Las prisas de la boda
Cortejada, casada y demás[1]
—¡Edith! —susurró Margaret con dulzura—. ¡Edith!
Pero Edith se había quedado dormida. Estaba preciosa acurrucada en el sofá del gabinete de Harley Street con su vestido de muselina blanca y cintas azules. Si Titania se hubiese quedado dormida alguna vez en un sofá de damasco carmesí, ataviada con muselina blanca y cintas azules, podrían haber tomado a Edith por ella. Margaret se sintió impresionada de nuevo por la belleza de su prima. Habían crecido juntas desde niñas, y todos menos Margaret habían comentado siempre la belleza de Edith; pero Margaret no había reparado nunca en ello hasta los últimos días, en que la perspectiva de su separación inminente parecía realzar todas las virtudes y el encanto que poseía. Habían estado hablando de vestidos de boda y de ceremonias nupciales; del capitán Lennox y de lo que él le había explicado a Edith sobre su futura vida en Corfú, donde estaba destacado su regimiento; de lo difícil que era mantener un piano bien afinado (algo que Edith parecía considerar uno de los problemas más tremendos que tendría que afrontar en su vida de casada), y de los vestidos que necesitaría para las visitas a Escocia después de la boda. Pero el tono susurrado se había ido haciendo cada vez más soñoliento hasta que, tras una breve pausa, Margaret comprobó que sus sospechas eran ciertas y que, a pesar del murmullo de voces que llegaba de la sala contigua, Edith se había sumido en una plácida siestecilla de sobremesa como un suave ovillo de cintas, muselina y bucles sedosos.
Margaret iba a contarle a su prima algunos planes y sueños que abrigaba sobre su vida futura en la rectoría rural en que vivían sus padres y donde había pasado siempre las vacaciones muy contenta, aunque en los últimos diez años la casa de su tía Shaw había sido su hogar. Pero, a falta de oyente, tuvo que considerar en silencio el inminente cambio de la vida que había llevado hasta entonces. Fue una cavilación feliz, si bien matizada por la pena de verse separada durante un tiempo indefinido de su cariñosa tía y de su querida prima. Mientras pensaba en la dicha que supondría ocupar el importante puesto de hija única en la vicaría de Helstone, llegaban a sus oídos retazos de la conversación de la sala contigua. Su tía Shaw conversaba con cinco o seis señoras que habían cenado allí y cuyos esposos seguían en el comedor. Eran los asiduos de la casa, vecinos a quienes la señora Shaw llamaba amigos sólo porque comía con ellos más a menudo que con otras personas y porque si Edith o ella necesitaban algo de ellos, o a la inversa, no tenían reparos en acudir a sus respectivas casas antes de la hora del almuerzo. Aquellas señoras y sus esposos habían sido invitados a la cena de despedida, en su calidad de amigos, en honor de la próxima boda de Edith. Ésta había puesto bastantes objeciones al plan, pues esperaban al capitán Lennox, que llegaría aquella misma tarde en un tren de última hora; pero, aunque era una niña mimada, era demasiado despreocupada y negligente para tener una voluntad propia muy fuerte, y cedió en cuanto supo con certeza que su madre había encargado los exquisitos manjares de la temporada que se supone que son siempre eficaces contra la pena desmedida en los banquetes de despedida. Se conformó recostándose en la silla, jugueteando con la comida de su plato, y mostrándose seria y distraída, mientras todos los que la rodeaban disfrutaban con las ocurrencias del señor Grey, el caballero que ocupaba siempre la cabecera de la mesa en las cenas de la señora Shaw y que pidió a Edith que los obsequiara con un poco de música en la sala. El señor Grey estuvo especialmente simpático en aquella cena de despedida, y los caballeros permanecieron en el comedor más tiempo del habitual. Y había estado bien que lo hicieran así, a juzgar por los fragmentos de conversación que le llegaban a Margaret.
