Capítulo 11

Zúrich. Suiza

—Buenas tardes —saludó el recepcionista del hotel—. Bienvenido al hotel Bristol.

—Buenas tardes —respondió el padre Septimus Alvarado.

—¿Tiene usted habitación reservada? —preguntó el recepcionista.

—No. Quería tan sólo una habitación individual para esta noche.

—Bien. Déjeme ver… Sí, aquí tenemos una habitación de una sola cama. La número 16, en la primera planta.

—Me servirá —respondió el religioso.

—¿Piensa usted pagar con tarjeta de crédito? —preguntó el recepcionista mientras miraba el poco equipaje que portaba el recién llegado.

—No, pagaré la habitación en efectivo y por adelantado —respondió el padre Alvarado.

El recepcionista se dispuso a rellenar una ficha.

—¿Me permite su pasaporte? Se lo devolveremos dentro de unos minutos.

El empleado cogió el falso pasaporte británico que le extendía Alvarado mientras hacía señas a un botones para que subiese la bolsa y el extraño maletín metálico que el asesino del Octogonus no había soltado hasta la habitación 16. Cuando el botones intentó agarrar por el asa el maletín, parecido al de las maquilladoras profesionales, el padre Alvarado lo apartó de su alcance.

—Déjelo. Lo subiré yo —dijo tajante el religioso.

La habitación era pequeña. Amueblada tan sólo con una mesa, una silla, una lámpara y una cama, no se diferenciaba mucho de su celda en el monasterio de Irache. Lo único en lo que se distinguía era en el papel pintado de flores y en la ventana, que no daba a ningún sitio. Tras darle una propina al botones, el padre Alvarado colgó el cartel de no molestar en el exterior de la puerta y echó el cerrojo.

El religioso colgó cuidadosamente su chaqueta en una percha y abrió la bolsa. De ella extrajo dos gruesos guantes de goma de color negro y un estuche marrón con diferentes utensilios en su interior. Posteriormente abrió el misterioso maletín metálico y sacó una primera bandeja en la que había varios crucifijos, algunas botellitas con agua consagrada, un cilicio, un pequeño látigo y una teca de plata para guardar las hostias. Con sumo cuidado, depositó la primera bandeja sobre la cama.

Camuflada, estaba la segunda bandeja, que guardaba en su interior varios escorpiones hacinados unos sobre otros, intentando luchar entre sí para hacerse un hueco. Los más grandes, de unos nueve centímetros, levantaban el aguijón a los más pequeños de forma amenazante.

El padre Alvarado se colocó los guantes y, con precisión, agarró uno de los ejemplares mayores por la cola. El escorpión se retorció, intentando librarse de los dedos de su captor sin demasiado éxito.

Seguidamente, y con el escorpión sujeto mediante una pinza en el aguijón, el padre Alvarado sacó del estuche de utensilios una fina jeringuilla que acababa en una resistente aguja de acero. Con gran habilidad, introdujo la aguja en el telson del escorpión, que contenía las glándulas del veneno. Poco a poco comenzó a extraer el líquido transparente y lo depositó en un pequeño frasco con tapón de goma.

El Tityus imei era el escorpión más letal del mundo. Habitaba en la sierra del estado de Portuguesa, en Venezuela. Con nueve centímetros de largo, disponía de dos pinzas y un aguijón en la cola mediante el cual inoculaba el veneno. Una dosis minúscula introducida en el riego sanguíneo mataba a una persona en cuestión de segundos, paralizándola. El padre Alvarado conoció esta especie cuando pasó varios años como misionero en las selvas de Venezuela y había comprobado la alta mortalidad que provocaba entre los campesinos.

Una vez que extrajo suficiente veneno como para matar a todo un rebaño de ovejas, el asesino volvió a meter el ejemplar en el interior de la segunda bandeja. Posteriormente volvió a colocar encima la primera bandeja con utensilios eclesiásticos, cerró la tapa del maletín y giró los números de la combinación. Se secó el sudor con una toalla y se tumbó en la pequeña cama. Ahora ya sólo quedaba esperar hasta las ocho de la noche, hora a la que había quedado para cenar con el bibliotecario de la Beinecke. Debía recogerlo media hora antes de la cena. Su hotel se encontraba en la Stampfenbachstrasse, a tan sólo unos minutos del hotel Baur au Lac. Todavía tenía dos horas para descansar.

Desde la cama observó fijamente el frasco que contenía el potente veneno. La cuestión era saber cómo iba a introducírselo en el cuerpo a ese maldito bibliotecario judío que tantos sufrimientos podría provocar al gran maestro del Círculo Octogonus.

El timbre del teléfono despertó al padre Alvarado.

—Buenas tardes. Son las siete de la tarde —dijo el recepcionista al otro lado de la línea—. Cuando baje, puede usted recoger su pasaporte.

—Muy bien, muchas gracias —respondió el padre Alvarado mientras colgaba el auricular.

Sentado sobre la cama, se desnudó y de rodillas comenzó a flagelarse la espalda con el látigo de puntas metálicas. Se le empezó a enrojecer, hasta que, en la novena flagelación, unos finos hilos de sangre comenzaron a caerle hasta las nalgas.

Tras rezar en silencio, el padre Alvarado se dirigió a la ducha y dejó correr agua caliente sobre las heridas.

Vestido con un elegante traje de color negro, una camisa blanca y una corbata negra, el padre Alvarado cogió de la mesa un fajo de billetes, un estuche con jeringas de diferentes tamaños y el pequeño frasco de cristal con el potente veneno en su interior. Tras santiguarse ante el espejo, salió al pasillo y descendió por las escaleras. Cuando se disponía a salir, el recepcionista lo interceptó.

—Señor, aquí tiene su pasaporte, ya no lo necesitamos.

El padre Alvarado cogió el documento y salió del hotel rumbo a su objetivo.

Minutos después llegaba ante la fachada del elegante hotel Baur au Lac. Con paso firme, para evitar que el conserje se fijara demasiado en él, se dirigió hacia el bar. Allí había quedado con David Corcoran, el coleccionista de Biblias, el cual iba a presentarle al bibliotecario jefe de la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale.

—Es un tipo curioso y también uno de los más grandes expertos en códices de los siglos XIV y XV —le dijo Corcoran.

Media hora más tarde, Aaron Avner atravesaba la recepción y aparecía en el bar.

—Ahí está —dijo Corcoran mientras levantaba la mano para llamar la atención de Aaron.

—Buenos días, David —saludó el profesor Avner.

—Buenos días, Aaron —respondió Corcoran—. Déjame que te presente a Olivier Guidrí, uno de los mejores cazadores de libros raros.

El padre Alvarado se levantó de la butaca inglesa en la que estaba sentado y estrechó la mano al anciano.

—Es un placer conocerlo —dijo Guidrí mientras le apretaba la mano a Aaron Avner—. Siéntese, por favor.

—¿Queréis tomar algo? —preguntó Corcoran a sus dos invitados.

—Yo quiero una tónica con hielo y limón —respondió Aaron.

—Yo beberé una copa de champán —respondió Guidrí a su vez.

—Me ha dicho David que es usted cazador de libros raros. ¿A qué se refiere? —preguntó Aaron con interés.

—Me dedico a buscar libros raros para coleccionistas de todas las partes del mundo. Por ejemplo, un cliente de Tokio me contrata para adquirir un libro especial. Supongamos que es un código samurái del siglo XVI escrito por Torii Mototada. Yo fijo un precio medio al cliente, el cual, además, se encarga de cubrir todos mis gastos de viajes, desplazamientos y sobornos.

—¿Sobornos? —exclamó el bibliotecario.

—Sí, muchas veces tenemos que sobornar a alguien para localizar una pieza o cuestiones por el estilo —respondió Olivier Guidrí.

—¿Cómo marca usted el precio? —preguntó Aaron.

—Primero, marco un precio fijo basado en el coste que tiene la pieza realmente en el mercado y después fijo un precio aproximado de cuánto podría pedir un coleccionista por ese ejemplar. Mi beneficio se basa en reducir el segundo precio lo máximo posible. La diferencia entre el primero y el segundo precio es mi beneficio.

—¿Llegaría a robar para conseguir un ejemplar? —preguntó Aaron mientras miraba fijamente a los ojos a Guidrí.

—Sólo si ese ejemplar fuese para mi colección privada. De cualquier forma, puede estar tranquilo. En treinta años de trabajo jamás he tenido que llegar a robar ningún libro. Me ha bastado un simple cheque de un banco suizo para conseguirlo —respondió Guidrí mientras lanzaba una sonrisa a Avner y a Corcoran.

—Déjeme preguntarle, ¿qué ejemplar sería digno de romper sus normas de no robar? —inquirió Aaron mientras daba un sorbo a su tónica.

—Déjeme pensar… Tal vez el Manuscrito Voynich, que se encuentra en una biblioteca de New Haven —respondió fríamente Guidrí.

—¿Por qué ese libro es tan importante para usted desde el punto de vista bibliográfico como para arriesgarse a robarlo?

—Sin duda porque es uno de los pocos códices que nunca se han podido descifrar. Los conocimientos que encierra, los dibujos de las ninfas bañándose desnudas en esa especie de bañeras interconectadas por tuberías, esas constelaciones cuyos secretos aún esconde ese libro… Tal vez el Manuscrito Voynich oculta más información que lo que muchos expertos creen. Sería capaz de pasar veinte años en una prisión si con ello obtuviera ese libro —dijo Guidrí en tono serio.

Una especie de tenso silencio inundó la mesa en donde se encontraban. Olivier Guidrí lo rompió con una carcajada algo sonora.

—¿Se lo ha creído? —le preguntó a Aaron—. ¿Cree usted que sería capaz de robar un libro y poner así en peligro una reputación como la mía?

—Todos tenemos un precio —respondió Aaron Avner ante la mirada aún tensa de David Corcoran.

—Mi prestigio vale todavía demasiado como para ponerlo en peligro con un robo —sentenció Guidrí.

Corcoran miró su reloj y propuso a sus dos interlocutores salir a cenar para continuar con tan interesante conversación.

Guidrí apoyó la propuesta, pero Aaron intentó escabullirse.

—Perdónenme, pero mañana es un día muy importante para mí. Ya sabes, David… —dijo el bibliotecario—. Mañana presento mis descubrimientos a los asistentes al congreso. Va a ser un día muy intenso para este viejo bibliotecario judío y necesito dormir lo suficiente para tener la mente despejada.

—Por favor, nos gustaría que nos acompañase —pidió Guidrí—. No siempre tengo la oportunidad de conocer a uno de los mayores expertos en el Manuscrito Voynich y en sus secretos. Venga con nosotros a cenar.

—No, lo siento. Estoy demasiado cansado y debo retirarme ya —respondió Aaron mientras extendía su mano hacia Guidrí para estrechársela.

—Bien, pues buenas noches, querido Aaron —dijo David Corcoran.

—Buenas noches, David —respondió el profesor Avner—. Buenas noches, señor Guidrí.

—Buenas noches, profesor —contestó Guidrí viendo cómo el anciano se desplazaba pesadamente hacia la recepción y, tras pedir su llave, se dirigía hacia el ascensor de madera.

Horas después y tras una cena a base de ostras, caviar y vino blanco de Rheingau, David Corcoran y Olivier Guidrí se dirigieron andando hasta el hotel Baur au Lac. En la entrada, el cazador de libros estrechó la mano del coleccionista de Biblias y quedaron en verse al día siguiente para desayunar juntos y asistir después a la conferencia del profesor Aaron Avner de la Universidad de Yale sobre el Manuscrito Voynich. En unas pocas horas, aquel maldito judío húngaro revelaría los secretos largamente guardados por el códice cifrado y él iba a impedirlo, pensó Guidrí.

Tras dar un rodeo al edificio, el padre Alvarado descubrió la entrada de personal por la Kurt Guggenheimstrasse. Se situó en una zona oscura y el asesino del Círculo Octogonus esperó pacientemente durante varias horas hasta que divisó al otro lado de la calle a tres mujeres que parecían de origen hispano que se disponían a acceder al hotel por una puerta lateral. Las mujeres entraban de servicio a esa hora. Una de ellas se dispuso a sacar de un gran bolso de flores una tarjeta y, tras accionar un timbre y marcar su número de identificación, la puerta se abrió. Las dos mujeres que la acompañaban hicieron lo propio.

El padre Alvarado, que se encontraba ya a poca distancia de la última mujer, consiguió trabar la puerta con el pie para evitar que se cerrase. Tras esperar unos minutos, decidió entrar. Un largo pasillo daba acceso a los vestuarios del personal femenino a la derecha, y del masculino, a la izquierda. Unos metros más allá, un pulcro ascensor permitía acceder directamente al personal a las plantas del hotel. El padre Alvarado alcanzaba a escuchar las voces que salían del otro lado de la puerta de la cocina, desde donde se repartían los pedidos del servicio de habitaciones.

