Capítulo 8

Villa Mondragone. Italia

Aquella mañana, mientras su sirviente, Helmut Müller, lo ayudaba a vestirse, el cardenal August Lienart se preparaba para el que quizá fuera el día más importante de su vida. En apenas unas horas debía presentarse ante el Tribunal de la Curia, en la Ciudad del Vaticano, para responder por diversas operaciones encubiertas llevadas a cabo por la Entidad sin la autorización del Papa. El tribunal estaría formado por seis miembros del colegio cardenalicio elegidos por el Papa, un protodiácono y un secretario. Los resultados de las declaraciones serían elevadas al Sumo Pontífice mediante recomendaciones sobre las medidas que se debían adoptar contra Lienart y contra los agentes incluidos en el sumario del tribunal.

El poderoso cardenal estaba seguro de que aquellos seis italianos estarían dispuestos a sacrificarlo en nombre de la fe. Sabía muy bien quiénes eran aquellos hombres impíos que iban a juzgarle.

Cuando se despidió del señor y la señora Müller, Robert estaba ya esperándolo fuera de la residencia con la puerta del coche abierta. Tenían casi dos horas de viaje hasta el Vaticano, tiempo suficiente para prepararse y poder esquivar las incisivas preguntas del tribunal.

Estos italianos no saben lo que yo he tenido que hacer para defender la fe católica en el mundo, hasta he tenido que aceptar como órdenes recomendaciones veladas del Pontífice y del secretario de Estado. Estos hombres miembros del tribunal serán defensores de la fe, pero no se manchan sus falsos hábitos. Ya lo dicen las Sagradas Escrituras en la segunda carta a los corintios: Porque esos tales son falsos apóstoles, obreros engañosos, disfrazados de apóstoles de Cristo. Y nada tiene de extraño, pues el mismo Satanás se disfraza de ángel de luz. No es mucho, pues, que también sus servidores se disfracen de servidores de la justicia. Su final será según sus obras, pensó Lienart cuando el vehículo enfilaba la autopista hacia Roma.

Mientras leía los periódicos del día, pidió a Robert que sintonizase las noticias de la RAI. Aún tenía que revisar muchos papeles en su despacho antes de abandonarlo y debía dejar varios documentos bajo disposición de sor Ernestina para que se los entregara a su sucesor, el cardenal Belisario Dandi, para que los firmara. Éste tan sólo podría leer los documentos con código amarillo o verde, o lo que es lo mismo, aquellos que afectaban al Santo Padre o a sus servicios de inteligencia. Hasta 1939, el Vaticano había utilizado un código conocido como rojo, que consistía en unos doce mil grupos numéricos a partir de los cuales se imprimían veinticinco líneas en una página del libro con la clave.

Para mayor seguridad, la Entidad había establecido que los grupos numéricos se convirtiesen en letras, reemplazando el número de la página mediante un dígrafo formado por un par de tablas que se utilizaban alternativamente los días pares e impares. Los mensajes más secretos del Vaticano, es decir, todos aquellos que deseaba enviar el Sumo Pontífice o los que afectaban a los servicios de espionaje papales, se denominaban amarillo y verde.

El código amarillo consistía en unos trece mil grupos cifrados mediante tablas digráficas para los números de las páginas y alfabetos mixtos aleatorios para los de las líneas. Las tablas y alfabetos se cambiaban para diferentes circuitos cada día. El código verde se seguía utilizando todavía y era uno de los secretos mejor guardados del Vaticano, ya que se trataba de un código numérico de grupos de cinco cifras que se codificaban mediante cortas tablas aditivas, cada una de las cuales con más de un centenar de grupos aditivos de cinco cifras. Ni el amarillo ni el verde eran códigos mecánicos y, por lo tanto, eran muy difíciles de descodificar por otros servicios de inteligencia.

A monseñor Vaclav Przydatek, su secretario, lo habían destinado a la Congregación para la Doctrina de la Fe, bajo las órdenes del cardenal Michele Castillo, pero antes debía preparar la llegada del padre Septimus Alvarado al Vaticano.