—Yo sufrí demasiado, y no es que no fuera muy feliz con el pobre y querido general. Pero aun así, la diferencia de edad es un inconveniente; un inconveniente que yo estaba decidida a que Edith no tuviera que soportar. Claro que ya preveía yo que mi preciosa hijita se casaría pronto. Y no es pasión de madre. De hecho, había dicho muchas veces que estaba segura de que se casaría antes de cumplir los diecinueve años. Tuve un sentimiento muy profético cuando el capitán Lennox —y aquí la voz se convirtió en un susurro inaudible, aunque Margaret pudo llenar el vacío sin problema. El curso del verdadero amor de Edith había sido sumamente fácil. La señora Shaw había cedido al presentimiento, como decía ella, y en realidad había alentado la boda, aunque quedaba por debajo de las expectativas que muchos conocidos de Edith habían imaginado para ella: una heredera joven y hermosa. Pero la señora Shaw alegó que su única hija se casaría por amor, y suspiró profundamente, como si el amor no hubiese sido el motivo de que ella se hubiera casado con el general. La señora Shaw disfrutaba del romanticismo del presente compromiso bastante más que su hija. Y no es que Edith no estuviera profunda y absolutamente enamorada, aunque sin duda habría preferido una buena casa en Belgravia a todo el pintoresquismo de la vida en Corfú que describía el capitán Lennox. Edith simulaba temblar o estremecerse ante los mismos detalles que entusiasmaban a Margaret mientras escuchaba; en parte, por el placer que le procuraba que su tierno enamorado la disuadiera de sus aflicciones y, en parte, porque todo lo relativo a una vida provisional o errante le resultaba verdaderamente desagradable. Pero si hubiese aparecido alguien con una mansión espléndida, un gran patrimonio, y un buen título por añadidura, Edith se habría aferrado al capitán Lennox mientras la tentación durara; y es posible que, cuando pasara, hubiera tenido pequeñas dudas de mal disimulado arrepentimiento porque el capitán Lennox no aunara en su persona todo lo deseable. En eso se parecía a su madre, que, después de casarse a sabiendas con el general Shaw sin ningún sentimiento más cálido que el respeto a su carácter y su posición, no había dejado de lamentar nunca, aunque discretamente, la mala suerte de verse unida a alguien a quien no podía amar.
»No he escatimado gastos en su ajuar —fueron las palabras que oyó Margaret a continuación—. Tiene todos los chales y pañuelos indios preciosos que me regaló el general y que yo no volveré a usar.
—Es muy afortunada —repuso otra voz, que Margaret reconoció. Era la señora Gibson, una dama que se interesaba mucho más en la conversación porque una de sus hijas se había casado hacía pocas semanas—. Helen tenía toda su ilusión puesta en un chal indio, pero la verdad es que cuando averigüé el precio exagerado que pedían por él, me vi obligada a negárselo. Se morirá de envidia cuando sepa que Edith tiene chales indios. ¿De qué clase son? ¿De Delhi, con esas preciosas orlas?
Margaret oyó de nuevo a su tía, pero esta vez, como si se hubiera incorporado de su posición medio recostada y mirara hacia el gabinete, donde la luz era más tenue.
—¡Edith! ¡Edith! —gritó; y se recostó como si estuviera agotada por el esfuerzo.
Acudió Margaret.
—Edith se ha dormido, tía Shaw. ¿Puedo hacer yo algo?
—¡Pobrecita! —exclamaron las damas al unísono al oír aquella triste información sobre Edith. Y la perrilla faldera de la señora Shaw empezó a ladrar en sus brazos como si la explosión de piedad la hubiera agitado.
—¡Cállate, Tiny, niña mala! Vas a despertar a tu dueña. Sólo quería pedir a Edith que le dijera a la señora Newton que baje los chales. ¿Lo harás tú, Margaret, cariño?
