Capítulo X

Oro y hierro forjado

Somos los árboles a los que la sacudida sujeta más.

GEORGE HERBERT[15]

El señor Thornton salió de casa sin volver al comedor. Se le había hecho un poco tarde, y no quería desairar a su nuevo amigo por nada del mundo con una falta de puntualidad irrespetuosa. El reloj de la iglesia dio las siete y media mientras esperaba que llegara de una vez Dixon, cuya lentitud se duplicaba siempre que tenía que rebajarse a abrir la puerta. Le hizo pasar y le acompañó a una salita, donde le recibió cordialmente el señor Hale, que le presentó luego a su esposa, cuya palidez y cuya figura envuelta en un chal constituían una muda justificación de la fría languidez de su saludo. Margaret estaba encendiendo la lámpara cuando él entró, pues había empezado a oscurecer. La lámpara proyectó una luz preciosa en el centro de la estancia en penumbra, de la que con sus hábitos rurales no excluían los cielos nocturnos ni la oscuridad exterior. Aquella habitación contrastaba de algún modo con la que acababa de dejar: majestuosa, sólida, sin ningún detalle femenino, excepto en el lugar en que se sentaba su madre, y ninguna comodidad para ningún otro uso que los de comer y beber. Era un comedor, por supuesto. Su madre prefería sentarse allí, y su voluntad era ley en la casa. Pero la sala no era como ésta. Era dos, veinte veces mejor; y mucho menos acogedora. Aquí no había espejos, ni siquiera una pieza de cristal que reflejara la luz y respondiera al mismo fin que el agua en el paisaje; ni dorados; una cálida y sobria extensión de colorido, bien realzado por las cortinas y las fundas de zaraza de los asientos del querido Helstone. Junto a la ventana que quedaba enfrente de la puerta había un escritorio abierto; y en la otra, un velador con un jarrón chino blanco, del que colgaban guirnaldas de hiedra, abedul verde claro y hojas de haya cobrizas. Había lindos cestos de labor en diferentes lugares; y sobre la mesa, como si acabaran de dejarlos allí, libros preciosos no sólo por las encuadernaciones. Junto a la puerta había otra mesa preparada para el té, con un mantel blanco, adornada con las pastas de coco y una canasta llena de naranjas y sonrosadas manzanas americanas sobre un lecho de hojas.

El señor Thornton pensó que todos aquellos detalles eran habituales en la familia; y muy en consonancia con Margaret. Ella estaba de pie junto a la mesa del té, con un vestido de muselina de vivos colores, entre los que dominaba el rosa. Parecía que no atendía a la conversación, sino que se concentraba en las tazas del té, entre las que movía las preciosas manos marfileñas con muda delicadeza. Llevaba una pulsera en un brazo torneado que se le caía continuamente sobre la delicada muñeca. El señor Thornton observaba cómo volvía a colocarse el adorno problemático con mucha más atención que la que prestaba a lo que decía su padre. Parecía fascinado observando cómo se lo subía con impaciencia hasta que le apretaba el blando brazo; y luego el aflojamiento y la caída. Casi podría haber exclamado: «¡Otra vez!». Ya estaba casi todo preparado para el té cuando él llegó, por lo que lamentó un poco tener que comer y beber al momento y dejar de observar a Margaret. Ella le ofreció su taza de té con el aire altivo de una esclava insumisa; pero sus ojos captaron el momento en que él tenía ganas de tomar otra taza; y casi deseó pedirle que hiciera por él lo que se vio obligada a hacer por su padre, que le sujetó los dedos meñique y pulgar con su mano masculina y los hizo servirle de pinzas para el azúcar. El señor Thornton la vio alzar los bellos ojos hacia su padre, luminosos, risueños y tiernos, mientras la pantomima proseguía entre ambos sin que nadie los observara, creían ellos. A Margaret todavía le dolía la cabeza, como podrían haber testificado la palidez de su rostro y su silencio; pero estaba decidida a echarse al ruedo si se producía alguna pausa larga e inconveniente antes que permitir que el amigo, alumno e invitado de su padre tuviera motivos para considerarse abandonado de algún modo. Pero la conversación prosiguió; y, en cuanto recogieron las cosas del té, Margaret se retiró a un rincón junto a su madre con la labor. Y creyó que podría dejar vagar los pensamientos sin miedo a que la necesitaran de pronto para que llenara un vacío.

