Capítulo 9

Ciudad del Vaticano

La comisión cardenalicia creada para investigar la muerte del Papa, dirigida por los cardenales Ludovico Masella de Brasil y Carlos de Rivera de Perú, concluyó que se trataba de muerte natural por infarto, pero muchas preguntas quedaron sin respuesta cuando se ordenó que se clasificara secreto pontificio el informe de la investigación. El cardenal August Lienart, sentado en su nuevo despacho del Palacio Apostólico, estaba leyendo el informe de la comisión investigadora. En una de las páginas, todas con el sello de secreto pontificio, aparecían varias preguntas de los investigadores:

¿Por qué el termo de té que cada noche y a la misma hora le llevaban al Papa desapareció poco después sin dejar el menor rastro?

¿Por qué y quién ordenó la retirada de la vigilancia al Papa de los agentes de la Entidad y de la Guardia Suiza?

¿Por qué cuando Helmut Hessler, coronel y comandante en jefe de la Guardia Suiza, comunicó al cardenal August Lienart la muerte del Sumo Pontífice, éste no mostró ninguna extrañeza, según testimonio del propio Hessler ante la comisión investigadora?

¿Por qué se dijo que no se había realizado ninguna autopsia al cadáver del Papa cuando en realidad se le practicaron tres?

¿Por qué no se hicieron públicos los resultados de ninguna de las tres autopsias?

¿Por qué se ordenó a la Entidad que no abriese ninguna investigación por parte de los servicios secretos papales?

Todas estas preguntas, realizadas por los investigadores Becchetti y Gannon, y muchas otras más, quedarían sin respuesta.

El cardenal Lienart cogió el folio por uno de los extremos y le prendió fuego con un encendedor para puros con el escudo del dragón grabado que tenía sobre la mesa. Mientras cerraba el dossier, Lienart sonrió fríamente. A continuación levantó el teléfono y llamó a monseñor Simón Doria, scriptor y custodio responsable del Archivo Secreto Vaticano.

—Monseñor Doria, soy el cardenal Lienart. Necesito custodia para un documento oficial destinado al Archivo Secreto.

—Enseguida, eminencia —respondió el sacerdote.

—Tengo que pedirle un favor, monseñor Doria —dijo Lienart—. Prefiero que no diga nada de este asunto a monseñor Lassiter. Le estaría muy agradecido.

—Descuide, eminencia. Nada saldrá de mí —contestó el scriptor.

Minutos después, un pequeño golpe en la puerta le indicó que el scriptor había llegado. Lo acompañaba su secretario, monseñor Przydatek.

—¿Eminencia? —preguntó el secretario.

—Pasen, por favor. Pasen —respondió el cardenal a los dos obispos.

El scriptor se acercó en silencio hasta el cardenal Lienart y, tras besarle el anillo con una reverencia, colocó una caja metálica en la mesa y la abrió. En su interior, forrado de terciopelo, había un estuche de plástico con cierre hermético para evitar su posible deterioro por la humedad. Lienart abrió el estuche de plástico e introdujo el documento de la investigación de la muerte del Papa en él. Posteriormente depositó el estuche en la caja metálica y cerró la tapa. El scriptor cerró los candados y sobre ellos colocó dos cintas de color rojo. Situó las cintas sobre una pieza de plomo y derramó lacre líquido sobre ellas.

Justo antes de solidificarse, el scriptor estampó el sello cardenalicio de August Lienart, el sello de la Santa Alianza, el espionaje vaticano, y el sello de la mitra pontificia con las llaves cruzadas bajo ella, el símbolo del Archivum Secretum Apostolicum Vaticanum.

Una vez realizada esta operación, el scriptor Doria depositó la caja lacrada, que también llevaba un sello de registro, en un pequeño carrito y la trasladó hasta el corazón de la cámara acorazada del Archivo Secreto. Allí, en un oscuro rincón, permanecería oculto para el resto de los tiempos el único rastro de la muerte del Papa. Había llegado la hora de un nuevo cónclave y del ajuste de cuentas, y Lienart sería implacable.

Los padres Giovanni Becchetti y John Gannon, que habían informado al Sumo Pontífice y al cardenal secretario de Estado Alberto Lubiani sobre las oscuras operaciones realizadas por los agentes de Lienart, fueron los encargados de llevar a cabo la investigación sobre la extraña muerte del Santo Padre.

Cuatro días después de la muerte del Papa, y mientras aún el mundo se reponía de la sorpresa, el padre Becchetti apareció ahorcado en un solitario parque de Roma muy concurrido por travestís y prostitutas en busca de clientes. A pesar de que la policía italiana cerró el caso declarándolo suicidio, nadie quiso investigar las extrañas marcas que Becchetti tenía en los brazos y en el cuerpo, como si hubiera luchado contra alguien. La autopsia demostró que al religioso se le había roto el cuello debido a un fuerte golpe en la nuca, y no por efecto del peso de su cuerpo al caer en seco con una soga amarrada al cuello.

El padre Gannon, redactor por encargo del Papa fallecido del informe sobre la corrupción en los servicios de inteligencia del Vaticano, la Entidad y el Sodalitium Pianum, su contraespionaje, pidió que lo trasladaran a la nunciatura de Canadá con el fin de alejarse lo máximo posible de las conjuras vaticanas. El secretario de Estado y el responsable de la Segunda Sección, el cardenal Dionisio Barberini, realizaron todos los arreglos necesarios, pero una noche el padre John Gannon apareció ahorcado en su celda de la residencia de Santa Marta, intramuros del Vaticano.

Sin duda alguna, los padres Giovanni Becchetti y John Gannon habían sido dos nuevas víctimas del Círculo Octogonus.

Nadie vio nada, nadie escuchó nada, nadie hizo preguntas.

El cardenal August Lienart se ocupó personalmente del asunto, dejando todo atado y bien atado, pero aún le quedaba por atar otro cabo suelto: el oficial Danton Buchs había visto a monseñor Przydatek retirar el termo del dormitorio del Papa.

* * *

Florencia. Italia

Como cada mañana, Matteus Planch caminaba hasta la Piazza della Signoria para desayunar en la terraza del café Spiro.

Le gustaba sentarse allí y observar a los turistas, analizarlos, adivinar de qué país eran. Le encantaba ver a esas japonesas vestidas de colores imposibles levantando sus paraguas de colores para no perder a ninguno de los cientos de japoneses de rostros iguales que las seguían. Siempre pensaba en qué pasaría si alguno de ellos se perdiese y no pudiese regresar a su ordenado Japón. Sin duda, aquellas personas formaban ya parte del paisaje florentino. Si Lorenzo de Medici levantase la cabeza y viese en lo que se ha convertido su adorada ciudad…, pensó el coleccionista de libros.

—Un macchiato y un limoncello —pidió Planch.

—Enseguida, señor Planch —respondió el camarero.

Los italianos seguían consternados por la noticia de la súbita muerte del Papa. La gente se hacía muchas preguntas acerca de su muerte y del telón de silencio impuesto por el Vaticano sobre el asunto, y había comenzado ya a expandir rumores sobre la existencia de una mano negra que había alcanzado al Sumo Pontífice para evitar que salieran a la luz las maniobras realizadas por algunos cardenales de la curia en sus congregaciones y consejos pontificios. En aquellos momentos, el Estado Vaticano vivía los once días reglamentarios de luto antes de convocar nuevamente el cónclave. A rey muerto, rey puesto, pensó Planch. En pocos días los cardenales elegirían al nuevo sucesor de Pedro en la Capilla Sixtina.

Tras beberse de un solo trago el amarillento líquido en un estrecho vaso helado, Planch depositó unas monedas en un plato y decidió regresar a su casa. A las doce de la mañana había quedado con un periodista sueco que preparaba una guía sobre Florencia para no sé qué periódico difícil de pronunciar. El coleccionista atravesó la plaza hasta la Via Vacchereccia bajo el sol matinal. Allí se detuvo ante el escaparate de una juguetería. Le gustaba observar los detalles de los soldaditos de plomo que se alineaban con sus hermosos uniformes ante él, exactamente iguales a los miembros de la Guardia Suiza y colocados alrededor de un pequeño pontífice de plomo y su secretario de Estado.

Su paseo continuó por la Via di Capaccio hasta el Ponte Vecchio, sobre el río Arno. Matteus Planch no se cansaba de cruzarlo una y otra vez ni de mirar los escaparates de las pequeñas joyerías. Después, y en paralelo al río, caminaba hasta el Ponte de Santa Trinita. Allí pasaba tiempo junto a su amigo Stefano Viliani en su magnífica papelería, Parione, el mejor lugar de Florencia en el que se mostraba cómo era posible convertir el papel en arte. A Matteus Planch, entusiasta del papel, le hacían desde hacía décadas sus tarjetas de visita en Parione en un papel de lino y algodón hecho a mano, el único lugar del mundo en el que todavía se seguía haciendo. Incluso algún expresidente de Estados Unidos era cliente de Parione.

Al salir del reducido establecimiento, Planch no se dio cuenta de que un hombre alto, que estaba apoyado en la barandilla del río, lo vigilaba de cerca. El coleccionista decidió regresar a su casa para esperar al periodista. El sueco le había preguntado si podría hacerle algunas fotografías junto a sus valiosos códices. Planch, como buen conocedor de la imagen, quería estar preparado. Me pondré una chaqueta de terciopelo rojo y una camisa de seda azul para la sesión de fotos, pensó Planch mientras jugueteaba con su sello familiar, una torre coronada y escoltada por dos caballos rampantes, que llevaba en el dedo meñique izquierdo.

