New Haven. Connecticut
El bibliotecario entró en su despacho para ordenar parte de la información que pensaba llevarse al Congreso Mundial de Biblioteconomía en Zúrich. La flor y nata de los amantes de los libros raros se darían cita para exponer sus nuevos descubrimientos. Coleccionistas, representantes de grandes museos y bibliotecas, científicos e investigadores acudirían a la ciudad suiza para exponer sus hallazgos.
Aaron se mostraba nervioso desde hacía varias semanas. Si por lo menos Martha estuviese a mi lado, seguro que me tranquilizaría dándome consejos, pensaba Aaron. Desde hacía décadas acudía al congreso como un desconocido más; una estirada señorita le prendía una etiqueta con su nombre en la solapa que nadie leía y se convertía en un turista más, en otro rostro sin nada que decir, pero sabía que tras presentar sus descubrimientos sobre el Manuscrito Voynich se convertiría en el gran protagonista del encuentro. Uno de los días del congreso estaría reservado para mostrar a aquellos expertos que hasta entonces lo habían ignorado uno de los más grandes secretos hasta ahora sumergidos en lo más profundo de las páginas del viejo códice.
Ese día Aaron llegó temprano a la Biblioteca Beinecke. No deseaba dejar ningún cabo suelto antes de su viaje. Como cada mañana, entró en el edificio, saludó al vigilante y se encaminó a paso ligero hacia el seguro refugio de su despacho. Allí todo le era familiar, incluso el caos y el desorden reinantes. Mientras se quitaba la gabardina, el teléfono, situado sobre una pila de publicaciones que formaban una torre que estaba a punto de caerse, volvió a sonar.
—¿Dígame? —preguntó Aaron.
—¿El profesor Avner? ¿Aaron Avner? —inquirió una voz al otro lado de la línea que mezclaba palabras en italiano y en inglés.
—Sí, soy yo. ¿Quién lo pregunta?
—Señor Avner, soy el comisario Martelli, de la División Criminal. Lo llamo desde Florencia, Italia —contestó la voz tratando de hacerse entender—. Han intentado matar a un amigo suyo.
—¿A quién han matado? —preguntó el bibliotecario alarmado.
—Han intentado estrangular al señor Matteus Planch, que creo que es amigo suyo —dijo el detective.
Aaron Avner sintió un escalofrío a lo largo de la espalda. Tras pedir disculpas a su interlocutor, se dirigió hacia la puerta de su despacho, que se había quedado entreabierta. Cuando se disponía a cerrarla, observó que su ayudante, Milo Duke, estaba recogiendo unos papeles que se le habían caído cerca de la puerta de su despacho. La cerró y sin el ruido de fondo se sentó en el sillón y retomó la conversación.
—Perdóneme. Ya estoy aquí. Disculpe, pero no entiendo el motivo de su llamada —dijo Aaron.
—Antes de nada, perdone mi mal inglés —se disculpó el policía.
—No se preocupe. Puede hablar italiano. Lo entiendo bastante bien —dijo el bibliotecario para tranquilidad de su interlocutor.
—Me alegro mucho de ello porque tengo que contarle muchas cosas y necesito respuestas. Déjeme explicárselo. Hace unos días, un extraño personaje fue a la biblioteca de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma e intentó estrangular al padre Marcelo Giannini. Poco después, otro misterioso personaje estranguló en un baño de la Universidad de Roma al profesor Roberto Lendini, experto en lingüística. Hace unos días, un tercer personaje quiso estrangular al señor Matteus Planch en su casa, aquí en Florencia.
—¡Dios mío! ¿Están bien? —preguntó consternado el bibliotecario.
—Desgraciadamente, como le he comentado, el profesor Lendini ha muerto. El padre Giannini pudo reducir a su atacante y nos avisó. Está ingresado en un hospital a causa de las heridas sufridas. Al señor Planch lo estaba vigilando la División Criminal y cuando el asesino intentó estrangularlo, conseguimos evitarlo.
—¿Ha dicho algo el hombre al que detuvieron en la residencia de Planch? —preguntó Aaron con interés.
—Nada —respondió el policía—. Enmudeció de repente.
—¿A qué se refiere?
—Pues sencillamente que se suicidó antes de que pudiéramos interrogarlo. Se arrojó por la terraza y acabó ensartado como un pollo en un tridente de Neptuno —dijo el comisario.
—¿Han conseguido identificarlo?
—No. No tenía huellas dactilares. Se había quemado los dedos y el dibujo dactilar había desaparecido por completo —respondió el comisario Martelli.
—No entiendo a qué se debe esta llamada. ¿Cree usted que yo puedo ayudarlo en algo? —preguntó Aaron.
—Intentando descubrir qué les unía a los tres, el señor Planch recordó que un amigo suyo, curiosamente, había visitado al padre Giannini, al profesor Lendini y a él mismo antes de sufrir los ataques.
—Posiblemente se refiera a Jack Brown. Es un periodista amigo mío que me está ayudando en una investigación —reveló Aaron.
—Déjeme preguntarle, ¿una investigación de qué tipo?
—Sería muy largo de explicar por teléfono. Estoy seguro de que el señor Brown no tendrá el más mínimo inconveniente en contárselo e incluso en ir a Italia a hacerlo en persona —propuso Aaron Avner.
—¿Cómo podría contactar con él?
—La verdad es que nunca sé muy bien dónde se encuentra hasta que él no se pone en contacto conmigo —precisó el bibliotecario—. De todas maneras, déjeme su número de teléfono y le diré que lo llame inmediatamente.
—Gracias, pero prefiero volver a intentarlo yo. Es más seguro.
—Antes de colgar, me gustaría preguntarle algo, comisario —dijo Aaron—. ¿Podría decirme si los asesinos llevaban consigo un octógono de tela?
—¿Podría ser más preciso? —preguntó cautamente el comisario Martelli.
—Me gustaría saber si el hombre que intentó matar al padre Giannini, el hombre que mató al profesor Lendini y el que trató de matar a Matteus portaban consigo un octógono de tela o de papel.
Tras unos segundos de silencio, el policía respondió.
—Sí. El atacante del padre Giannini llevaba un octógono de tela en el bolsillo. El cadáver del profesor Lendini tenía un octógono de tela en el bolsillo de la camisa. Y el atacante del señor Planch también llevaba en su bolsillo un octógono de tela —explicó el policía—. ¿Qué significa ese octógono?
—Prefiero que sea el señor Brown quien se lo explique y, tal vez, podamos ayudarnos mutuamente en esta investigación —respondió tajante el bibliotecario.
—Pero… —llegó a decir el comisario Martelli antes de comprobar que Aaron Avner había colgado el teléfono.
Horas después, el teléfono interno volvió a interrumpir a Aaron Avner.
—Profesor Avner —dijo George desde recepción—. Está aquí el señor Brown.
—Bien, déjelo pasar.
El periodista del Boston Globe había centrado su investigación en los números de teléfono que le había facilitado la NSA. En aquellos números estaba la clave de las muertes relacionadas con el Manuscrito Voynich. Al entrar en el despacho, Brown observó que el bibliotecario estaba sentado en el suelo clasificando diapositivas, transparencias y bibliografía relacionada con el descifrado del códice. Pequeños montones se alineaban sobre la moqueta mientras el profesor Avner escribía en carpetas de diferentes colores los temas de los que trataría en su conferencia sobre el extraño libro.
—¿Cuándo nos vamos a Zúrich? —preguntó entusiasmado Brown.
—Tú no vas a Zúrich —replicó tajante Aaron.
—¿Cómo que no voy a Zúrich?
—No. Necesito que vayas a Roma para hablar con un comisario de policía llamado Martelli.
—¿Quién es ese tipo? —preguntó Brown.
—Hace unas horas me llamó por teléfono desde Florencia. Me contó que alguien intentó matar al padre Marcelo Giannini en Roma y a Matteus Planch en Florencia y que alguien consiguió matar al profesor Lendini en un baño de la universidad.
—¡Pero yo estuve con los tres! —balbuceó el periodista.
—Así es. Y parece ser que, para la policía italiana, tú eres la conexión entre ellos.
—No creerán que yo tuve algo que ver con esos crímenes, ¿verdad?
—No. Pero Matteus le contó al comisario que tú los habías visitado justo pocos días antes de que los atacaran. El problema es que Matteus le ha dicho al comisario lo interesado que estás en el Manuscrito Voynich y él desea saber por qué tenemos tanto interés en ello. El tal Martelli piensa que tú tienes la clave del intento de asesinato de Giannini y Planch y del asesinato de Lendini, y puede que tenga razón. Está claro que alguien cercano a nosotros conocía todos tus movimientos en Italia —reveló Aaron.