Przydatek se encargaría de ayudar al hermano del Círculo Octogonus en el laberíntico mundo de la Santa Sede con el fin de que llevase a buen término la misión encomendada por el gran maestro.

* * *

Fort Meade. Maryland

Desde hacía varias horas, Aaron no hacía más que golpear el aire acondicionado intentando que refrigerase un poco más la habitación mientras Brown hacía zapping en la televisión sin demasiado éxito.

El hotel Knight Inn, pequeño y confortable, estaba muy cerca del cuartel general de la NSA, la todopoderosa y ultra secreta Agencia de Seguridad Nacional de Estados Unidos. Debían reunirse con Carlton Sherman a las doce de la mañana. A pesar de la estrecha amistad que unía al agente de la NSA con el profesor Avner, las medidas de seguridad de acceso a las instalaciones eran muy estrictas. Aaron y Jack no podían atravesar sus cinco anillos de seguridad hasta treinta minutos antes del encuentro, lo que se tardaba en llegar desde la entrada, en Rockenbach Road, hasta el hall de acceso del edificio principal.

Sobre las once y cuarto de la mañana sonó el teléfono. Jack, que estaba acostado en la cama, descolgó el aparato.

—¿Señor Avner? —preguntó el recepcionista.

—No, soy el señor Brown.

—Perdone. Ha llegado un coche de la NSA para recogerlos —dijo el recepcionista.

Unos minutos más tarde Aaron y Jack saludaban a los dos agentes del servicio de seguridad de la Agencia que esperaban de pie junto al coche. Del bolsillo de las chaquetas de ambos agentes colgaban tarjetas identificativas con el símbolo del águila sobre una llave. Brown observó el bulto de las pistolas Glock bajo sus chaquetas. Sin duda, aquellos dos tipos de traje oscuro tenían la fisonomía clásica de dos agentes federales.

—Buenos días. ¿Señor Avner? —preguntó el primer agente.

—No, soy el señor Brown —respondió Jack—. Él es el señor Avner —dijo mientras señalaba hacia Aaron, que bajaba con dificultad las escaleras del Knight Inn.

—Buenos días, señor Avner. Soy el agente Martin y mi compañero es el agente Lewis —dijo uno de ellos presentándose.

—¡Vaya, forman ustedes una buena pareja, Martin & Lewis! —exclamó Jack mientras reía a carcajadas. El agente de la NSA ni siquiera movió un músculo de la cara ante la broma del periodista.

—Se nos ha ordenado que los escoltemos hasta el cuartel general. Allí los recibirá otro agente del Servicio Central de Seguridad que los acompañará a ver al doctor Sherman, director de la Escuela Nacional de Criptología —dijo el agente Martin.

El trayecto desde el hotel hasta el cuartel general de la NSA transcurrió sin incidentes. El coche enfiló la carretera 98 desde Laurel hasta Magazine Road, después cogió la 175 hasta Annapolis Road y giró a la izquierda por la salida de Rockenbach Road. Al final de la avenida estaba el primer control de seguridad de la NSA. Un agente uniformado armado y dos infantes de marina dieron el alto al vehículo blanco. El agente Lewis, al volante, extrajo de su chaqueta su identificación y se la enseñó al guardia. Éste miró en el interior del vehículo y observó los rostros de los dos pasajeros. Con un gesto, dejó que el coche continuase su marcha. No cabía duda de que el bibliotecario y el periodista del Boston Globe estaban penetrando en el corazón de la más secreta agencia de espionaje del Gobierno estadounidense.

La sede de la NSA estaba situada entre las ciudades de Baltimore y Washington, y contaba también con estaciones, instalaciones y laboratorios especializados repartidos por todo el mundo. En su cuartel general se encontraban los ordenadores y sistemas más modernos, grandes y potentes del mundo, incluso se especulaba con que éstos ocupaban varias hectáreas en el subsuelo del complejo. Un antiguo director de la NSA afirmaba que aquí, la potencia de sus ordenadores no se medía por gigas, sino por hectáreas.