El señor Thornton y el señor Hale retomaron algún tema que habían iniciado en su última reunión y se concentraron en él. Algún comentario trivial que hizo su madre en voz baja obligó a Margaret a recobrar la noción del presente. Alzó de pronto la vista de la labor y le llamó la atención la diferencia de aspecto exterior entre su padre y el señor Thornton, que denotaba caracteres tan claramente opuestos. Su padre parecía más alto de lo que era por su delgadez, cuando no se le comparaba con alguien de complexión alta e imponente como en aquel momento. Las arrugas de su rostro eran blandas y curvadas, con una especie de frecuente ondulación de movimiento tembloroso en ellas, que indicaba cada fluctuante emoción; los párpados grandes y arqueados daban a sus ojos una belleza lánguida y peculiar, casi femenina. Tenía las cejas perfectamente arqueadas, aunque por el tamaño mismo de los párpados se alzaban a una considerable distancia de los ojos. En el rostro del señor Thornton, en cambio, las cejas rectas estaban cerca de los ojos claros, serios y hundidos que, sin ser desagradablemente astutos, parecían lo bastante penetrantes para llegar al corazón y al núcleo mismo de lo que miraran. Tenía pocas arrugas, pero firmes, como talladas en mármol, concentradas en las comisuras de los labios, que apretaba levemente sobre una dentadura tan impecable y bella que producía el efecto de un súbito rayo de sol cuando la rara sonrisa luminosa aparecía un instante, destellaba en sus ojos y transformaba totalmente la expresión resuelta y severa de un hombre dispuesto a hacer lo que fuera sin vacilar, con el sincero y profundo gozo del momento que sólo suele manifestarse de forma tan audaz e instantánea en los niños.

A Margaret le gustó aquella sonrisa. Era lo primero que le agradaba de aquel nuevo amigo de su padre, y la oposición de carácter que demostraban todos estos rasgos de su apariencia que había estado observando explicaba en cierto modo la evidente atracción que sentían el uno por el otro.

Arregló la labor de su madre y volvió a sumirse en sus pensamientos, tan absolutamente olvidada por el señor Thornton como si no estuviera en la habitación; aquél explicaba al señor Hale el magnífico poder y el delicado ajuste de la potencia del martillo pilón, lo que recordó al señor Hale los cuentos maravillosos de los serviciales genios de Las mil y una noches, que tan pronto se extendían desde la tierra hasta el cielo y ocupaban toda la anchura del horizonte, como se comprimían obedientes en una vasija tan pequeña que podía llevarla un niño en la mano.

—Y esta invención formidable, esta realización práctica de una idea grandiosa, salió del cerebro de un hombre de nuestra buena ciudad. Y a este hombre le corresponde superar paso a pasó cada prodigio que consigue para lograr mayores portentos. Y he de añadir que hay entre nosotros muchos que podrían ocupar el hueco si él faltara, y seguir esa lucha en que se obliga y se seguirá obligando a toda fuerza material a someterse a la ciencia.

—Su alarde me recuerda los antiguos versos:

Tengo cien capitanes en Inglaterra —dijo—,

tan buenos como él.

Margaret alzó de pronto la vista al oír la cita de su padre, con un asombro inquisitivo en la mirada. ¿Cómo podrían haber pasado de las ruedas dentadas a la balada de Chevy Chase?

