Capítulo XI

Primeras impresiones

Dicen que todos tenemos hierro en la sangre,

y tal vez un grano o dos sea bueno;

pero él me hace sentir por su dureza

que tiene en la suya demasiado acero.

ANÓNIMO[17]

—¡Margaret! —dijo el señor Hale cuando volvió de acompañar a su invitado abajo—, no pude evitar observar tu cara con cierta angustia cuando el señor Thornton nos confesó que había sido dependiente. Yo ya estaba enterado, por el señor Bell, así que sabía lo que iba a contarnos; pero te aseguro que creí que ibas a levantarte y salir de la habitación.

—¡Por favor, papá! ¿No querrás decir que me consideras tan estúpida? Me agradó lo que nos contó de sí mismo más que todo lo demás. En realidad, todo lo demás me indignó por su dureza; pero luego habló de sí mismo con tanta franqueza, sin rastro de la pretensión que hace tan vulgares a los comerciantes, y con un respeto tan tierno por su madre, que te aseguro que era menos probable que me hubiera marchado de la habitación entonces que cuando se dedicó a alardear de Milton como si no hubiera otro lugar igual en el mundo; o a presumir tranquilamente de despreciar a los demás por su imprevisión despreocupada y excesiva, sin tener en cuenta, al parecer, que es su deber intentar que sean distintos, enseñarles algo de lo que le enseñó a él su madre y a lo que es evidente que debe su posición, sea la que sea. ¡No! Su confesión de que había sido dependiente es lo que mas me ha gustado.

—Me sorprendes, Margaret —dijo su madre—. ¡En Helstone siempre estabas metiéndote con los comerciantes! Y creo, señor Hale, que no has obrado bien presentándonos a semejante persona sin explicarnos antes lo que había sido. La verdad es que temía que se diera cuenta de lo mucho que me escandalizaban algunas cosas que decía. Su padre que murió en «lamentables circunstancias». Porque podría haber sido en el asilo de pobres.

—No estoy seguro de que no fuera peor que el asilo de pobres —repuso su esposo—. El señor Bell me explicó gran parte de su vida antes de que viniéramos aquí; y como él ya os ha contado otra parte, añadiré lo que falta. Su padre especuló de forma insensata, perdió y se suicidó porque no podía soportar la deshonra. Todos sus amigos se acobardaron ante las revelaciones que había que hacer de sus apuestas fraudulentas, luchas desaforadas y desesperadas hechas con el dinero de otros para recuperar su moderada porción de riqueza. Nadie acudió en ayuda de la madre y el hijo. Había también una niña, creo; demasiado pequeña para ganar dinero, pero por supuesto había que mantenerla. Al menos, ningún amigo los ayudó de inmediato; y me parece que la señora Thornton no es de las que esperan hasta que la amabilidad tardía llega a buscarla. Así que se marcharon de Milton. Yo ya sabía que él había trabajado en una tienda, y que se habían arreglado mucho tiempo con sus ingresos, y con alguna pequeña propiedad de su madre. El señor Bell me dijo que se habían alimentado durante años exclusivamente de gachas de avena con agua, no sabía cómo. Pero cuando los acreedores ya habían perdido la esperanza de cobrar alguna vez las deudas del señor Thornton padre (si es que alguna vez habían creído que lo harían, después de que se suicidara), este joven volvió a Milton y fue a verlos a todos y les pagó el primer plazo del dinero que se les debía. Lo hizo sin ruido, sin reunir a los acreedores, de forma silenciosa y discreta. Y acabó pagándolo todo, con la ayuda material de la circunstancia de que uno de los acreedores, un viejo rezongón, según el señor Bell, tomó al joven señor Thornton como una especie de socio.

—Eso es muy digno de elogio —dijo Margaret—. Qué lástima que un carácter así se deshonrara por su posición como fabricante de Milton.

—¿Cómo que se deshonrara? —preguntó su padre.

—Bueno, papá, midiéndolo todo por el nivel de riqueza. Cuando hablaba de la fuerza mecánica, sin duda la consideraba sólo un medio de ampliar el comercio y hacer dinero. Y los pobres hombres que lo rodean son pobres porque son depravados, y no merecen sus simpatías porque no tienen su carácter férreo ni las aptitudes que el mismo le da para ser rico.

—Depravados no; eso no lo ha dicho. Imprevisores e indulgentes consigo mismos, ésas fueron sus palabras.