Fort Meade estaba formado por varios conjuntos de edificios de cristal que ocupaban una superficie de doscientas sesenta hectáreas y daban cabida a más de treinta y ocho mil trabajadores entre analistas, ingenieros, físicos, criptógrafos, matemáticos, lingüistas, científicos en computación, criptoanalistas, investigadores, especialistas en claves, oficiales de seguridad, expertos en gestión de datos, administradores e incluso asistentes religiosos. En el edificio principal, de ciento treinta y cinco mil metros cuadrados, se encontraba la Escuela Nacional de Criptología. El complejo disponía también de varias áreas sociales, guarderías, decenas de cafeterías y restaurantes y varios canales de televisión que, en tiempo real, ofrecían fotografías tomadas por satélites o imágenes de aviones espía.

El recinto estaba protegido hasta con cinco líneas de alambre electrificado, con múltiples sensores y varios puestos de marines especialmente entrenados. Los edificios, con cubiertas especiales de cobre, estaban diseñados para hacer frente a cualquier tipo de espionaje radioeléctrico, electromagnético o de señales.

La NSA es sin duda alguna el Gran Hermano que ideó George Orwell en 1984, pensó Jack Brown mientras el vehículo se detenía ante el edificio principal.

El agente Martin se apeó del coche y abrió la puerta posterior. Aaron Avner y Jack Brown lo siguieron hasta el hall principal.

En el suelo, de mármol negro, estaba grabado el símbolo de la NSA: una gran águila posada sobre una llave. En uno de los extremos del hall se levantaba el muro conmemorativo que se había erigido en 1955 en memoria de los agentes, civiles y militares que habían perdido la vida en acto de servicio. La frase Sirvieron en silencio coronaba la lista de nombres.

Un agente de seguridad situado tras un mostrador preguntó a quién deseaban ver. Martin le entregó un documento con el nombre de los dos visitantes. Tras una llamada de comprobación, y como si de un autómata se tratara, el vigilante tecleó algo en su ordenador y les entregó dos tarjetas.

—Colóquense en lugar visible las identificaciones. Un miembro de nuestro personal los acompañará hasta el despacho del doctor Sherman, en la Escuela Nacional de Criptología. Una vez que finalice la visita, devuelvan las dos identificaciones —dijo el vigilante con tono monocorde—. Bienvenidos a la NSA, señores.

El agente acompañó a Aaron y a Jack hasta una sala, en donde se les obligó a entregar cualquier objeto que pudiera emitir alguna frecuencia. Nada de relojes, nada de grabadoras, nada de radios.

Para poder entrar en un edificio de la NSA, uno debía estar absolutamente limpio, electrónicamente hablando. Después de interminables controles de seguridad, el bibliotecario y el periodista del Globe accedieron al despacho de Carlton Sherman.

El amigo de Aaron Avner y de Elizabeth Gwyn era un hombre grueso y de baja estatura, pero en sus años jóvenes había sido un buen quarterback del equipo universitario de fútbol. Sus orígenes profesionales eran poco conocidos. Operaciones en la frontera china, en Vietnam, en Camboya y en el Irán del sha habían sido algunos de sus destinos en la NSA.

—¿Cómo estás, querido amigo? —le preguntó a Aaron dándole un fuerte abrazo.

—Muy bien, querido amigo. Estoy muy bien —respondió el bibliotecario.

—¿Qué tal os fue con Joñas? —dejó caer el agente de la NSA ante la mirada sorprendida de los dos visitantes—. ¡Oh, no penséis que he puesto un satélite sobre vosotros! Eso sería muy caro para el Gobierno. Lo que pasa es que me llamó Joñas, preocupado por algo que le dijisteis en Houston. No sé qué… algo de un peligro de muerte o algo por el estilo.

—Varios expertos, incluida Elizabeth, que han analizado el Manuscrito Voynich han muerto en extrañas circunstancias después de haberse reunido con nosotros. Creo que era nuestra obligación advertirle del peligro —señaló Brown.

—Pues lo habéis acojonado de verdad. Puede usted venir a venderme una escoba, señor Brown, pero eso no evitará que el asesino siga matando a todos esos expertos, aunque diga que su conversación conmigo versó sobre escobas y no sobre un libro viejo que alguien muy poderoso no desea que sea descifrado. Estoy seguro de que si alguien ha podido matar a expertos y científicos en Bélgica, Holanda, Inglaterra e Irlanda casi al mismo tiempo, es porque tiene suficiente poder como para alcanzar a cualquiera en cualquier rincón del mundo. Incluso a mí dentro de esta pecera —dijo Sherman.

