de carácter; y Fanny era débil exactamente en todo aquello en que su madre y su hermano eran fuertes. La señora Thornton no era una mujer muy dada al razonamiento; su juicio rápido y su firme resolución le resultaban utilísimos en lugar de discusiones y argumentos prolongados consigo misma. Sabía instintivamente que nada podría hacer que Fanny soportara con paciencia las privaciones ni afrontara las dificultades con valentía; y aunque se estremecía al reconocer esto acerca de su hija, sólo le producía cierta ternura compasiva hacia ella; una actitud muy parecida al trato que acostumbran a dar las madres a sus hijos débiles y enfermos. Un extraño, un observador indiferente, habría deducido que la actitud de la señora Thornton con sus hijos indicaba mucho más cariño a Fanny que a John. Pero se habría equivocado totalmente. El mismo coraje con que madre e hijo se decían la cruda verdad demostraba la confianza de ambos en la firmeza espiritual del otro; que la preocupada ternura de la actitud de la señora Thornton con su hija, la vergüenza con que intentaba ocultar que su hija carecía de todas las grandes cualidades que ella misma poseía y a las que tanto valor daba en otros; esa vergüenza, repito, delataba la falta de un lugar seguro en que depositar su afecto. Nunca llamaba a su hijo por otro nombre que no fuera John; «amor», «cariño» y apelativos parecidos estaban reservados para Fanny. Pero su corazón daba gracias por él día y noche; y gracias a él caminaba con orgullo entre las mujeres.
—¡Fanny, cariño! Hoy dispondré de caballos para ir en el coche a visitar a esos Hale. ¿No quieres ir a ver a la niñera? Queda en la misma dirección, y siempre se alegra mucho de verte… Podrías seguir hasta allí mientras yo estoy en casa de la señora Hale.
—¡Ay, mamá! Queda muy lejos y estoy muy cansada.
—¿De qué? —preguntó la señora Thornton, enarcando ligeramente las cejas.
—No lo sé…, del tiempo, supongo. Es tan enervante. ¿No podrías traerla tú a casa, mamá? Podría recogerla el coche y que pasara aquí el resto del día, sé que le gustaría.
La señora Thornton no contestó, pero dejó la labor sobre la mesa, como si se concentrara en pensar.
—¡Sería una caminata muy larga para ella volver luego de noche! —comentó al fin.
—No, la mandaré a casa en un coche. Nunca permitiría que fuera andando.
Entró entonces el señor Thornton, antes de marcharse a la fábrica.
—Madre, ni que decir tiene que si hay cualquier cosa que puedas hacer por la señora Hale como enferma, se lo dirás, estoy seguro.
—Si puedo averiguarlo, lo haré. Pero yo nunca he estado enferma, así que no sé mucho de los caprichos de los enfermos.
—¡Bueno! Para eso tenemos aquí a Fanny, que rara vez está libre de alguna dolencia. Ella podrá sugerir algo, ¿verdad, Fan?
—Yo no tengo siempre alguna dolencia —dijo Fanny quejosa—; y no voy a acompañar a mamá. Me duele la cabeza y no voy a salir.
El señor Thornton torció el gesto. Su madre tenía la vista clavada en la labor, en la que cosía ahora afanosamente.
—¡Fanny! Quiero que vayas —dijo él, en tono autoritario—. No te hará ningún mal, te sentará bien. Me harás un favor si vas, y no añadiré nada al respecto.
Y, dicho esto, salió bruscamente de la habitación.
Si hubiera esperado un minuto, Fanny habría protestado por su tono autoritario, aunque hubiese empleado la frase «me harás un favor». Pero como se había marchado, ella refunfuñó.
—John siempre habla como si me imaginara que estoy enferma y estoy segura que nunca hago semejante cosa. ¿Quiénes son esos Hale por los que se preocupa tanto?
—No hables así de tu hermano, Fanny. No nos pediría que fuéramos si no tuviera buenas razones para ello, sean las que sean. Date prisa y arréglate en seguida.
Pero el pequeño altercado entre su hijo y su hija no inclinó a la señora Thornton más favorablemente hacia «esos Hale». Su celoso corazón repitió la pregunta de su hija: «¿Quiénes son para que esté tan empeñado en que les prestemos tanta atención?». Surgía como el estribillo de una canción, mucho después de que Fanny hubiera olvidado todo el asunto con el grato entusiasmo de ver el efecto de un sombrero nuevo en el espejo.
La señora Thornton era tímida. Sólo en los últimos años había dispuesto de suficiente tiempo libre para presentarse en sociedad; y como sociedad no le gustaba. En cuanto a dar cenas y criticar las que daban otros, disfrutaba haciéndolo. Pero lo de visitar a desconocidos y entablar relación con ellos era algo muy distinto. Se sentía incómoda, y parecía más adusta e imponente de lo habitual cuando entró en la salita de los Hale.
Margaret estaba ocupada bordando una pieza de batista para alguna prenda pequeña para el bebé que esperaba Edith. «Labor insustancial, inútil», se dijo la señora Thornton. Le gustó mucho más la de punto doble de la señora Hale; era práctica en su género. La habitación en general estaba llena de baratijas, cuya limpieza debía de exigir mucho tiempo. Y para las personas de recursos limitados, el tiempo es oro.