Margaret estaba recogiendo la labor de su madre y se disponía a irse a la cama. Al salir de la habitación, vaciló. Se sintió inclinada a hacer una confesión que creía que complacería a su padre, aunque para ser completa y sincera debía incluir un pequeño inconveniente. De todos modos, lo hizo:

—Papá, el señor Thornton me parece un hombre extraordinario; pero personalmente no me gusta nada.

—¡Pues a mí sí! —dijo su padre, riéndose—. Personalmente, como dices tú, y todo. No es que lo considere un héroe ni nada por el estilo. Pero buenas noches, hija. Tu madre parece muy cansada, Margaret.

Margaret había notado con angustia hacía rato el aspecto agotado de su madre, y el comentario de su padre despertó en ella un temor sordo, que le oprimía el corazón como un peso. La vida en Milton era muy distinta a la que la señora Hale estaba acostumbrada a llevar en Helstone, donde entraba y salía continuamente de casa al aire libre; el mismo aire era muy distinto aquí, parecía carecer de todo principio vivificante; y las preocupaciones domésticas acuciaban tanto a las mujeres de la familia de una forma nueva y tan sórdida que Margaret tenía buenas razones para temer que la salud de su madre se viera gravemente afectada. Había otros indicios de que a la señora Hale le pasaba realmente algo. Dixon y ella mantenían misteriosas conferencias en su dormitorio, del que Dixon salía llorosa y enojada, como era habitual en ella cuando algún problema de su señora requería su comprensión. Margaret había entrado una vez en la estancia al salir Dixon, y había encontrado a su madre de rodillas; y al retirarse sigilosamente, captó algunas palabras que eran sin duda una oración pidiendo fuerza y paciencia para soportar graves sufrimientos físicos. Margaret anhelaba recuperar el vínculo de confianza íntima que se había roto con su prolongada residencia en casa de su tía Shaw, y se esforzaba con tiernas caricias y dulces palabras por llegar al lugar más cálido del corazón de su madre. Pero aunque ella le respondía también con una profusión tal de caricias y ternezas que antes la habría llenado de gozo, seguía teniendo la impresión de que le ocultaban algo que creía que guardaba estrecha relación con la salud de su madre. Aquella noche permaneció despierta mucho tiempo, pensando cómo podría atenuar la influencia perniciosa de la vida que llevaban en Milton en la salud de su madre. Encontraría una sirvienta fija que ayudara a Dixon si dedicaba todo el tiempo a la búsqueda; así por lo menos su madre podría recibir toda la atención personal que necesitaba y a la que había estado acostumbrada siempre.

Margaret dedicó todo su tiempo y sus pensamientos a visitar las oficinas de empleo doméstico: vio a muchas candidatas inaceptables y a muy pocas mínimamente aceptables durante varios días. Una tarde, se encontró con Bessy Higgins en la calle y se paró a hablar con ella.

—¡Bessy! ¿Qué tal? Supongo que te encontrarás mejor ahora que ha cambiado el viento.

—Bueno, mejor y peor, si entiende lo que quiere decir.

—No exactamente —repuso Margaret sonriendo.

—Estoy mejor porque la tos no me destroza de noche, pero estoy harta y cansada de Milton y deseo marcharme a la tierra de Beulah[18]. Y cuando pienso que estoy cada vez más lejos se me parte el corazón y entonces no me encuentro mejor; me encuentro peor.

Margaret dio la vuelta para acompañar a Bessy en su lento avance hacia casa. Pero guardó silencio unos minutos. Al final, dijo quedamente:

—¿Deseas morir, Bessy?

Pues a ella le espantaba la muerte y se aferraba a la vida, como es tan natural en las personas jóvenes y saludables.

Bessy guardó un breve silencio. Luego respondió:

—Si usted llevara la vida que llevo yo, y estuviera tan harta de ella como yo, y pensara a veces «a lo mejor dura cincuenta o sesenta años, los hay que viven tanto», y se sintiera mareada y aturdida y enferma como yo cuando cada uno de esos sesenta años parece girar a mi alrededor y burlarse de mí con su longitud de horas y minutos e infinitos segundos…, ¡ay, amiga mía! Le aseguro que entonces se alegraría cuando el médico dijera que temía que no volviera a ver otro invierno.

—¿Por qué, Bessy? ¿Cómo ha sido tu vida?

—No mucho peor que la de muchos otros, supongo. Sólo que yo me rebelo contra ella y ellos no.