Unos minutos después llegó a su residencia, en la Via dei Vagellai. El misterioso hombre seguía vigilando de cerca los pasos de Matteus Planch cuando éste abrió la destartalada y oxidada puerta.

Subió hasta el vestidor, junto al dormitorio principal, y como si de un rito se tratase, se quitó los mocasines, los calcetines de hilo blanco, los pantalones de terciopelo negro, la chaqueta de lino y la camisa de seda con sus iniciales bordadas en la parte inferior izquierda. Con sumo cuidado, abrió la puerta del armario en el que estaban las camisas y eligió una de seda de color azul. Planch siguió el mismo rito para elegir los pantalones, la chaqueta de terciopelo rojo y unos mocasines marrones hechos a medida por la prestigiosa casa John Lobb de Londres. Mientras se cepillaba el pelo canoso con un cepillo de finas cerdas, sonó el timbre de la puerta. Se dispuso a elegir un reloj y cogió un Cartier de plata. Al mirarlo, comprobó que pasaban diez minutos de1 las doce.

Ilusionado como un niño ante la perspectiva de la sesión fotográfica, bajó rápidamente las escaleras para abrir la puerta.

Ante él apareció el periodista, un hombre alto, rubio y de cuidada barba que dijo llamarse Erik Stoldheim.

—Buenos días, ¿es usted el señor Planch? —saludó el recién llegado—. Soy Erik Stoldheim, trabajo para el Aftonbladet de Estocolmo.

—Sí, soy yo. Soy Matteus Planch. Pase, por favor, pase —invitó el coleccionista.

Los dos hombres comenzaron a subir las escaleras hasta el salón superior y la biblioteca.

—Tenga cuidado y no se acerque demasiado a la barandilla del primer piso. Está suelta, llevo años diciendo que debo arreglarla, pero nunca tengo tiempo —se disculpó Planch.

—Si quiere podemos hacer primero las fotos y después la entrevista —propuso el periodista.

—Bien, vayamos primero a la biblioteca. Le mostraré varios códices bellamente decorados. Si quiere, puede sacarles fotos —dijo Planch.

El periodista sueco sacó una cámara Nikon de su bolsa y comenzó a hacer fotografías de los libros, de Matteus Planch, de la biblioteca, de la amplia terraza desde donde se divisaba la magnífica cúpula de la catedral, diseñada por el gran Filippo Brunelleschi, y de las vistas sobre el río Arno.

—¿Dónde saldrá el reportaje? —preguntó Planch.

—Es para una revista de viajes que editamos con el periódico en la que recomendamos ciudades europeas —respondió Stoldheim—. Al final de cada reportaje hacemos varias recomendaciones de lugares de interés cultural y restaurantes.

—¡Oh, muy bien! Cuando acabemos con la entrevista, lo invitaré a un buen restaurante de Florencia cuyo propietario es muy amigo mío. Le gustará y seguro que podrá recomendarlo en su revista —dijo Matteus Planch.

—De acuerdo, pero antes debo hacerle la entrevista. Me basta con que me dé algunos datos básicos sobre usted, sobre su relación con esta ciudad y sobre su colección —dijo el sueco.

Tras casi cuarenta y cinco minutos de conversación, Erik Stoldheim le pidió permiso para usar el baño.

—Claro, por favor. Es la puerta del fondo del pasillo, a la derecha.

—Gracias —dijo el periodista mientras se levantaba y cogía la bolsa en la que estaban guardadas las cámaras. Aquello llamó la atención de Planch. ¿Acaso pensaba que iba a fisgar en su bolsa? El periodista era demasiado guapo y a él no le importaría conocer sus secretos.

Stoldheim se dirigió hacia el baño y cuando estuvo dentro abrió la bolsa de las cámaras y extrajo unos guantes negros, un alambre con un asa en cada extremo y un octógono de tela con la frase Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios escrita en su interior que se metió en el bolsillo. Seguidamente se lavó las manos, se puso polvos de talco en las palmas y se colocó los guantes, sujetando el alambre enrollado en la mano derecha. Regresó al salón, pero Planch no estaba.

Continuó su búsqueda hasta llegar a la terraza. El coleccionista había preparado en una mesa dos copas frías, una coctelera para hacer martinis y un plato con aceitunas.

—¿Le apetece un martini, Erik? —preguntó Planch.

—Sí, por favor —respondió el periodista.

Al cabo de apenas unos minutos, el periodista derramó su copa llena sobre la mesa. Cuando Matteus Planch se disponía a darse la vuelta para ir a buscar un trapo, el padre Wilhelm Ter Braak asió el alambre con las dos manos y con un rápido movimiento se lo pasó a Planch alrededor del cuello. El coleccionista de libros sintió un fuerte dolor en la garganta. No podía respirar. Cuando le quedaban ya pocos segundos de vida, escuchó una voz, pero no sabía si llegaba desde la misma terraza o desde el más allá.

—Alto, suéltelo o disparo —advirtió la voz.

Ter Braak se giró intentando acabar con la vida de su primer objetivo. Después se ocuparía de aquel hombre que lo amenazaba con un arma a poca distancia. Pero Matteus Planch era obeso y eso tal vez le iba a salvar la vida. El alambre tardaba más tiempo en presionar la tráquea debido a la grasa almacenada en el cuello.

—Si no le suelta ahora mismo, dispararé, y créame que no dudaré un solo segundo en hacerlo —amenazó la voz.

Esta vez la advertencia llegó con una fuerte detonación. La bala le entró a Ter Braak por la espalda, le atravesó el hombro derecho y lo obligó a girarse y soltar un extremo del alambre. Al liberarse de la presión que tenía en el cuello, Planch consiguió inspirar una bocanada de aire que volvió a llenar los pulmones.

El sacerdote del Círculo Octogonus quedó tendido en el suelo y el hombre que lo amenazaba le arrojó unas esposas.

—Póngaselas, y con cuidado. Quiero verle las manos —ordenó la voz.

Matteus Planch se alejó de su atacante. La vejiga le había jugado una mala pasada y se avergonzó al ver sus pantalones hechos a medida completamente mojados. Sufría más por la vergüenza de esa circunstancia que por el hecho de que lo hubieran intentado asesinar. Mientras trataba de cubrirse la entrepierna húmeda, una mano fuerte lo asió por el brazo para ayudarlo a levantarse.

—¿Puede levantarse? —le preguntó el hombre alto de bigote recortado mientras seguía vigilando al padre Ter Braak, que estaba herido en el suelo sangrando abundantemente por el hombro—. Soy el comisario Martelli, de la División Criminal.

El policía estaba ayudando al coleccionista a incorporarse cuando se dio cuenta de que el padre Ter Braak se había puesto en pie.

—Siéntese ahora mismo —le ordenó Martelli—. Siéntese ahora mismo o no tendré más remedio que matarlo aquí y ahora, y como ya le he dicho, no dudaré ni un segundo en hacerlo —repitió.

El sacerdote comenzó a pronunciar unas frases en latín, de manera casi inaudible, como si estuviese rezando para sí mismo, mientras se incorporaba sobre la barandilla.

Deus meus, Deus meus, ut quid dereliquisti me, Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Ex umbra in solem, de la sombra a la luz —iba repitiendo una y otra vez el padre Wilhelm Ter Braak cuando de repente se encaramó a la barandilla y, colocándose de espaldas, se dejó caer al vacío. El cuerpo del asesino del octógono atravesó la claraboya de cristal y quedó ensartado en el tridente de una escultura de Neptuno, el rey de los mares.

—Señor Planch, el padre Marcelo Giannini me llamó para avisarme de que alguien intentaría asesinarlo, así que decidí ponerlo bajo vigilancia —explicó el comisario Martelli, con el arma en una mano y con la placa policial en la otra.

—¿Cómo dice? No entiendo cómo… —intentaba balbucear Planch.

—Es muy sencillo. Se lo explicaré. Pero antes, si quiere, puede usted ir a cambiarse de ropa —dijo Martelli mientras lo ayudaba a dar los primeros pasos hacia el interior de la casa.

Unos minutos más tarde, Matteus Planch, que ya se había cambiado y se recuperaba de la impresión, observó cómo su casa había sido invadida por agentes de policía de paisano y carabinieri uniformados. Una ambulancia y un vehículo del cuerpo forense estaban aparcados en la entrada. El cadáver del padre Wilhelm Ter Braak había sido ya extraído del tridente de Neptuno e introducido en una bolsa de plástico. Sus objetos personales se habían guardado en pequeños sobres de plástico para almacenar pruebas: unas gafas de sol, una cámara Nikon sin película, unos guantes negros, un alambre con asas a ambos lados, un octógono de tela con una frase escrita en su interior y una bolsa para cámaras fotográficas.

—Tomaremos las huellas dactilares al cadáver para saber quién es el asesino y se las pasaremos a la Interpol —le estaba diciendo Martelli a su ayudante cuando entró en la terraza Matteus Planch.

—¿Puede ahora alguien decirme quién diablos es ese tipo que ha intentado asesinarme? —dijo el coleccionista de libros dirigiéndose al oficial de policía.

—Siéntese aquí y tranquilícese. Se lo explicaré —dijo Martelli.

—¿Cómo quiere que esté tranquilo si hace unos minutos tenía un alambre en el cuello y un periodista sueco trataba de matarme?