—No es un alarde mío —repuso el señor Thornton—; es la pura y simple verdad. No niego que me enorgullece pertenecer a una ciudad (o tal vez debiera decir una región) cuyas necesidades dan origen a semejante grandeza de concepción. Preferiría ser aquí un hombre que trabaja y sufre, mejor dicho, que falla y fracasa, que llevar una vida próspera y tediosa en los viejos surcos raídos de lo que ustedes llaman sociedad más aristocrática del Sur, con sus días lentos de ocio despreocupado. Uno puede atascarse en la miel y ser luego incapaz de alzar el vuelo.

—Se equivoca —dijo Margaret, enardecida por aquella calumnia a su amado Sur y dispuesta a defenderlo con una vehemencia que hizo aflorar el color a sus mejillas y lágrimas de enfado a sus ojos—. Usted no sabe nada del Sur. Si hay menos empresas mercantiles o menos progreso (supongo que no debo decir menos emoción) del azaroso espíritu del comercio, que parece requisito para que se produzcan esos inventos prodigiosos, también hay menos sufrimiento. Aquí veo hombres en las calles que miran al suelo agobiados por la pena o la preocupación y que no sólo son víctimas sino enemigos. En el Sur también hay pobres, pero allí no se ve en sus semblantes esa terrible expresión de hosco sentimiento de injusticia que veo aquí. Usted no conoce el Sur, señor Thornton —concluyó, hundiéndose en un silencio resuelto e indignada consigo misma por haber hablado tanto.

—¿Me permite decir que usted no conoce el Norte? —preguntó él, con un tono indeciblemente tierno, al ver que la había ofendido de verdad. Ella siguió aferrada a su empecinado silencio; añoraba los preciosos lugares que había dejado lejos en Hampshire con un apasionamiento que le indicaba que le temblaría la voz si hablaba.

—De todos modos, señor Thornton —terció la señora Hale—, reconocerá usted que Milton es una ciudad mucho más cargada de humo y de suciedad que ninguna que pueda encontrarse en el Sur.

—Lo lamento, pero debo renunciar a su limpieza —dijo el señor Thornton con su rápida sonrisa reluciente—. El Parlamento nos ha ordenado eliminar nuestro propio humo; así que supongo que tendremos que hacer lo que nos mandan como niños buenos…, alguna vez.

—Pero creo que me dijo usted que había modificado las chimeneas para eliminar el humo, ¿no es así? —preguntó el señor Hale.

—Yo decidí modificar las mías antes de que el Parlamento tomara cartas en el asunto. Fue un desembolso directo, pero me compensa por el ahorro de carbón. No estoy seguro de que lo hubiera hecho si hubiera esperado a que se aprobara la ley. En realidad, habría esperado a que me denunciaran y me multaran y me aplicaran todas las medidas de presión que legalmente pudieran. Pero las leyes cuyo cumplimiento depende de denuncias y multas resultan inoperantes por lo odioso del mecanismo. No creo que hayan denunciado en Milton una sola chimenea en los últimos cinco años, aunque las constantes emisiones de algunas suponen que un tercio de su carbón se vaya en lo que se llama humo antiparlamentario.

—Yo sólo sé que es imposible que las cortinas de muselina duren limpias más de una semana; y en Helstone duraban un mes o más. Y en cuanto a las manos…, Margaret, ¿cuántas veces me has dicho que tuviste que lavarte las manos esta mañana antes de las doce? Tres veces, ¿no?

—Sí, mamá.

—Parece que se opone usted a las leyes parlamentarias y a toda la legislación que afecte a su modo de actuar aquí en Milton —comentó el señor Hale.