—Estoy seguro de que ese alguien es su ayudante —dijo Brown.
—¿Milo? Eso es imposible.
—¿Por qué es imposible? Tiene acceso a todos los datos sobre el códice, conoce todo lo que hemos hablado usted y yo del libro, incluso ha asistido alguna vez a nuestras reuniones, ha visto la lista con los nombres de todos los criptoanalistas y criptógrafos a los que les envió partes del libro y ha tenido acceso a ella. Milo sabía en qué países estaba, en qué ciudades dormía y las personas con las que me entrevistaba o me pensaba reunir…
—Pero ¿cómo podía saberlo? —intentó preguntarse Aaron.
—Muy sencillo. Usted me dijo un día que todas nuestras conversaciones y resultados quedaban registrados en un diario de trabajo. ¿Dónde guarda esos diarios? —preguntó interesado el periodista.
—Imposible. Los guardo en la caja fuerte de mi despacho.
—¿Alguien más, aparte de usted, conoce la combinación de la caja?
—No, sólo yo… Aunque… espera un momento. Un día que me encontraba de viaje en Chicago, Milo me dijo que necesitaba urgentemente coger unos documentos que él sabía que yo había guardado en la caja fuerte —contó con tono apenado Aaron—. Creo que entonces le di la combinación de la caja.
—¿Y después no la cambió?
—No. Sabía que tenía que hacerlo, pero creo que se me olvidó.
—Pues entonces ya sabe quién puede ser la conexión entre nosotros y los tipos del octógono —aclaró Brown—. Ahora ya sabemos por qué iban justo unos pasos detrás de nosotros y de nuestras investigaciones. Además, debo confesarle algo. Una noche seguí a Duke hasta un teléfono público en North Haven. Gracias a su amigo de la NSA conseguí los números a los cuales se había llamado desde la cabina. Tres pertenecían a varios departamentos del Vaticano y uno a una residencia, Villa Mondragone, que está en una ciudad al este de Roma llamada Frascati.
—¿Y qué tiene que ver Milo con todo eso? —preguntó Aaron.
—Pues sencillamente que la hora en la que seguí a Duke y llamó por teléfono coincide con una llamada realizada desde esa misma cabina a esa villa de Frascati. ¿Y sabe usted a quién pertenece?
—No lo sé —respondió Aaron con cierta incredulidad.
—Pues a todo un cardenal de la Iglesia católica. Aún no he podido descubrir cómo se llama, pero estoy seguro de que ese cardenal tiene relación con su ayudante, con el Manuscrito Voynich, con esos tipos del octógono y con las muertes de los criptoanalistas y criptógrafos amigos suyos. Sólo tengo que unir unas pequeñas piezas y conformaré así el gran puzle en el que se ha convertido todo este asunto.
—Con esto que me has relatado estoy cada vez más convencido de que debes venir a Europa conmigo. Yo me quedaré en Zúrich asistiendo a los actos del congreso y tú irás de Zúrich a Roma para reunirte con ese comisario Martelli. Tal vez él pueda ayudarnos a saber quién es el propietario de esa villa de la que hablas —dijo Aaron.
—Y mientras tanto, ¿qué hacemos con su ayudante? —preguntó el periodista.
—Evitemos levantar sospechas. Dejemos que continúe con su trabajo. Démosle pistas falsas para apartar su atención de nuestras verdaderas intenciones. Sancta sancte tractanda, las cosas santas han de ser tratadas santamente —señaló el bibliotecario mientras lanzaba un guiño al periodista.
—Bien, ¿cuándo nos iremos a Zúrich? —preguntó Brown.
—Mañana por la mañana cogeremos un avión a Nueva York y desde allí otro a Zúrich —respondió Aaron—. Tienes poco tiempo para hacer la maleta. Desde Zúrich irás a Roma para intentar sonsacar alguna información a Martelli. Después seguiremos en contacto para ver si podemos volver a reunimos en Zúrich antes de mi conferencia.
* * *
Ciudad del Vaticano
Semanas después de la reunión del teniente coronel Danton Buchs con el cardenal August Lienart y la dimisión precipitada del coronel Helmut Hessler, el ambiente en los barracones del ejército pontificio seguía siendo asfixiante. Monseñor Vaclav Przydatek había mostrado en diferentes ocasiones su preocupación por el cariz que iban tomando los acontecimientos por culpa del coronel Danton Buchs y las presiones ejercidas por éste con sus amenazas de revelar lo que había visto la noche de la muerte del Papa, pero Lienart permanecía impasible.
Una noche, sobre las nueve, una sombra se deslizó entre los edificios del cuartel de la Guardia Suiza. El padre Mahoney pasó sin demasiada dificultad el control de los dos guardias suizos que vigilaban el patio de acceso. El asesino del Círculo Octogonus ascendió por las escaleras hasta el tercer piso. Allí se encontraba el amplio piso que ocupaban el nuevo comandante titular del ejército pontificio, el coronel Danton Buchs, y su esposa peruana.
Mahoney conocía los horarios de Buchs, las horas del cambio de guardia de los soldados suizos y alguien le había facilitado las llaves de la puerta de la casa. Lienart se había ocupado de mantener al coronel Danton Buchs fuera de su residencia hasta las diez y media de la noche. Ese mismo día por la mañana, el secretario de Estado, cardenal Alberto Lubiani, había comunicado personalmente al coronel Buchs su nombramiento oficial, por orden del Papa, como nuevo comandante en jefe de la Guardia Suiza, pero no se haría efectivo hasta la jura ante el Santo Padre al día siguiente.
El asesino, con las manos enguantadas, sacó de su bolsillo la llave y abrió la puerta. En el amplio hall, decorado con una fotografía del matrimonio Buchs con el Sumo Pontífice, Mahoney sacó de su bolsillo interior una pistola Sig Sauer 75 igual que la que utilizaban los soldados papales. Al final del cañón colocó un silenciador.
Una música que llegaba desde el fondo de la casa llamó la atención del asesino del Círculo Octogonus. En silencio, recorrió los escasos metros de pasillo hasta llegar a un amplio salón. Estaba vacío. Escuchó otro ruido en otra zona de la casa. Parecía el de una ducha abierta.
El asesino entró en lo que parecía el dormitorio principal. Cuando se disponía a dirigirse hacia el baño, inundado de vaho, la señora Buchs se encontró de repente cara a cara con el padre Mahoney.
—¿Qué quiere? —preguntó asustada la señora Buchs—. ¿Quién es usted? —Mahoney observó la bella desnudez de Eloísa Méndez de Rivera. Vestida tan sólo con un pequeño tanga negro, intentaba cubrirse el pecho con los brazos.
—Siéntese en la cama y no haga ningún movimiento —ordenó el religioso.
—Mi esposo es el comandante en jefe de la Guardia Suiza. Es un hombre muy poderoso y le dará todo lo que quiera si no me hace daño —dijo la mujer. Mahoney ni siquiera respondió a las súplicas.
Una vez que tuvo controlada a la mujer, tendida boca abajo sobre la amplia cama y con las manos atadas a la espalda, el padre Mahoney apretó el botón rojo que conectaba directamente con la oficina del ayudante del comandante, un joven cabo de veintidós años, Roland Darnié. El asesino había calculado hasta el más mínimo detalle del ataque a sus objetivos, milímetro a milímetro.
El timbre de la puerta hizo que el asesino se levantase del sofá donde se había acomodado a la espera del cabo de la Guardia Suiza. Con tranquilidad, atravesó el pasillo y abrió la puerta. Al entrar, el soldado se encontró con un silenciador cerca del rostro.
—Si emite el más mínimo sonido, apretaré el gatillo; si intenta hacer algún movimiento, apretaré el gatillo; si intenta hacerse el héroe, apretaré el gatillo; si grita, apretaré el gatillo; si no hace lo que le ordene, apretaré el gatillo —sentenció Emery Mahoney—. ¿Me ha entendido?
—Sí, le he entendido alto y claro, señor —respondió Darnié.
—Ahora diríjase a la habitación principal. Por ahí —indicó el asesino del Octogonus.
Al entrar en la estancia, el cabo de la Guardia Suiza vio a la esposa de su comandante semidesnuda y tirada sobre la cama con cara de pánico. La peruana se tranquilizó al ver el rostro del ayudante de su marido.
—Ahora, quítese la ropa. Vamos —ordenó Mahoney.
—No estoy dispuesto a hacerlo —respondió el guardia suizo.
—Tiene dos opciones. O se la quita voluntariamente o lo mato aquí mismo y se la quito yo. Usted decide —dijo el religioso.