El asesino entró en el vestuario de hombres y comenzó a abrir las taquillas del personal. De una de ellas extrajo una llave colgada a un llavero verde que hacía de llave maestra de las habitaciones y suites del hotel. El religioso entró en el ascensor silenciosamente y apretó el botón de la quinta planta. Mientras veía pasar los números luminosos que indicaban por qué planta iba el ascensor, el padre Alvarado se palpó el bolsillo de la chaqueta para comprobar que aún llevaba el pequeño frasco de cristal con el veneno de escorpión. Un pequeño timbre lo devolvió a la realidad cuando las puertas se abrieron.

Con el mismo silencio con el que había entrado en el ascensor, el asesino accedió hasta las escaleras y descendió hasta la cuarta planta, donde se encontraba la suite del profesor Avner.

En el vacío rellano de la escalera, el asesino del Octogonus extrajo de su bolsillo un estuche negro con varias jeringas de distintos tamaños. Algunas contenían líquidos de diferente densidad. El padre Alvarado cogió una de ellas, cerró el estuche y lo volvió a guardar en el bolsillo de su chaqueta.

Caminando pegado a la pared, el asesino rezaba para que nadie abriese la puerta de su habitación y lo descubriesen. Si sucedía algo así, tendría que dar demasiadas explicaciones a los detectives del hotel y, sinceramente, prefería evitarlo.

Finalmente llegó hasta el fondo del pasillo y apoyó la oreja en la puerta de la suite de Aaron Avner. No oyó ningún ruido, así que sacó del bolsillo la llave maestra, la colocó en la cerradura y abrió la puerta.

Se acercó silenciosamente hasta el bulto que se revolvía entre las sábanas de la cama y que emitía unos sonoros ronquidos.

Con la luz de la luna que entraba por el ventanal, el padre Alvarado buscó la oreja de Aaron Avner y, con un rápido movimiento, introdujo la aguja en la piel y empujó el émbolo de la jeringa. Un líquido blanco entró en la cabeza del bibliotecario. Mientras pensaba entre sueños que le había picado algo en la oreja, Aaron Avner se despertó e intentó encender la luz que se encontraba junto a la cama. Al hacerlo, vio una sombra moverse muy cerca de él.

—¿Señor Guidrí? —preguntó aún somnoliento el bibliotecario.

—Sí, soy yo —respondió el padre Alvarado.

—¿Qué está haciendo usted aquí?

Procedamus omnes in pace, avancemos todos en paz —dijo el asesino en voz apenas audible.

Aaron estaba sentado en la cama y miraba fijamente al cazador de libros sin entender qué hacía realmente allí sentado frente a él. De repente, un fuerte dolor en las extremidades obligó al anciano a tumbarse en la cama.

—¿Qué me ha hecho? ¿Qué me ha inyectado? —preguntó Aaron con cara de pánico.

—No se preocupe, profesor —respondió el padre Alvarado—. Es tan sólo un potente tranquilizante. Primero, le paralizará las extremidades, seguidamente, sentirá somnolencia y sus cuerdas vocales serán incapaces de emitir sonido alguno. Ése será el momento elegido para reunirse con Dios, Nuestro Señor.

A pesar de que Aaron luchaba para intentar incorporarse en la cama, observó cómo sus miembros inferiores no respondían a las órdenes dadas por su cerebro. Sin duda estaba totalmente paralizado. Los únicos sonidos que conseguía emitir eran como el ronroneo de un gato. Sus globos oculares eran la única parte de su cuerpo capaz de seguir las órdenes dadas. Así pudo ver cómo Olivier Guidrí, con las manos enguantadas para evitar dejar huellas dactilares, recogía sus papeles, fotografías, documentos, transparencias y demás material sobre el Manuscrito Voynich que estaba recopilado en unas carpetas rojas y las metía en un maletín metálico. Aaron, paralizado sobre la cama, observaba impotente cómo aquel hombre se hacía con todo su trabajo de los últimos veinte años.

Una vez que terminó de recoger todo el material, el padre Alvarado sacó de su chaqueta el estuche negro. Cogió una jeringa de Anel, un modelo empleado para el tratamiento de las afecciones de los conductos lagrimales. Después el asesino del Octogonus sacó el pequeño frasco de cristal y con la aguja atravesó el tapón de goma. Comenzó a extraer el émbolo milímetro a milímetro e introdujo en la jeringa el potente veneno de escorpión.

Una vez que concluyó la operación, depositó la jeringa sobre la mesa ante la aterrorizada mirada de Aaron, que, inmóvil sobre la cama, no había dejado de observarlo. A continuación, el asesino sacó unas potentes lentes de aumento de su bolsillo y con la jeringa de veneno en la mano se acercó al bibliotecario. Las lágrimas habían comenzado a aparecer en los ojos de Aaron. Su cerebro, aún vivo, empezaba a dar los primeros signos de alerta. Sin duda le quedaban pocos minutos de vida.

El padre Alvarado se puso a recitar una especie de oración mientras blandía en la mano derecha la jeringa de Anel con el veneno.

Ab esse ad posse valet consequentia, del ser al poder prevalece la consecuencia, ab esse ad posse valet consequentia, ab esse ad posse valet consequentia —repetía una y otra vez el asesino del Círculo Octogonus mientras se acercaba cada vez más a su víctima.

Cuando los separaba una distancia milimétrica, Aaron pudo ver cómo su asesino le clavaba la aguja en el lagrimal e introducía poco a poco el veneno en su interior. El dolor era insoportable. Podía sentir cómo el veneno del Tityus imei comenzaba a invadirle el cerebro, el cuerpo, el riego sanguíneo. Segundos después, y tras emitir un sonido gutural desde lo más profundo de su garganta, el corazón de Aaron dejó de latir.

El asesino, tras comprobar que el cuerpo del bibliotecario ya no tenía constantes vitales, recogió todos sus utensilios de muerte, los introdujo nuevamente en el estuche, cerró el maletín metálico y, después de apagar la luz, salió de la suite cerrando la puerta tras él. Antes sacó de un bolsillo un octógono de tela y lo dejó sobre el cadáver de Aaron Avner. Pocos minutos después, el asesino del Círculo Octogonus se perdía entre las mojadas calles de Zúrich.

En el seguro refugio de su habitación del hotel Bristol, el padre Alvarado levantó el teléfono y marcó el número de Villa Mondragone.

—Buenas noches, Villa Mondragone —respondió la señora Müller.

—Buenas noches. Deseo hablar con monseñor Przydatek —dijo el religioso.

—Un momento, por favor —pidió la mujer.

Unos segundos después, una voz al otro lado de la línea respondía al teléfono.

—¿Sí, dígame? Soy monseñor Przydatek —dijo el secretario del cardenal Lienart.

Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo el padre Alvarado tras un breve silencio.

Silta nec silto, silencio por silencio —respondió el polaco.

—La misión ha sido cumplida —dijo el asesino del Octogonus.

—Bien, muy bien —replicó Przydatek—. ¿Tiene usted todos los papeles?

—Sí, ¿qué debo hacer con ellos? —preguntó el padre Alvarado.

—Mañana por la mañana tiene que venir a Roma y entregármelos a mí personalmente. Yo se los daré al gran maestro del Círculo Octogonus —ordenó el secretario de Lienart—. Hermano, ha hecho usted un gran servicio a la Iglesia y a Su Santidad. Ha protegido los intereses de la verdadera fe de nuestros enemigos. Ahora descanse y, como le he ordenado, reúnase mañana conmigo en Roma. —A continuación, monseñor Przydatek colgó el auricular.

El obispo polaco vivió unos momentos de felicidad mientras se estiraba en el sillón de su pequeño despacho de Villa Mondragone. Su eminencia se pondrá muy contento con la noticia de la muerte del viejo bibliotecario judío, pensó el secretario mientras levantaba el teléfono y marcaba el número de un despacho del Palacio Apostólico, en el Vaticano.

—Buenas noches, eminencia —saludó Vaclav Przydatek.

—Buenas noches, monseñor —respondió Lienart.

—El círculo se ha cerrado nuevamente. El objetivo ha sido cumplido como usted ordenó, eminencia.

—Muy bien, fiel Przydatek. Mañana por la tarde espero tener en mi poder los papeles en cuestión.

—Así será, eminencia —respondió el secretario.

—Bien, espero por su bien que todo siga saliendo según nuestros planes. Buenas noches —dijo el cardenal August Lienart mientras colgaba el auricular dando así por terminada la conversación con monseñor Przydatek.

* * *

Villa Mondragone

Sobre las diez en punto de la mañana, Jack Brown escuchó el sonido de una sirena que se acercaba. Al asomarse al balcón vio cómo subía por la estrecha calle el Alfa Romeo del inspector Martelli en dirección al hotel. De un solo trago liquidó el café aguado que tenía en su taza, cogió la chaqueta y un bloc de notas y salió rápidamente escaleras abajo.

Ya en la calle vio que el comisario Martelli seguía acercándose a toda velocidad con la sirena azul puesta. Al llegar a la puerta, el policía sacó la cabeza por la ventanilla y ordenó a Brown subir al coche. Mientras conducía, el oficial de la División Criminal se mostraba silencioso.

—¿Qué pasa? —preguntó el periodista.

—Coja la carpeta que está en el asiento de atrás y lea su contenido —respondió Martelli.

Brown se dio la vuelta y con cierta dificultad alcanzó una carpeta roja con varias páginas escritas a máquina en su interior.

El periodista del Boston Globe comenzó a leerlas mientras el vehículo policial se sumergía en las estrechas calles romanas.

Martelli apagó el sonido de la sirena para dejar que Brown se concentrase en la lectura.

—Increíble, totalmente increíble… —iba diciendo Brown entre dientes mientras pasaba una página tras otra. Pasados unos minutos, el inspector Martelli interrumpió a Brown.

—¿Sabe usted quién es el propietario de Villa Mondragone?

—Un cardenal, creo —respondió Brown.

—Pero no un cardenal cualquiera. Ese informe ha sido redactado por agentes del SISMI, el servicio de inteligencia militar. Esa villa a la que nos dirigimos pertenece nada más y nada menos que al cardenal August Lienart, todopoderoso jefe de la Entidad —explicó Martelli.

—¿Qué es eso de la Entidad? —preguntó Brown.

—Los servicios de inteligencia del Estado Vaticano.

—No sabía que los curas tuvieran una CIA propia.

—Sí, aunque se conocía con otro nombre. La Santa Alianza o Entidad, como se conoce ahora, fue creada por orden del papa Pío V en 1566 para matar a la hereje Isabel de Inglaterra. Con el paso de los siglos, la Entidad ha participado en oscuras operaciones. Mataron a militares napoleónicos durante la ocupación de Roma, liquidaron a líderes garibaldinos durante la guerra de unificación de nuestro país a finales del siglo XIX con el fin de continuar protegiendo los intereses de los Estados Papales, financiaron y apoyaron el Levantamiento de Pascua de los irlandeses católicos contra los ingleses protestantes en 1916 y ayudaron a huir de la justicia internacional a varios criminales de guerra nazis, como Adolf Eichmann, Josef Mengele o el general de las SS Hans Fischbock.

—Vaya, son toda una joya —dijo Brown—. Y ahora resulta que su actual jefe, ese tal…

—Lienart, August Lienart —precisó Martelli.

—Sí, Lienart. Resulta que ese Lienart es el dueño de Villa Mondragone y el jefe de los servicios de inteligencia del Vaticano y, por casualidades de la vida, está interesado con todo aquello que tenga relación con el Manuscrito Voynich —dijo Brown mientras revisaba su cuaderno de notas y la carpeta que le acababa de entregar el comisario Martelli.

De repente se acordó de algo que le había contado Matteus Planch, el coleccionista de Florencia. Brown, casi eufórico, ordenó al policía que se detuviese a un lado de la carretera.

—Espere, espere. ¡Deténgase! —gritó Brown sujetando del brazo a Martelli, que aún no había detenido la marcha del automóvil.

—¿Está usted loco? ¿Es que quiere matarnos a los dos? —replicó el oficial de policía mientras se detenía casi derrapando en el estrecho arcén.

—No estoy loco. Estoy muy cuerdo. Acabo de recordar una cosa que me dijo Planch cuando estuve en su casa de Florencia.