—Pero ¿qué pasó? Bueno, yo no soy de aquí y quizá no comprenda lo que quieres decir tan rápidamente como si hubiera vivido siempre en Milton.

—Si hubiera ido a vernos cuando dijo que lo haría quizá se lo hubiera contado. Pero mi padre dice que es usted como los demás, ojos que no ven corazón que no siente.

—No sé quiénes son los demás; y he estado muy ocupada; y si he de ser sincera, había olvidado mi promesa…

—Pues fue idea suya. Nosotros no se lo pedimos.

—Se me olvidó —dijo Margaret en voz baja—. Lo habría recordado cuando estuviera menos ocupada. ¿Puedo acompañarte ahora?

Bessy la miró de soslayo para comprobar si hablaba en serio. La dureza de su gesto desapareció al ver la expresión tierna y afable de Margaret, dando paso a un vehemente deseo.

—Nadie se preocupa tanto por mí. Puede venir si quiere.

Siguieron caminando en silencio. Llegaron a un patio pequeño que daba a una calleja y Bessy dijo:

—No se preocupe si está en casa mi padre y es un poco brusco al principio. Es que le cayó usted bien y le parecía estupendo que nos visitara; y luego se enfadó y se ofendió sólo porque le agradaba.

—Pierde cuidado, Bessy.

Pero Nicholas no estaba en casa cuando llegaron. Una chica muy desaliñada, más joven que Bessy pero más alta y más fuerte, trabajaba en la tina de lavar con brusca eficacia, pero armando tanto ruido que Margaret se horrorizó pensando en la pobre Bessy, que se había dejado caer en la primera silla como si estuviera agotada por el paseo. Margaret pidió a la hermana un vaso de agua y mientras ella se apresuraba a buscarlo (tirando de paso los accesorios de la chimenea y volcando una silla), soltó las cintas del sombrero a Bessy para ayudarla a recuperar el aliento.

—¿Cree que merece la pena vivir así? —preguntó Bessy jadeante. Margaret le acercó el vaso de agua a los labios en silencio. Bessy tomó un sorbo largo y febril; luego se recostó en la silla y cerró los ojos. Margaret la oyó murmurar para sí: «Ya no padecerán hambre, ni sed; ni les afligirá la luz del sol, ni pasarán calor[19]». Margaret se inclinó y le dijo:

—Bessy, no te impacientes con tu vida, sea como sea o pueda haber sido. Recuerda quién te la dio e hizo que sea como es.

Se sobresaltó al oír la voz de Nicholas detrás de ella. No le había oído entrar.

—Vamos, no consentiré que suelte un sermón a mi hija. Ya está bastante mal como está con sus sueños y sus fantasías metodistas y sus visiones de ciudades con las puertas de oro y piedras preciosas. No me importa si a ella le divierte, pero no estoy dispuesto a permitir que le metan más cuentos en la cabeza.

—Pero seguro que usted cree en lo que he dicho —repuso Margaret, volviéndose—, que Dios le dio la vida y dispuso qué clase de vida tenía que ser.

—Yo creo lo que veo y punto. Eso es lo que creo, jovencita. No me trago todo lo que me dicen. ¡Ni hablar! Oí a una joven empeñarse en averiguar dónde vivíamos para visitarnos. Y mi hija aquí pensó mucho en ello, y se ruborizaba muchas veces cuando creía que no la estaba mirando al oír pasos extraños. Pero al final ha venido, y será bien recibida mientras procure no predicar sobre lo que no sabe nada.

Bessy no había apartado los ojos de la cara de Margaret. Le apoyó entonces la mano en el brazo y se incorporó para hablar, con ademán suplicante.

—No se enfade con él. Aquí hay muchos que piensan lo mismo; muchísimos. ¡Si los oyera hablar no se escandalizaría por lo que dice él! Padre es un hombre muy bueno, lo es. Pero ¡ay! —dijo recostándose desesperada—, a veces dice cosas que me hacen desear la muerte más que nunca, porque quiero saber tantas cosas y estoy hecha un mar de dudas.

—Pobre hija mía, pobrecilla. Sabes que no quiero disgustarte. Pero un hombre tiene que defender la verdad, y cuando veo el mundo tan equivocado a estas alturas, preocupado por cosas de las que no sabe nada y dejando de lado todo lo que estaría en su mano arreglar, en fin, me digo, deja en paz esa cháchara sobre religión y ponte a trabajar en lo que ves y conoces. Ése es mi credo. Es simple, fácil de entender y nada difícil de cumplir.