Ante la amenaza del padre Mahoney, el cabo Roland Darnié comenzó a quitarse el uniforme de servicio, empezando por la cartuchera en la que portaba su Sig Sauer reglamentaria. Cuando estuvo desnudo, con las manos tapándose los testículos, Mahoney señaló con su arma a la mujer y le ordenó que mantuviese relaciones sexuales con ella.
—Quítele la ropa interior y viólela —ordenó el asesino del Círculo Octogonus mientras cogía la pistola reglamentaria del cabo Darnié y le colocaba un silenciador en la boca del cañón.
—No pienso hacerlo —repuso el ayudante de Buchs.
El padre Emery Mahoney presionó la boca del silenciador sobre el ojo derecho del guardia suizo y éste, obligado por el dolor, cayó doblado de rodillas sobre la cama.
—O viola a esa mujer o le reviento el ojo derecho. Si no hace lo que le digo, haré lo mismo con su ojo izquierdo y después continuaré con sus dos testículos —amenazó Mahoney—. ¿Sabe el dolor que provoca que le revienten un testículo?
Con el ojo derecho aún dolorido, el cabo agarró a la mujer por la cintura, le apartó el tanga y la penetró. Mahoney observó la escena desde una silla del dormitorio. Los jadeos del joven se mezclaban con el llanto de la señora Buchs. Minutos después, y tras un jadeo más fuerte, el cabo Darnié se echó en la cama a un lado. En ese mismo momento, el padre Mahoney se levantó de la silla, con la Sig Sauer reglamentaria de Darnié en una mano, y le disparó al soldado en la boca. La bala se incrustó en el suelo, debajo de la cama. La mujer, aturdida, y con lágrimas en los ojos, imploraba piedad a su asesino.
Mahoney levantó el arma y disparó sobre la mujer. La bala le entró por el hombro izquierdo. Una vez ejecutadas sus dos víctimas, Emery Mahoney volvió a sentarse en el sofá del salón a esperar a su siguiente objetivo.
Sobre las once menos cuarto de la noche, el asesino escuchó el ruido de llaves producido por el llavero del coronel Danton Buchs. Se puso de pie y esperó al fondo del pasillo, todavía con el arma del cabo Roland Darnié en su mano enguantada. El comandante en jefe de la Guardia Suiza caminaba por el pasillo llamando a su esposa, pero nadie contestó.
Con un rápido movimiento, Mahoney levantó el arma e hizo un primer disparo contra el bulto que se aproximaba por el pasillo a oscuras. La bala le penetró en el cuello, seccionándole varias vértebras. El coronel Buchs estaba de espaldas al tirador.
Tendido en el suelo sobre un gran charco de sangre, Buchs permanecía inmóvil, pero aún respiraba cuando el padre Mahoney se acercó a él. El asesino del Círculo Octogonus le susurró al moribundo al oído unas palabras.
—He matado a su esposa, esa maldita arpía, de un solo disparo. Está en la cama junto a su amante, el cabo Darnié. Nadie descubrirá nunca qué ha pasado aquí —dijo Mahoney a un Buchs de ojos vidriosos que no entendía que le quedaban pocos minutos de vida—. Usted ha amenazado a gente muy poderosa y piadosa, y éste es el castigo que recibe por ello. Ha llegado la hora de juzgar a los muertos y recompensar a los profetas. Fractum nec fractuem, silta nec silto, favor por favor, silencio por silencio. —Mahoney se incorporó sobre el cuerpo del coronel Danton Buchs y, apuntándole a la cabeza, disparó. Esta vez la bala le entró por el pómulo izquierdo y afectó a la médula espinal. El intrigante coronel de la Guardia Suiza estaba muerto.
A continuación, el padre Mahoney quitó el silenciador del arma de Darnié y se lo guardó en el bolsillo. Seguidamente, colocó la Sig Sauer en la mano del cadáver del jefe de la Guardia Suiza, antes realizó un disparo al techo y arrojó el arma junto al cuerpo de Buchs.
Cuando la Vigilanza Vaticana descubriese los cadáveres, encontrarían a los dos amantes juntos en la cama, semen del cabo Darnié en la vagina de la señora Buchs y en la mano del coronel Danton Buchs restos de pólvora después de haber disparado un arma. Antes de salir, el padre Emery Mahoney dejó la puerta del apartamento sin cerrar y bajó los tres pisos con calma. Sabía por monseñor Przydatek que a esa hora los guardias suizos hacían el cambio de guardia y que, por lo tanto, no habría nadie en el patio de acceso al edificio.
Una importante piedra en el camino del poderoso cardenal había sido apartada de un solo golpe.
Una vecina, la esposa del capitán Günther Loissman, un oficial de la guardia pontificia, fue la primera en dar la alarma.
Rápidamente, agentes del Corpo de Vigilanza Vaticana, agentes de espionaje a las órdenes del cardenal Belisario Dandi y oficiales de la Guardia Suiza se desplegaron por el apartamento, aún con los cadáveres presentes. Todos intentaron dar una explicación de lo que había ocurrido. Monseñor Vaclav Przydatek también se hallaba en el apartamento, pero a nadie le llamó la atención. Al fin y al cabo, él representaba al cardenal Lienart. El cardenal Lubiani ordenó a Giovanni Biletti, jefe de la Gendarmería Vaticana, que no se informase a la policía italiana de lo ocurrido.
Debía llevarse todo con la máxima discreción, al más puro estilo de la Santa Sede.
—Recuerde, comisario, que para el Vaticano todo lo que no es sagrado es secreto —dijo el cardenal Lubiani a Biletti.
Giovanni Biletti ordenó sellar el apartamento, la retirada de los tres cadáveres y su traslado en camillas al depósito de cadáveres del Vaticano, junto a la iglesia de Santa Ana. Las primeras declaraciones de la testigo, esposa de un oficial de la Guardia Suiza y vecina de los Buchs, informan de que la alertó una fuerte detonación, seguramente el disparo falso realizado al techo cuando el coronel Buchs estaba ya muerto. La misma testigo aseguró que oyó tres pequeños sonidos secos, seguramente los disparos realizados con silenciador sobre el cabo Darnié, Eloísa Méndez de Rivera y el coronel Buchs.
El Santo Padre fue informado por el cardenal August Lienart de la muerte del coronel Danton Buchs; de su esposa, la peruana Eloísa Méndez de Rivera; y del cabo Roland Darnié.
—Es espantoso, terrible. El coronel Buchs acababa de ser nombrado jefe de mi guardia. Estoy consternado y tengo la sensación de estar viviendo una pesadilla —declaró el Papa.
—Santidad, es recomendable para el buen nombre del cuerpo pontificio de la Guardia Suiza que todo quede en las sombras y, a ser posible, que el informe de la investigación se incluya en el Archivo Secreto. Si se descubre que Darnié y la señora Buchs eran amantes, el deshonor caerá sobre toda la historia de la Guardia Suiza —le dijo Lienart al Sumo Pontífice.
—¿Y qué sugiere, Lienart? —preguntó el Papa.
—Sin duda, Santidad, debería cerrarse la investigación sobre la muerte de Danton Buchs, Eloísa Méndez de Rivera y Roland Darnié. Es mejor que nadie sepa qué ocurrió realmente. También es recomendable que se destruyan todas las copias de los informes forenses para que los enemigos de la Iglesia católica no hagan mal uso de ellos si caen en sus manos.
El Papa continuaba cubriéndose con la mano el consternado rostro sin pronunciar la más mínima palabra. Pasados unos segundos, el Sumo Pontífice reaccionó y levantando la mirada dijo a Lienart:
—Nos ordenaré al secretario de Estado Lubiani que pida al jefe de la Vigilanza, el comisario Giovanni Biletti, que finalice la investigación. Una vez que se reciban en la Secretaría de Estado las resoluciones de ésta, nos ordenaré que sean clasificadas como secreto pontificio. Monseñor Cornelius Lassiter, prefecto y scriptor de la Biblioteca Vaticana, se hará cargo del informe y de su clasificación. Sic volo, sic iubeo, así lo quiero, así lo mando.
—Estoy de acuerdo con su decisión, Santidad —dijo Lienart mientras se arrodillaba ante el Papa y besaba el Anillo del Pescador. Antes de salir de la estancia papal, se dio la vuelta y se dirigió de nuevo al Santo Padre—. Por cierto, Santidad, creo que sería recomendable apartar del servicio al capitán Günther Loissman. Su esposa fue quien descubrió los cadáveres y no creo que se haya repuesto. Según parece, la señora Loissman ha caído en una profunda depresión desde entonces y sería bueno para ella que su marido fuese trasladado a Suiza.
—Bien, eminencia, me parece muy buena idea —dijo el Papa—. Usted siempre preocupándose por el prójimo, fiel Lienart.