Margaret subió a la antigua habitación de las niñas, en la última planta de la casa, donde Newton estaba ocupada preparando algunos encajes que hacían falta para la boda. Mientras ella iba a sacar los chales (no sin refunfuñar entre dientes), que ya se habían enseñado tres o cuatro veces aquel día, Margaret miró a su alrededor: aquélla era la primera habitación de la casa que había conocido hacía nueve años cuando la llevaron, recién salida del bosque, a compartir el hogar, los juegos y las clases de su prima Edith. Recordaba el aspecto oscuro y lúgubre de la habitación, presidida por una niñera austera y ceremoniosa que estaba obsesionada con las manos limpias y los vestidos rotos. Recordó la primera cena allí arriba, mientras su padre y su tía cenaban en algún sitio al que se llegaba bajando un número de escaleras infinito; pues a no ser que ella estuviera en el cielo (había pensado la niña), ellos tenían que estar en el fondo de las entrañas de la tierra. En casa, antes de que fuera a vivir a Harley Street, el vestidor de su madre era también su cuarto; y como en la rectoría rural se recogían temprano, Margaret siempre cenaba con sus padres. ¡Ay! Qué bien recordaba la joven de dieciocho años alta y majestuosa las lágrimas que había derramado acongojada la niñita de nueve aquella primera noche con la cara oculta debajo de las sábanas; y cómo le había dicho la niñera que no llorara porque despertaría a la señorita Edith; y cómo había seguido llorando con la misma amargura aunque más quedamente hasta que su tía, bella y elegante, a quien acababa de conocer, había subido las escaleras con el señor Hale sin hacer ruido para que él viera a su hijita durmiendo. La pequeña Margaret había silenciado entonces sus sollozos procurando hacerse la dormida para no disgustar a su padre con su pena, que no se atrevía a mostrar delante de su tía y que creía que estaba mal sentir después de la larga espera y de los planes y arreglos que habían tenido que hacer en casa para que pudiera disponer de un guardarropa en consonancia con unas circunstancias más elevadas, y antes de que papá pudiera dejar la parroquia para ir a Londres aunque sólo fuera unos días.
Ahora le tenía cariño a aquella habitación, aunque ya sólo era un cuarto desmantelado. Miró a su alrededor con una especie de pesar gatuno, pensando que se marcharía de allí para siempre al cabo de tres días.
—¡Ay, Newton! —dijo—. Creo que todas lamentaremos dejar esta querida habitación.
—La verdad, señorita, le aseguro que yo no. Mi vista ya no es lo que era, y aquí hay tan poca luz que sólo puedo arreglar los encajes junto a la ventana, donde hay siempre una corriente tan espantosa como para agarrarse un catarro mortal.
—Bueno, supongo que en Nápoles habrá buena luz y abundante calor. Tendrá que guardar hasta entonces toda la ropa para zurcir que pueda. Gracias, Newton, ya los bajaré yo, que usted está ocupada.
Así que Margaret bajó cargada con los chales, aspirando su fragancia oriental. Su tía le pidió que hiciera de maniquí para que los vieran, pues Edith seguía dormida. Nadie reparó en ello, pero la figura elegante y esbelta de Margaret, con el vestido de seda negra de luto que llevaba puesto por algún pariente lejano de su padre, realzaba los bellos pliegues largos de los preciosos chales que casi habrían ahogado a Edith. Margaret permaneció erguida bajo un candelabro, silenciosa y pasiva, mientras su tía se los iba poniendo. De vez en cuando, al darse la vuelta, vislumbraba su imagen en el espejo que había sobre la repisa de la chimenea y se reía de su aspecto: los rasgos familiares con el atuendo insólito de una princesa. Acariciaba los chales que la envolvían y disfrutaba de su tacto suave y sus colores vivos, complacida por el esplendor del atuendo y disfrutando de él como una niña, con una sonrisa satisfecha en los labios. En aquel preciso momento se abrió la puerta y anunciaron al señor Henry Lennox. Algunas damas retrocedieron como si se avergonzaran un poco de su interés femenino por la ropa. La señora Shaw tendió la mano al recién llegado. Margaret no se movió, pues creía que podrían necesitarla aún como una especie de percha para los chales, pero miró al señor Lennox con expresión alegre y divertida, como si estuviera segura de que él comprendía su sensación de ridículo al verse sorprendida así.