Me contó que tras el fin del asedio al castillo de Montségur en 1244 los cruzados, a las órdenes del Papa, quemaron vivos en la hoguera a casi medio millar de hombres, mujeres y niños. De aquella matanza sólo sobrevivieron tres cátaros: Bartolomé de Castres, Henri de Planchet y Arefast de Blienart. Planch me contó que uno de los tres resultó ser un traidor, fue quien reveló a los cruzados la forma de acceder al castillo de Montségur a través de un acceso secreto.

—¿Y qué tiene que ver un hecho que sucedió en el siglo XIII con este Lienart? —preguntó el comisario.

—Déjeme explicárselo. Matteus Planch me contó que Bartolomé de Castres fue quemado años después en la hoguera, por lo que sólo quedaron Henri de Planchet y Arefast de Blienart. Uno de ellos era el traidor. Los tres perfectos cátaros huidos de Montségur contactaron en París con Roger Bacon, un inglés especialista en criptología y criptoanálisis que fue el autor del Manuscrito Voynich. Blienart se marchó de París meses después, y Bartolomé de Castres y Henri de Planchet convencieron a Bacon para que incorporase en el folio 25 verso y en el folio 26 reverso del códice varios datos que demostrarían que fue Blienart quien traicionó a los cátaros de Montségur. Carlton Sherman, un amigo del profesor Avner que trabaja para la NSA, nos dijo que el texto cifrado parecía que estaba escrito con diferente trazo que el resto de las páginas. Una vez atacada la cifra, apareció un nombre: Arefast de Blienart. El resto del texto hablaba de una matanza y de una traición. También aparecía reflejado en el folio 25 verso un extraño dragón. Sherman creía que podía significar algún símbolo del traidor y revisando la carpeta de su amigo del SISMI he descubierto que el símbolo del cardenal Lienart es un dragón.

—Sigo algo perdido —confesó el comisario Martelli. La lluvia había comenzado a golpear el techo del vehículo.

—Matteus Planch me dijo que Henri de Planchet, familiar suyo, cambió su apellido por el de Planch cuando se refugió en el norte de Italia y que Arefast de Blienart hizo lo propio por el de Lienart cuando se refugió en París. Y ahora resulta que alguien con el mismo apellido de ese tal Arefast de Blienart o, mejor dicho, Arefast de Lienart, vuelve a aparecer en nuestras investigaciones sobre las extrañas muertes de todos aquellos que han tenido algún contacto directo o indirecto con el Manuscrito Voynich —dijo Jack Brown.

—¡Increíble! —exclamó Martelli mientras lanzaba un largo silbido—. Lo que no entiendo es por qué a ese cardenal le preocupa tanto un crimen sucedido hace ahora casi setecientos años. No creo que pueda detener a ese tal Lienart por el asesinato en masa de cuatrocientos cincuenta hombres, mujeres y niños en 1244.

—Pero sí por los cinco asesinatos de Gordon Rugg, Elizabeth Gwyn, Petrus Rees, Peter Hazil y el profesor Roberto Lendini y por dos intentos de homicidio, el del padre Marcelo Giannini y el de Matteus Planch —respondió Jack Brown.

—Son siete asesinatos y no cinco —respondió el comisario Martelli ante la sorprendida mirada del periodista—. Hace unos días hemos sabido a través de Interpol que alguien asesinó en Houston a un científico de la NASA llamado Joñas Finch y también en Maryland alguien asesinó a un analista de la NSA llamado Carlton Sherman.

—¿Por qué no me lo ha dicho antes? ¿Cómo lo ha sabido?

—El autor del asesinato de Finch está aún por descubrir, pero en el caso del asesino de Sherman, un agente de la NSA consiguió abatirio a tiros. El asesino no llevaba ninguna identificación, tan sólo portaba un octógono de tela que había dejado sobre el cadáver del analista. Yo sólo tuve que meter el dato del octógono ese en la computadora de Interpol y salieron sus dos nombres. Por este motivo sé que son siete los asesinados y no cinco. El cadáver de Finch también tenía encima un octógono de tela. Vayamos a Villa Mondragone para ver qué podemos descubrir —dijo el comisario de policía mientras colocaba el intermitente para volver a incorporarse a la carretera SS-215 que atravesaba el corazón de la ciudad de Frascati.

El resto del trayecto se desarrolló en el más absoluto silencio. El único sonido que se escuchaba era el de los limpiaparabrisas apartando el agua que caía sobre los cristales del vehículo. Ni Brown ni Martelli pronunciaron palabra alguna. Tal vez porque sabían que sus sospechas podían convertirse en realidad unos kilómetros más allá.

Justo antes de llegar a Frascati, el vehículo giró a la izquierda para ascender por la carretera hasta llegar a un estrecho camino justo a la derecha llamado Via Selve di Mondragone. El ruido de la gravilla en el camino dio paso de repente a una visión que a Martelli y Brown se les antojó fantasmagórica. En lo alto de la colina y entre brumas se divisaba una magnífica construcción de color marrón. Finalmente, el camino desembocó en una gran verja de hierro con dos ángeles de piedra a ambos lados que se abría a una carretera aún más estrecha escoltada por cipreses. La verja estaba abierta, así que Martelli la atravesó.

A medida que la carretera seguía ascendiendo, el camino se estrechaba cada vez más hasta desembocar en una gran plaza que daba acceso a la entrada principal de la villa.

Nada más detenerse el vehículo, Brown abrió la puerta y corrió hacia la parte de atrás de la casa para no ser visto. Mientras corría pudo oír a su espalda cómo alguien abría la puerta principal y caminaba hasta el coche del comisario Martelli.

—¿Qué desea? —preguntó la señora Müller con acento alemán asomándose a la ventanilla del coche del policía y sin dejar que éste pudiese abrir la puerta.

—Soy el comisario Martelli, de la División Criminal —se presentó mientras enseñaba una lustrosa placa a la mujer.

—¿Y qué desea de nosotros? —volvió a preguntar la mujer.

—Antes de nada que se aparte usted de la puerta y una vez que entre dentro de la casa, hablar con el cardenal Lienart —dijo Martelli en tono amenazante.

—Muy bien, sígame —dijo la señora Müller mientras hacía una señal al señor Müller, que se encontraba unos pasos más atrás armado con un rifle de caza.

—Dígale al jardinero que deje el rifle en el suelo y venga hasta nosotros tranquilamente —ordenó Martelli a la señora Müller.

—No es el jardinero. Es mi esposo, y puede usted decírselo directamente. Habla italiano, como usted —respondió la mujer en tono más bien áspero.

—Usted, suelte el rifle. Deposítelo en el suelo y venga hacia mí con las manos por delante —ordenó Martelli.

Müller se agachó y dejó el rifle con mira telescópica en el suelo a la vista del comisario. El arma se caracterizaba por su potencia y por su altísima precisión. El exmiembro de las SS Ulrich Müller solía utilizarlo para la caza mayor.

—¡Vaya rifle que tiene usted! Curiosamente, en esta zona está prohibida la caza mayor —dijo Martelli mientras admiraba el rifle.

—No es para cazar —respondió Ulrich Müller.

—¿Ah, no? Y entonces, ¿para qué quiere semejante cañón? —volvió a preguntar el comisario—. Aquí no hay elefantes o, por lo menos, eso creo.

—Lo tengo para espantar a los curiosos y a los posibles ladrones que intenten acceder a Villa Mondragone.

—Bien, pues ahora que ya nos conocemos, yo me quedaré con esto y usted puede retirarse —ordenó Martelli mientras le enseñaba el rifle que le acababa de incautar.

A pocos metros de allí, a través de un gran ventanal, monseñor Vaclav Przydatek observaba la escena. Al entrar en el hall, lo primero que llamó la atención del oficial de policía fue el gran dragón alado que aparecía grabado en el mármol del suelo.

Tal vez aquel escudo tuviese algo que ver con el misterio del Manuscrito Voynich.

—Es muy bonito este dragón —dijo Martelli—. ¿Qué significa?

—Es el símbolo del escudo de armas de la familia Lienart —respondió la señora Müller sin dar demasiada importancia a la pregunta.

Mientras, Jack Brown intentaba acceder a la casa a través del llamado jardín secreto. El periodista sacó de su cartera una tarjeta de crédito y la introdujo en la cerradura de la puerta de acceso a la galería interior. Tras un leve chasquido, la puerta se abrió. Brown intentaba escuchar algún sonido de voces sin demasiado éxito.

—Avisaré a monseñor Przydatek. Espere aquí y no toque nada —ordenó la señora Müller al comisario Martelli.

—Aquí estaré, me quedaré quieto y seré buenecito —respondió el policía con cierto sarcasmo mientras sujetaba entre las manos una fina porcelana del siglo XVII y hacía el amago de dejarla caer ante la inquisitiva mirada del ama de llaves.

Unos minutos después apareció ante Martelli el religioso polaco.

—Buenos días, soy monseñor Przydatek, secretario privado de su eminencia el cardenal Lienart. ¿En qué puedo servirle? —preguntó el religioso.

—¡Oh! Ustedes, los religiosos, siempre tan serviciales con las almas del rebaño —respondió Martelli sin abandonar su sarcasmo.

—Sígame por aquí, por favor, así podremos hablar con tranquilidad —lo invitó Przydatek mientras se dirigía hacia la Sala de las Cariátides.

—Realmente esta casa es impresionante —confesó Martelli mientras admiraba a su paso los maravillosos frescos del techo.

—Esta residencia pertenece a la familia Lienart desde 1621. Incluso varios sumos pontífices han dormido en algunos de los dormitorios de Villa Mondragone —explicó Przydatek.

—¡Impresionante…! —volvió a exclamar el policía mientras seguía de cerca los pasos del obispo polaco.

Desde un piso superior, Brown divisaba al secretario de Lienart explicando a Martelli diferentes aspectos de la villa. En completo silencio, el periodista del Boston Globe fue abriéndose paso a través de varios dormitorios comunicados entre sí mediante puertas. En cada dormitorio había una cama, una silla y un reclinatorio para orar. En una de las alcobas Brown revisó los cajones y descubrió una bolsa negra con una cremallera. En su interior había un pasaporte estadounidense y un carné de conducir de la ciudad de Nueva York a nombre de un tal Emery Robert Mahoney. El tipo que aparecía en la fotografía del pasaporte habría pasado por un agente de Wall Street si no hubiera llevado el alzacuellos que lo identificaba como sacerdote.

Brown atravesó otra puerta y accedió a otro dormitorio. En el cajón del armario había un pasaporte holandés a nombre de Wilhelm Ter Braak. El periodista volvió a dejar el documento en su sitio y cerró el cajón. Al salir al pasillo vio a lo lejos al ama de llaves, que estaba llamando por teléfono. ¿Con quién estará hablando?, pensó Jack. Un piso más abajo tenía lugar una conversación entre Przydatek y el comisario Martelli.

—Desearía hablar con el cardenal Lienart —dijo el oficial de policía.

—Eso no va a ser posible —respondió Przydatek.

—¿Por qué no es posible? —volvió a insistir Martelli.

—Su eminencia el cardenal Lienart está muy ocupado y, de cualquier forma, aunque estuviese en la residencia, usted no tendría poder suficiente como para interrogarlo. El cardenal Lienart es ciudadano del Estado Vaticano, por lo tanto, es un ciudadano extranjero que goza de inmunidad diplomática. Italia debe respetar la inmunidad y las leyes internacionales —dijo Przydatek severamente.

—¿Por qué se pone usted a la defensiva, monseñor? Yo sólo he dicho que quiero hablar con el cardenal, no interrogarlo —precisó el comisario Martelli.

—Ya le he dicho que es absolutamente imposible. Le recomiendo para ello que pida usted una audiencia con su eminencia en el Vaticano.

—Bien, dado que usted está aquí y no es ciudadano vaticano, podrá decirme quiénes son estos tipos —dijo el jefe de la División Criminal mientras arrojaba sobre una mesa del siglo XVIII las fotografías en blanco y negro de los cadáveres de los padres André Lamar y Wilhelm Ter Braak.

Monseñor Przydatek cogió las fotografías y las miró detenidamente.

—No sé quiénes son.

—Déjeme decírselo —dijo Martelli mientras le arrebataba las fotografías de la mano—. Éste murió en la biblioteca de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma mientras intentaba matar al bibliotecario. Este otro se suicidó después de que yo mismo le metiese una bala en el hombro. Se arrojó por una ventana y acabó ensartado como un pollo en un tridente de Neptuno.

—Ya le he dicho que no sé quiénes son —volvió a insistir Vaclav Przydatek.

—Lo más curioso de todo es que ambos llevaban consigo un octógono de tela en los bolsillos. Uno como éste —repuso Martelli mientras arrojaba uno de ellos sobre la mesa.

—No sé qué puede significar esa tela. Lo siento, pero estoy muy ocupado —se disculpó el secretario de Lienart.