Le diré al secretario Lubiani que adopte mañana las medidas necesarias para que el capitán Loissman y su esposa vuelvan a Suiza para que descansen hasta nueva orden.
—Buenas noches, Santidad —se despidió Lienart.
—Buenas noches, amigo Lienart —respondió el Sumo Pontífice.
Al día siguiente a mediodía el director de la Sala de Prensa del Vaticano emitía un comunicado oficial a los medios de comunicación acreditados ante la Santa Sede: Un primer reconocimiento superficial permite afirmar que el coronel Danton Buchs, su esposa y el cabo Roland Darnié resultaron muertos por disparos de arma de fuego, al parecer de una pistola encontrada junto al cuerpo del coronel Buchs. Se cree que el cabo Darnié, en un arrebato de locura, mató con su arma reglamentaria al matrimonio Buchs, tras lo cual se suicidó. El Vaticano tiene la certeza moral de que los hechos se desarrollaron de esta manera.
A pocos metros de donde tenía lugar la multitudinaria rueda de prensa, el cardenal Lienart leía en su despacho el informe de los forenses. En total eran tres páginas y en la tercera, la más importante, se indicaba lo siguiente:
El cadáver de la mujer, Eloísa Méndez de Rivera, de 39 años, presentaba indicios de haber mantenido relaciones sexuales minutos antes de morir.
El análisis de los restos de semen encontrados en la vagina de la señora Buchs indican que pertenecía al cabo Roland Darnié.
No hay restos de pólvora en las manos del cabo Roland Darnié, por lo tanto, es imposible que él mismo se hubiese disparado en la boca. Queda descartado el suicidio del suboficial de la Guardia Suiza.
También queda descartado que pudiese realizar alguno de los disparos sobre el coronel Danton Buchs.
Es imposible que el cuerpo del cabo Darnié se hubiese quedado en esa posición con la cabeza elevada si se hubiese suicidado con su arma reglamentaria. La munición de 9 mm utilizada por la Guardia Suiza es munición de guerra de gran impacto y, por lo tanto, la cabeza del suboficial tendría que haber quedado destrozada a no ser que el disparo se hubiese efectuado desde una posición superior. Lo más probable es que alguien (el coronel Buchs u otra persona) disparara en la boca al cabo Darnié cuando éste estaba acostado en la cama boca arriba, posiblemente tras haber mantenido relaciones sexuales con la señora Buchs.
La trayectoria del proyectil que mató a la señora Buchs indica que el disparo no pudo haberse realizado desde la puerta del dormitorio. La trayectoria de entrada demuestra que lo más probable es que el asesino disparó desde el otro lado de la cama. Posiblemente fue el cabo Darnié u otra persona.
Es imposible que el cabo Darnié disparase sobre el coronel Buchs y sobre su esposa. Tampoco es posible que el coronel Buchs disparase a su esposa y a su supuesto amante. El cuerpo del coronel Danton Buchs presentaba una entrada de bala por la espalda, así que es completamente imposible que se hubiese disparado a sí mismo.
El disparo que atravesó el pómulo del coronel Danton Buchs, y que fue el que le mató, se efectuó cuando el coronel estaba ya en el suelo. La trayectoria del disparo indica que se realizó desde una posición más alta que en la que se encontraba el coronel Buchs.
El informe forense demuestra y concluye que una cuarta persona, ajena a los hechos que se desarrollaron en el apartamento del matrimonio Buchs, pudo estar en el escenario del crimen y tomar parte activa en la muerte del coronel Danton Buchs, de la señora Eloísa Méndez de Rivera y del cabo Roland Darnié.
El equipo forense del FAS (Fondo di Assistenza Vaticana) concluye igualmente que una cuarta persona no identificada estuvo en el interior de la vivienda del matrimonio Buchs y posiblemente fue quien ejecutó al coronel Danton Buchs, al cabo Roland Darnié y a Eloísa Méndez de Rivera.
Cuando terminó de leer el escrito de los forenses, el cardenal Lienart cogió la página de color rosa en la que aún estaba fresco el sello de secreto pontificio y la colocó en la papelera. Cogió el encendedor de la mesa y prendió fuego a la página. Las llamas comenzaron a avivarse mientras las pruebas del asesinato del coronel Danton Buchs a manos de un hermano del Círculo Octogonus se consumían a la misma velocidad. A continuación, Lienart levantó el teléfono interno que lo conectaba con su secretario.
—¿Monseñor Przydatek?
—Sí, eminencia, ¿desea algo? —respondió el obispo polaco.
—El asunto suizo ha sido resuelto. Es hora de orar por las almas de los muertos y cantar una gloria por nuestro futuro. Espero que no se cometan más equivocaciones. No puedo estar ocupándome de asuntos terrenales como éste, ¿me ha entendido? —amenazó Lienart.
—Sí, eminencia, lo he entendido —respondió Przydatek. Seguidamente, el cardenal Lienart colgó el teléfono.
Se echó la manta hasta la cabeza. Cuando el comandante anunció que estaban a punto de aterrizar, el compartimiento de su asiento donde suelen estar las revistas de la compañía aérea y las instrucciones para la evacuación de la aeronave estaba invadido por pequeñas botellas vacías.
Mientras esperaban las maletas, Avner estuvo pendiente en todo momento de su viejo maletín, del cual no se había separado desde hacía horas y mantenía abrazado. Brown, por su parte, estaba más preocupado por el fuerte dolor de cabeza que le aquejaba que por recoger su equipaje.
Tras coger las maletas, esperaron en una ordenada fila su turno ante la policía de inmigración.
—¿Motivo de su visita a Zúrich? —preguntó el agente a Aaron.
—Soy uno de los participantes en el Congreso Mundial de Biblioteconomía que se celebra aquí, en Zúrich —respondió.
El agente abrió su pasaporte estadounidense y estampó un sello.
—Bienvenido a Suiza —dijo—. El siguiente.
El siguiente en la ordenada cola era Brown.
—¿Motivo de su visita a Zúrich? —preguntó nuevamente el agente de inmigración.
—Soy periodista y vengo a comprobar lo ordenado que es su país —respondió Brown sarcásticamente, pero no había contado con el poco sentido del humor de los helvéticos.
—Bien, veo que tiene usted un gran sentido del humor, señor… Brown —espetó el agente mientras miraba alternativamente la fotografía que aparecía en el pasaporte y el rostro demacrado y con barba de varios días que se encontraba frente a él—. Creo que será mejor que espere usted en ese cuarto hasta que terminemos con todos los pasajeros de este vuelo. Por favor, acompañe a estos dos agentes —invitó el policía a Brown ante la atenta mirada de los dos fornidos policías que lo iban a escoltar hasta el cuarto de seguridad.
—Muy bien, pero quiero que usted sepa que no me parece bien que me traten así. Al fin y al cabo, no soy judío, así que no me pueden entregar a los alemanes, como hicieron durante la guerra —replicó Brown antes de que los agentes lo agarraran por las axilas y lo llevaran casi en volandas hasta el interior del cuarto. A lo lejos, Aaron Avner miraba la escena con cara de incredulidad ante los gritos de Brown, que acusaba a los dos policías suizos de come chocolates, roba fortunas judías y expresiones por el estilo.
Tres horas después era puesto en libertad y Aaron y él tomaron un taxi hasta el hotel en donde se celebraba el congreso.
—Vamos al hotel Baur au Lac, en el número 1 de Talstrasse —dijo Aaron al conductor. Durante todo el trayecto, Aaron y Brown no se dirigieron la palabra.
Cuarenta y cinco minutos después, un conserje con levita de brillantes botones de latón con el escudo del elegante establecimiento, un león sentado sujetando un escudo con su pata izquierda, corría hasta el taxi para abrir la puerta.
—Vaya, vaya. Este lugar me recuerda a una pensión de Detroit donde viví en los comienzos de mi carrera —dijo Brown mientras lanzaba un silbido al admirar el elegante edificio—. Espero que no tengamos que pagar la cuenta.
—No te preocupes. Nuestra estancia es un detalle del decano Maynard. La Universidad de Yale cubre todos los gastos —lo tranquilizó Aaron.
—Fantástico.
—Te advierto que lo que no cubrirá Yale será tu bebida —precisó el bibliotecario.
—Vaya, qué conservadores.
Un botones corría ya hacia donde se encontraban Aaron Avner y Jack Brown para ayudarlos con los pequeños maletines que ambos portaban. Cuando el joven de aspecto aniñado intentó sujetar por el asa el maletín del bibliotecario, éste lo alejó de su alcance.
—No se preocupe. Yo me ocupo del maletín —le indicó Aaron con una sonrisa.
—Bien, señor —dijo el botones mientras se perdía con las dos pequeñas maletas de ambos en la elegante recepción, decorada con impecables alfombras orientales y maderas nobles.