—En realidad no sabemos si era un periodista sueco —dijo Martelli—. No hemos encontrado ninguna documentación que lo acredite. Tampoco llevaba consigo carné de identidad ni carné de conducir ni pasaporte. Ese tipo sencillamente no existía.

El ayudante del comisario regresó, con la cara alterada, y susurró algo al oído de Martelli que hizo que éste cambiase de expresión.

—¿Qué ocurre? —preguntó Planch.

—No podemos saber de quién se trata, no tiene huellas dactilares —respondió el policía.

—¿Cómo que no tiene? Todos tenemos huellas dactilares.

—Él no. Parece ser que se las ha quemado hasta tal punto que han desaparecido de todos los dedos. Tal vez el forense pueda sacárselas, pero por ahora no hay nada que hacer. Su asesino tiene la espalda llena de llagas y de costras, como si se hubiera estado flagelando durante años —contó Martelli.

—No entiendo por qué alguien así querría asesinarme.

—Hace unos días, en Roma, alguien intentó asesinar al padre Marcelo Giannini en la biblioteca de la Pontificia Universidad Gregoriana…

—¿Pero está muerto? —preguntó el coleccionista.

—No, tranquilícese. Está bien, aunque en el hospital. El asesino le provocó graves heridas durante el ataque, pero él consiguió matar a su atacante hundiéndole un pedazo de cristal en el cuello. Al parecer, el hombre que intentó matarlo tampoco llevaba ninguna identificación, pero, como en su caso, guardaba en el bolsillo un octógono de tela con una frase en latín: Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios. Hace dos días, en Roma, mataron al profesor Roberto Lendini en un baño de la universidad. Alguien lo había estrangulado y en el bolsillo de su camisa le había dejado un octógono igual que los que hemos encontrado.

—Pues sigo sin entenderlo —objetó Planch.

—Está bastante claro. El padre Giannini, el profesor Lendini y usted tienen algo en común, aunque tal vez no sepan de qué se trata —explicó el comisario Martelli.

—Espere un momento —dijo Planch mientras daba un salto en la silla—. Tal vez yo sepa qué es lo que tenemos en común.

Hace unas semanas me visitó un periodista de Estados Unidos, un tal Brown. Vino a verme por recomendación de un amigo mío, el profesor Aaron Avner, de la Universidad de Yale. Tal vez él pueda decirnos algo, o su amigo el periodista. Estaba muy interesado en la historia de la herejía cátara y en mis orígenes familiares.

—Puede ser. Si tiene su número de teléfono, tal vez pueda llamarlo para que me explique qué está investigando y qué ha provocado tantos crímenes. Aquí tiene mi tarjeta, señor Planch. Si recuerda algo, por favor, llámeme —dijo Martelli—. En todo caso, he decidido ponerle escolta durante varios días hasta que el asunto se calme. Buenas noches, señor Planch.

—Buenas noches, comisario. Y gracias por salvarme la vida —dijo el coleccionista de libros mientras se despedía.

—Es mi deber, señor Planch, es mi deber. Recuerde llamarme para darme el teléfono de su amigo de Yale. Necesito hablar con él.

* * *

New Haven. Connecticut

Brown marcó el primer número de teléfono de la lista que le había entregado el agente Martin de la NSA y esperó a que sonase el primer tono. Unos segundos después, una voz medio adormilada respondió al tercer tono.

—Por favor, ¿podría decirme con quién hablo? —dijo Jack Brown.

—¿Quién es usted? —preguntó la voz.

—Soy periodista y llamo desde Estados Unidos. Querría saber con quién estoy hablando.

—Está hablando con la familia Hubert, en París. ¿Le ha pasado algo a nuestro hijo? —inquirió la voz.

—¿Tiene usted algún familiar en Estados Unidos? —preguntó a su vez Brown.

—Sí. Nuestro hijo es cocinero en una pequeña ciudad de Connecticut —respondió la voz masculina intentando pronunciar correctamente el nombre del estado.

—Bien, muchas gracias y perdone. —Antes de colgar, Brown dijo—: ¡Ah, se me olvidaba! Su hijo está perfectamente.

Los siguientes dos teléfonos de la lista facilitada por la Agencia de Seguridad Nacional eran de un hotel de París y de una residencia de ancianos en Reading, en Gran Bretaña.

A continuación Brown se sirvió un vaso de whisky antes de sentarse nuevamente en el destartalado sofá con el teléfono sobre la tripa. Cogió la lista y comenzó a marcar los números 00, 379, 06, 69884857. Escuchó varios tonos de llamada antes de que alguien respondiera al otro lado de la línea.

—Buenos días. Prefectura de la Casa Pontificia, dígame.

—Buenos días. Soy Jack Brown, periodista del Boston Globe. Le llamo desde Estados Unidos y desearía cierta información sobre este número de teléfono —dijo Brown cautamente.

—Lo siento. Si es usted periodista, debe ponerse en contacto con la Sala de Prensa de la Santa Sede. No puedo darle ninguna información. Muchas gracias y buenos días.

—Perdone, no he entendido muy bien con quién estoy hablando —dijo Brown.

—Habla usted con el Vaticano.

—¿Con qué departamento del Vaticano? —preguntó el periodista.

—Para esa información es mejor que llame usted a la Sala de Prensa. —A continuación, colgaron.

Brown llamó al siguiente número de la lista: 00-379-06-69883314.

—Archivo Secreto Vaticano, dígame —respondieron.

—Buenos días. Soy Jack Brown. Le llamo desde Estados Unidos y desearía cierta información sobre este número —volvió a repetir Brown, esta vez sin precisar que era periodista—. Soy investigador y estoy intentando averiguar si este número es de la Biblioteca Vaticana.

—No. Éste es el número del Archivo Secreto Vaticano. ¿Desea usted hablar con nosotros o con la Biblioteca Vaticana? —preguntó el telefonista.

—Creo que con ustedes —dijo Brown con cierto miedo a que su interlocutor cortase la comunicación antes de conseguir la información que deseaba—. Necesito saber si ustedes conocen a alguien en el estado de Connecticut, en Estados Unidos.

—No sabría responderle. Yo no conozco a nadie allí —dijo el telefonista.

—¿No conoce usted a un hombre llamado Milo Duke?

—No, lo siento. No conozco a nadie con ese nombre —dijo impaciente el interlocutor de Brown—. Si no desea ninguna información sobre el Archivo, le recomiendo que llame a la Biblioteca Vaticana. Ellos podrán ayudarlo mejor que yo. Buenas días. —A continuación, el hombre del Vaticano colgó el auricular.

Ya casi había desistido cuando decidió marcar el último número de la lista, 00-39-06-94019421. La señal le indicó que la línea estaba ocupada. Volvió a intentarlo y salió el tono de llamada. Al cabo de unos segundos, el periodista escuchó la voz de una mujer.

—Villa Mondragone, buenos días —dijo la señora Müller.

—Buenos días. Le llamamos de una compañía telefónica de Estados Unidos —dijo Brown.

—Bien, dígame qué desea —dijo la mujer de forma cortante y algo desconfiada.

—Estamos investigando una desviación de líneas desde diversas cabinas telefónicas y, antes de denunciarlo al FBI, hemos decidido investigar por nuestra cuenta.

—No entiendo por qué llama usted aquí. Está hablando con un número de Italia —dijo la señora Müller.

—¿De qué parte de Italia? —preguntó Brown—. ¿Es el Vaticano?

—No, está usted hablando con un número de teléfono de Frascati.

—¿Ha dicho Rascati? —preguntó Brown intentando tomar notas en una servilleta con la mano libre.

—Está usted hablando con Frascati, no Rascati —corrigió la señora Müller.

—¿Eso está al norte o al sur de Roma? —preguntó Jack Brown.

—Está al este de Roma. Pero ¿por qué le interesa esa información? Si no quiere hablar con nadie, tendré que cortar la comunicación —amenazó la mujer.

—¿Es usted la dueña de la casa?

—No.

—¿Podría entonces hablar con los dueños de la casa? —pidió Brown.

—En estos momentos, su eminencia no está en la villa. Sólo está su secretario —dijo la señora Müller inocentemente.

—¿Es que esa casa pertenece a un religioso? —preguntó Brown intentando mantener la calma para no levantar sospechas.

—Su eminencia es un cardenal de la Iglesia católica y yo estoy a su servicio desde hace treinta años —dijo la mujer.

—Me ha dicho que está el secretario del cardenal. ¿Podría hablar con él? —preguntó Brown, ansioso.

—Déjeme comprobar antes que monseñor no está ocupado —dijo la señora Müller. Pero antes de retirarse de la línea, Brown le hizo una nueva pregunta.

—Por cierto, ¿conoce a un hombre llamado Milo Duke?

—No, lo siento. No conozco a nadie con ese nombre —respondió mientras se oían sus pasos alejándose del teléfono.

Las ideas comenzaban a bullir en su mente. En la arrugada servilleta de papel de un restaurante se alineaban palabras como Mondragone, Frascati, cardenal y monseñor.

—Lo siento, pero el secretario está ocupado en este momento y no puede atenderlo. Si quiere, puede dejarme su nombre y su número de teléfono en Estados Unidos y él lo llamará más tarde —dijo la señora Müller.

—No se preocupe. Volveré a llamar. Ha sido usted muy amable —dijo Brown mientras colgaba el auricular.