Pero su hija siguió suplicando a Margaret:

—No le haga mucho caso. Es un hombre bueno, lo es. A veces pienso que me moriría de pena incluso en la Ciudad de Dios si mi padre no estuviera allí. —El rubor y el brillo febriles afloraron a sus mejillas y a sus ojos—. ¡Pero estarás allí, padre! ¡Estarás allí! ¡Ay, mi corazón!

Se llevó la mano al pecho y se puso muy pálida.

Margaret la abrazó y le hizo recostar la cansada cabeza en su pecho. Le retiró el suave y ralo cabello de las sienes y se las humedeció con agua. Nicholas entendió las señas que le hizo para que le diera las diferentes cosas que necesitaba con premura amorosa, e incluso la hermana de ojos desorbitados se movió con laboriosa delicadeza ante el ¡chist! de Margaret. El acceso que presagiaba la muerte pasó en seguida y Bessy se animó y dijo:

—Me voy a la cama, es donde estoy mejor. Pero… —Agarró a Margaret del vestido y añadió—: ¡Volverá, sé que lo hará, pero prométamelo!

—Vendré mañana —dijo Margaret.

Bessy se apoyó en su padre, que se dispuso a llevarla arriba; pero cuando Margaret se levantó para marcharse, se debatió para decir algo:

—Desearía que existiera un Dios aunque sólo fuera para pedirle que la bendiga.

Margaret se marchó muy triste y pensativa.

Llegó tarde a cenar. Su madre siempre había considerado una falta grave que no fuera puntual a las horas de las comidas en Helstone; pero ahora eso parecía haber perdido su poder de irritación, como tantas otras irregularidades, y Margaret casi añoró las antiguas protestas.

—¿Has encontrado sirvienta, cariño?

—No, mamá. Esa Anne Buckley no habría servido.

—¿Y si lo intentara yo? —preguntó el señor Hale—. Todos los demás ya han intentado solucionar este gran problema. Dejadme probar a mí ahora. Podría ser la cenicienta que lo consiguiera, después de todo.

Margaret se sentía tan agobiada por la visita a los Higgins que no tenía fuerzas para reír la broma de su padre.

—¿Qué harías, papá? ¿Cómo lo abordarías?

—Bueno, pediría a una buena ama de casa que me recomendara a alguna que conocieran ella o sus sirvientas.

—Muy bien. Pero tendremos que encontrar primero al ama de casa.

—Ya la tenéis. O, mejor dicho, ella va a caer en la trampa y podréis cogerla mañana si sois hábiles.

—¿A qué te refieres, señor Hale? —preguntó su esposa con curiosidad.

—Verás, mi alumno modélico (como lo llama Margaret) me ha dicho que su madre se propone visitar a la señora y a la señorita Hale mañana.

—¡La señora Thornton! —exclamó la señora Hale.

—¿La madre de la que nos habló él? —preguntó Margaret.

—Sí, la señora Thornton, la única madre que tiene, creo yo —dijo el señor Hale tranquilamente.

—Me gustará conocerla. Debe de ser una persona singular —añadió su madre—. Tal vez tenga alguna parienta que nos convenga y a la que le guste nuestra casa. Parecía ser una persona tan cuidadosa con la economía, que me gustaría mucho alguien de la misma familia.

—Por favor, cariño —dijo el señor Hale asustado—. Te ruego que no pienses en eso. Supongo que la señora Thornton es tan altiva y orgullosa a su modo como nuestra pequeña Margaret al suyo, y que ha olvidado la época de padecimientos, pobreza y economías de la que su hijo habla tan abiertamente. En cualquier caso, estoy seguro de que no le gustará que los extraños sepan algo de eso.

—Te aseguro, papá, que yo no soy altiva en ese sentido, si es que lo soy en alguno; con lo que no estoy de acuerdo, aunque tú siempre me acusas de ello.

—No sé a ciencia cierta que ella lo sea, aunque lo supongo por lo poco que me ha contado él.

No se molestaron en preguntarle qué era lo que le había contado su hijo de ella. Margaret sólo quería saber si tenía que quedarse en casa para recibir la visita, ya que si era así no podría ir a ver cómo estaba Bessy hasta última hora del día, pues siempre estaba ocupada en las tareas de la casa desde por la mañana temprano. Pero se dio cuenta de que no podía dejar a su madre todo el peso de atender a su visitante.