Su tía estaba tan abstraída haciendo al señor Henry Lennox (que no había podido asistir a la cena) toda suerte de preguntas sobre su hermano el novio, su hermana la dama de la novia (que acudiría con el capitán a la boda desde Escocia) y otros miembros de la familia Lennox, que Margaret comprendió que ya no la necesitaba como portadora de chales y se dedicó a atender a las otras visitas, a quienes su tía parecía haber olvidado de momento. Casi de inmediato apareció Edith pestañeando y guiñando los ojos por la intensa luz al salir del gabinete, echándose hacia atrás los rizos un tanto alborotados y con el aspecto general de Bella Durmiente recién sacada de sus sueños. Incluso profundamente dormida había sabido de forma instintiva que había llegado un Lennox y que debía despertarse. Y tenía muchísimas preguntas que hacerle sobre la querida Janet, su futura cuñada, a quien profesaba tanto afecto que si Margaret no hubiera sido muy orgullosa se habría sentido un poco celosa de la rival advenediza. Cuando quedó en segundo plano al reincorporarse su tía a la conversación, Margaret vio que Henry Lennox miraba un asiento vacío que había a su lado y supo con toda certeza que se sentaría allí en cuanto Edith le liberara del interrogatorio. Había sido casi una sorpresa verle aparecer, porque su tía había dado explicaciones bastante confusas sobre sus compromisos y no estaba segura de que pudiera ir aquella noche. Pero ahora supo que pasaría una velada agradable. A él le gustaban y le disgustaban casi las mismas cosas que a ella. Se le iluminó la cara de alegría franca y sincera. Él se acercó poco a poco. Ella le recibió con una sonrisa en la que no había el menor rastro de timidez o afectación.
—Bien, supongo que está metida de lleno en el trabajo, en el trabajo femenino, quiero decir. Muy distinto al mío, que es el genuino trabajo legal. Jugar con chales no tiene nada que ver con redactar acuerdos.
—Vaya, ya sabía yo que le divertiría encontrarnos tan ocupadas admirando las prendas delicadas. Pero lo cierto es que los chales indios son prendas perfectísimas de su género.
—No me cabe ninguna duda. Sus precios también son perfectos. Como corresponde.
Los caballeros fueron llegando de uno en uno, y se intensificó el tono del murmullo y el ruido.
—Ésta es la última cena, ¿no? ¿No habrá más antes del jueves?
—No. Creo que después de esta noche podremos descansar, que estoy segura de que es algo que no he hecho durante semanas; al menos ese tipo de descanso en que las manos no tienen más que hacer y se han realizado ya todos los preparativos previstos para un acontecimiento que ha de ocupar la mente y el corazón de una. Me alegrará tener tiempo para pensar, y estoy segura de que a Edith también.
—Yo no estoy tan seguro en cuanto a ella; pero imagino que usted lo hará. Siempre que la he visto últimamente se había dejado arrastrar por la vorágine de alguna otra persona.
Sí —repuso Margaret con cierta tristeza, recordando la interminable conmoción por nimiedades que había durado más de un mes—: Me pregunto si una boda ha de ir precedida siempre por lo que usted llama vorágine, o si en algunos casos podría haber antes un período de calma y tranquilidad.
—Que se encargara del ajuar, el banquete nupcial y las invitaciones el hada madrina de Cenicienta, por ejemplo —lijo el señor Lennox riéndose.
—Pero ¿es necesario plantearse tantos problemas? —preguntó Margaret, mirándole directamente en espera de una respuesta. Justo en aquel momento la oprimió una sensación de indescriptible hastío por tantos preparativos para que todo tuviera buen aspecto, en los que Edith había estado ocupada como autoridad suprema durante las últimas seis semanas. Necesitaba verdaderamente que alguien la ayudara con algunas ideas agradables y tranquilas relacionadas con una boda.
—¡Pues claro que lo es! —repuso él, adoptando ahora un tono circunspecto—. Hay que atenerse a protocolos y ceremonias, no tanto por propia satisfacción como para cerrar la boca a los demás, sin lo cual habría muy poca dicha en esta vida. Pero dígame, ¿cómo organizaría usted una boda?