—Sí, así es. Y muchos otros también. Y creo que con justa razón. Toda la maquinaria de la industria algodonera (y ahora no me refiero a la maquinaria de hierro y de madera) es tan nueva que no tiene nada de extraño que no funcione bien en todas partes de inmediato. ¿Qué era hace setenta años? ¿Y qué no es ahora? Se juntaron materias primas burdas; hombres del mismo nivel, en cuanto a educación y posición, ocuparon de pronto los diferentes puestos de amos y empleados, gracias a la agudeza en lo concerniente a oportunidades y probabilidades que distinguía a algunos y que les hizo darse cuenta del gran futuro que ocultaba el rudimentario modelo de sir Richard Arkwright[16]. El rápido desarrollo de lo que podríamos llamar nueva industria dio a aquellos primeros patronos enorme riqueza y poder. Y no me refiero solamente sobre los obreros; quiero decir también sobre los compradores: sobre todo el mercado mundial. Puedo mencionar como ejemplo un anuncio publicado no hace cincuenta años en un periódico de Milton, de que uno de los pocos estampadores de algodón de la época cerraría diariamente el taller al mediodía; de manera que todos los compradores tendrían que acudir antes de esa hora. Imagínese a un hombre dictando de ese modo el horario en que vendería y en que no. Yo creo que ahora, si un cliente decide venir a media noche me levantaría y esperaría con el sombrero en la mano para recibir sus pedidos.

Margaret torció el gesto, aunque había algo que la obligaba a prestar atención; ya no podía abstraerse en sus pensamientos.

—Sólo menciono estas cosas para demostrar el poder casi ilimitado que tenían los fabricantes a comienzos de siglo. Se les subió a la cabeza. El hecho de que un hombre triunfara en sus empresas no era razón para que en todo lo demás fuera mentalmente equilibrado. Muy al contrario, su noción de la justicia y su sencillez solían quedar totalmente aplastadas por el peso de la riqueza que se le venía encima. Se cuentan extrañas historias sobre la vida desenfrenada que se permitían en fiestas de varios días aquellos primeros magnates algodoneros. También es evidente la tiranía que ejercieron sobre sus trabajadores. Ya conoce el proverbio, señor Hale: «Pon a un mendigo a caballo y se irá al diablo». Bueno, algunos de aquellos primeros fabricantes se fueron al diablo a lo grande, aplastando a los seres humanos con los cascos de sus caballos sin remordimiento. Pero luego llegaría una reacción: había más fábricas, más patronos; se necesitaban más trabajadores. El poder de los patronos y de los obreros se equilibró más equitativamente; y la lucha que estamos librando ahora es mucho más justa. No nos someteremos a la decisión de un imperio, y mucho menos a la interferencia de un entrometido que apenas tiene conocimiento de los verdaderos hechos del caso, aun cuando ese entrometido se llame Tribunal Supremo del Parlamento.

—¿Es necesario llamarlo batalla entre las dos clases? —preguntó el señor Hale—. Ya sé por su empleo del término que da una idea veraz de las cosas, en su opinión.

—Es cierto. Y creo que es necesario en la medida en que la prudencia y el buen comportamiento se oponen siempre a la ignorancia y la imprevisión y libran una batalla contra ellas. Una de las grandes virtudes de nuestro sistema es que un obrero puede conseguir el poder y la posición de patrón mediante el propio esfuerzo y el buen comportamiento; que, en realidad, quien se rige por la decencia, la conducta sobria y el cumplimiento del deber, pasa a nuestras filas; quizá no sea siempre como patrón, sino como supervisor, cajero, contable, oficinista, uno del lado de la autoridad y el orden.

—Entonces, si he entendido bien, considera usted enemigos a todos los que no consiguen medrar, por la causa que sea —dijo Margaret con voz clara y fría.