—Déjeme que haga conjeturas. Este octógono de tela es el símbolo de un grupo de asesinos dirigidos por alguien muy poderoso que se dedican a matar desde 1630 a todos aquellos que tengan contacto con un misterioso libro. En los últimos meses varios expertos criptoanalistas y criptógrafos han sido asesinados en diferentes partes del mundo y su única conexión es ese libro, el Manuscrito Voynich, y este octógono de tela.

—¿Y por qué cree usted que yo puedo tener algo que ver con eso? —preguntó el obispo.

—Hemos seguido la pista de varias misteriosas llamadas hasta aquí, hasta Villa Mondragone. ¿Pero sabe una cosa? —anunció Martelli—. He decidido pedir al juez una orden de registro de toda Villa Mondragone. Sé que esta residencia no es territorio vaticano, dado que está asentada sobre territorio italiano. Así que he decidido poner patas arriba cada rincón de esta casa hasta que encuentre alguna prueba contra usted y su jefe.

—Bien, pues hasta que eso suceda, le pido que abandone inmediatamente la propiedad. La próxima vez que nos veamos traiga consigo esa orden del juez en la mano o no volveré a mantener otra conversación con usted —dijo monseñor Przydatek mientras a través de un intercomunicador avisaba a la señora Müller para que acompañase al visitante hasta la salida.

Escoltado por el ama de llaves a través de los largos pasillos de Villa Mondragone, el comisario Martelli iba hablando en voz alta con el fin de que Brown pudiera escucharlo.

—Bien, pues ya me voy, pero regresaré con una orden del juez —dijo.

Ya en el exterior, el comisario Martelli se dirigió hasta su coche, aparcado unos metros más allá. Abrió la puerta y descubrió a Brown tendido en el suelo en el asiento de atrás para no ser visto por Henrietta Müller.

El vehículo se puso en marcha por el camino que descendía hasta la entrada. Al dar la primera curva, Brown se incorporó y pasó al asiento delantero.

—¿Ha descubierto algo? —preguntó el periodista.

—No, pero estoy seguro de que ese cura tiene mucho que esconder —respondió Martelli—. Cuando le mostré las fotografías de los dos cadáveres de los tipos que intentaron asesinar al padre Giannini y a Matteus Planch, le cambió la expresión del rostro.

—¿Sólo eso? —exclamó Brown—. ¿Sólo ha conseguido eso? ¿Una expresión en una cara?

—Mire, llevo casi treinta años como policía y he interrogado a todo tipo de delincuentes, inocentes y culpables, y le puedo asegurar que la expresión de ese obispo al mirar las fotografías era la de alguien que conoce a esos dos fiambres —alegó Martelli—. Estoy seguro de que ese polaco y su jefe saben algo que quieren esconder y yo estoy ahora disp…

Cuando el comisario Martelli no había acabado aún su frase, sonó un disparo. El policía miró fijamente a su acompañante y sintió un dolor agudo en la espalda. Una bala disparada por un francotirador acababa de perforar el respaldo de su asiento y le había atravesado el hombro izquierdo.

De un fuerte volantazo, el policía sacó el Alfa Romeo del camino para intentar ponerse fuera del alcance del supuesto francotirador. De repente, sonó un nuevo disparo. Esta vez la bala se incrustó en la puerta del conductor. Brown, con una profunda herida en la cabeza, intentaba salir por su puerta arrastrándose entre la maleza. Martelli, que sangraba abundantemente por la espalda, cogió la radio de su vehículo y pidió refuerzos.

—Hasta que lleguen los refuerzos nos quedaremos aquí. No podemos arriesgarnos a que ese francotirador nos tenga al alcance de su mira —ordenó Martelli con su pistola reglamentaria en la mano—. Además, no sé dónde puede estar ese hijo de perra alemán.

—¿Quién cree que puede habernos disparado? —preguntó Brown mientras con el pañuelo intentaba cortarse la hemorragia de la frente.

—Seguro que no es ese cura. Tiene las uñas demasiado limpias como para ensuciárselas con algo como esto. Estoy seguro de que ha sido ese guardabosques o lo que sea. El rifle que le incauté era de precisión, aunque la verdad es que tengo que agradecerle que tenga tan mala puntería —dijo Martelli mientras realizaba un disparo al aire.

—¿Por qué dispara? —preguntó Brown.

—Para hacerle saber a ese cabrón que estamos armados y que si asoma el hocico por aquí, no tendré el más mínimo inconveniente en volárselo —respondió Martelli mientras le guiñaba el ojo.

Media hora después, Brown y Martelli escucharon las sirenas de la policía acercándose a Villa Mondragone.

—Ya llega el séptimo de caballería —anunció Brown al policía, cuyo rostro estaba cada vez más blanquecino debido a la abundante pérdida de sangre—. Resista, amigo Martelli. Tiene usted demasiados hijos, primos y sobrinos como para poder hacerme cargo de ellos. —Aquello arrancó una sonrisa a Martelli.

Minutos después el coche abollado aparecía rodeado de vehículos policiales y de una ambulancia en la que fue evacuado el comisario hasta el hospital de Frascati. Jack Brown recibió tan sólo seis puntos de sutura.

Cuando los vehículos policiales llegaron hasta las puertas de Villa Mondragone, Ulrich Müller y su esposa, Henrietta, fueron detenidos por agentes de la policía criminal. Monseñor Vaclav Przydatek había conseguido huir rumbo a la seguridad del territorio vaticano.

* * *

Roma. Italia

Esa misma noche, en el hotel, y aún con la camisa manchada de su sangre y de la del comisario Martelli, que se recuperaba de sus heridas, Jack Brown levantó el teléfono para relatar al profesor Avner lo que había sucedido en Villa Mondragone.

Pidió al recepcionista que por favor le subiese a la habitación una botella de bourbon y que le pusiese con el número de teléfono 41-44-220-50-20, de la ciudad de Zúrich.

En el pequeño baño, Brown intentaba quitarse con dificultad la sangre reseca que manchaba sus manos cuando sonó el teléfono.

—¿Señor Brown? Le paso la llamada —indicó el recepcionista.

—Buenas noches, hotel Baur au Lac. ¿Con quién desea hablar? —dijo una voz al otro lado de la línea.

—Buenas noches, deseo hablar con el profesor Avner, Aaron Avner —recalcó Jack.

Misteriosamente, la llamada tardaba bastante en ser atendida, hasta que de repente una voz con acento alemán respondió al otro lado de la línea.

—¿Sí, dígame?

—Quería hablar con el profesor Avner, por favor —pidió el periodista del Boston Globe.

—¿Quién es usted? —preguntó la voz.

—Y usted, ¿quién es? —inquirió a su vez Brown.

—Soy el inspector Max Fritz, de la división de homicidios de la policía de Zúrich. Ahora me gustaría saber quién es usted —dijo el policía.

Como intuyendo que había pasado algo malo, el periodista era incapaz de pronunciar palabra alguna. Tenía miedo de decir algo y que aquello le anunciase una desgracia que cada vez presentía más cercana.

—Soy Jack Brown. Soy periodista del Boston Globe y amigo del profesor Avner. ¿Qué ha sucedido?

—Siento comunicarle que ayer por la noche alguien asesinó a su amigo —respondió el inspector Fritz.

Brown dejó caer el teléfono ante la noticia. Aaron Avner estaba muerto. Aquel anciano judío húngaro y cascarrabias al que había cogido cariño estaba ahora muerto. Desde el auricular, Jack oyó cómo el inspector suizo pronunciaba su nombre una y otra vez.

—¿Señor Brown? ¿Señor Brown? ¿Está usted ahí? —preguntó Max Fritz.

—Sí, lo siento, inspector. Estoy aquí, pero la noticia me ha dejado sin habla. El profesor Avner y yo éramos muy amigos y la noticia de su muerte me ha impresionado mucho. Lo siento —se disculpó el periodista.

—No se preocupe, lo entiendo. Ahora me gustaría saber si puede responderme a algunas preguntas —insistió Max Fritz.

—Sí, cómo no, inspector.

—¿Sabe usted si alguien deseaba hacer algún daño al profesor Avner o si había sido amenazado? —pregunto el comisario.

—No, no lo creo. Además, Aaron era bibliotecario. ¿Quién querría hacerle algún daño? —mintió Brown.

—No lo sé. Es lo que estamos intentando averiguar, el hecho es que el profesor Aaron Avner ha sido asesinado.

—¿Puedo preguntarle algo, inspector?

—Claro, dígame.

—¿Encontraron sus hombres en la suite del profesor papeles, fotografías o documentos sobre un libro antiguo? Los guardaba en unas carpetas de color rojo. Debe de haber una veintena de ellas con información sobre un libro —dijo Brown.

—No, lo siento. Mis hombres dijeron que no había ningún papel o documento en su suite. Tan sólo los documentos personales, su pasaporte estadounidense y su carné de conducir, pero ningún papel o documento sobre un libro. ¿A qué libro se refiere? —preguntó el policía.

—¡Oh! No se preocupe, no es nada importante. Por cierto, inspector, ¿podría decirme si encontraron en la suite del profesor Avner algún octógono de tela o algo parecido?

—Sí, un octógono de tela. Alguien, posiblemente el asesino, lo había dejado sobre el cadáver. ¿Puede decirme qué significa? —inquirió el inspector Fritz.

—Espero poder decírselo en unos días. Le prometo que lo llamaré. Por cierto, ¿qué van a hacer con el cadáver del profesor?

—No se preocupe. Un miembro del consulado estadounidense en Zúrich se ha hecho cargo de la repatriación del cadáver a Estados Unidos por indicación de la Universidad de Yale. Cuando terminemos los exámenes forenses, les entregaremos el cuerpo del profesor —dijo amablemente el inspector Max Fritz.

—Muchas gracias por todo, inspector.

—Buenas noches, señor Brown, y permítame darle el pésame por la muerte de su amigo —se condolió Fritz.

—Gracias, muchas gracias. —A continuación el periodista cortó la comunicación.

En la soledad de su habitación y mientras apuraba uno tras otro varios vasos de bourbon, Brown lloró por la muerte de aquel viejo judío húngaro que un día intentó descubrir un secreto guardado desde hacía siglos en un oscuro libro llamado Manuscrito Voynich.

* * *

New Haven. Connecticut

En la oscuridad de la noche, los padres Carlos Reyes y Eugenio Cornelius, hermanos del Círculo Octogonus, se mantenían resguardados de la lluvia a pocos metros de la puerta de emergencia de la Biblioteca Beinecke. Debían permanecer allí hasta que Faetonte les facilitase la entrada. Su misión era clara. Su objetivo debía ser cumplido por el bien y la salvaguarda de la Iglesia católica, según había ordenado monseñor Vaclav Przydatek, y ambos asesinos estaban dispuestos a cumplirla.

Sobre las once de la noche, y sin que aún hubiese dejado de llover, la puerta metálica se abrió desde dentro.

Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo Faetonte.

Silta nec silto, silencio por silencio —respondieron los padres Reyes y Cornelius.

—He sido informado de la misión que deben cumplir —dijo Faetonte a los enviados del Octogonus.

—Bien, pues llevémosla a cabo lo antes posible —dijo el padre Cornelius.

Los tres hombres comenzaron a caminar por un estrecho pasillo hasta la escalera de emergencia, por donde se podía acceder a los pisos superiores de la biblioteca. Faetonte se había ocupado antes de anular las cámaras de seguridad del interior de las salas.

—¿Hay mucha vigilancia? —preguntó Reyes.

—No. Tan sólo un viejo vigilante armado con una pistola que jamás ha disparado y una porra. Ésa es la única seguridad que existe en este edificio en el que se reúnen tantas valiosas joyas bibliográficas —respondió Faetonte.

Los tres hombres estaban en la zona de las oficinas cuando Faetonte ordenó a los dos asesinos del Octogonus que esperaran en uno de los despachos.

—Quédense aquí hasta que yo regrese. Les traeré el libro. Si me cogen con él, nadie sospechará. Siempre puedo decir que el profesor Avner me ha ordenado mirar algún dato.

—Bien, esperaremos aquí —dijo el padre Cornelius.

Faetonte salió del despacho y se dirigió hacia el pasillo, a la estantería en donde se encontraba el libro MS 408. Cogió el libro con fuerza, lo sujetó entre las manos y regresó hacia el despacho en el que estaban los padres Reyes y Cornelius. Las órdenes que había recibido del gran maestro del Círculo Octogonus era que debía entregar el libro a ambos enviados y no hacer preguntas.

Faetonte atravesó la gran sala de códices bajo el ruido de los ventiladores, que mantenían la temperatura y la humedad, como sonido de fondo. Abrió la puerta con su tarjeta de seguridad y accedió a la escalera. Cuando se disponía a subir por ella, se encontró frente al viejo George, que estaba haciendo su ronda nocturna. No había contado con ello.