* * *

Ciudad del Vaticano

El teléfono del despacho del cardenal Lienart sonaba con insistencia desde hacía unos minutos. Mientras esto sucedía, el cardenal se secaba las manos en una toalla de lino con tranquilidad, casi como si fuera un rito religioso. Seguidamente, volvió a colocarse en el dedo el anillo con el sello del dragón y se dirigió hacia su mesa.

Nada más levantar el teléfono oyó las conocidas palabras en latín y una respiración entrecortada.

Fractum necfractuem, favor por favor —dijo Przydatek.

Silta nec silto, silencio por silencio —respondió August Lienart.

—Eminencia, estamos en peligro.

—Respire profundamente y una vez que se recupere y pueda hablar pausadamente y con calma, me podrá contar lo que ha ocurrido —pidió el cardenal.

—Eminencia, hemos recibido una extraña llamada en Villa Mondragone desde Estados Unidos… —dijo entrecortadamente Przydatek intentando aclararse la voz.

—¿Y qué tiene eso de malo? —dijo Lienart.

—Eminencia, el problema es que preguntó a la señora Müller si conocía a un hombre llamado Milo Duke… —De repente pareció como si la línea se hubiese cortado. No se oyó ni el más leve murmullo al otro lado del aparato hasta que Przydatek rompió el silencio—. ¿Está usted ahí, eminencia?

—Sí, estoy aquí —respondió August Lienart—. Déjeme pensar. Ese hombre que llamó ¿preguntó algo más a la señora Müller?

—No, eminencia. Dijo que era un trabajador de una compañía telefónica de Estados Unidos y que estaba comprobando un cruce de líneas con diferentes números de teléfono de Italia —explicó Vaclav Przydatek—. También le preguntó a la señora Müller que dónde estaba situada la villa.

—¿Quién cree usted que puede ser el hombre que llamó? —interrogó Lienart.

—Tal vez ese periodista del Boston Globe del que ya nos informó Faetonte —respondió Przydatek preocupado—. Con la pérdida de dos de nuestros hermanos, no creo que sea muy recomendable esperar para saber qué desea un periodista que se dedica a husmear.

—¿Y qué propone usted? —preguntó el cardenal.

—Tal vez alguno de nuestros cuatro hermanos que se encuentran en Estados Unidos pueda resolver el problema —propuso Przydatek fríamente.

—A nuestros cuatro hermanos, los padres Ferrell, Cornelius, Reyes y Jacobini, Dios les tiene reservada una misión mucho más elevada que la que usted propone —dijo Lienart—. Festina lente, apresúrate lentamente. Si ese hombre ha conseguido llegar tan lejos, es mejor esperar a que él venga a nosotros. Cuando eso ocurra, fiel Przydatek, lo estaremos esperando.

—¿Cómo sabe, eminencia, que ese periodista vendrá hasta nosotros? ¿Cómo está usted tan seguro? —preguntó el secretario.

Modicae fidei, quare dubitasti? Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado? Nuestro hombre vendrá. Delo por seguro, como que usted y yo estamos ahora mismo hablando. Vendrá a mí. No hará falta poner en peligro a ninguno de nuestros hermanos del Círculo. Y ahora, monseñor Przydatek, debo prepararme para el próximo cónclave. Su destino y el mío se decidirán nuevamente bajo la Capilla Sixtina. Sólo espero que esta vez el Espíritu Santo tome la decisión correcta. —Una vez dicho esto, Lienart cortó la comunicación. Monseñor Vaclav Przydatek no se quedó del todo tranquilo ante las palabras de su jefe y aquella noche no pudo conciliar el sueño en su dormitorio de Villa Mondragone.

* * *

Ciudad del Vaticano

Al día siguiente dio comienzo nuevamente y por segunda vez en el mismo año el rito del cónclave. Los novendiales, las nueve jornadas de luto, habían finalizado y había llegado la hora de elegir un nuevo Papa. Esta vez el cardenal Alberto Lubiani actuaba como camarlengo y eso, para Lienart, podía suponer un problema. Al parecer, Lubiani reunía en torno a él al bloque italiano de forma bastante compacta.

A las cuatro y media de la tarde, los ciento once cardenales entraron en el cónclave del que debía salir elegido el sucesor del fallecido Papa. En la Capilla Sixtina, los cardenales oyeron en silencio las estrictas normas del cónclave. La contienda estaba abierta entre el cardenal Alberto Lubiani, del sector liberal, y el cardenal Gaetano Angelini, del sector conservador, que habían conseguido cada uno treinta votos.

En la segunda votación, ambos candidatos perdieron apoyo, pero, por la tarde, el cardenal Michele Castillo, prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe, recibió treinta votos. En la cuarta votación entraron en escena el cardenal Guevara y un desconocido prelado que había llegado a Roma con no pocas dificultades desde una de las capitales del otro lado del Telón de Acero, ambos con cinco votos cada uno.

A pesar del silencio que reinaba en las celdas que rodeaban a la Capilla Sixtina, se estaba librando una gran batalla por el control de la Iglesia católica. La candidatura de Lubiani no retrocedía lo más mínimo en cada votación y tan sólo provocaba que nuevos nombres entraran y salieran de las candidaturas sin conseguir un resultado óptimo.

Por la noche, el cardenal August Lienart negoció el posible apoyo al cardenal de aquel país del Este, con los cardenales franceses, al mando de Flournoy; con los alemanes, liderados por el cardenal Hans Mühlberg; con los españoles, a cargo del cardenal José María Estévez; y con los norteamericanos, con el cardenal Olen Henley al frente. Al día siguiente por la mañana se celebraron dos votaciones más. Lubiani perdió terreno frente a otros cardenales. En la siguiente votación los votos a favor del desconocido cardenal se incrementaron. Esa misma tarde, se reunió con el cardenal Lienart en la celda de éste.

—Cardenal Lienart, me han dicho que está usted dirigiendo un bloque de apoyo a mi candidatura y no creo que eso sea del todo correcto. Tal vez vaya en contra de las normas del cónclave.

—Querido amigo, dé por hecho que tanto Lubiani como Angelini no permitirían tal cosa. Saben que su ambición está creando una escisión en el bloque italiano y tal vez podamos hacer algo para separarlos aún más —dijo Lienart sonriendo.

—Pero si soy elegido, tal vez no esté preparado para la misión encomendada por Dios —respondió el cardenal—. De cualquier manera, el cardenal Angelini está demasiado convencido de que será el elegido y ya está repartiendo los cargos entre sus más allegados.

—El Espíritu Santo es quien debe tomar esa decisión. Nosotros, los príncipes de la Iglesia, somos tan sólo su herramienta.

Nuestra mano, a la hora de votar, está dirigida por el Espíritu Santo, así que no lo olvide si es usted el elegido. Con respecto a Angelini, déjemelo a mí.

—Pero usted, Lienart, está buscando apoyos hacia mí y eso tal vez no sea del agrado del Espíritu Santo —dijo el cardenal no sin cierto sarcasmo.

—Puede ser, amigo mío, puede ser, pero hasta el Espíritu Santo de vez en cuando necesita un pequeño empujoncito —respondió August Lienart—. Déjeme a mí esa innoble y terrenal tarea y deje al Espíritu Santo que haga la suya. Estoy seguro de que esta vez no se equivocará. Creo que ha llegado el momento de acabar con cuatrocientos años de hegemonía italiana en la Silla de Pedro y ésta es una buena ocasión para ello. Usted representa esa oportunidad, querido amigo —continuó Lienart—. Tenga por seguro que, si es usted el elegido, me tendrá siempre a su lado para cualquier misión que me encomiende. Yo seré siempre su más fiel consejero, incluso en la sombra. Llevo ya demasiados años en el Vaticano sorteando las piedras impuestas en mi camino por la falsa curia y, como ve, he sabido esquivarlas con acierto y éxito.

Déjeme a mí las piedras y dirija usted los destinos de la Iglesia durante las próximas décadas. Yo seré su bisagra.

—¿A qué se refiere? —preguntó intrigado el cardenal.

—¿Sabe de dónde procede la palabra cardenal? El título que ahora portamos usted y yo fue creado por el papa Silvestre I en el siglo IV. El nombre deriva de la palabra latina cardo, bisagra, y ello se debía a que los cardenales constituimos una especie de bisagra como intermediarios entre los fieles y el Papa. Si es usted el elegido por el Espíritu Santo, yo seré su bisagra entre usted y el poder de la curia —respondió Lienart.

Antes de abandonar la celda del poderoso cardenal francés, situada bajo los frescos de Miguel Ángel, el todavía cardenal se levantó y le tocó la cabeza. Tal vez aquello suponía una premonición de lo que iba a suceder en las horas siguientes.

Tras la conversación, Lienart comenzó a hacer sus cálculos. Tenía que conseguir hablar con el cardenal Gaetano Angelini antes de la siguiente votación. Para ello debía sortear la estrecha vigilancia del investigador, el responsable de que se cumplieran las normas del cónclave, entre las cuales no figuraban las visitas nocturnas a uno de los candidatos.

Los pasillos formados por las humildes celdas daban un aspecto siniestro a la Capilla Sixtina. Unas pequeñas bombillas iluminaban los estrechos pasos entre los habitáculos, ahora ocupados por los cardenales electores.

Lienart se dirigió en silencio hasta la zona sur de la capilla, donde se encontraba la celda 29, ocupada por Gaetano Angelini.