El hotel Baur au Lac, con más de ciento treinta y cinco años de existencia, había dado alojamiento a lo más selecto de las casas reales europeas, desde la emperatriz Sissí de Austria hasta la última zarina de Rusia pasando por el emperador Guillermo II. En uno de sus salones el gran compositor Richard Wagner había interpretado por primera vez el primer acto de La cabalgata de las valkirias y en otra de sus estancias la baronesa Bertha von Suttner convenció en 1892 al industrial sueco Alfred Nobel de la necesidad de crear un premio internacional de la paz.
Durante aquellos días, los amplios salones habían sido tomados por decenas de coleccionistas, científicos y bibliotecarios de todos los rincones del mundo en busca de alguna codiciada pieza o, simplemente, admirar las que nunca podrían ser suyas.
En la barra de Le Pavillon se sentaban en animada charla desde David Corcoran, uno de los mejores coleccionistas de Biblias anteriores al siglo XVII, a Atiya Butterworth, una elegante dama que había heredado de su esposo una de las mejores colecciones de misivas escritas por Leonardo da Vinci.
—¿Ves a aquella pareja con rasgos orientales que está sentada al fondo? —preguntó Aaron a Brown.
—Sí. El parece que tiene cien años y ella veinte —respondió el periodista—. ¿Quiénes son?
—Él es Delmer Wu, propietario de la mitad de Hong Kong y uno de los coleccionistas más importantes de libros raros. Según parece, se pasó varios años persiguiendo el Manuscrito Voynich. Al final desistió cuando fue donado a la Biblioteca Beinecke. Se rumorea que sus negocios se dedican a otro tipo de sustancias no tan legales como los libros —explicó Aaron dando un pequeño codazo de complicidad a Jack Brown.
—¿Y ella? Es una auténtica muñeca.
—Es Claire Wu. Dicen que Delmer la compró cuando ella tenía cinco años. La recluyó desde ese mismo momento en un famoso prostíbulo de Bangkok y allí estuvo aprendiendo las más sofisticadas técnicas sexuales hasta que cumplió los doce años. Al día siguiente de su duodécimo cumpleaños, Delmer Wu se la llevó y nadie sabe si es su esposa o si sólo la utiliza como arma para sus negocios.
—¿A qué se refiere? —preguntó Brown intrigado.
—¡Oh! En este mundo de los coleccionistas se oyen muchas historias, a veces son reales y otras no dejan de ser meras leyendas. Se dice que Wu, intentando asaltar una empresa de la competencia, envió a la joven como regalo a su anciano competidor. Practicar el sexo con ella lo llevó a la tumba. Murió esa misma noche de un infarto y Wu se quedó con la empresa. También circula una historia sobre sir Morton Tibbals, uno de los más importantes coleccionistas privados de epístolas escritas de puño y letra por el mismísimo Enrique VIII. Su colección es sólo superada por la del Estado Vaticano. Parece ser que en una subasta en Sothebys, Tibbals y Wu pujaban por una carta que Enrique VIII había enviado a su consejero, Thomas Moore, en la que trataba el tema de la creación de la Iglesia de Inglaterra. Tibbals tenía todas las de ganar, así que esa misma noche sir Morton recibió como regalo en su casa de Londres a Claire Wu, que tendría por entonces diecisiete años. Al día siguiente, Delmer Wu se quedó con la carta.
—Pues la verdad es que no me importaría pasar una nochecita con ella —dijo Brown.
—Ni a muchos de los hombres y mujeres que están ahora mismo en este hotel. Yo soy demasiado viejo para pensar en ello —dijo Aaron mientras agarraba a Brown del brazo y lo arrastraba hacia el interior del ascensor.
La suite en la que se alojaban era espaciosa y luminosa. Desde los dos amplios ventanales se contemplaba una hermosa vista del estrecho canal que daba acceso al inmenso lago conocido como el mar de Zúrich.
—¿Quiere que cenemos juntos, profesor? —preguntó el periodista.
—No, lo siento, Jack. Prefiero quedarme en la habitación para revisar las notas y el orden de las diapositivas para ilustrar mi conferencia. Nada debe salir mal. Será mi gran día. Se lo debo a Martha, mi esposa —se excusó Aaron—. Cuando regreses de Italia, lo celebraremos juntos.
—Bien, profesor, como usted quiera. Saldré a cenar algo y regresaré pronto para dormir. Mañana mi avión sale muy temprano para Roma. Buenas noches, profesor.
—Buenas noches, Jack, y no te metas en líos.
Cuando cerró la puerta de la habitación, Jack Brown observó que el anciano judío húngaro estaba preocupado. Tal vez fuesen los nervios por la conferencia, pensó el periodista mientras se alejaba por el pasillo enmoquetado hacia el ascensor.
* * *
Roma. Italia
Al llegar al aeropuerto Leonardo da Vinci de Roma, procedente de Zúrich, Jack Brown cruzó la fila de pasajeros que circulaban por la terminal hacia la zona de inmigración. Al entregar su pasaporte estadounidense al policía, el periodista del Boston Globe vio como éste hacía una señal a dos agentes que se encontraban apartados. De repente, las imágenes vividas en el aeropuerto de Zúrich el día anterior le provocaron dolor de cabeza, sólo que esta vez no había bebido ni una sola gota de bourbon. Los dos agentes uniformados seguían de cerca a otro hombre, alto, vestido con traje y corbata y con un pequeño bigote negro. Su imagen era una mezcla entre Vittorio Gassman y Colombo. Brown notó que el hombre que se acercaba a él llevaba una pistolera bajo el sobaco derecho.
—Buenos días. ¿Señor Brown? —dijo el hombre de bigote.
—Sí, soy yo. ¿Quién es usted?
—Soy el comisario Martelli, de la División Criminal —respondió mientras sacaba del bolsillo interior de su chaqueta una placa identificativa que Brown no llegó a leer.
—Y bien, ¿qué quiere de mí? —preguntó Jack Brown.
—No se preocupe. No está detenido.
Vengo sólo a recogerlo para llevarlo al hotel donde le hemos reservado una habitación.
Dado que vamos a colaborar juntos para resolver este asunto, es nuestro invitado especial.
—Perdone, pero no me ha dicho su nombre.
—Mi nombre es Claudio, Claudio Martelli, a sus órdenes —respondió el policía mientras daba un pequeño y ridículo taconazo.
Aquel hombre engañaba con su imagen de policía napolitano despistado, más cercano a Totó que a Colombo. Al fin y al cabo, con sólo una llamada había conseguido localizarlo en Estados Unidos y unirlo al padre Marcelo Giannini, al profesor Roberto Lendini y a Matteus Planch. Ahora sólo era cuestión de tiempo ver hasta qué punto aquel policía podía ayudarlo en sus investigaciones sobre el Manuscrito Voynich y los asesinos del octógono.
El trayecto desde el aeropuerto hasta el hotel fue bastante corto debido, en parte, a la sirena azul conectada sobre el Alfa Romeo Giulietta del comisario Martelli.
—Éste es el mejor sistema para evitar los atascos romanos —dijo Martelli—. Cuando lleguemos a su hotel, tendrá usted tiempo para descansar y después lo llevaré a cenar a un famoso restaurante de un primo mío en donde sirven los mejores espaguetis con ajo, aceite y anchoas que haya probado en su vida. Créame, un plato así abre la mente para pensar mejor.
—No necesito descansar. Llevo demasiado tiempo descansando, así que, si quiere, podemos ir a tomar una copa, yo le cuento lo que sé y usted me cuenta lo que sabe. ¿Le parece bien? —propuso Brown.
—Está bien. Usted manda —respondió Martelli complacido—. Después lo acompañaré a su hotel. No se preocupe.
—Yo nunca me preocupo —dijo el periodista del Globe.
Horas después, Claudio Martelli y Jack Brown se encontraban ante un vaso de bourbon y un martini en un elegante café.
Una preciosa joven con aspecto de modelo colocó los vasos sobre dos servilletas y sirvió un dedo de bourbon en el vaso de Brown.
—Espera, preciosa. No te lleves la botella. Paga la policía italiana —dijo Brown mientras agarraba la botella para que la mujer no la retirase de la mesa.
—Bien, dígame en qué podemos colaborar —dijo el comisario Martelli—. Y antes de todo, espero que me cuente primero de qué va todo esto.
—¿Tiene usted tiempo? —preguntó Brown.
—Todo el del mundo.