—Buenas noches, señor Duke —saludó George.

—Buenas noches, George —respondió Faetonte.

—Estoy haciendo una ronda por aquí. Hemos tenido desde hace unas horas problemas con las cámaras de seguridad del circuito cerrado, especialmente con las que están en la escalera de emergencia —dijo el vigilante.

—Bien, George, pues continúe.

Cuando se cruzaron, el vigilante observó el códice que Milo Duke llevaba entre las manos.

—Un momento —ordenó George—. Ése es el Manuscrito Voynich, nadie me había comunicado que esta noche habría movimientos de libros.

—No se preocupe, George. Tengo que coger unos datos que necesita el profesor Avner. Después lo llevaré a su sitio —respondió Duke para ganar tiempo.

—En cualquier caso, tendré que informar a la señora Hollingsworth y al decano Maynard. Ellos saben que deben informarme si después del cierre se va a llevar a cabo una extracción de un códice de la biblioteca —protestó George.

En ese momento, y como surgido de las sombras, el padre Reyes sujetó con la mano izquierda desde atrás y por la boca a George y con la derecha, de forma rápida e implacable, le introdujo una daga de misericordia por la nuca.

—Dejémonos de rodeos y entrégueme ya el libro —ordenó a Duke el asesino del Octogonus aún con la daga ensangrentada en la mano derecha.

—Aquí está —dijo Faetonte mientras le entregaba el Manuscrito Voynich al padre Reyes.

En ese momento y sin que Duke se diese cuenta el padre Cornelius se situó a su espalda, sacó de su bolsillo un fino cable de acero cubierto con púas y con un rápido movimiento se lo pasó por el cuello. Mientras agonizaba debido al dolor de las púas incrustándose en la carne de su cuello y a la falta de aire, Milo Duke, con lágrimas en los ojos, apenas podía balbucear.

—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por… qué? ¿Por…? —Segundos después estaba muerto.

—Faetonte era hijo de Helio y Climene. Cuando supo quién era su padre, fue a pedirle que le dejara guiar sus caballos desde Oriente. Helio se lo concedió y Faetonte hizo que los caballos se encabritasen y causaran en el mundo mil desastres. Todos clamaron a Zeus en demanda de remedio, así es que éste decidió matar a Faetonte con un rayo. Ésa es ahora la pena que ha impuesto para ti el gran maestro del Círculo Octogonus. Ha llegado la hora de juzgar a los muertos y recompensar a los profetas. Fractum nec fractuem, silta nec silto, favor por favor, silencio por silencio —sentenció el padre Eugenio Cornelius mientras se santiguaba ante el cadáver de Duke.

Con el mismo sigilo con el que habían entrado en el edificio de la Biblioteca Beinecke de Libros Raros y Manuscritos de la Universidad de Yale, los dos asesinos del Círculo Octogonus se perdieron entre las sombras de las calles de New Haven con el Manuscrito Voynich en su poder.

A la mañana siguiente, las mujeres de la limpieza se extrañaron al no ver a George en la recepción y las puertas blindadas del edificio aún cerradas. Tras pasar una hora, una de las mujeres llamó al decano Clark Maynard y a la bibliotecaria, la señora Gayle Hollingsworth, que tenía una llave maestra. El cadáver de George apareció rodeado de un gran charco de sangre en el rellano de la escalera de emergencia. Tres unidades del Departamento de Policía de New Haven y dos de la policía del campus fueron los primeros en llegar; después sellaron el edificio por completo.

—Necesito saber si falta algún libro, señora Hollingsworth. Registre todos los códices y manuscritos uno por uno —ordenó el decano Maynard.

Mientras el máximo responsable de la Universidad de Yale daba instrucciones al personal de la Beinecke, se escuchó un gran revuelo en el Jardín Japonés. Varios agentes de policía corrían por los pasillos rumbo a la puerta trasera del edificio que se abría al jardín diseñado por el escultor estadounidense de origen japonés Isamu Noguchi.

Cuando el decano Maynard llegó hasta la parte alta del jardín, sólo pudo divisar a agentes de policía, personal de la biblioteca y a varios estudiantes mirando atentamente a la parte baja del jardín. El drama silencioso estaba desarrollándose inexorablemente como si de una escena de teatro clásico se tratara. Al dirigir su mirada hacia abajo, vio el cuerpo desnudo y ensangrentado de Milo Duke.

Las palmas de las manos y los pies habían sido traspasados por gruesos clavos de hierro, que dejaron al ayudante del profesor Avner totalmente inmóvil. Desde arriba la imagen del joven era la de un doloroso Cristo que acababa de ser crucificado. En el suelo, de arena blanca, alguien había trazado un extraño octógono.

El silencio de los allí presentes fue roto tan sólo por los gritos casi histéricos de la señora Hollingsworth.

—¡Decano Maynard, decano Maynard! —gritó nerviosamente la bibliotecaria.

—¿Qué ocurre? —preguntó el decano.

—El códice, el códice… —intentaba explicar la señora Hollingsworth.

—¿Qué códice? —preguntó Maynard bruscamente mientras sujetaba a la señora Hollingsworth por ambos brazos con la intención de tranquilizarla.

—El Manuscrito Voynich no está. Ha desaparecido. El MS 408 no está en su sitio. Lo he buscado por todas partes y no aparece. Alguien debe de habérselo llevado de la biblioteca —dijo la mujer.

—¿Y quién querría llevarse ese libro? Si el robo hubiese sido por dinero, yo me habría llevado la Biblia Gutenberg y no un libro de precio inferior cuyo significado nadie conoce. ¿No le parece? —preguntó el decano Maynard, pero nadie respondió a esta cuestión.

* * *

Nueva York

Justo a esa misma hora, desde el aeropuerto JFK de Nueva York, tres sacerdotes con pasaporte diplomático de la Ciudad Estado del Vaticano, los padres Carlos Reyes, Eugenio Cornelius y Demetrius Ferrell, abandonaban Estados Unidos rumbo a París en un vuelo de Continental Airlines y desde la capital francesa se dirigirían a Roma en un vuelo de Alitalia. En una maleta con sellos diplomáticos de la Santa Sede aparecía envuelto en una funda de terciopelo rojo un extraño libro de 225 mm x 160 mm cuyo destino serían las manos del cardenal August Lienart.

El padre Septimus Alvarado se encontraba desde hacía días en la capital italiana a la espera de ser convocado por el gran maestro del Círculo Octogonus. A él, sólo a él, debía entregarle en persona la veintena de carpetas rojas con documentación sobre el Manuscrito Voynich que había cogido de la habitación del bibliotecario judío asesinado en el hotel de Zúrich.

* * *

Ciudad del Vaticano

—Su Santidad, ¿me habéis ordenado llamar? —preguntó el cardenal Lienart junto a la puerta del despacho papal.

—Entrad, por favor. Entrad y acomodaos aquí junto a mí. Dejadme antes acabar de firmar estos documentos —pidió el Santo Padre a Lienart mientras su secretario pasaba una hoja tras otra y, tras poner la rúbrica pontificia, dejaba caer el lacre líquido y estampaba sobre él el escudo papal—. Muy bien, Giuliano, ahora dejadnos a solas con su eminencia —indicó el Papa a su ayudante.

Mientras el secretario abandonaba la estancia, el Santo Padre se dirigió a Lienart.

—¡Ah, fiel Lienart! Tenemos poco tiempo para poder rezar y pensar en las necesidades de la Iglesia —dijo el Papa sonriendo.

—Es el problema que tiene este cargo, Su Santidad. Sois el máximo poder de la Iglesia católica y tenéis poco tiempo para hablar con Dios —respondió el cardenal.

—Cada día mi secretario me envía a primera hora de la mañana una larga lista de personas que sólo desean presentar sus respetos al Papa: obispos, cardenales, monseñores, hombres de negocios e incluso actores… —afirmó el Sumo Pontífice—. Todos quieren ver al Papa. No tengo tiempo para otra cosa. Siempre pensé que los papas tendrían más tiempo para hablar con Dios, al estar más cerca de él, y ahora descubro que no tenemos tanto tiempo como esperábamos y deseábamos.

—Vos, Su Santidad, seréis un gran Papa. Estoy seguro de que haréis traspasar a la Iglesia el umbral del siglo. Vuestra tarea será la de modernizar la Iglesia y, por ello y para ello, habéis sido elegido.

—Mi fiel Lienart, vos sabéis bien que para un Sumo Pontífice es más sencillo cuidar de este rebaño formado por más de ochocientos millones de almas que de las almas de los miembros de la curia —respondió el Papa mientras lanzaba una amplia sonrisa a Lienart.

—Recordad siempre, Su Santidad, la conversación que mantuvimos la noche antes de vuestra elección bajo los frescos de Miguel Ángel —recordó August Lienart—. Yo siempre estaré a vuestro servicio y al de Dios para cualquier tarea que tenga encomendada para mí. Yo soy vuestro más fiel servidor, Su Santidad.

—Lo sé bien, cardenal Lienart, lo sé bien —dijo en un murmullo el Santo Padre.

El Papa se quedó un rato absorto en sus pensamientos. Sin dejar de mirar el atardecer que iluminaba la plaza de San Pedro a través de su ventana, el Sumo Pontífice continuó hablando.

—Nos encontramos muy solos, amigo Lienart. Tal vez debería haber rechazado el cargo cuando me fue ofrecido por el camarlengo bajo la Capilla Sixtina.

—He visto ya con vos, Su Santidad, a tres hombres portar el Anillo de Pedro. Su Santidad será tal vez el último al que podré ver. Cada uno de ellos llegó alguna vez al punto en el que Su Santidad se halla ahora, el momento de la soledad. Tengo que deciros que no hay remedio para ello. Permaneceréis aquí hasta el día que muráis y cuanto más viváis, más larga será vuestra soledad. Utilizaréis a este o a aquel hombre para el trabajo de la Iglesia, pero cuando el trabajo esté hecho o el hombre elegido demuestre su incapacidad, Su Santidad lo alejará y buscará a otro. Necesitáis afecto, incluso yo necesito afecto. Podréis tenerlo un tiempo, pero lo perderéis de nuevo. Le guste o no, Su Santidad está condenado a un largo peregrinaje desde el día de su elección hasta el mismo día de su muerte. Esto es un calvario, Su Santidad, que apenas habéis empezado a asumir y a caminar por él.

El Papa continuaba ensimismado con la visión de las primeras luces que se acababan de encender en la plaza a unos metros bajo él. Desde la ventana veía cómo sólo unos pocos peregrinos paseaban lentamente por la plaza de San Pedro.

—¿Su Santidad? —dijo Lienart para llamar la atención del Papa.

—¡Oh, perdonadme! Cuando observo a la gente caminar bajo esta ventana, deseo poder volver a ser un cura de pueblo en mi tierra natal, una de esas personas sin nombre, sin identidad, con un futuro aún por escribir. Deseaba ser un rostro más entre los funcionarios eclesiásticos, pero, al parecer, Dios tenía otra labor para mí. Al parecer, Él tenía ya escrito mi futuro.

—Vuestro futuro, Su Santidad, está aún por escribir. No ha hecho más que comenzar a escribirse. Vos ya no sois un simple cardenal, vos ya no sois ni siquiera Su Santidad el Papa. Vos sois Pedro, el pescador, y vuestra labor es ahora la de vigilar los destinos de la Iglesia católica, como digno sucesor y apóstol de Jesucristo, Nuestro Señor —declaró fervorosamente el cardenal August Lienart.

—¿Vos creéis, fiel Lienart? Yo creo que Dios y el Espíritu Santo escribieron ya mi futuro cuando fui elegido en el pasado cónclave. De cualquier forma, ya no hay vuelta atrás, ¿verdad, eminencia? —replicó el Papa.

—Así es, Su Santidad. Ya no hay vuelta atrás.

El Sumo Pontífice se quedó nuevamente ensimismado en sus pensamientos mientras continuaba mirando por la ventana.

—Su Santidad, ¿qué deseáis de mí? —preguntó cautamente Lienart.

—¡Oh, sí! Lo he mandado llamar para informarle de que nos hemos decidido nombrarlo secretario de Estado de la Santa Sede. Mañana por la mañana nos hemos ordenado a la Sala de Prensa que emita un comunicado informando a la prensa y al mundo que tras la misa de mañana se hará oficial su nombramiento.

—¡Oh, Su Santidad! Me siento muy honrado por la confianza que vos depositáis en mí y debo deciros que no os defraudaré en mi nueva labor y responsabilidades al frente de la Secretaría de Estado —dijo en voz baja el cardenal Lienart, aún recuperándose de la sorpresa—. ¿Pero qué pasará con el cardenal Lubiani, Su Santidad?