Tras dar unos pequeños golpes, casi imperceptibles, corrió la ligera cortina y entró. El que era uno de los hombres más poderosos de la Santa Sede se encontraba de rodillas, rezando. Para Angelini, que rozaba los ochenta años, aquel cónclave era su última oportunidad de ser elegido Sumo Pontífice. El veterano cardenal no dio muestras de sorpresa cuando vio a Lienart entrar en su celda.

—Sé que está usted moviendo importantes fichas del cónclave —dijo Angelini—. ¿Sabe que yo también las estoy moviendo y que no cejaré en mi empeño?

—Lo sé —respondió Lienart mostrando cierto respeto por aquel anciano postrado en el reclinatorio y que aún le daba la espalda—. Sólo quiero hablar unos minutos con usted, eminencia.

—Guarde su falso respeto para otros, Lienart —le advirtió el anciano cardenal—. Yo sé quién es usted y lo que el Papa pensaba de su persona.

Rápidamente y para cortar ese tema, Lienart intervino.

—Es mejor dejar a los muertos reposar en paz. Los designios de Dios son inescrutables y la mano del destino también lo es.

Usted, sabio Angelini, sabe que esa mano es fácil de manejar si se tiene valentía y…

—Pocos escrúpulos —le interrumpió Angelini.

—Así es. Muchos de los príncipes de la Iglesia que duermen junto a estos muros jamás darían su vida por la Iglesia y en defensa de la fe. Ab uno disce omnes, por uno solo se conoce a los demás —repuso Lienart.

Affirmatio non neganti, incumbit probatio, al que afirma, y no al que niega, incumbe la prueba. ¿Usted sí lo haría, amigo Lienart?

—Sin dudarlo, eminencia, como tampoco dudaría en apartar a los enemigos de la verdadera fe y a aquellos que se han alejado del camino marcado por Dios —dijo fríamente el cardenal francés mientras miraba a los ojos del cardenal Gaetano Angelini.

—¿Es usted creyente, cardenal Lienart? —preguntó súbitamente el cardenal Angelini.

—Me extraña su pregunta, soy un príncipe de la Iglesia. ¿Es que acaso lo duda? Tal vez usted preferiría que le respondiese como hizo un sabio escritor cuando dijo: Yo no sé si Dios existe, pero si existe, sé que no le va a molestar mi duda, y eso tal vez les sucede a todos estos hombres que visten la púrpura junto a nosotros —respondió Lienart.

—¿Qué podría ganar si perdiese? —inquirió Angelini.

—Tal vez alcanzar el cargo de secretario de Estado o de prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe —respondió August Lienart.

—Está usted muy seguro, amigo Lienart, de que su candidato aceptará mi nombramiento como secretario de Estado —dijo Angelini—. ¿Y qué podría perder si ganase?

—Tal vez, amigo Angelini, pueda usted convertirse en Papa como hizo Visconti, siguiendo su mismo camino. Aunque ya es demasiado mayor como para esperar lo que esperó él —dijo Lienart en referencia al cardenal Teobaldo Visconti, que fue elegido en 1271 Sumo Pontífice bajo el nombre de Gregorio X tras dos años, nueve meses y dos días de cónclave.

—De acuerdo, amigo Lienart. Cuente conmigo y con los míos en la segunda votación de hoy —dijo Angelini mientras Lienart se ponía de pie para abandonar la celda. Antes de correr la cortina, el cardenal se dirigió de nuevo a Lienart—: No se olvide de lo mío. El cardenal Lubiani no me perdonará jamás mi apoyo a su candidato y yo deseo ocupar un cargo suficientemente importante como para que las intrigas de Lubiani no me afecten.

—Descuide, yo no olvido nunca a los que me ayudan, cardenal Angelini, o mejor debo decir secretario de Estado Angelini —señaló Lienart mientras regresaba a su celda para orar y meditar antes de la siguiente votación del cónclave.

Dos votaciones después, aquel cardenal desconocido escuchó cómo se repetía su nombre una vez tras otra. De ciento ocho cardenales, noventa y nueve le habían concedido su voto. Lo nunca visto, lo inimaginable: un Papa de un país de Europa del Este, de una nación más allá del Telón de Acero, se convertía en el nuevo sucesor de Pedro. Tras pronunciar las palabras de aceptación y anunciar el nombre que adoptaría como Sumo Pontífice, el nuevo Papa fue escoltado hasta la llamada camera lacrimatoria, la estancia en la que el nuevo Sumo Pontífice se vestiría con el hábito blanco que ya no abandonaría hasta su muerte.

Minutos después, y como marcaba la tradición, el cardenal protodiácono, el uruguayo Iriñiz Casás, cumplió con su tarea de hacer el anuncio oficial: Annuntio vobis gaudium magnum; habemus Papam: Eminentissimum ac Reverendissimum Dominum, Dominum Vorislav Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem…

Inmediatamente después y con paso firme Su Santidad salió al balcón para ofrecer su primera bendición Urbi et Orbi al mundo y a los fieles. Momentos después, el Papa pidió a los miembros del cónclave que se quedaran a cenar con él. Los primeros en besar el Anillo del Pescador fueron el secretario de Estado Lubiani y el cardenal Gaetano Angelini. El cardenal August Lienart prefirió mantenerse en un segundo plano mientras los miembros del colegio cardenalicio se empujaban como niños para besar el sello del nuevo Pontífice. A él no le hacía falta mostrar sus respetos a aquel Papa húngaro, al fin y al cabo, ese campesino del Este ocupaba la Silla de Pedro gracias a él.

Esa noche Lienart tenía pensado dormir fuera del Vaticano. Llamó a Robert, su chófer, por el teléfono interno. Mientras descendía desde su despacho, por la amplia escalinata hacia el patio de San Dámaso, cerca de los barracones de la Guardia Suiza, el cardenal divisó su coche, Robert lo estaba esperando de pie junto a la puerta abierta.

En el corto trayecto y mientras revisaba una carpeta con documentos Lienart fue interceptado por el teniente coronel Danton Buchs.

—Buenas noches, eminencia —saludó Buchs.

—Buenas noches —dijo Lienart.

—¿Sabe quién soy? —preguntó Buchs.

—Sí, lo sé. Yo conozco a todo el mundo en el Vaticano. No lo olvide nunca, señor Buchs.

—Entonces, ya que nos conocemos, eminencia, sabrá por su secretario de mí y lo que vi una extraña noche —dijo el oficial de la Guardia Suiza.

—Si desea hablar conmigo, puede pedir audiencia a mi secretario, monseñor Przydatek. Le haré saber a él su deseo de mantener una entrevista conmigo —precisó Lienart.

—Espero que los trámites de la audiencia no lleven demasiado tiempo, eminencia —señaló Buchs a modo de advertencia.

Antes de que Lienart se girase para meterse en el coche, se dirigió al guardia suizo.

—Por cierto, señor Buchs, no vuelva usted jamás a amenazarme, y menos en un lugar público. Eso podría provocar ciertas habladurías y perdería el respeto de otros miembros de la curia y, como usted comprenderá, no puedo permitirlo, así que no vuelva a hacerlo, por su bien —advirtió Lienart fríamente—. Y ahora, buenas noches, señor Buchs.

—Buenas noches, eminencia, y por favor, no se olvide de mi petición.

Lo que aquel guardia suizo no sabía es que el cardenal August Lienart jamás olvidaba algo así.

* * *

Houston. Texas

El padre capuchino Demetrius Ferrell añoraba su vida contemplativa en el santuario de María Auxiliadora, en el corazón de Passau. Allí pasaba horas y horas limpiando y sacando brillo a la magnífica lámpara de techo con ángeles, águilas e insignias reales regalo del emperador Leopoldo. Pero aquel hombre de aspecto adusto y con barba de tres días hacía casi una década que había jurado lealtad absoluta al cardenal August Lienart y a la causa de la defensa de la fe. Por él, por la Santa Iglesia y por el Sumo Pontífice había violado en demasiadas ocasiones el quinto mandamiento: Non occidere, no matarás.

Para los miembros del Círculo Octogonus la única ley era la que marcaba Lienart, y para él aquello era también una sagrada misión, una misión para los elegidos, y él se sentía uno de ellos. Ferrell no ponía jamás en duda las órdenes que el Sumo Pontífice daba a través del cardenal August Lienart. Para un capuchino, la palabra dada por el Papa era la palabra de Dios.

Su nueva misión lo había llevado esta vez hasta la ciudad de Houston. Sobre su cama, en el hotel Extended Stay America, justo frente a las gigantescas instalaciones de la NASA, se amontonaban varios planos de los edificios que componían el Johnson Space Center, anotaciones sobre las medidas de seguridad y controles de acceso y diversos ejemplares de planos turísticos de la instalación y de los alrededores. El religioso abrió uno de ellos sobre la cama y marcó con un grueso rotulador rojo el edificio E, donde se encontraba el Centro de Operaciones Espaciales, el lugar en el que trabajaba su objetivo.

El padre Ferrell miró su reloj. Aún quedaba tiempo hasta la hora del comienzo de la visita guiada por las instalaciones. Con suma paciencia, sin prisas, el asesino del Círculo Octogonus comenzó a vestirse. Tras colocarse el alzacuellos y una impecable chaqueta negra, se metió los planos de la instalación en el bolsillo interior antes de salir de la habitación.

Cuando salió del hotel, un viento frío azotaba Nasa Road. El padre Demetrius Ferrell levantó la mano para llamar a un taxi.

El conductor, con aspecto de hispano, preguntó el destino a su pasajero.