—Perfecto, pues empecemos… vamos allá…
Durante varias horas, Jack Brown relató todo lo que sabían él y Aaron Avner sobre el Manuscrito Voynich, el grupo de asesinos cuyos miembros dejaban abandonado un octógono sobre sus víctimas, los asesinatos de criptógrafos y criptoanalistas desde el siglo XVII, los asesinatos de Gordon Rugg en Inglaterra, de Elizabeth Gwyn en Irlanda, de Peter Hazil en Ámsterdam, de Petrus Rees en Bruselas y de Roberto Lendini en Roma, del intento de asesinato del padre Giannini y de Matteus Planch, de las sospechas sobre Milo Duke y de sus llamadas telefónicas a una extraña villa en Frascati llamada Mondragone.
—Toda su historia me parece increíble, como sacada de una novela de intriga. Si no estuviese usted tan serio, diría que lo ha leído en una de esas noveluchas policíacas —dijo el policía mientras se rascaba la cabeza.
—Todo lo que le he contado en estas dos últimas horas es absolutamente cierto. Puede usted comprobar cada dato que le he dicho. Incluso el profesor Avner está esperando mi llamada en Zúrich por si usted quiere hacerle alguna pregunta —aclaró Brown.
—No, no tengo ninguna pregunta —respondió el policía—. ¿Me ha dicho que la villa de Frascati se llamaba Mondragone? —preguntó mientras extraía una libreta negra de su bolsillo.
—Sí, así es. Necesitaría saber quién es el propietario o quién aparece en el registro de la propiedad —precisó Brown—. De lo que estoy seguro es de que en ella reside el secretario de un cardenal, un obispo, creo.
—No se preocupe. Podré averiguar sin problemas quién es el dueño de la villa.
—Si tiene pensado visitarla, quiero ir con usted —pidió el periodista.
—Imposible. Usted no es policía ni nada por el estilo y aún no sabemos si su propietario está involucrado en todos estos crímenes. Iré a visitar la propiedad en calidad de comisario de la División Criminal. Si, como usted dice, la propiedad pertenece a un cardenal, debo decirle que no tendremos jurisdicción sobre él al ser ciudadano vaticano.
—No entiendo muy bien lo que dice. ¿Quiere usted decir que aunque supiesen que ese tipo asesinó al profesor Lendini no podrían detenerlo? —preguntó Brown con cara de incredulidad.
—Así es. Ese cardenal tiene los mismos derechos como ciudadano de otro país que usted como ciudadano estadounidense.
Aunque atrapara a ese cardenal con un cuchillo ensangrentado en la mano o una pistola humeante, no podría detenerlo.
Antes tendría que pedir colaboración a la Gendarmería Vaticana para poder interrogarlo.
—Entonces nunca podremos saber quién es en realidad el que ha urdido todo esto y quién está detrás de los asesinatos —replicó Brown.
—Sigamos todo el trámite paso a paso y después ya veremos.
—Déjeme ir con usted a Frascati. Le prometo que no intervendré en nada. Déjeme ir con usted en calidad de… digamos, invitado… —pidió de nuevo el periodista a Martelli.
—Bien, le dejaré venir conmigo con una condición… —dijo el comisario al cabo de unos segundos.
—La acepto —saltó Brown.
—Antes déjeme decirle cuál es —dijo Martelli obligando a Brown a escucharlo—. Cuando estemos en Villa Mondragone, sólo hablaré yo. Usted permanecerá en completo silencio. Si rompe usted esta norma, daré por terminada automáticamente nuestra colaboración y lo obligaré a abandonar Italia. ¿Me ha entendido?
—Alto y claro. Alto y claro —respondió Brown con una amplia sonrisa.
—Bien, pues mañana por la mañana lo llamaré a su hotel para decirle a qué hora lo recogeré para ir a Frascati.
Mientras se levantaban de la mesa y Martelli dejaba varios billetes, el comisario siguió advirtiendo a Brown sobre su compromiso.
—Recuerde lo que me ha prometido —iba diciendo el policía.
—Que sí… que le prometo que no pronunciaré ni una sola palabra, pero ¿y si…? —Antes de que Brown pudiese terminar la frase, el comisario Martelli levantó una mano y lo interrumpió.
—Y si nada. Usted no pronunciará ni una sola palabra. Recuerde primero que esos tipos son ciudadanos vaticanos, tanto el cardenal como el obispo, y segundo, de acuerdo con su historia, no tendrían el más mínimo inconveniente en matarnos allí mismo y enterrarnos bajo un ciprés. Tengo una bella esposa, cuatro hijos, muchos primos y varias decenas de sobrinos, así que no quiero que nadie me dispare —indicó Martelli.
—Bien, se lo prometo. Ni una palabra.
—Mañana por la mañana vendré a buscarlo y, por favor, no se meta en líos hasta entonces.
—No se preocupe. No lo haré. No es la primera vez que oigo esa advertencia. Buenas noches, comisario.
—Buenas noches, señor Brown.
Antes de entrar en el pequeño hotel, Brown miró divertido cómo Martelli conectaba la sirena sobre el techo de su Alfa Romeo y salía como alma que lleva el diablo. Italianos, al fin y al cabo, pensó Brown.
En la soledad de su habitación, el periodista levantó el auricular para marcar el teléfono que le había dado Aaron del hotel de Zúrich. Intentó en varias ocasiones llamar directamente, pero como no lo consiguió, decidió marcar el 9 de recepción. Al otro lado de la línea, el recepcionista, con claro acento árabe, le indicó que no podía llamar directamente, que sólo podía comunicarse a través de la centralita.
—Bien, en ese caso, ¿podría usted llamar a un número de teléfono de Zúrich? —preguntó Brown.
—No hay problema, señor. Dígame el número.
—Es el 41-44-220-50-20.
—Muy bien, señor, ahora cuelgue. En cuanto esté la comunicación se la pasaré a su habitación —indicó el recepcionista.
—Muchas gracias. Esperaré —dijo Brown mientras colgaba el aparato.
Unos minutos más tarde, el timbre seco del teléfono lo obligó a salir del baño a toda velocidad.
—¿Señor Brown? —preguntó el recepcionista.
—Sí, soy yo.
—Un momento, le paso la llamada.
Tras un pequeño clic, Brown escuchó una voz con tono bastante educado al otro lado de la línea.
—Buenas noches. Hotel Baur au Lac, dígame —respondió el recepcionista con claro acento alemán.
—Deseo hablar con la suite 426 —pidió Jack.
—Un momento, señor. Le paso.
Unos instantes después, el periodista del Boston Globe oyó el tono de llamada y alguien que descolgaba. Era Aaron Avner.
—Buenas noches, profesor.
—Buenas noches, Jack —respondió el bibliotecario con tono cansado—. ¿Has hablado con el comisario Martelli?
—Sí y hemos quedado en que mañana iremos a darnos una vuelta por Villa Mondragone, la residencia a la que seguramente llamó su ayudante la noche que lo seguí hasta North Haven —respondió Brown.
—Bien, tenme al tanto de lo que vayas descubriendo. Esta noche he quedado para cenar con un famoso coleccionista de libros, amigo de David Corcoran, el coleccionista de Biblias, cuyo hermano parece ser que ha donado mucho dinero a la Biblioteca Beinecke.
—¿Cómo se llama ese tipo? —preguntó Brown.
—Es un suizo-estadounidense llamado Olivier Guidrí. Vive en Ginebra, aunque, según me ha dicho, su hermano reside en Nueva York.
—¿Por qué no me da tiempo para comprobarlo? Déjeme que investigue quién es ese tal Guidrí antes de salir a cenar con él —propuso inquieto el periodista.
—¡Oh, no te preocupes tanto por mí! No hay ningún peligro, además conoce perfectamente el Manuscrito Voynich y era amigo de Hans Kraus, el coleccionista que en 1969 donó el libro a la Biblioteca Beinecke, y también es amigo desde hace varios años de David Corcoran. Tal vez pueda darnos algún dato interesante sobre el recorrido que hizo el libro hasta llegar a la universidad —explicó el profesor Avner para tranquilizar a Brown.
—De acuerdo, profesor, pero sólo le pido que esté alerta, que no baje la guardia. Está usted en Europa y es probable que los tipos del octógono intenten atentar contra usted. Ya deben de saber su identidad.
—No te preocupes. Oyéndote hablar así, parece que estoy escuchando a Martha. Me cuidaré, no te preocupes más. Mañana por la mañana daré a conocer los secretos de ese libro y nada ni nadie me lo va a impedir. Ahora, buenas noches, Jack. Tengo que intentar ponerme una corbata antes de ir a cenar.
—Buenas noches, profesor —dijo Jack.
—Buenas noches, querido amigo —repitió el bibliotecario—. Ah, y no te metas en líos.
—Es la segunda vez que me han dicho eso hoy. Cuídese, profesor, y no se fíe de nadie —le advirtió el periodista—. No podría continuar con esta investigación si a usted le ocurriese algo.