—El cardenal Lubiani ha demostrado ya con creces su fidelidad a la Iglesia y a cuatro sumos pontífices y creo que es ya hora de que se aparte de algunas responsabilidades hacia Dios y descanse —dijo el Santo Padre.

—Perdonad, Su Santidad, pero estoy seguro de que el cardenal Alberto Lubiani no es hombre de descanso.

—Lo sé, querido Lienart, lo sé —dijo sonriendo el Sumo Pontífice—. Por eso he decidido nombrarlo rector de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Nos hemos dispuesto que haya una transición entre la salida del cardenal Lubiani de la Secretaría de Estado y su entrada en el cargo. También, nos hemos decidido nombrar al cardenal Pietro Orsini, encargado hasta ahora de la Primera Sección, responsable del Gobernatorio del Estado Vaticano. Las relaciones diplomáticas serán dirigidas por el cardenal Gaetano Angelini, en quien tengo una gran confianza.

—Su Santidad, ¿cómo deseáis que se haga el traspaso de poderes, si puedo preguntarlo? —dijo Lienart al Papa.

—Nos hemos decidido que el cardenal Lubiani continúe en su cargo durante una semana más. Posteriormente, nos convocaremos a todos los miembros de la Secretaría de Estado y del colegio cardenalicio en audiencia para dar las gracias al cardenal Lubiani por su labor al frente de la Secretaría y anunciar oficialmente su nombramiento para el cargo. En ese momento, nos leeremos una carta explicando el motivo de su elección para tan alta responsabilidad. Hasta que esto suceda, vos continuaréis ejerciendo vuestra labor como consejero pontificio.

—Muy bien, Su Santidad, así se hará —dijo el nuevo y flamante Secretario de Estado mientras, rodilla en tierra, besaba el Anillo de Pedro.

Cuando el cardenal Lienart se disponía a salir de la estancia papal, el Santo Padre se dirigió de nuevo hacia él.

—Por cierto, eminencia, tras anunciar vuestro nombramiento, nos hemos decidido organizar un concierto de los coros vaticanos en la Galería de los Mapas en honor del cardenal Alberto Lubiani, al que deseo que asistáis. Posteriormente impartiré una misa y, junto a un pequeño grupo de invitados, deseo que compartáis con nos la cena de esa noche —dijo el Sumo Pontífice.

—Será un honor para mí, Su Santidad. Allí estaré —replicó Lienart.

—Buenas noches, querido amigo —se despidió el Papa.

—Buenas noches, Santidad —dijo Lienart mientras cerraba la puerta silenciosamente y se alejaba por los largos y oscuros pasillos vaticanos que él conocía a la perfección.

Unos minutos después, el cardenal August Lienart entraba en su despacho a oscuras. Alguien debía de haber apagado todas las luces.

Molesto por la intromisión, dirigió su mano hacia el interruptor. En ese momento, algo sobresaltó al poderoso miembro de la curia. A través del resplandor de la ventana, el cardenal Lienart observó una sombra que se encontraba sentada en el sofá.

—¿Quién está ahí? —inquirió Lienart intentando enfocar su visión en la oscuridad.

—Soy yo, monseñor Przydatek —respondió la sombra.

—¿Qué hace usted en la oscuridad? —preguntó Lienart.

—No encienda la luz, eminencia, por favor —pidió el secretario polaco.

Al encender la pequeña luz de su mesa de trabajo, Lienart observó el rostro sin vida de su ayudante observándolo en la oscuridad.

—¿Qué le ha ocurrido, Przydatek? Dígamelo ahora mismo. Se lo ordeno —dijo el cardenal August Lienart.

—Todo está perdido. Absolutamente todo —declaró Vaclav Przydatek ante el sorprendido rostro de Lienart.

—Nada está perdido si nuestra fe es lo verdaderamente fuerte como para aguantar la pena impuesta, como la supo aguantar Nuestro Señor Jesucristo en la cruz. Él no lloriqueó como hace usted ahora. Él supo morir por los suyos con honor, con valentía y también con amor por lo que dejaba atrás.

—La policía ha asaltado Villa Mondragone esta tarde y Ulrich ha intentado matar a un comisario de policía. Los agentes se han llevado detenidos a Ulrich y a la señora Müller —balbuceaba Przydatek.

—No se preocupe. La policía no encontrará nada en Villa Mondragone, pero usted no debería haber venido aquí. Ahora la policía italiana sabrá que se ha refugiado en el Vaticano y querrán interrogarlo —dijo Lienart.

—¡Si usted lo ordena, me entregaré para no poner en evidencia a su eminencia, a Su Santidad y a la Santa Sede! —exclamó el obispo polaco.

—No diga tonterías —protestó el cardenal—. Si supieran que yo lo he convencido para que se entregue, me señalarán como cómplice suyo y con mi nueva posición en el Vaticano no me lo puedo permitir.

—¿Qué nueva posición? —preguntó el secretario.

—Querido secretario, los designios de Dios son inescrutables y aquí, en el Vaticano, cada vez estoy más convencido de ello —dijo Lienart—. Hace tan sólo unos minutos Su Santidad me ha comunicado mi nombramiento como nuevo secretario de Estado de la Santa Sede.

—¿Pero cómo? ¿Y el secretario Lubiani? —preguntó monseñor Przydatek.

—Ya es hora de que ese maldito viejo abandone el poder. El Papa está decidido así a borrar de la curia cualquier rastro de su antecesor, y Lubiani era aún un rastro importante —respondió Lienart mientras daba una profunda calada a un cigarro habano que acababa de encender.

—¿Seguirá en el Vaticano? Porque si es así, puede ser una traba importante para nuestra labor.

—¿Nuestra? Fiel Przydatek: será mi labor, no la suya —replicó Lienart a un sorprendido Przydatek—. Créame que me gustaría que usted asumiese el cargo de responsable de la Entidad, pero ese policía al que ha disparado el señor Müller y ese periodista, Jack Brown, están acercándose demasiado a mí y eso puede ser peligroso. En estos momentos hay que pensar en alguien que sepa asumir sus culpas, como Nuestro Señor Jesucristo se sacrificó por todos nosotros.

Una llamada de teléfono interrumpió de repente la conversación. Al otro lado de la línea, Giovanni Biletti, el superintendente jefe de la Gendarmería Vaticana, informaba al cardenal Lienart sobre la llegada de tres vehículos policiales italianos a la puerta de Santa Ana.

—Bien, bien, no hace falta —repetía el cardenal a su interlocutor—. No, señor Biletti, no hace falta que molesten al cardenal secretario de Estado Lubiani. Creo que está despachando con el Santo Padre y no quiere que se le moleste. Yo me ocuparé del asunto.

Tras colgar el auricular, su eminencia miró de soslayo a monseñor Przydatek.

—Quiero que se siente a esa mesa y escriba una carta.

—¿Qué quiere decir, eminencia? —preguntó Przydatek.

—Muy sencillo. Si yo caigo por culpa de ese Martelli y de ese Brown, también caerá el Papa, también caerá el honor de la curia y la Iglesia católica se verá afectada por el escándalo. Recuerde, querido y fiel Przydatek, lo que le pasó al presidente Nixon con aquel caso, creo recordar que se llamó Watergate. La ignominia manchó la Casa Blanca y la presidencia de toda una nación. Eso mismo podría suceder aquí en la Santa Sede y al pontificado si ese policía y ese periodista descubriesen mi relación con los hermanos del Círculo Octogonus. Ahora que me he convertido en el número dos del Estado Vaticano, ¿cree sinceramente que si Martelli y Brown descubriesen mi relación con los asesinatos del Círculo Octogonus no intentarían implicar al Santo Padre en ello para desprestigiar a nuestra Iglesia? Nuestra labor, y en especial la suya, es asumir en caso de necesidad las responsabilidades de nuestros actos.

—Pero, eminencia… —intentó balbucear monseñor Vaclav Przydatek.

Intelligenti pauca, a buen entendedor, pocas palabras. Recuerde la famosa frase genuflectant omnes in plano, todos se arrodillan al mismo nivel del suelo. Con ello quiero decirle, fiel Przydatek, que si yo caigo, cae el Sumo Pontífice, y con él, el Estado Vaticano y la Iglesia católica. Si cae usted, sólo cae usted, como en su día sólo cayó Jesucristo en la cruz. Él podía haber delatado a sus apóstoles para que lo acompañasen al tormento en el Gólgota, pero no lo hizo. Supo sacrificarse en silencio para que su palabra y sus enseñanzas continuasen extendiéndose por el mundo a través de sus apóstoles. Ésa debería ser tal vez su decisión, querido Przydatek. Caer usted solo para que yo, Su Santidad, el Vaticano y la Iglesia católica puedan continuar con su labor de transmisores de la fe y del mensaje de Jesucristo, Nuestro Señor en la Tierra —explicó Lienart a su secretario—. Ahora, antes de retirarse, quiero que escriba esa carta y asuma usted cualquier culpa. Yo desde mi nuevo puesto de secretario de Estado haré todo lo posible para ayudarlo. No permitiré que la Santa Sede lo entregue a los italianos. Créame que no lo dejaré solo.

Monseñor Vaclav Przydatek se sentó a la mesa y con una pluma comenzó a escribir pausadamente y con letra clara.

Yo, Vaclav Ilich Przydatek, nacido en Varsovia, Polonia, y obispo de la Santa Iglesia católica, en pleno uso de mis facultades mentales juro que los sucesos ocurridos alrededor de Villa Mondragone son responsabilidad únicamente mía. Esta carta no debe tomarse como una petición de perdón ni como una confesión debido a que todo lo que hice, incluso la continua violación del quinto mandamiento, fue por defender a la Iglesia católica y a la verdadera fe de sus enemigos, y por salvaguardar el honor de Su Santidad y de su eminencia el cardenal August Lienart. No quiero el perdón, porque sencillamente no creo haber pecado. Dios, en su infinita sabiduría y benevolencia, será quien me juzgue llegado ese momento. Antes de que eso ocurra, no creo que deban ser los seres humanos imperfectos los que deban hacerlo. Por eso he decidido escribir esta carta. Que Dios, Nuestro Señor, me proteja. Firmado: Vaclav Przydatek.

Tras poner su rúbrica en el texto, el cardenal Lienart cogió el manuscrito, lo leyó, lo dobló y lo guardó en un sobre.

Posteriormente derramó lacre caliente e impuso el sello del dragón sobre él.

—Ahora, si no le importa, debo continuar con mi trabajo antes de asumir las responsabilidades para las que he sido elegido por Su Santidad.

—Buenas noches, eminencia —dijo Przydatek.

—Buenas noches, secretario, y no olvide mis palabras. Lo que hace falta es someter a las circunstancias y no someternos nosotros a ellas. Tal vez debería visitar la basílica y rezar a Dios ante la Tumba de Pedro. Quizá él lo ayude a tomar la decisión correcta —dijo Lienart a su secretario, que ya había abandonado el despacho.

Mientras salía por el pasillo, Przydatek escuchó cómo el cardenal Lienart levantaba el teléfono y hablaba con el superintendente Biletti.

—Superintendente, soy el cardenal Lienart.

—Sí, eminencia. ¿Qué debo hacer? —preguntó el jefe de la Gendarmería Vaticana.

—Despida a los italianos y dígales que por favor no obstruyan la puerta de Santa Ana. Si piden hablar con el secretario de Estado Lubiani, dígales que soliciten una audiencia mañana por la mañana, pero que hasta que esa audiencia suceda, la Santa Sede no permitirá que una policía extranjera interrogue a uno de sus ciudadanos más importantes como es monseñor Przydatek. ¿Ha quedado claro? —dijo Lienart.

—Sí, muy claro, eminencia. Así se lo haré saber a los italianos —respondió Biletti.

—Bien, muy bien. Creo que usted y yo mantendremos muy buenas relaciones a partir de ahora. Después de despedir a los italianos ocúpese de buscar a monseñor Przydatek y póngalo bajo custodia de la Gendarmería Vaticana hasta nueva orden.

Buenas noches, superintendente.

—Buenas noches, eminencia.

Pocos minutos después, desde la ventana de su despacho, el cardenal August Lienart pudo divisar cómo tres vehículos negros policiales con las sirenas azules sobre sus techos daban marcha atrás, atravesaban el control de la Guardia Suiza y regresaban a territorio de la República Italiana.