La señora Thornton se hizo todas estas reflexiones mientras conversaba a su modo ceremonioso con la señora Hale, y soltando todos los lugares comunes que puede decir la mayoría de la gente con los sentidos bloqueados. A la señora Hale le costaba bastante más esfuerzo responder, cautivada por un encaje verdaderamente antiguo que lucía la señora Thornton. Como le comentaría después a Dixon: «Encaje de ese punto inglés antiguo de hace setenta años que ya no se encuentra. Tiene que ser una reliquia de familia y demuestra que tiene antepasados». Así que la propietaria del encaje ancestral se hizo merecedora de algo más que el lánguido esfuerzo de ser cortés con una visita, al que el interés de la señora Hale por la conversación se habría visto de otra forma limitado. Y en ese momento, Margaret, que se devanaba los sesos para hablar con Fanny, oyó que su madre y la señora Thornton se zambullían en el interminable tema de las sirvientas.
—Supongo que no es aficionada a la música, porque no veo piano —comentó Fanny.
—Me gusta oír buena música. No sé tocar bien; y papá y mamá no se interesan demasiado por ella; así que vendimos nuestro viejo piano cuando nos trasladamos aquí.
—No sé cómo pueden vivir sin él. A mí me parece casi indispensable.
«¡Quince chelines semanales de los que ahorraban tres! —se dijo Margaret—. Claro que ella debía de ser muy pequeña. Seguro que ha olvidado esa experiencia personal. Pero tiene que saber todo lo que pasaron». La actitud de Margaret tenía un dejo de frialdad adicional cuando habló a continuación.
—Tienen buenos conciertos aquí, supongo.
—¡Oh, sí! Estupendos. Va demasiada gente, eso es lo peor. Los directores admiten sin discriminación. Pero puedes estar segura de que oirás la música más reciente. Yo siempre tengo un pedido largo que hacer a Johnson’s al día siguiente de un concierto.
—¿Le gusta la música sólo por su novedad, entonces?
—Bueno, sabes que es lo que está de moda en Londres, porque si no los cantantes no lo traerían aquí. Habrá estado en Londres, claro.
—Sí —contestó Margaret—, viví allí varios años.
—¡Ay! Londres y la Alhambra son los dos lugares que estoy deseando ver.
—¡Londres y la Alhambra!
—¡Sí!, desde que leí los Cuentos de la Alhambra. ¿Los conoce?
—Creo que no. Pero el viaje a Londres es muy fácil, ¿no?
—Sí, pero el caso es que mamá no ha estado nunca en Londres y no comprende mi deseo —dijo Fanny, bajando la voz—. Está muy orgullosa de Milton; una ciudad que a mí me parece sucia y llena de humo. Creo que a ella le gusta más precisamente por esas cualidades.
—Entiendo perfectamente que le guste si ha sido su hogar durante muchos años —dijo Margaret con voz clara y sonora.
—¿Qué dice de mí, señorita Hale, si me permite preguntarlo?
Margaret no tenía preparadas las palabras oportunas para esta pregunta, que la cogió un poco desprevenida, así que contestó la señorita Thornton:
—¡Ay, mamá! Sólo intentamos explicarnos que tengas tanto cariño a Milton.
—Gracias —dijo la señora Thornton—. No creo que requiera ninguna explicación mi cariño natural por el lugar en que nací y me crié y que ha sido desde entonces mi lugar de residencia durante muchos años.
Margaret se enfadó. Tal como lo había planteado Fanny, parecía que estuvieran analizando de modo impertinente los sentimientos de la señora Thornton. Pero también se rebeló contra el modo en que la señora Thornton demostraba que estaba ofendida.
La señora Thornton añadió tras una breve pausa:
—¿Conoce algo de Milton, señorita Hale? ¿Ha visto alguna de nuestras fábricas? ¿Nuestros espléndidos talleres?
—¡No! —contestó Margaret—. No he visto nada de eso todavía.
Luego pensó que no era sincera ocultando su absoluta indiferencia por todos aquellos lugares. Así que añadió:
—Creo que papá ya me habría llevado si me interesara. Pero la verdad es que no me satisface mucho inspeccionar fábricas.
—Son lugares muy curiosos —repuso la señora Hale—, pero hay demasiado ruido y polvo siempre. Recuerdo que una vez fui con un vestido de seda color malva a ver cómo hacían las velas y quedó completamente destrozado.
—Es muy probable —dijo la señora Thornton, en tono cortante y disgustado—. Yo simplemente creía que como forasteros recién instalados en una ciudad que ha alcanzado renombre en el país por el carácter y el progreso de su peculiar industria, se habrían interesado por alguno de los lugares en los que se desarrolla; lugares únicos en el reino, según me han informado. Si la señorita Hale cambia de idea y se digna manifestar curiosidad por las manufacturas de Milton, quiero que sepa que le facilitaré con mucho gusto la admisión a los talleres de estampado, de tejido o de las operaciones más simples de hilado que se realizan en la fábrica de mi hijo. Creo que todos los adelantos de la maquinaria pueden verse allí a la perfección.
—Cuánto me alegro de que no le gusten las fábricas y las manufacturas y todo ese tipo de cosas —dijo Fanny casi en un susurro, cuando se levantó para acompañar a su madre, que se estaba despidiendo de la señora Hale con rígida dignidad.
—Creo que me gustaría estar al corriente de todo si estuviera en su lugar —dijo Margaret discretamente.
—¡Fanny! —dijo la señora Thornton cuando se alejaban en el coche—, seremos amables con estos Hale, pero no establezcas una de tus amistades precipitadas con la hija. Me parece que no te haría ningún bien. La madre tiene aspecto de estar muy enferma y parece una persona amable y discreta.
—No quiero hacer amistad con la señorita Hale, mamá —dijo Fanny con un mohín—. Creí que cumplía con mi deber conversando con ella e intentando entretenerla.
—¡Muy bien! Al menos ahora John se dará por satisfecho.