—No te preocupes, Jack. He dejado todo bien atado por si a mí me sucede algo. Conoces todos los secretos del Manuscrito Voynich como para poder continuar con la investigación y revelar al mundo lo que hemos descubierto. Así que no te preocupes por mí y cuídate tú —dijo Aaron.
—Alea jacta est, la suerte está echada —respondió el periodista.
—Ignavi coram morte quidem animan trahunt, audaces autem illam non saltem advertunt.
—¿Qué significa? —preguntó Jack.
—Los cobardes agonizan ante la muerte, los valientes ni se enteran de ella —respondió el profesor Avner justo antes de colgar el teléfono.
Sentado en la cama de aquel hotelucho, Jack pensó en que le gustaría estar cerca del profesor Avner. Al menos, si estuviera con él, podría servirle de guardaespaldas en caso de peligro, pero estaba en Roma, a muchos kilómetros de Zúrich.
* * *
Ciudad del Vaticano
La Santa Sede aún intentaba recuperarse de los acontecimientos que habían rodeado la extraña muerte del comandante de la Guardia Suiza, de su esposa y del cabo Roland Darnié. Poco a poco, y como ocurría con todo lo que sucedía en el Vaticano, la investigación se había cerrado por orden pontificia y todos los documentos relativos a la investigación habían sido decretados secreto pontificio y enterrados en lo más profundo del Archivum Secretum Apostolicum Vaticanum.
En su despacho del Palacio Apostólico, el cardenal Lienart leía atentamente los informes que le habían llegado y estaba firmando las cartas que le había entregado en una carpeta roja de piel con el escudo de la Santa Sede su fiel sor Ernestina.
—Eminencia, tiene usted que firmar aquí, aquí y aquí —le iba indicando la monja mientras su delgado y huesudo dedo recorría un documento pontificio.
—Bien, sor Ernestina, ahora necesito que llame a monseñor Przydatek. Tengo que darle varias indicaciones —ordenó Lienart.
—Ahora mismo, eminencia —respondió la religiosa mientras salía silenciosamente del despacho.
Unos minutos más tarde, el ruido de un golpe de nudillos en la puerta sacó a Lienart de la lectura de varias cartas y documentos.
—Adelante, pase, monseñor —pidió el cardenal.
—Buenas tardes, eminencia —dijo Przydatek—. ¿Me ha mandado llamar?
—Sí, pero cierre antes la puerta. Tengo que hablar con usted en privado y el Vaticano tiene demasiados oídos en el Palacio Apostólico —indicó Lienart.
—¿En qué puedo servirle, eminencia? —preguntó el secretario.
—Espero que el padre Alvarado lleve a cabo su misión con éxito.
—Sí, eminencia. El padre Alvarado se marchó ayer por la mañana a Suiza para resolver el problema —respondió Przydatek—. Esperamos esta misma noche recibir una llamada suya en Villa Mondragone confirmando el fin de su misión.
—Muy bien, querido monseñor, sólo espero que el padre Alvarado sepa resolver el, digámoslo así, problema, de forma pausada, sin dolor. Recuerde siempre, fiel Przydatek, que inhumanitas omni aetate molesta est, la inhumanidad es penosa en cualquier época.
—No se preocupe, eminencia. El padre Alvarado sabe bien cómo resolver un problema sin dolor —respondió el secretario de Lienart mientras tomaba notas en un pequeño cuaderno.
—También debemos resolver algunos cabos sueltos que hemos dejado sin atar en New Haven —señaló el cardenal Lienart.
—Los padres Cornelius y Reyes han sido los elegidos para atar esos cabos sueltos de los que habla su eminencia —precisó Vaclav Przydatek—. El Círculo Octogonus les ha encargado la santa misión de recuperar el Manuscrito Voynich con la ayuda de Faetonte y traerlo hasta aquí para que quede bajo la tutela de manos más expertas.
—Yo creo, fiel Przydatek, que seguiremos teniendo cabos sueltos si dejamos que personas ajenas al Círculo sepan tanto de nosotros como para que puedan hablar con las autoridades en el caso de que el libro desapareciese misteriosamente —precisó el cardenal Lienart mientras elegía un cigarro habano de un humidificador que tenía frente a él.
—¿A qué se refiere, eminencia? —preguntó Przydatek.
—Nihil est virtute pulchrius. Nihil utile nisi quod honestum. Nada hay más bello que la virtud. Nada es bueno salvo lo honesto, querido secretario. Faetonte ha servido a nuestros deseos con obediencia y pulcritud. Creo que si los hermanos Cornelius y Reyes resuelven la cuestión del libro, la misión de Faetonte puede darse por terminada.
—¿Qué quiere decir con terminada, eminencia? —inquirió el religioso polaco.
—Saepe ne utile quidem est scire quid futurum sit, a veces es mejor no saber lo que pasará. Faetonte ya no será necesario para nuestros intereses —dijo Lienart mientras con una fría sonrisa en el rostro cortaba con una pequeña guillotina de plata la punta del cigarro—. Usted ya me entiende. Si Faetonte en realidad nunca existió, entonces ex nihilo nihilfit, de la nada, nada adviene.
—Pero, eminencia, Faetonte siempre ha sido un fiel servidor de Dios y un fiel servidor de su eminencia. No creo que debamos dar por concluida nuestra relación con él —adujo Przydatek casi suplicante.
—Ut desint vires, tamen est laudanda volutas, aunque nos fallan las fuerzas, es de alabar nuestra voluntad. Ahora cumpla con su deber ante Dios, ante el Santo Padre y ante mí. Sin discusión —ordenó Lienart a su secretario.
—Así se hará, eminencia. Buenas noches —respondió monseñor Przydatek mientras salía del despacho.
—Buenas noches y, por favor, cierre la puerta cuando salga. Deseo estar solo.
Mientras se alejaba por el oscuro pasillo, Przydatek siguió escuchando desde el despacho del cardenal August Lienart el Mesías de Handel, que inundaba las estancias del Palacio Apostólico.
* * *
Fort Meade. Maryland
El Ford Mustang rojo cruzó a la misma hora de siempre el control de acceso de la NSA y enfiló por Rockenbach Road. Al llegar a Cooper Avenue, giró a la derecha. Siguió de frente hasta Mapes Road y, en esa misma calle, giró de nuevo a la derecha y después otra vez en esa misma dirección por English Avenue. Carlton Sherman redujo la velocidad mientras entraba a la izquierda por Upton Road hasta Washington Avenue. La pequeña casa de color blanco situada en el número 42 había sido el hogar del analista de la NSA durante los últimos quince años.
Sherman condujo despacio por la rampa del garaje para evitar golpear los bajos del coche y entró en el interior. Tras apagar el motor, abrió la puerta con dificultad. Tengo que limpiar este jodido garaje, se dijo a sí mismo mientras apartaba una flamante carretilla de jardinería que jamás había usado. A pocos metros, y sin ser visto, un Lincoln Continental de color azul había seguido al vehículo de Sherman hasta su casa y se había detenido en la esquina de la calle.
El amigo analista de Aaron Avner se dirigió al buzón y sacó varios sobres. La mayor parte era propaganda y publicidad de empresas de créditos y de muebles de jardín, y facturas. Al llegar a la puerta, Sherman sacó las llaves del bolsillo y la abrió.
El interior estaba ordenado. Se notaba que en aquella casa vivía un soltero que pasaba poco tiempo en ella: muebles en su sitio y una nevera con cervezas, una manzana y una botella de leche medio llena. Carlton Sherman subió por las escaleras hasta el piso superior mientras se quitaba la chaqueta y se aflojaba el nudo de la corbata.
El dormitorio era exactamente igual que el resto de la casa, sólo que contaba con una ordenada biblioteca con libros sobre criptoanálisis, espionaje tecnológico, cifras y claves y novelas policíacas de bolsillo. Sherman dejó la chaqueta y la corbata encima de la cama y desprendió de su cinturón la cartuchera en la que portaba la Glock 17 reglamentaria. A continuación se dirigió al baño y, tras correr las cortinas de la bañera, abrió el grifo del agua caliente de la ducha. En ese mismo momento oyó un leve sonido y sintió que un fino cable de acero se cerraba alrededor de su cuello impidiéndole la respiración. Pero el asesino no había contado con el espíritu de supervivencia que tan buenos resultados había dado a Sherman en el Irán de Jomeini.
El agente de la NSA levantó los dos pies y, apoyándolos en el borde de la bañera, dio un fuerte empujón hacia atrás, golpeando a su atacante contra el espejo del baño, pero el padre Italo Jacobini no soltó a su presa. El siguiente intento de Sherman fue bajar la cabeza y levantarla lo más fuerte posible para intentar golpear en la cara a su atacante, cuyo rostro aún no había visto.