—Voy a Saturno Lañe. Puede usted dejarme en la entrada principal de visitantes —contestó Ferrell.

El vehículo comenzó a rodear las gigantescas instalaciones, sembradas de edificios y cohetes que en su día habían sido la punta de lanza de la carrera espacial estadounidense contra los soviéticos y que ahora eran sólo objetos para ser fotografiados por los miles de turistas japoneses y de escolares que visitaban el centro.

Parecen ballenas varadas en la arena de una playa, pensó el religioso.

Minutos después el taxi se detuvo bruscamente ante una gran garita de seguridad a cuyo lado se levantaba un edificio acristalado coronado por un gran cartel que indicaba Centro de visitantes. Ferrell se acercó a una joven de aspecto risueño vestida con un uniforme azul.

—Buenos días.

—Buenos días, padre —respondió la joven.

—Vengo a visitar el centro espacial y no sé dónde tengo que comprar la entrada —dijo el padre Ferrell mientras un grupo de turistas japoneses se arremolinaban alrededor de una columna de tarjetas postales.

—Si quiere, puede usted entrar con el grupo de japoneses, su visita comienza en unos minutos —indicó la recepcionista.

—Bien, esperaré aquí sentado hasta que usted me indique adónde debo dirigirme. Muchas gracias, hija.

Unos minutos después se vio rodeado de japoneses tocados con gorras de diferentes colores que seguían de cerca a su guía y se colocaron en fila ante una puerta trasera del edificio de visitantes. Allí, un pequeño autobús llevaría al grupo a visitar las instalaciones exteriores para después dirigirse hasta el Museo del Espacio, situado en la zona sur.

Un joven del departamento de relaciones públicas de la agencia espacial con claro acento texano iba explicando las proezas espaciales realizadas por los astronautas de los programas Apolo, Saturno y Géminis mientras la guía traducía sus palabras al japonés. Finalmente, el autobús se detuvo ante un edificio blanco situado muy cerca del edificio E. En un momento dado de la visita, el padre Ferrell consiguió meterse en uno de los baños de la planta baja. Tras colocar el cartel de fuera de servicio, cerró la puerta por dentro, se sentó en uno de los retretes y esperó pacientemente.

Sobre las ocho de la tarde, cuando sólo se oían los vehículos de seguridad del centro espacial patrullando en el exterior, el asesino del Octogonus salió de su refugio, atravesó la cafetería, que estaba ya cerrada, y con una llave maestra consiguió salir al exterior. Unos trescientos metros separaban un edificio de otro a través de un amplio jardín. Demetrius Ferrell se había quitado el alzacuellos y en su lugar se había colocado un pañuelo negro.

A paso ligero consiguió llegar hasta la entrada del edificio E sin ser detectado. Atravesó el hall de acceso y se dirigió hasta las escaleras de emergencia. Con amplias zancadas subió hasta la segunda planta. Desde el ventanuco de la puerta, echó un vistazo a ambos lados del solitario pasillo. Al fondo, en medio de la oscuridad, se divisaba una luz procedente de un despacho. Ferrell caminó cerca de la pared sin hacer el menor ruido. De un rápido vistazo, pudo observar a Joñas Finch hablar por teléfono de espaldas a la puerta. El asesino esperó a que éste finalizase la conversación.

—Claro que te quiero, cariño —decía Finch intentando convencer a su interlocutor—. Te prometo que papá te ayudará con tu trabajo del volcán. Haremos que hasta suelte lava. Ya verás, hijo mío. Ahora, dale un beso a papá y vete a dormir. Cuando llegue, te prometo que iré a tu habitación para darte un beso de buenas noches. —Tras una breve pausa, el ingeniero de la NASA añadió—: Yo también te quiero, hijo. —Y colgó.

En ese momento, el padre Ferrell entró en el despacho y, antes de que Finch pudiese girarse, la mano del religioso golpeó fuertemente el cuello del ingeniero. Tirado en el suelo sin conocimiento, el asesino del Círculo apoyó dos dedos en el cuello de Joñas Finch.

—Está vivo —se dijo Ferrell a sí mismo.

Agarró hábilmente el cuerpo del ingeniero por las axilas, lo levantó y lo puso en un carrito, similar a los que se utilizan para repartir el correo. Seguidamente lo empujó, con el cuerpo de Finch cubierto por una funda de plástico, y se dirigió hasta el montacargas. Sin mucha dificultad, llevó el carro hasta dos edificios más allá del centro de operaciones. Allí se levantaba un gran hangar de forma circular en cuyo interior se encontraba una centrifugadora, una especie de cabina hermética unida a un largo brazo en la que se metían los futuros astronautas para conocer su resistencia a la llamada fuerza G. Los exploradores espaciales en ciernes eran sometidos a fuerzas iguales o superiores a las que se sienten cuando se los lanza al espacio exterior en un cohete.

El religioso sabía que la cámara centrifugadora no sólo era hermética, sino que también estaba insonorizada, así que nadie preguntaría si observaban algo sospechoso. Demetrius Ferrell empujó el carro hasta la cabina y la abrió. En el interior había un asiento gris parecido a los de los aviones de combate del que salían varios cinturones de seguridad. En el lado derecho del asiento había un gran botón de color rojo al que los astronautas llamaban despectivamente el botón del cobarde. La centrifugadora funcionaba mientras el candidato a astronauta presionaba el botón. Cuando éste perdía el conocimiento, debido a la fuerza G ejercida sobre él, dejaba de presionar el botón y la centrifugadora se detenía. El padre Ferrell se sacó del bolsillo un destornillador y abrió la tapa situada bajo el botón. De un fuerte tirón arrancó la placa central del sistema, dejándolo así inutilizado. Con tranquilidad, volvió a colocar los pequeños tornillos en su lugar y ajustó nuevamente la tapa.

Agarró con fuerza el cuerpo aún inerte de Joñas Finch y lo sentó en el asiento, ajustándole los arneses de seguridad. A continuación, extrajo de uno de sus bolsillos un octágono de tela y se lo colocó a Finch en el bolsillo de su camisa, del que sobresalían varios bolígrafos de colores. Una vez terminada esta operación, cerró la puerta de la cabina, que sólo podía abrirse desde el exterior, y se dirigió hasta el panel principal de control situado en la parte superior del hangar. El asesino del Círculo Octogonus accionó varios interruptores situados entre una rueda metálica agujereada que funcionaba como un potenciómetro. Ahora, sólo podía oír el silencioso silbido del generador ganando potencia.

Unos metros más abajo, el ingeniero abrió los ojos e intentó quitarse los arneses de seguridad, pero tenía inmovilizados los pies y las manos, que estaban unidos al asiento con cinta de embalar. Finch sabía cómo funcionaba aquella máquina y también sabía que si no conseguía salir de ella en unos minutos estaría muerto.

La mano del padre Demetrius Ferrell sujetó la rueda del potenciómetro y comenzó a girarlo en dirección a las agujas del reloj. El brazo que sujetaba la cabina empezó a moverse lentamente sobre su eje principal ganando velocidad en cada vuelta mientras Joñas Finch intentaba desesperadamente escapar de aquella trampa. Sus latidos, debido al estrés, se situaban a una media de cien pulsaciones por minuto.

La centrifugadora alcanzaba ya los 2 G. Finch sintió cómo su campo de visión iba reduciéndose mientras la sangre del cerebro se le agolpaba hacia las extremidades. Cuando la centrifugadora llegó a los 3 G, el ingeniero amigo de Avner comenzó a sentir una fuerte presión en el pecho y la imposibilidad de mover las extremidades mientras la piel del rostro iban retrayéndose con la posterior caída de párpados. La centrifugadora iba ganando velocidad a medida que el asesino seguía aumentando la potencia. A 4 G, el ritmo cardíaco de Finch alcanzó las ciento ochenta pulsaciones por minuto y perdió por completo la visión, fenómeno que los astronautas denominaban visión negra o black out. A 5 G, una taquicardia comenzó a afectarle y le provocó un fuerte dolor en el pecho mientras la centrifugadora continuaba aumentando la velocidad. A 6 G, el ingeniero de la NASA perdió el conocimiento. A 7 G sufrió fuertes convulsiones. A 8 G comenzaron las arritmias cardíacas con un ritmo de doscientas cuarenta pulsaciones por minuto. La mano del asesino del Círculo Octogonus siguió accionando el potenciómetro hasta que la centrifugadora alcanzó los 12 G, lo que dejó el cerebro de Finch sin presión. Cuando la máquina alcanzó los 15 G, Joñas Finch llevaba muerto unos minutos a causa de una parada cardíaca.

Tras hacer el signo de la cruz en dirección a su víctima, el padre Ferrell desconectó la máquina y abandonó la sala de control.

La centrifugadora seguía girando sobre su brazo cuando el religioso abandonó el hangar.

Se dirigió en silencio al edificio del Museo del Espacio y, tras atravesar la solitaria cafetería, volvió a encerrarse en el baño hasta el día siguiente. Sabía que tendría varias horas de ventaja para poder abandonar las instalaciones antes de que descubriesen el cadáver del ingeniero aeroespacial que había ayudado a Aaron Avner a situar las latitudes y longitudes que revelaba el Manuscrito Voynich.

Unas horas más tarde, de nuevo con el alzacuellos, el padre Demetrius Ferrell abandonaba las instalaciones de la NASA junto a un gran grupo de ruidosos turistas italianos. El religioso se ofreció amablemente a ayudar a una anciana de Turín que, apoyada en unos bastones, intentaba descender por la escalera del pequeño autobús para franquear el control de seguridad. Su misión había sido cumplida y así debía comunicarlo.