Los dos hombres permanecieron en silencio ante tal afirmación. Segundos después, Carlton Sherman preguntó a Jack si deseaba conocer la colección de libros raros de la Agencia de Seguridad Nacional.

—Claro que me interesa conocerla —respondió Brown entusiasmado—. No sabía que la NSA tuviese su propia colección.

—Muy poca gente conoce todos los secretos de la NSA… —dijo Sherman—. Y la colección de libros raros es uno de ellos.

—Carlton, tal vez deberías contarle a Jack cómo saliste de Irán cuando estuviste destinado allí… Así sabrá lo eficiente que eres en tu trabajo —comentó Aaron mientras sonreía.

—¡Oh! Ése es uno de los secretos mejor guardados de la NSA y si usted, señor Brown, revela algo, le intervendré el teléfono y su deuda para con la compañía telefónica será tan grande que se verá obligado a vivir con Aaron, y eso sí que es una verdadera condena —respondió el analista de la NSA mientras caminaban por kilométricos pasillos rumbo a la biblioteca—. En la década de los cincuenta, cuando estaba destinado en Irán, un grupo de jóvenes nacionalistas tomó el control del Parlamento. El sha Pahlevi nombró a Mossadegh nuevo primer ministro. En julio del 53, el sha aprobó la operación conjunta CIA-MI6 con el nombre en código de Ajax. En agosto, el monarca anunció el cese de Mossadegh y el nombramiento del general Zahedi como nuevo primer ministro, pero Mossadegh se negó a abandonar su puesto. Los disturbios arrasaron el país y obligaron al sha a abandonarlo, y a mí con él. Al salir de mi despacho, en el edificio de la SAVAK, la policía secreta, me equivoqué de maleta. En lugar de coger la que contenía documentos comprometedores de la Agencia, cogí otra en la que había casi un centenar de latas del mejor caviar y con ella llegué a Estados Unidos —relató entre risas Carlton Sherman.

—¿Y no le dieron un tiro en la nuca cuando llegó? —preguntó Brown.

—No, ni mucho menos. ¿Sabe por qué? Pues porque ese año todos los jefes de la NSA celebraron la Navidad con el mejor caviar iraní que sus provincianas esposas y amantes jamás pudieran haber degustado en su jodida vida.

—Pero estoy seguro de que mucha gente moriría por haber abandonado usted la otra maleta… —dijo el periodista mientras miraba fijamente a Sherman.

—Usted jamás podrá ser un buen espía, señor Brown. Tiene demasiados escrúpulos. De todos modos, poco después el sha regresó a su país gracias a nosotros y pudimos recuperar la maleta y su contenido. Aprendí la lección, créame. Desde ese momento guardé el caviar en un depósito de la embajada para poder llevármelo sin peligro —dijo el agente entre grandes carcajadas mientras daba una palmada en la espalda a Aaron.

—Cuéntale también por qué te echaron de la Escuela Nacional de Criptología cuando eras estudiante —le pidió Aaron.

—Tal vez porque yo era más experto que los propios profesores —apuntó Sherman riéndose.

—No creo que fuera por eso. Cuéntaselo, Cari —dijo Aaron.

—Había un profesor que se llamaba Stevenson al que apodamos cariñosamente Cara de culo. Un buen día conseguí su número de teléfono y desde la NSA conectaba cada noche su teléfono con alguna línea de Tokio, Bombay o Yakarta. Cada mes le llegaba de la compañía telefónica una cuenta cercana a los ochenta mil dólares, hasta que alguien se chivó.

—¿Y sólo lo echaron de la escuela? —preguntó Brown.

—Era demasiado valioso para ellos, así es que acabé en la frontera chino-tibetana durante los tres años siguientes interceptando comunicaciones militares de los cara-amarillas.