Monseñor Vaclav Przydatek se arrodilló ante la Tumba de Pedro, bajo la basílica. El sonido del Ave verum corpus de Mozart, cantada por los coros del Vaticano, llegaba hasta sus oídos. Allí Pedro había sido crucificado por orden de Nerón cabeza abajo. En el Liber pontificalis se decía que Pedro sepultus est via Aurelia, in Templum Apollonis, juxta territorium Triumphalem, que fue enterrado en la Vía Aurelia, en el Templo de Apolo, cerca del lugar donde fue crucificado. En aquel mismo lugar el emperador Constantino había edificado la primera basílica.

Postrado ante la tumba del primer Sumo Pontífice, el que había sido hasta ese momento el hombre de máxima confianza del cardenal August Lienart decidió tomar una decisión trascendental para la Iglesia católica y para la seguridad del pontificado. Tras santiguarse, el obispo polaco se dirigió hacia la puerta lateral de la basílica, que daba acceso a los Museos Vaticanos.

Un agente de la gendarmería que se encontraba en el interior del santo recinto dio la alerta a su jefe a través de la radio que portaba bajo su chaqueta.

—Bien, señor, así lo haré —dijo el agente—. Se dirige hacia los museos.

A continuación, el policía decidió seguir los pasos de monseñor Przydatek. Un poco más adelante, el religioso polaco alcanzó el Atrio de las Cuatro Cancelas y se dispuso a ascender por la escalera de caracol diseñada por el gran arquitecto Donato Bramante. Un piso más abajo al primer agente se le había unido ya el propio Giovanni Biletti y dos agentes más de la gendarmería. Biletti miraba hacia lo alto intentando divisar a monseñor Przydatek.

—¡Monseñor! —gritó el superintendente—. Monseñor, necesito hablar con usted. Deténgase por favor.

Przydatek continuaba ascendiendo hacia lo alto de la escalera mientras repetía una y otra vez la frase potius mori quam foedar, antes morir que mancillar el honor.

Los cuatro agentes pontificios se iban acercando cada vez más al secretario del cardenal Lienart mientras Biletti seguía intentando llamar la atención del alto miembro de la curia sin resultado.

Por fin, Przydatek alcanzó el Patio de las Armaduras, desde donde se divisaba a través de su techo acristalado una maravillosa vista de la Ciudad Eterna. Sin detenerse a observar la vista que se abría ante él y mientras seguía repitiendo entre dientes la frase potius mori quam foedar, monseñor Przydatek observó los dieciséis metros de altura que había hasta la base de la escalera. Sin pensarlo, el religioso subió la pierna izquierda y se encaramó a la barandilla de piedra lustrada.

En ese momento, el jefe de la policía vaticana estaba ya a escasos centímetros del obispo.

—No lo haga, monseñor. No lo haga, por favor —suplicó Biletti.

Casi sin mirarlo, monseñor Vaclav Przydatek se dejó caer al vacío, desapareciendo del campo de visión de Biletti, que se había lanzado hacia delante para tratar de alcanzar al obispo por el brazo. Cuando los agentes se asomaron por la barandilla, todavía el cuerpo de Przydatek parecía estar flotando en el espacio. Segundos después, el cuerpo impactó contra el suelo como una gran bolsa de agua. El cadáver quedó rodeado de una gran mancha roja que se hacía cada vez más amplia alrededor de su cuerpo inerte.

El timbre seco del teléfono sonó repetidamente en el despacho de su eminencia el cardenal August Lienart, pero a pesar de encontrarse a escasa distancia de él, no contestó. Sabía lo que había ocurrido. Conocía a monseñor Vaclav Przydatek desde hacía años y sabía cuál había sido su decisión, la mejor de todas para salvaguardar a la Iglesia y a su máximo representante en la Tierra.

Cuando el teléfono dejó de sonar, su eminencia decidió llamar a su nuevo secretario.

—Padre Mahoney, indique a los padres Ferrell, Cornelius, Reyes y Alvarado que los recibiré en unos minutos —ordenó el cardenal.

—Bien, eminencia —dijo Mahoney mientras se acomodaba en el confortable sillón del que hasta hacía unos minutos había sido el hombre de máxima confianza del nuevo secretario de Estado y que ahora reposaba con la cabeza destrozada sobre el elegante mármol del Atrio de las Cuatro Cancelas.

Unos minutos más tarde, el cardenal secretario de Estado Lienart fue nuevamente interrumpido por su secretario.

—Su eminencia, los padres Ferrell, Cornelius, Reyes y Alvarado están aquí —dijo Mahoney con voz grave.

—Muy bien. Hágalos pasar —ordenó Lienart.

Al entrar en el despacho, los cuatro sacerdotes se dispusieron en ordenada fila y fueron besando el escudo del dragón que aparecía en el anillo de Lienart. El cardenal los invitó a sentarse en el sofá.

—Por aquí, hermanos —dijo—. ¿Qué traen para mí?

El padre Septimus Alvarado fue el primero en hablar.

—Su eminencia, traigo aquí varios documentos que creo que deberían ser destruidos —dijo Alvarado mientras de un gastado maletín extraía varias carpetas de color rojo con anotaciones de puño y letra hechas por el profesor Aaron Avner.

—Así se hará, fiel Alvarado. Así se hará —confirmó el cardenal Lienart.

El siguiente en hablar fue el padre Eugenio Cornelius. De una gran funda de terciopelo rojo, el hermano del Círculo Octogonus extrajo un curioso libro. Al depositarlo sobre la mesa los cinco hombres allí reunidos se quedaron mirándolo durante largo rato. Por fin, y para romper el silencio, el cardenal Lienart ordenó a los cuatro religiosos que se pusieran de pie.

—Déjenme felicitarlos por el buen término de la misión encomendada por el Santo Padre y por Dios para proteger a la Iglesia de sus enemigos —dijo Lienart—. Ahora, cojámonos de las manos y oremos durante unos minutos por la pérdida de nuestros hermanos del Círculo, monseñor Vaclav Przydatek, padre Italo Jacobini, padre André Lamar y padre Wilhelm Ter Braak. Supieron dar su vida en defensa de la fe y Dios en su misericordia se lo premiará.

Tras pronunciar la palabra amén, los cinco religiosos se santiguaron. A continuación, el secretario de Estado volvió a romper la rigidez del acto.

—Queridos hermanos, ahora les daré mis nuevas instrucciones. Usted, padre Reyes, regresará a su querida iglesia de Laja, en Bolivia. Usted, padre Alvarado, volverá para un merecido descanso a su parroquia en España. Usted, padre Cornelius, regresará al monasterio de Ettal, en Alemania. Usted, padre Ferrell, retornará a su iglesia de María Auxiliadora, en Passau.

Es hora de que el Círculo se cierre hasta que Dios decida volver a llamarnos —ordenó su eminencia, tras lo cual pronunció las palabras sagradas del Círculo Octogonus—: Fractum nec fractuem, favor por favor.

Silta nec silto, silencio por silencio —respondieron a coro los cuatro religiosos.

Después, volvieron a besar el anillo del secretario de Estado y desaparecieron nuevamente de la faz de la Tierra hasta que nuevas situaciones o, mejor dicho, nuevos designios, volviesen para sacarlos de su letargo.

Una semana después El cardenal August Lienart era ya el nuevo secretario de Estado de la Santa Sede por obra y gracia de Su Santidad. Sentado en su recién estrenado despacho y mientras observaba la amplia vista sobre la plaza de San Pedro, Lienart recordó las palabras que había escuchado unos meses atrás y en ese mismo lugar al cardenal Newton Metz.

Aquel viejo sabía que, tarde o temprano, yo ocuparía este puesto, pensó el flamante secretario de Estado. Más sabe el diablo por viejo que por diablo, y Metz acertó en su predicción. Ahora él, un príncipe de la Iglesia, el segundo hombre más poderoso de la Santa Sede, tan sólo tras el Papa, se sentaba en el puesto para el que había nacido. Sabía mejor que nadie todo lo que había dejado en su camino desde su sacerdocio en su Francia natal hasta llegar a lo más alto de la nomenclatura vaticana y ahora no iba a permitir que ese poder para el que había sido preparado desde su nacimiento se le escapase entre los dedos como si de simple arena se tratase. Sus pensamientos quedaron rotos ante la repentina entrada de su secretario.

—Su eminencia, perdone que lo moleste en estos momentos —dijo Mahoney con voz agitada.

—Ahora que ya me ha molestado, dígame de qué se trata —respondió Lienart mientras se alisaba el fajín púrpura.

—Eminencia, han llamado desde el control de la Guardia Suiza en la puerta de Santa Ana —explicó Mahoney todavía alterado—. Dicen que ha llegado un hombre que asegura que lo conoce a usted bien y que desea hablar con su eminencia.

—Mucha gente quiere hablar con el secretario de Estado de Su Santidad y no por ello me molestan todos los días —repuso Lienart.

—Eminencia, el nombre de ese hombre es Jack Brown.

Al escuchar el nombre, el cardenal August Lienart esbozó una sonrisa gélida al recordar sus palabras al difunto Przydatek.

—¿Por qué sonríe, eminencia? —preguntó Mahoney.

—Por nada, querido secretario. He recordado unas palabras que tuve con su antecesor, monseñor Przydatek. Le aseguré que un día ese tal Brown traspasaría las puertas del Vaticano exigiendo hablar conmigo, como así ha ocurrido. Está claro que los designios de Dios son inescrutables.

—¿Quiere su eminencia que haga que lo expulsen del Vaticano? —propuso Mahoney.

—No, no haga eso. Ordene al oficial de la Guardia Suiza que lo acompañe hasta mi presencia y después que nadie nos moleste —pidió el secretario de Estado.

—Bien, eminencia, así se hará. Recuerde que debe asistir al discurso de Su Santidad en honor del secretario de Estado saliente, el cardenal Lubiani, y al concierto en su honor del coro vaticano.

—No se preocupe, padre. Me dará tiempo —dijo Lienart. Antes de que Mahoney abandonase la estancia, el cardenal entregó a su secretario un abultado sobre que contenía varias carpetas de color rojo. En su interior se amontonaban anotaciones, dibujos, fotografías y textos sobre el Manuscrito Voynich.

—Esta misma noche, cuando me encuentre en la ceremonia con Su Santidad, lleve usted este sobre a la zona de calderas del Palacio Apostólico y destruya todo este material en el fuego purificador —ordenó el secretario de Estado—. No deje nada sin quemar. Todo debe ser destruido.

—Así lo haré, eminencia —dijo Mahoney antes de cerrar la puerta con el sobre bajo el brazo.

Mientras esperaba la llegada del periodista del Boston Globe, Lienart eligió un cigarro habano del humidificador y lo encendió pacientemente, dando profundas caladas. El sonido de la puerta y la voz de su secretario le interrumpieron la cata.

—¿Su eminencia? El señor Brown.

—Pase, pase, por favor, póngase cómodo —invitó Lienart al periodista del Globe.

—Muchas gracias, pero prefiero permanecer de pie —dijo Jack en tono seco.

—Bien, querido amigo, como usted prefiera —replicó Lienart—. Ahora espero que me diga en qué puedo servirle.

—Usted sabe perfectamente por qué he venido. Sólo quería presentarme ante usted y decirle que ha ganado, cardenal Lienart —afirmó el periodista.

—¡Oh, muchas gracias! Pero no era necesario. Sinceramente, creo que no hay nada tan estúpido como vencer. La verdadera gloria estriba en convencer, señor Brown —dijo Lienart—. No lo olvide nunca.

—Usted nunca me convencerá de lo que ha hecho. Intentará persuadirme de que sus continuas violaciones del quinto mandamiento han sido en defensa de la fe y de la Iglesia católica, de esa falsa fe que muestran ustedes, los representantes de la curia vaticana, pero yo sé que todo lo ha hecho por su propia ambición, por sus propias ansias de poder, sin pensar en aquellas vidas que usted ordenó destruir —dijo Brown.

—Sinceramente, es usted un romántico, señor Brown —interrumpió el cardenal—. El poder de esta Iglesia, el poder de esta organización con casi dos mil años de historia no ha podido sustentarse en el amor, la caridad y esas cosas que predican los curas de pueblo. Los pilares que han sostenido esta Iglesia en la que usted ahora se encuentra han sido personas como yo, personas que estarían dispuestas a dar su vida en defensa de esta organización. La tierra que usted pisa está manchada de sangre. Sí, está manchada de sangre de los miles de fieles y creyentes que dieron su vida en defensa de la fe, en silencio, sin anunciarlo al mundo. Yo soy uno de esos fieles.

—Sólo que no le ha tocado a usted morir. Le ha tocado morir a mucha gente que creía en su Dios y sólo por salvaguardar el secreto de un asesinato en masa ocurrido hace setecientos años —replicó Jack Brown.

—Déjeme decirle algo. Cuando se sugieren muchos remedios para un solo mal, quiere decir que ese mal no se puede curar.