—Son sus propios enemigos, sin duda —se apresuró a decir él, bastante ofendido por la altiva desaprobación que indicaban su forma de expresión y su tono de voz. Pero su rectitud sin dobleces le hizo creer que sus palabras sólo eran una pobre evasiva a lo que había dicho ella. Y aunque ella pudiera ser todo lo displicente que quisiera, él se debía a sí mismo el explicar con toda la sinceridad posible lo que quería decir. Pero era muy difícil aclarar la interpretación de ella y diferenciarla de lo que quería decir él. Lo hubiese ilustrado mejor contándoles algo de su vida. Pero ¿no era ése un tema demasiado personal para tratarlo con extraños? Sin embargo, era la forma más franca y simple de explicar a qué se refería. Así que dejó a un lado el amago de timidez que hizo aflorar a sus mejillas un rubor momentáneo y dijo:

»Hablo por propia experiencia. Hace dieciséis años, mi padre murió en circunstancias lamentables. Me sacaron de la escuela y tuve que convertirme en un hombre (lo mejor que pude) en pocos días. Me ha tocado en suerte una madre como hay pocas, una mujer de gran entereza y firme resolución. Nos fuimos a un pueblo pequeño, donde la vida era más barata que en Milton y donde conseguí empleo en una pañería (un lugar único, por cierto, para aprender a conocer los géneros). Nuestros ingresos semanales ascendían a quince chelines, con los que teníamos que vivir tres personas. Mi madre consiguió que ahorrara tres de esos quince chelines regularmente. Y ése fue el comienzo, así aprendí abnegación. Y ahora que puedo proporcionar a mi madre las comodidades que requiere su edad, más que su propio deseo, le agradezco en silencio en todo momento la temprana enseñanza que me dio. Cuando pienso ahora que en mi caso no es buena suerte ni mérito ni talento, sino simplemente los hábitos de la vida que me enseñaron a despreciar los lujos y placeres no totalmente ganados (en realidad, a no pensar dos veces en ellos), creo que el sufrimiento que la señorita Hale dice que está grabado en los semblantes de la gente de Milton es sólo el castigo natural por el placer disfrutado deshonestamente en alguna etapa anterior de sus vidas. No creo que las personas sensuales y demasiado indulgentes consigo mismas merezcan mi odio; sólo las miro con desdén por su falta de carácter.

—Pero usted tenía los rudimentos de una buena educación —comentó el señor Hale—. El entusiasmo con que lee ahora a Homero me demuestra que no es un libro desconocido para usted: lo ha leído antes y sólo está recordando su antiguo conocimiento.

—Es cierto, pasé por él a ciegas en la escuela; hasta diría que me consideraban un estudiante bastante bueno en aquel tiempo, aunque he olvidado el latín y mi griego desde entonces. Pero le pregunto, ¿qué preparación eran para una vida como la que yo tenía que llevar? Ninguna. Absolutamente ninguna. En cuanto a educación, cualquier hombre que sepa leer y escribir tiene los mismos conocimientos útiles que tenía yo entonces.

—Bien, no estoy de acuerdo. Tal vez peque un poco de pedante en eso. ¿No le dio ánimos el recuerdo de la heroica sencillez de la vida homérica?

—¡En absoluto! —exclamó el señor Thornton riéndose—. Estaba demasiado ocupado para pensar en los muertos, con los vivos al lado presionando en la lucha por el pan. Ahora que mi madre está a salvo y puede disfrutar de la serenidad que conviene a su edad y que recompensa debidamente sus esfuerzos anteriores, puedo volver a esa antigua historia y disfrutarla plenamente.

—Yo diría que mi observación se debe a la idea profesional de que no hay nada como lo que uno conoce —repuso el señor Hale.

Cuando el señor Thornton se levantó para marcharse, estrechó la mano al señor y a la señora Hale y dio un paso hacia Margaret para desearle buenas noches del mismo modo. Era la costumbre franca y familiar del lugar; pero Margaret no estaba preparada para ello y se limitó a despedirse con una leve inclinación de cabeza. Aunque lamentó no haber advertido la intención en cuanto le vio hacer ademán de tender la mano y retirarla rápidamente. El señor Thornton, sin embargo, nada sabía de su pesar, por lo que, se irguió cuan alto era y se marchó, mascullando al salir de la casa: «Nunca he visto joven más engreída y desagradable. Su actitud displicente te hace olvidar incluso su gran belleza».