Al llegar a una gran puerta de cristal, Carlton Sherman colocó su tarjeta identificativa en la ranura y la puerta se abrió. Allí, ante los ojos de Avner y Brown apareció una espléndida biblioteca, donde se alineaban ordenadamente varios códices escritos entre los siglos XVI y XIX, todos relacionados con el mundo de las claves y la criptología. Avner se fijó en un bello ejemplar titulado Polygraphia, publicado en 1518, cuyo autor era Johannes Trithemius, y en Steganographia, un magnífico manuscrito en el que el mismo escritor hacía un análisis de las diversas formas de escritura secreta.

—¡Es una maravilla, una maravilla, esto es una maravilla…! —repetía el bibliotecario de la Universidad de Yale mientras pasaba cuidadosamente folio tras folio.

Mientras tanto, Brown estaba contemplando un ejemplar de 1526 titulado Opus novum, cuyo autor era Jacopo Silvestri.

—Silvestri fue el primer cifrador de claves de los papas —intervino Aaron—. El papa Clemente VII le llamaba su amado hijo. Si te fijas bien, verás que está escrito en latín, la lengua de los eruditos, y en italiano, una lengua vulgar en aquellos tiempos. Esta singularidad lo ha convertido en un códice bastante extraño y apreciado por los expertos.

—En realidad, el Opus novum supuso el primer gran libro de entrenamiento para criptógrafos y criptoanalistas —precisó Sherman—. Varias copias de este libro circularon entre señores feudales, soldados, clérigos y príncipes a través de mercaderes. Esto hizo que durante varias décadas el Opus novum fuese el primer gran libro sobre la materia y, debido a su difusión, los códigos que utilizaban los poderosos eran fáciles de romper por sus enemigos.

Aaron Avner había posado ya los ojos en otra joya propiedad de la NSA, el Subtilitas de subtilitate rerum, publicado en 1554 por Girolamo Cardano. Este ejemplar era el estudio más extenso e importante sobre el juego de probabilidades en el desciframiento de códigos y ruptura de claves.

—Ahora, si queréis, podemos hablar sobre vuestro Manuscrito Voynich. Es la hora del almuerzo y nadie nos molestará —propuso el director de la Escuela Nacional de Criptología.

Los tres hombres se dirigieron hacia la zona de lectura de la biblioteca, decorada con fotografías del presidente de Estados Unidos y del director de la NSA, y con las banderas de la Agencia de Seguridad Nacional y de los Estados Unidos de América.

Carlton Sherman colocó sobre la mesa un grueso dossier en cuya portada había escrito a mano: Manuscrito Voynich.

—Y bien, ¿qué has descubierto? —preguntó ansioso Aaron Avner a su amigo.

—Muchas cosas interesantes —respondió Sherman.

—Adelante, somos todo oídos —invitó Brown.

—Comencé a trabajar con las teorías que me enviaste de Hazil y Rees. Sin duda alguna, los criptógrafos de la Edad Media se vieron obligados a buscar formas para hacer más seguras sus claves. Los criptógrafos intentaban contrarrestar los análisis de frecuencias con un tipo de clave que se denominó clave homofónica —relató Sherman.

—¿Cómo podemos saber si esa clave fue la que Roger Bacon utilizó para redactar el Manuscrito Voynich? —interrumpió con interés el bibliotecario de Yale.

—Utilizada para escribirlo, no. Tal vez la empleó para intentar descifrarlo. El primer ejemplo documentado que he encontrado de este tipo de clave es en el Ducado de Mantua entre 1401 y 1410, y se convirtió rápidamente en una forma bastante real de los criptoanalistas para romper códigos secretos —explicó el especialista de la NSA—. El criptógrafo, al conocer la frecuencia con que aparecían los caracteres en el idioma del texto del Manuscrito Voynich, asignaba proporcionalmente sustitutos en la clave para las letras del alfabeto sin cifrar las más frecuentes.

—No sé por qué, pero siempre que escucho a alguno de ustedes, no entiendo absolutamente nada de lo que dicen —protestó Brown.