El impacto hizo que el asesino del Círculo Octogonus sangrara abundantemente por la nariz mientras continuaba ejerciendo presión en el cable de acero. La cara de Carlton Sherman adquiría un tono cada vez más rojizo debido a la falta de aire.
La lucha se había desplazado al dormitorio. Allí, Sherman se arrojó al suelo intentando dar una voltereta con su atacante a la espalda, pero Jacobini no estaba dispuesto a abandonar, así que continuó sujetando el cable con ambas manos alrededor del cuello del analista de la NSA e intentando inmovilizarlo con las piernas. En ese momento, Sherman divisó la Glock, que reposaba en la mesilla, junto al despertador. Alargó la mano, con el alambre aún en el cuello y cerrándose cada vez más, y consiguió tocar con la punta de los dedos la pistola aunque sin llegar a alcanzarla. Poco a poco, y casi sin aire en los pulmones, Carlton Sherman sacó fuerzas y consiguió ponerse de pie con su asesino aún colgado a la espalda.
En ese momento levantó los pies nuevamente y, apoyándolos en el borde de la cama, dio un fuerte empujón hacia atrás. Los dos cuerpos fueron a estrellarse contra el cristal de la ventana que daba a la calle.
Segundos después, Carlton Sherman, con la lengua fuera, dejó de respirar. El padre Jacobini aflojó el alambre y comprobó que el agente de la NSA amigo del bibliotecario estaba muerto. Su corazón había dejado de latir. Seguidamente se levantó y se dirigió al baño. Antes de abrir el grifo del lavabo para lavarse la abundante sangre que le salía por la nariz, cerró el grifo de agua caliente de la ducha. El vaho había empañado el espejo. Jacobini cogió una toalla y se dispuso a limpiarlo. Cuando la imagen volvió al espejo, el asesino del Octogonus divisó tras él una sombra en el dormitorio. Italo Jacobini sacó de la chaqueta una fina daga y salió del baño. Junto a la ventana había un hombre arrodillado junto al cuerpo de Sherman. Al oír cómo el asesino entraba en la estancia, el recién llegado se puso de pie y ordenó a Jacobini que se detuviera y se echara al suelo.
—¡Suelte el cuchillo y tiéndase en el suelo! —exclamó el agente Martin mientras lo apuntaba con el arma—. ¡Le ordeno que suelte el cuchillo y se tienda en el suelo con las manos extendidas! —gritó de nuevo. Jacobini, haciendo caso omiso de la advertencia, seguía avanzando hacia él con la daga en la mano.
—Se lo repito por tercera y última vez: si no suelta el cuchillo y se tiende en el suelo, le volaré la puta cabeza.
—No es un cuchillo. Es una daga de misericordia. Y no, no pienso soltarla —dijo el religioso mientras aparecía en su rostro una sonrisa gélida.
El agente Martin se puso en posición de tiro y ejecutó un primer disparo que impactó en el hombro del padre Jacobini empujándolo contra la pared. Al cabo de unos segundos el asesino volvió a levantarse y, con el cuchillo aún en la mano, se dirigió nuevamente hacia Martin. El agente de seguridad de la NSA realizó un segundo disparo, que esta vez impactó en la rodilla de Jacobini.
—Yo sé que no saldré vivo de esta casa, pero estoy preparado para ello. Dios, Nuestro Señor, ha decidido que sea hoy el día elegido para mí —dijo el religioso de rodillas debido a la herida de la pierna—. ¿Está usted también preparado para no salir vivo de esta casa? —Con un rápido movimiento, el asesino del Círculo Octogonus agarró la daga de misericordia por la punta de la hoja con la intención de lanzársela a Martin, pero éste, mucho más rápido, disparó de nuevo. La bala entró por la frente de Jacobini y lo mató en el acto.
Cuando el agente Martin salió de la casa, varias unidades del 911 habían llegado ya, alertadas por el sonido de los disparos.
Esto es lo que tiene vivir cerca del cuartel general de la NSA, pensó Martin al ver cómo varios agentes lo apuntaban desde detrás de los vehículos policiales.
—Arroje el arma y tiéndase en el suelo con las manos separadas —ordenó uno de los agentes.
—Soy agente federal. Soy agente de la NSA —gritó mientras intentaba sacar del bolsillo su placa de identificación. Minutos después, la casa situada en el número 42 de Washington Avenue se convertía en un auténtico hervidero de forenses, CSI, agentes de homicidios del Departamento de Policía de Fort Meade, personal de ambulancias y agentes del servicio de seguridad de la NSA que interrogaban al agente Martin en el porche de la casa sobre lo sucedido. Martin vio salir de la casa a un ayudante del sheriff con varias bolsas transparentes con pruebas en su interior.
—¿Son los objetos personales del asesino? —preguntó el agente de la NSA al ayudante del sheriff.
—Sí. Se lo hemos sacado de los bolsillos.
—¿Sólo llevaba esto en los bolsillos? —inquirió mientras miraba atentamente un octógono de tela metido dentro de una de las bolsas.
—Sí, sólo esto. Ninguna identificación, ningún carné de conducir, ningún pasaporte, ni nada por el estilo —dijo el policía—. No sé cómo este tipo puede haberse paseado por el país sin identificación ni tarjeta de crédito.
Martin desvió la mirada hacia varios de sus compañeros que se encontraban junto a una furgoneta negra de la NSA que hacía de oficina de operaciones en el lugar de los hechos.
—Jack, ¿habéis descubierto quién era ese tipo? —preguntó Martin.
—No te lo vas a creer. Sus huellas corresponden con las de un tal James Herbert Cody… —respondió.
—¿Y quién es ese Cody?
—Ya te he dicho que no te lo vas a creer. El tal James Herbert Cody, el auténtico James Herbert Cody, el único James Herbert Cody que aparece en nuestros archivos, en los de la CIA y en los del FBI es un niño de siete años que falleció hace treinta años de fiebres en un lugar llamado Apple Creek, en el estado de Ohio.
—¿Quieres decir que ese tipo que se llevan los de la morgue en esa bolsa negra no existe? —preguntó Martin.
—Exactamente. Así es. Ese fiambre que llevan ahí sencillamente no existe —respondió el agente de seguridad de la NSA.
* * *
Villa Mondragone. Italia
A miles de kilómetros de Maryland, monseñor Vaclav Przydatek se disponía a llamar por teléfono.
—Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo Przydatek.
—Silta nec silto, silencio por silencio —respondió la voz de su interlocutor.
—Eminencia, hemos tenido una baja…
—¿Quién ha sido? —preguntó Lienart.
—El hermano Jacobini —respondió el secretario—. Nos ha sido comunicado por el hermano Cornelius.
—Descanse en paz —sentenció el cardenal y gran maestro del Círculo Octogonus August Lienart—. ¿Se llevó a cabo la misión?
—Sí, eminencia. El hermano consiguió su objetivo —respondió monseñor Przydatek.
—Muy bien, querido amigo. Entonces, no tenemos nada de qué preocuparnos —exclamó algo más relajado el cardenal Lienart.
—Pero, eminencia… Ya hemos perdido a varios de nuestros hermanos y…
Lienart lo interrumpió bruscamente y Vaclav Przydatek guardó silencio.
—No siga hablando por este teléfono —dijo Lienart con tono frío—. Jamás vuelva a replicarme ni a recordarme cuáles son mis obligaciones hacia Dios, en defensa de la fe y de Su Santidad. Sé muy bien cuáles son mis obligaciones y los hermanos del Círculo han dado su vida por la fe. Serán acogidos por Dios en su infinita sabiduría. ¿Estaría usted dispuesto a hacer lo mismo que han hecho ellos, monseñor Przydatek?
—Estaría dispuesto, eminencia —respondió tajante el religioso polaco.
—Bien, ahora tranquilícese y dígame si el resto de nuestros hermanos sabe cuál es su próxima misión —preguntó Lienart.
—Sí, eminencia. Los hermanos saben que su próxima misión es una de las más importantes. Se han dado ya instrucciones a Faetonte para que apoye la misión —informó Przydatek.
—Bien, espero que todo sea manejado con mayor sigilo que el que se ha guardado hasta ahora. No estoy nada satisfecho de cómo se ha llevado todo este asunto. ¿Me ha entendido bien?
—Sí, eminencia. Perfectamente. Desde ahora se hará todo como usted ha indicado —replicó el secretario del cardenal.
—Espero que así sea, por su bien y por el mío —terminó diciendo Lienart.
Monseñor Vaclav Przydatek, solo en su dormitorio de Villa Mondragone, escuchó el tono continuo que indicaba que habían colgado el teléfono.