—Bueno, nunca he pensado mucho en ello. Sólo sé que me gustaría que tuviera lugar una espléndida mañana de verano, y que me gustaría ir a la iglesia caminando a la sombra de los árboles. Y no tener tantas damas de honor y que no hubiera banquete nupcial. Creo que estoy reaccionando contra las mismas cosas que más problemas me han causado precisamente ahora.
—No, no lo creo. La idea de espléndida sencillez coincide con su carácter en todo.
Esta forma de hablar no le gustaba nada a Margaret. Y se asustó todavía más al recordar otras ocasiones en las que el señor Lennox había intentado llevarla a una discusión sobre su carácter y su forma de actuar (en la que él desempeñaba el papel elogioso). Le cortó diciendo bastante bruscamente:
—Es natural que yo piense en la iglesia de Helstone y en el paseo hasta ella y no en un viaje en coche a una iglesia de Londres por una calle empedrada.
—Hábleme de Helstone. Nunca me lo ha descrito. Me gustaría tener alguna idea del lugar en el que vivirá usted cuando el número noventa y seis de Harley Street parezca lúgubre, sucio, feo y cerrado. Dígame, ¿es Helstone un pueblo o una ciudad?
—¡Oh, es sólo una aldea! Creo que no podría considerarse pueblo en absoluto. Es sólo la iglesia y unas cuantas casas en el campo, más bien cabañas, todas cubiertas de rosales.
—Que, para completar el cuadro, florecen todo el año, especialmente en Navidad —dijo él.
—No —repuso Margaret, un poco enfadada—. No estoy haciendo un cuadro. Sólo intento describir Helstone tal como es. No debería haber dicho eso.
—Lo lamento —dijo él—. Es que parecía un pueblecito de cuento de hadas más que de la vida real.
—Y lo es —replicó Margaret con impaciencia—. Todos los demás lugares de Inglaterra que he visto resultan prosaicos y duros comparados con el New Forest. Helstone parece un pueblo de un poema, de uno de los poemas de Tennyson. Pero no seguiré describiéndolo. Se reirá de mí si lo hago, si le digo lo que me parece, lo que es realmente.
—No lo haré, de verdad. Pero ya veo que no va a cambiar de idea. Bueno, pues entonces me gustaría todavía más saber cómo es la casa parroquial.
—Oh, no puedo describir mi hogar. Es el hogar, y no puedo expresar su encanto con palabras.
—Me rindo. Está usted muy severa esta noche, Margaret.
—¿Cómo? —preguntó ella, posando directamente en él sus ojos grandes y dulces—. No lo sabía.
—Bueno, no me dirá cómo es Helstone ni me dirá nada de su hogar porque he hecho un comentario desafortunado, aunque le he dicho cuánto me gustaría saber ambas cosas, sobre todo lo segundo.
—Pero es que en realidad no puedo hablarle de mi casa. Creo que es algo sobre lo que no hay que hablar, a menos que la conociera.
—Bien, pues entonces —hizo una breve pausa—, cuénteme qué hace allí. Aquí lee, recibe lecciones o se cultiva de alguna otra forma hasta el mediodía; da un paseo antes del almuerzo, sale en coche con su tía después y tiene algún tipo de compromiso por la tarde. Vamos, ahora explíqueme cómo pasará el día en Helstone. ¿Dará paseos a caballo, en coche o a pie?
—A pie, por supuesto. No tenemos caballos, ni siquiera uno para papá. Él va caminando hasta los confines de su parroquia. Los paseos son tan bonitos que sería una vergüenza ir en coche, casi lo sería incluso ir a caballo.
—¿Trabajará mucho en el jardín? Creo que ésa es una ocupación propia de señoritas en el campo.
—No lo sé. Me temo que no me gustaría mucho un trabajo tan duro.
—¿Tiro al arco, excursiones, bailes, cacerías?
—¡Oh, no! —dijo ella riéndose—. Papá gana muy poco, pero creo que no haría nada de eso aunque pudiéramos permitírnoslo.