—Es muy sencillo. Supongamos que si la letra A es la más utilizada en inglés, nuestro criptógrafo asignará un determinado número de equivalentes a la letra A. El resultado tiene como objetivo compensar la frecuencia con que aparece esta letra en el texto final del Manuscrito Voynich —dijo Sherman entusiasmado mientras sus dos oyentes no sabían a qué diablos se refería—. Os estoy explicando que una cifra homofónica no es irrompible. Vuestro escritor…

—Roger Bacon —precisó Aaron Avner.

—Sí, efectivamente. Roger Bacon utilizó para redactar el códice la llamada técnica de sustitución de cifras, como muy bien descubrió Elizabeth Gwyn. En primer lugar, para conocer el significado de tu dichoso libro, Aaron, hay que saber el idioma en que se escribió el texto original.

—Lo más probable es que fuera en latín —aseguró el profesor Avner.

—Si es así, se puede calcular la frecuencia de las letras con una muestra de sólo unas páginas de un texto en esa lengua, siempre y cuando el criptoanalista insista lo suficiente. En el caso de Bacon, éste empleó un sistema de sustitución de cifras-símbolos, o mejor dicho, palabras incomprensibles-símbolos.

—¡Pues sigo sin entenderlo! —exclamó el periodista.

—Vamos a ver si puedo explicároslo mejor con lápiz y papel —dijo Carlton Sherman mientras cogía un bloc y un lápiz—. Por ejemplo, si queremos cifrar la oración El códice cifrado mantiene en secreto sus claves, elegiremos una palabra clave…

—¿Algo así como una contraseña? —preguntó Aaron.

—Sí, algo parecido. La palabra puede ser Avner, tu apellido. Para ello escribimos la frase abajo y tu apellido arriba.

A V N E R A V N E R A V N E R A V N E R A V N E R A V N E R A V N E R A V N E R A E L C Ó D I C E C I F R A D O M A N T I E N E E N S E C R E T O S U S C L A V E S

Ahora podemos comenzar a cifrar el mensaje utilizando un alfabeto similar al que empleó Roger Bacon, sólo que esta vez usaremos una tabla secuencial y únicamente las llamadas claves de hileras utilizadas en aquella época, que comienzan con las letras de nuestra palabra clave o contraseña.

A V N E R A V N E R A V N E R A V N E R A V N E R A V N E R A V N E R A V N E R A E L C Ó D I C E C I F R A D O M A N T I E N E E N S E C R E T O S U S C L A V E S F L O O A V S E F V U O O O A U I G B R F N U S P S E V C F V S E Z N W E U Z E V

Y así tenemos un mensaje cifrado. Para vuestro códice utilicé el libro más cercano en el tiempo a su redacción: Defurtivis literarum notis, de Giovanni Battista Porta, publicado en 1563.

—¿Quién era ese Porta? —preguntó Jack Brown.

—Fue uno de los más grandes genios de su época. Casi tanto como Leonardo da Vinci —respondió el profesor Avner—. Con veintiocho años, este napolitano ya había escrito cuatro magníficos libros sobre criptografía…

—Libros que aún siguen utilizándose en la NSA para cifrar algunos mensajes de seguridad media o baja —agregó Sherman—. El principal problema que se plantea es la longitud de la palabra clave, ya que esto es de vital importancia para que el criptoanalista consiga atacar el mensaje cifrado. Giovanni Battista Porta casi logra romper este problema. No sé si él, o algún alumno suyo, pudo descifrar parte del Manuscrito Voynich.

—No fue un alumno —apuntó Aaron—. Fueron dos sobrinos de Porta: Matteo y Marcello Argenti. Matteo escribió un manual para romper códigos a principios del siglo XVII en el cual hablaba de las cifras homofónicas que tú mencionas, Sherman. Tal vez Johannes Marcus Marci de Cronland o Athanasius Kircher, séptimo y octavo propietarios del Manuscrito Voynich, le hicieron llegar de alguna forma una copia del libro o de algunas de sus páginas.

—¿Se sabe si descubrieron algo sobre el códice? —preguntó Jack Brown.

—Tal vez sí descubrieron algo importante, pero nunca se sabrá —respondió el profesor Avner—. Ambos fueron asesinados en Siena en 1630 y sobre sus cuerpos había dos octógonos de tela. Los apuñalaron hasta la muerte.