Aquella noche, desde la habitación del hotel, el padre Ferrell levantó el teléfono y marcó el número 00-39-06-94019421.

Enseguida, una voz femenina respondió a la llamada.

—Buenas noches. Villa Mondragone, ¿dígame? —dijo la señora Müller.

—Buenas noches. Deseo hablar con monseñor Pryzdatek. Es urgente —indicó el padre Ferrell. Transcurridos unos minutos de espera, el asesino del Círculo escuchó al otro lado del aparato unos pasos que se acercaban hacia el auricular.

—Buenas noches. Soy monseñor Pryzdatek.

Inmediatamente después de identificarse, el padre Ferrell pronunció las palabras del Octogonus.

Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo el religioso.

Silta nec silto, silencio por silencio —respondió Przydatek.

—La misión ha sido cumplida. —A continuación, el padre Demetrius Ferrell colgó el auricular. Esa noche el monje capuchino se desnudó y decidió dedicar su tiempo a la oración y al castigo del cuerpo mediante la flagelación.

Días después, la portada del Houston Chronicle se hacía eco de la muerte de un ingeniero de la NASA ocurrida en extrañas circunstancias y que estaba siendo investigada por el departamento de policía de la ciudad. En páginas interiores se podían ver fotografías de una mujer rubia abrazando una bandera de Estados Unidos y, junto a ella, dos niños pequeños que se agarraban al abrigo de su madre. El grupo estaba rodeado por una guardia de honor y algunos veteranos astronautas.

* * *

Ciudad del Vaticano

Aquella mañana, el Papa había decidido convocar a todos los altos cargos de la administración vaticana en una misa conjunta y en un desayuno con el fin de comenzar a trabajar en el nuevo organigrama de la Santa Sede. El cardenal Belisario Dandi había sido convocado como responsable de los servicios de inteligencia vaticanos.

Lienart no había sido emplazado dado que ya no formaba parte de la administración, por tanto, tenía todo el tiempo del mundo para despachar diversos asuntos pendientes con su secretario, monseñor Vaclav Przydatek.

—Bien, fiel Przydatek, ¿qué asuntos tenemos para hoy?

—Eminencia, debemos resolver el asunto suizo —dijo el secretario refiriéndose a Danton Buchs.

—¿Qué podría cerrarle la boca? —preguntó Lienart.

—Tal vez su nombramiento como comandante en jefe de la Guardia Suiza. Si no es nombrado para ese cargo, pedirá una audiencia con el secretario Lubiani y le contará lo que vio la noche en que murió el Papa —dijo Przydatek con tono asustado—. Eminencia, él me vio metiendo el termo de té del Santo Padre en una bolsa y podría denunciarme…

—Relájese, monseñor. Sabré tratar este asunto como se merece. Yo, a diferencia de usted, sé qué es lo mejor para nosotros y cómo debemos actuar para defender nuestros intereses sin que parezca que la mano de Dios está detrás protegiéndonos —respondió Lienart—. Llame al teniente coronel Danton Buchs a mi presencia. Necesito hablar a solas con él y, por favor, no deseo que el coronel Hessler se entere de la conversación que voy a mantener con Buchs.

Aún recordaba las palabras que el coronel Helmut Hessler había pronunciado ante la comisión investigadora por la muerte del Papa. El militar había declarado que cuando comunicó al cardenal August Lienart la muerte del Sumo Pontífice, éste no había mostrado ninguna extrañeza ante tal terrible acontecimiento. Lienart había destruido el papel en el que estaban escritas aquellas palabras y había ocultado el informe en el lugar más recóndito del Archivo Secreto Vaticano. Tal vez, si daba alas a Buchs, podía matar de un solo tiro a dos posibles enemigos, pensó Lienart mientras esperaba la llegada del oficial de la Guardia Suiza.

Acompañado por monseñor Przydatek, Danton Buchs se mostraba orgulloso y seguro de sí mismo mientras seguía al obispo polaco por el largo pasillo decorado con frescos renacentistas. Sobre la mesa de Lienart descansaba el dossier redactado por la Entidad sobre el guardia suizo. En la portada de la carpeta roja aparecía en grandes letras: Buchs, Danton.

Lienart comenzó a leerlo.

Nacido en el cantón suizo de Lucerna, Danton Buchs se crió en una familia de agricultores. Cuando finalizó sus estudios primarios, se matriculó en la Escuela Profesional de Agricultura de Hohenrain. Tras obtener un diploma comercial en la Hanfelsschule de Lucerna, decidió escoger la carrera militar. Después de pasar por la escuela de reclutas del ejército suizo, Buchs ingresó en la Escuela de Suboficiales, y posteriormente, en la Escuela de Oficiales de Thun. De allí salió destinado con el grado de alférez en un batallón de tanques. En el verano, con veintitrés años, Buchs pasó tres meses sirviendo en la Guardia Pontificia. En los dos años siguientes cursó idiomas en Roma, Inglaterra, España y Francia.

Lienart se detuvo, dio una bocanada a su cigarro cubano y continuó leyendo:

Ferviente católico, rayando el fanatismo.

Se sabe que antes de entrar en la Guardia Pontificia Buchs formaba parte de un grupo de extrema derecha en su Suiza natal. A finales del pontificado del papa Pablo, fue nombrado capitán de la Guardia Suiza. El capitán Danton Buchs juró al frente de los nuevos guardias suizos. Vestido con la coraza de oficial y el yelmo con penacho, sujetó la bandera pontificia con la mano izquierda y con la derecha en alto, con tres dedos extendidos, recitó en el patio de San Dámaso el juramento: Juro servir fiel, leal y honrosamente al Sumo Pontífice reinante y entregarme a él con todas mis fuerzas, sacrificando si fuera preciso la vida en su defensa. Que Dios y nuestros santos patrones me ayuden en esta labor. Juro. El siguiente ascenso del capitán Buchs sucede unos meses más tarde, cuando el papa Pablo lo elige para ser su guardaespaldas personal durante sus viajes pastorales. Tras su regreso a los cuarteles, Danton Buchs sabía que sólo contrayendo matrimonio podría ascender a comandante de la Guardia Suiza. Una vez ascendido a subcomandante, el propio Papa lo autorizó a contraer matrimonio con la ciudadana peruana Eloísa Méndez de Rivera, emparentada por parte de madre con el cardenal Carlos de Rivera, uno de los copresidentes de la comisión investigadora de la muerte del Papa.

El timbre del teléfono interno obligó a Lienart a abandonar momentáneamente la lectura del informe sobre el oficial de la Guardia Suiza.

—Eminencia, el teniente coronel Danton Buchs está aquí —anunció Przydatek al otro lado de la línea.

—Dígale que se siente y que espere —dijo Lienart.

—Bien, eminencia, así lo haré —respondió el secretario.

Tranquilamente, volvió a coger el informe que había dejado sobre la mesa y continuó leyendo mientras su habano se consumía en el cenicero que tenía al lado.

El matrimonio Buchs se instaló en uno de los apartamentos destinados a los oficiales de la Guardia Suiza, junto a los barracones. Ya con el grado de teniente coronel y como subcomandante de la Guardia Suiza, Danton Buchs continuó escoltando al Sumo Pontífice, encargándose de su seguridad junto a Giovanni Biletti, jefe de la Vigilanza Vaticana. Las relaciones entre ambos no son frías, sino glaciales. A finales de ese mismo año, el teniente coronel Danton Buchs y su esposa, Eloísa Méndez de Rivera, se crearon fuertes y poderosos enemigos en la Rota y en la Congregación para la Doctrina de la Fe.

Lienart dejó el dossier sobre su mesa, se levantó y se dirigió hacia la ventana que daba al patio de San Dámaso. La vista de la plaza de San Pedro se pierde con los privilegios, pensó el cardenal mientras observaba a dos guardias suizos que atravesaban el pequeño patio que había bajo su ventana.

Tras dar una nueva calada al cigarro, el cardenal Lienart cogió un folio que llevaba diferentes sellos del espionaje papal en el que ponía: Asuntos Financieros.

El oficial de la Guardia Suiza Danton Buchs mantiene dos cuentas en los bancos Akros Bank y Schelhammer und Schatten.

Su esposa, Eloísa Méndez de Rivera, administra los fondos de una misteriosa organización llamada Asociación de Estudios Filosóficos, cercana al Opus Dei. A través de esta última entidad, la señora Buchs ha realizado una importante cantidad de operaciones bancarias a paraísos fiscales como las Islas Caimán, las Bahamas y Liechtenstein. La señora Méndez de Rivera tiene importantes conexiones con altos cargos de la curia, desde cardenales a obispos. Uno de los más importantes es el cardenal secretario de Estado Alberto Lubiani.

Al leer este nombre, Lienart se quedó pensativo. ¿Por qué Buchs no le había dicho nada a Lubiani sobre lo que había visto la noche de la muerte del Papa? Tal vez era su esposa quien tomaba las decisiones importantes en la pareja y el teniente coronel Danton Buchs fuese tan sólo una marioneta entre sus hábiles dedos.

Lienart presionó el botón negro del intercomunicador que lo conectaba directamente con el despacho de su secretario, monseñor Vaclav Przydatek.

—Monseñor, dígale al teniente coronel Buchs que puede entrar.