Yo soy de ese tipo de personas que prefieren amputar antes que intentar salvar el miembro, buscando remedios que sólo sirven como parches. Hay que extirpar la gangrena de un solo y certero golpe y eso es lo que yo he hecho —declaró Lienart mientras sujetaba el cigarro entre los labios—. Usted podrá pensar lo que quiera, señor Brown, pero la soledad del poder es el único recurso que permite alcanzar cierta soberanía personal y yo he alcanzado esa soberanía. Saber y conocer en solitario la forma de actuar, aunque ello supusiese a veces ponerse en contra de la doctrina de Jesucristo, Nuestro Señor.

—Puede hasta parecer gracioso que un cardenal que ha llegado tan alto me intente convencer con ese discurso —dijo Brown.

—No se sorprenda, querido señor Brown. Los cardenales somos como las estanterías. Cuanto más altos, más inútiles.

—Sólo quiero hacerle una pregunta. Creo que, si he llegado hasta aquí, hasta usted… —dijo Brown echando un vistazo a su alrededor—, creo que merezco una respuesta.

—Bien, adelante. Pregunte —invitó Lienart.

—¿Por qué eran necesarias tantas muertes en torno al Manuscrito Voynich? ¿Por un asesinato sucedido hace setecientos años?

—Es mucho más que eso. Ese libro debió permanecer dormido, pero ese amigo suyo, el profesor Avner, decidió despertarlo e investigar lo que escondían sus páginas. Cuando sucedió la primera muerte, debió haberlo dejado reposar en esa biblioteca de Yale, pero no, él tenía que investigar lo que ese libro explicaba. En él se habla de un ancestro de mi familia que caminó por peligrosos senderos contrarios a la fe y que en su intento de volver al redil sacrificó las vidas de medio centenar de hombres, mujeres y niños en su propio provecho. Lo que yo no podía permitir era que ese secreto saliese a la luz pública —respondió Lienart.

—No me ha respondido. ¿Por qué era tan importante esconderlo? Fue un crimen que sucedió hace setecientos años —replicó el periodista.

—Usted, señor Brown, no conoce los hilos del poder que desde hace casi dos mil años han sustentado esta Iglesia. Yo soy ahora uno de los grandes… ¿Cómo se dice? ¡Ah, sí! La palabra es burattinaio, titiritero. Si alguien dentro del Vaticano supiese mi secreto, si algún miembro de la curia conociese el contenido de ese libro, ¿cree que podría seguir manteniendo el cargo que ocupo ahora? Yo no lo creo, por eso el Manuscrito Voynich debía continuar dormido y los hombres y mujeres que conocieron parte de su secreto debían desaparecer de la faz de la Tierra. Recuerde que si un secreto es difícil de descubrir, mucho más difícil es saber guardarlo —sentenció Lienart mientras daba otra profunda calada a su habano.

—Algún día, estoy seguro, usted pagará por todo lo que ha hecho —dijo Brown con el dedo levantado hacia Lienart.

—Estoy seguro de ello, amigo Brown, estoy seguro de ello, pero, por ahora, ese momento todavía no ha llegado.

—Yo no soy su amigo, Lienart. Desde ahora mi principal labor será desenmascararlo y si envía usted a alguno de esos asesinos del octógono, lo estaré esperando. Créame, Lienart. Desde ahora considéreme su enemigo, un peligroso enemigo —dijo Jack Brown con la impotencia reflejada en su voz.

—Los hombres sabios, señor Brown, aprenden mucho de sus enemigos y desde ahora, a usted, señor Brown, lo consideraré como uno más de ellos. Descuide —sentenció el cardenal Lienart mientras miraba su reloj—. Ahora, si me disculpa, debo asistir a una ceremonia con Su Santidad. Ya sabe que como secretario de Estado de la Santa Sede mis obligaciones y mis poderes son a veces una carga demasiado pesada que llevo con resignación.

—Antes de irme, sólo quiero decirle una cosa más, Lienart. Si me ocurre algo, dé por hecho que el FBI y la policía italiana recibirán varios cuadernos de notas en donde están reflejados todos los hechos que han sucedido en torno al Manuscrito Voynich. Datos, fechas, nombres… todo, absolutamente todo acabará en manos del FBI y de los italianos. Le aseguro que si me ocurre algo a mí, al comisario Martelli, al padre Marcelo Giannini o a Matteus Planch, esos cuadernos acabarán en las manos indicadas. No lo olvide nunca, cardenal —sentenció Brown mientras se dirigía a la puerta del despacho del secretario de Estado de la Santa Sede—. Preocúpese desde este mismo momento de que a ninguno de nosotros cuatro nos afecte ni siquiera una sencilla gripe o fiebre. Si eso pasa, volveré a verlo y la información recogida en mis cuadernos y a salvo de su largo brazo harán que usted no pueda jamás abandonar estos muros, ya que si los atraviesa, estará esperándole la justicia.

No la de Dios, sino la de los hombres. Creo que si eso sucede, tal vez el tipo ese al que llaman Papa no esté tan de acuerdo en mantenerlo a usted como su secretario de Estado, ¿no cree?

—Sólo hay dos cosas infinitas en la vida, señor Brown: Dios y la estupidez humana y, sinceramente, señor Brown, no estoy ya tan seguro de la primera, aunque sí de la segunda. Jamás les pasará nada a ustedes cuatro, siempre y cuando esos cuadernos de los que habla permanezcan dormidos para siempre.

—Adiós, cardenal —se despidió Brown cerrando la puerta tras de sí.

—Adiós, señor Brown —respondió el cardenal Lienart mientras Mahoney entraba en su despacho.

—¿Qué vamos a hacer con él? —preguntó el secretario al alto miembro de la curia.

—Nada, absolutamente nada. Acta estfabula, la historia se ha terminado —dijo el cardenal August Lienart al padre Emery Mahoney.

Jack Brown atravesó sin peligro la puerta de Santa Ana mientras observaba cómo el soldado de la Guardia Suiza se ponía en posición de firme ante el paso de un cardenal de la Iglesia. Caminando despacio por la plaza de San Pedro y tras cruzar la línea fronteriza imaginaria con el Estado italiano, Brown se giró para mirar por última vez la majestuosidad de la basílica, que en su interior escondía secretos que permanecerían enterrados hasta el final de los tiempos.

La voz del comisario Martelli, con un brazo en cabestrillo, llamó su atención.

—¡Eh, Jack! Te invito a comer unos espaguetis con ajo, aceite y anchoas, regados con una buena botella de Chianti, en el restaurante de mi primo.

—Prefiero acompañarlos con un buen vaso de bourbon a la salud de un amigo mío llamado Aaron Avner —respondió Brown mientras paseaba junto al policía por la Via della Conciliazione hacia el puente de Sant’Angelo.

Horas después, Su Santidad el papa se encontraba en la sala de audiencias ante los miembros del colegio cardenalicio.

—Vosotros debéis, como príncipes de la Iglesia, seguir el ejemplo de Jesucristo, que se hizo siervo de todos, en claro contraste con el ejemplo del mundo: morir para haceros siervos humildes y desinteresados de los hermanos, huyendo de toda tentación de hacer carrera y de beneficiaros personalmente —declaró el Sumo Pontífice—. Sólo si os hacéis siervos de todos, llevaréis a cabo vuestra misión y ayudaréis al sucesor de Pedro a ser, a su vez, el siervo de los siervos de Dios. El desarrollo de mi ministerio como sucesor del pescador de Galilea necesita de vuestra fiel colaboración y no os pedimos que nos acompañéis en la oración mientras invocamos el Espíritu Santo para que nunca se debilite la comunión entre todos los que el Señor ha elegido vicarios de su Hijo y constituido en pastores. —En ese momento el Papa se levantó del trono y, dirigiéndose al cardenal August Lienart, lo invitó a levantarse y situarse junto a él—. El rojo púrpura de vuestro traje cardenalicio evoca el color de la sangre y el heroísmo de los mártires. Es el símbolo de un amor por Jesucristo y por su Iglesia que no conoce límites: amor hasta el sacrificio de la vida, visque ad sanguinis effusionem. Por eso, y como nuevo secretario de Estado de la Santa Sede, cardenal August Lienart, el don que recibís es grande, y lo mismo se puede decir de la responsabilidad que conlleva —dijo el Santo Padre—. Debéis predicar con la palabra y el ejemplo. Si esto vale para todos los pastores, vale todavía más para vos, querido cardenal.

Seguidamente los miembros del colegio cardenalicio comenzaron a desfilar uno por uno para besar el Anillo del Pescador y presentar sus respetos al nuevo secretario de Estado de la Santa Sede, su excelencia eminentísima el cardenal August Lienart.

Sentado en aquella gran sala de conciertos, tras su investidura, junto a Su Santidad y mientras las dulces voces de los niños del coro vaticano entonaban el Jesu mein Hort und Erretter, de Johann Sebastian Bach, el cardenal August Lienart, encerrado en sus pensamientos, se veía a sí mismo como il burattinaio, el titiritero, el gran maestro del Círculo Octogonus, que seguiría manejando los hilos en la sombra, de forma implacable, en defensa de la fe y del Sumo Pontífice y, ¿por qué no?, en defensa de sus propios intereses. Al fin y al cabo, Dios lo había dispuesto así, y él, un simple mortal, un humilde príncipe de la Iglesia católica, no era nadie para llevarle la contraria.

Estaba seguro de que Dios, en su inconmensurable sabiduría y misericordia, jamás le recriminaría haber violado tantas veces el quinto mandamiento, al fin y al cabo, lo había hecho en defensa de la Iglesia. Algo más reconfortado, Lienart se olvidó de la dura jornada vivida y, con una fría sonrisa entre los labios, comenzó a dirigir con el dedo una imaginaria orquesta.

A esa misma hora, en la solitaria zona de calderas del Palacio Apostólico, el padre Emery Mahoney abría uno de los grandes depósitos de hierro. Una ola de calor azotó su rostro. Acercándose lo máximo posible a la boca de la caldera, el secretario de Lienart arrojó, una tras otra, varias carpetas de color rojo de cuyo interior caían fotografías, transparencias y escritos sobre un extraño libro que nadie había conseguido descifrar y que iban siendo pasto de las llamas.

En otra estancia secreta del Vaticano, un scriptor transportaba en su carrito una caja metálica en cuyo interior, metido en una funda de terciopelo rojo, se encontraba un libro que desde hacía siglos nadie había conseguido descifrar y así seguiría siendo. Poco a poco, el scriptor descendió en un estrecho ascensor los veinticinco metros de profundidad de la cámara blindada de seguridad del Archivum Secretum Apostolicum Vaticanum. En un oscuro rincón, y junto a miles de cajas similares, quedó depositada la caja metálica en cuyo lomo una sencilla etiqueta indicaba ASAV-253. Seguidamente, el scriptor apagó las luces de la sala y regresó a la superficie.

Fractum nec fractuem, silta nec silto, favor por favor, silencio por silencio.

* * *

Ciudad del Vaticano

Aquella mañana, muchos miembros de la curia prefirieron mantenerse alejados del cardenal August Lienart. Era el día en que debía presentarse ante el Comité Disciplinar de la Curia Romana para ser juzgado por malversación de fondos y haber ordenado operaciones encubiertas sin autorización pontificia a los miembros de sus servicios de inteligencia.

¿Por qué se dijo que el Papa sufría del corazón cuando su médico rechazó tal punto?

¿Por qué el Papa no presionó el botón de alerta? Y si lo hizo, ¿por qué no sonó? Los investigadores comprobaron al día siguiente del fallecimiento del Sumo Pontífice que el botón de alerta funcionaba perfectamente.

¿Por qué no se avisó al doctor Niccold Caporello si su secretario Lorenzi dijo que el Papa había mostrado síntomas de dolor varias veces durante ese día cuando se apretaba el pecho?

¿Por qué se dijo que el Papa sólo tomaba vitaminas cuando realmente, y por prescripción del doctor Caporello, se le habían recetado inyecciones para estimular la glándula que segrega adrenalina?

¿Por qué no se dijo que se había recetado al Papa inyecciones para solucionar su problema de baja presión sanguínea?

* * *

Zúrich. Suiza

El viaje desde Estados Unidos había sido para Aaron una auténtica pesadilla.

Aquel avión de Swissair era demasiado estrecho y el bibliotecario apenas había podido dormir. Aprovechó el tiempo para ordenar los últimos datos de su conferencia. Jack Brown sin embargo se había pasado todo el viaje durmiendo gracias en parte a las buenas dosis de bourbon que había bebido. Mientras el avión sobrevolaba las nevadas montañas de los Alpes, el periodista estaba envuelto en una.