—Ya veo que no va a contarme nada. Sólo me dirá que no hará esto o aquello. Creo que le haré una visita antes de que terminen las vacaciones y así veré a qué se dedica realmente.
—Espero que lo haga. Así comprobará personalmente lo precioso que es Helstone. Ahora tengo que irme. Edith se dispone a tocar y mis conocimientos musicales sólo me permiten pasarle las hojas; además, a tía Shaw no le gusta que hablemos.
Edith tocó espléndidamente. A la mitad de la pieza, se entreabrió la puerta, y Edith vio al capitán Lennox, que vacilaba sin saber si entrar o no. Ella abandonó la música y salió corriendo de la habitación, dejando que Margaret explicara a los asombrados invitados, confusa y ruborizada, la visión que había provocado la súbita huida de Edith. El capitán Lennox había llegado antes de lo que esperaban; ¿o sería realmente tan tarde ya? Todos consultaron sus relojes, manifestaron cumplida sorpresa y se marcharon.
Edith volvió luego pletórica de dicha, acompañando a su alto y apuesto capitán con timidez y orgullo. Los hermanos Lennox se saludaron con un apretón de manos y la señora Shaw recibió al capitán a su modo amable y discreto, que tenía siempre algo quejumbroso, debido al prolongado hábito de considerarse víctima de un matrimonio incompatible. Ahora que, tras la muerte del general, disfrutaba de todas las ventajas de la vida con los mínimos inconvenientes, se había sentido bastante perpleja al descubrir si no pena, sí angustia. Pero últimamente se había concentrado en la propia salud como motivo de aprensión. Siempre que pensaba en ello le daba una tosecilla nerviosa, y algún médico complaciente le había prescrito justo lo que ella deseaba: un invierno en Italia. La señora Shaw tenía deseos tan fuertes como la mayoría, pero no le gustaba hacer nada por el claro y manifiesto motivo de su propia voluntad y placer. Prefería verse impulsada a satisfacer sus gustos por la orden o el deseo de otra persona. Se convencía realmente de que no hacía más que someterse a alguna cruda necesidad externa; y así podía gemir y quejarse a su modo delicado, cuando en realidad estaba haciendo lo que quería.
Y así fue como empezó a hablar de su propio viaje al capitán Lennox, que asentía debidamente a cuanto decía su futura suegra mientras buscaba con los ojos a Edith, que estaba poniendo la mesa y pidiendo toda clase de manjares exquisitos, pese a que él le había asegurado que había cenado hacía menos de dos horas.
El señor Henry Lennox contemplaba divertido la escena familiar, apoyado en la repisa de la chimenea. Estaba junto a su apuesto hermano. El era el feo de una familia singularmente bien parecida, pero tenía una cara inteligente, animosa y expresiva. Margaret se preguntaba qué estaría pensando mientras guardaba silencio, aunque era evidente que observaba con interés un tanto sarcástico lo que hacían Edith y ella. El sarcasmo se debía a la conversación de la señora Shaw con su hermano y no tenía nada que ver con el interés que le producía la bella escena de las dos primas tan atareadas con los preparativos de la mesa. Edith quería ocuparse de casi todo. Le complacía demostrar a su amado lo bien que lo haría como esposa de un militar. Descubrió que el agua de la tetera estaba fría y pidió la tetera grande de la cocina; la única consecuencia de ello fue que cuando se la dieron en la puerta e intentó llevarla a la mesa, era demasiado pesada para ella y volvió con un mohín, una mancha negra en el vestido de muselina y la marca del asa en la manita blanca y torneada, que decidió enseñar al capitán Lennox como una niñita herida. El remedio era el mismo en ambos casos, por supuesto. La lámpara de alcohol rápidamente ajustada de Margaret fue el artilugio más eficaz, aunque no tanto como el campamento gitano que Edith, en una de sus salidas, decidió considerar lo más parecido a la vida militar.
Después de esta velada todo fue ajetreo hasta que pasó la boda.