—Enseguida, eminencia —respondió el obispo polaco.

Poco después, Przydatek golpeaba la puerta acompañando al oficial de la Guardia Suiza.

—Pase, pase, por favor —invitó el cardenal Lienart. Rápidamente y sin olvidar su grado en el ejército pontificio, Buchs se puso firme y con un ágil gesto, casi germánico, tomó la mano del cardenal y besó su anillo.

—Eminencia… —dijo el guardia en señal de respeto.

—Dejémonos de rodeos y vayamos al grano —dijo Lienart olvidando toda norma de diplomacia—. ¿Qué es lo que desea para guardar silencio?

—Eminencia, yo creo que ya he demostrado suficientemente mi fidelidad al Papa y a su causa y también creo que ha llegado el momento de la retirada del comandante Hessler y mi ascenso a ese cargo —dijo Buchs sin tapujos.

—Personalmente, no tengo el poder suficiente como para conseguir algo parecido —tanteó Lienart para medir sus fuerzas con Buchs—. Eso es una decisión del secretario de Estado Lubiani y, por supuesto, del Santo Padre.

—Usted sabe que Lubiani no durará demasiado en ese cargo y que el Santo Padre le debe demasiado a usted —adujo Buchs ante la sorpresa de Lienart.

El cardenal francés estaba seguro de que el cardenal Carlos de Rivera había revelado alguna de las conversaciones que se habían mantenido durante el pasado cónclave. Si se descubría, podría suponer su excomunión.

—No creo que el Papa esté dispuesto, por ahora, a tocar a ningún cargo elegido por su querido y bienamado antecesor, que en paz descanse. Así que será difícil pensar que Lubiani pueda aceptar una recomendación mía en tal sentido. Me odia demasiado como para que acepte el hecho de que yo lo recomiende a usted para el cargo de comandante en jefe de la Guardia Pontificia —aclaró Lienart.

—Seré capaz de esperar, aunque no demasiado. Si tengo que volver a solicitar una audiencia con usted, me veré obligado antes a pedir una audiencia con el secretario Lubiani. Esperaré su próximo movimiento, pero me quedaría más tranquilo si el comandante Helmut Hessler anunciase su retirada del mando —dijo Buchs.

—¿Qué más puedo hacer por usted? —preguntó el cardenal.

—¿A qué se refiere? —dijo el militar.

—Me refiero, claro está, a su esposa. Me imagino que ella también querrá algo —propuso fríamente el alto miembro de la curia ante el sorprendido rostro del guardia suizo.

—No sé a qué se refiere —replicó.

—Muy sencillo. Acabo de leer un amplio informe sobre usted y sobre su bella esposa —precisó Lienart mientras dirigía la mirada hacia el informe que la Entidad había redactado sobre el militar suizo y que reposaba sobre su mesa a la vista de Danton Buchs—. Sé que su esposa no se conformará con ser la elegante y hermosa mujer del jefe de la guardia papal, ella tiene su propia dosis de ambición. Las mujeres pueden ser peligrosas si los hombres no correspondemos a sus demandas, ¿no le parece?

—Tal vez el Sumo Pontífice podría nombrar a mi esposa presidenta y administradora única de la Organización Mundial para la Familia Cristiana. Creo que realizaría una buena labor a favor de la familia cristiana desde ese puesto —sugirió Buchs.

Lienart comenzó a sonreír mientras estrechaba entre sus brazos al oficial.

—Bien, que así sea, pues. Lo que acabamos de hablar será un acuerdo tácito que ninguno de los dos deberá revelar a nadie hasta que el Santo Padre no ratifique su nombramiento como flamante comandante en jefe de la Guardia Suiza y el de su esposa como la espléndida nueva presidenta y administradora única de la Organización Mundial para la Familia Cristiana. Ahora, querido Buchs, recen usted y su esposa por nuestras almas y recuerde que la paciencia es siempre recompensada entre los justos —dijo Lienart mientras se dirigía con Danton Buchs hasta la puerta de su despacho para despedirse.

Mientras miraba cómo se alejaba Buchs por el largo corredor vaticano, Lienart ordenó a su secretario que llamara al padre Emery Mahoney.

—Dígale que tengo una misión importante para él y que debe presentarse ante mí —solicitó August Lienart mientras daba la última calada a su cigarro y con mano firme lo aplastaba en el cenicero. Una sonrisa gélida apareció en su rostro.

Días después, el comandante en jefe de la Guardia Suiza, Helmut Hessler, fue cesado de su puesto como jefe del ejército papal. El cardenal August Lienart tenía que quitarse de encima a Hessler antes de poder mover ficha contra Buchs y su esposa y, al fin y al cabo, aquel suizo leal al Sumo Pontífice había declarado en su contra ante el comité investigador de la muerte del Papa.

Como primer movimiento, Lienart convenció a varios prefectos de la incompetencia de Hessler en el mando. La primera reacción comportó una invitación formal muy diplomática, muy al estilo del Vaticano, para que abandonase voluntariamente el mando, pero Hessler se negó. Las presiones se convirtieron en amenazas formales para que dejase el puesto, pero el comandante Helmut Hessler invitó abiertamente a Lienart a que lo cesara oficialmente.

—Si me cesa, los guardias pontificios se negarán a prestar servicio a las órdenes del teniente coronel Danton Buchs —advirtió Hessler.

—Si lo ceso y los guardias pontificios se niegan a prestar servicio, serán declarados rebeldes y se les ordenará retornar a Suiza con deshonor —respondió Lienart—. Y créame que lo haré. Ni siquiera el Santo Padre entendería que esos hombres, que tan honorablemente juraron dar su vida por él, intenten rebelarse contra sus órdenes. Yo sería el primero en recomendar la disolución del cuerpo, traspasando sus responsabilidades a la Vigilanza Vaticana.

Helmut Hessler no podía arriesgarse a ver cómo su amado cuerpo de la Guardia Suiza era arrastrado por el fango por el cardenal August Lienart. Su abuelo había servido a las órdenes de los papas Benedicto XV y Pío XI; su padre bajo los papas Pío XII y Juan XXIII; y él había demostrado su fidelidad a los pontífices siguientes. El Papa era ahora su única oportunidad, pero Lienart se había ocupado de que ninguna comunicación, tanto directa como indirecta, por parte del comandante Helmut Hessler llegase hasta el Sumo Pontífice. Finalmente, el comandante de la Guardia Suiza decidió presentar su dimisión al cardenal secretario de Estado Alberto Lubiani y al Papa, aduciendo problemas de salud. Su dimisión fue aceptada.

La atmósfera en los cuarteles del ejército pontificio se hizo irrespirable tras la deshonrosa salida de Hessler y el nombramiento del nuevo coronel Danton Buchs como regente del ejército papal. Al menos durante unas semanas Lienart consiguió mantener alejados a Buchs y a su esposa, que seguía intrigando entre los miembros de la curia para que la eligieran presidenta de la Organización Mundial para la Familia Cristiana. Tiempo al tiempo, pensó Lienart.

Caída la noche sobre la Ciudad del Vaticano, un timbre sacó de su letargo al cardenal Lienart.

—Eminencia —dijo monseñor Przydatek—, ha llegado el padre Emery Mahoney.

—Bien, dígale que pase y, por favor, que nadie nos moleste. No me pase ninguna llamada —ordenó el cardenal.

—Así se hará, eminencia —dijo el secretario.

Vestido con traje negro y alzacuellos, Mahoney se sentó ante Lienart tras besar su anillo.

Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo Mahoney.

Silta nec silto, silencio por silencio —respondió August Lienart.

—¿En qué puedo ayudarlo, eminencia? —preguntó el hermano del Círculo Octogonus.

—Lo necesito para una delicada misión aquí, en el Vaticano —precisó el cardenal—. Sólo debo decirle que si lo descubren, tendrá usted que responder sólo ante Dios, y con ello ya sabe lo que quiero decir.

—Perfectamente, eminencia.

—Éste es Danton Buchs y ésta es su esposa, una intrigante peruana llamada Eloísa Méndez de Rivera —precisó Lienart mientras arrojaba sobre la mesa las fotografías en blanco y negro de ambos personajes.

—Bien. ¿Y qué es lo que desea que haga, eminencia? —preguntó Mahoney esperando que el gran maestro del Círculo Octogonus fuera más preciso en su orden.

—Querido hermano Mahoney, usted sabe que entre ambos existe un lazo invisible e indestructible. Ya sabe lo que quiero.

Lo único que le pido es que no me apabulle con detalles nimios —dijo Lienart a modo de disculpa—. Usted sabrá cómo solucionar este pequeño problema que se le ha presentado a nuestro círculo de hermandad. Resuélvalo y estaremos todos a salvo. No lo resuelva y acabaremos todos siendo juzgados ante Dios.

—¿Cuánto tiempo tengo para enmendar la situación? —preguntó Mahoney cautamente.

—El que usted desee, pero cuanto más tiempo permanezcan Buchs y su esposa entre nosotros, más peligroso será para el Círculo Octogonus. Puede retirarse —dijo el purpurado.

Como si de un autómata se tratara, el padre Emery Mahoney se levantó, besó nuevamente el sello del dragón que Lienart portaba en su anillo cardenalicio y salió del despacho. El Lascia chio pianga del Rinaldo de Handel devolvió al cardenal August Lienart a un nuevo estado de gracia mientras entornaba los ojos y con la mano derecha dirigía una orquesta imaginaria.