—¡Otra vez el famoso octógono…! —exclamó Brown.

—¿Qué es eso del octógono? —preguntó interesado el agente de la NSA.

—Es una larga historia —dijo Aaron para cortar el tema—. Ahora necesito saber exactamente qué es lo que has descubierto en el Manuscrito Voynich.

—Déjame revisar mis papeles —pidió Carlton Sherman mientras echaba un vistazo en el dossier—. Las páginas que conseguí descifrar versaban sobre rituales en no sé qué parte de Europa. En una de ellas se hablaba del colsolamentu, o colosamentum, o algo parecido.

Con-so-la-men-tum —corrigió Aaron—. Era el rito de iniciación de los adeptos cátaros.

—Matteus Planch me habló de ese rito en Florencia —agregó Brown.

—Sí, efectivamente. En el libro se habla de una iniciación, como acabas de decir, Aaron, pero no menciona nada de esos cátaros —precisó Sherman—. También en otra página se habla de un tal Egberto de Schonau y trece oraciones…

—Trece sermones —volvió a corregir Aaron.

—Bien, el códice señala que en esos trece sermones se intenta comprender el sentido de la herejía. La verdad es que no sé a qué se refiere. El texto que conseguí descifrar era una especie de programa electoral político, tal y como lo conocemos hoy en día, o en el caso de vuestro libro, un programa religioso. El texto es, sin duda, una normativa o un propósito de intenciones. En varias partes del texto se habla también de unos hombres a los que se define como perfectos, pero realmente no sé qué significa —explicó Sherman.

—Así se definía a los altos miembros de la herejía cátara. A los sabios —explicó el profesor Avner.

—Aaron, hay una cosa que descifré en una de las páginas que me llamó mucho la atención —dijo el especialista de la NSA—. En el folio 25 verso aparece la figura de un dragón dibujada en el ángulo inferior derecho. Parecía que estaba fuera de lugar, como si alguien lo hubiera incluido en el códice una vez que ya se había escrito el texto y dibujado la imagen que aparece en esa página —explicó el criptoanalista—. Me centré en el texto que aparecía en el folio 25 verso y en el folio 26 reverso. El texto cifrado parecía que estaba escrito con diferente trazo que el resto de las páginas. Una vez atacada la cifra, apareció un nombre: Arefast de Blienart. El resto del texto habla de una matanza y de una traición.

—Un momento —dijo Brown—. Matteus Planch, el coleccionista de libros de Florencia, también me habló de Arefast de Blienart. Revisaré mis notas para ver si lo encuentro.

—Sí, mira tus notas y dime qué puede significar ese nombre —ordenó Aaron.

Jack sacó de una bolsa militar varias libretas de notas en cuya portada sólo aparecía la fecha de inicio y la fecha de finalización de escritura del bloc, una costumbre típica de los periodistas. Libretas de diferentes tamaños y colores se fueron amontonando en la mesa desordenadamente.

—¡Aquí está, es ésta! —gritó Brown mientras abría una libreta de color verde—. En ésta tengo los apuntes que tomé durante mi reunión con Planch en Florencia. Veamos dónde aparece el nombre de ese tal Arefast de Blienart.

Brown buscó entre las páginas ante la impaciencia de Aaron Avner y Carlton Sherman.

—Te he dicho cientos de veces que ordenes tus notas para poder buscar mejor los datos que necesitemos —le recriminó el bibliotecario.

—El desorden y el caos son mejores que el orden. Al menos, yo me muevo mejor en el desorden. Veamos, Blienart, Blienart, Blienart… ¡Aquí está! —exclamó Brown—. Arefast de Blienart, Bartolomé de Castres y Henri de Planchet. Al parecer, según Planch, estos tres hombres huyeron de un lugar llamado Montségur antes de que fuese atacado por los cruzados y sus habitantes pasados a cuchillo. Según Matteus Planch, descendiente de Planchet, tuvo que ser o su familiar o el tal Arefast de Blienart quien delató a los ciudadanos de Montségur a las fuerzas papales dándoles el lugar exacto por donde penetrar en la fortaleza. Cerca de cuatrocientas personas, hombres, mujeres y niños, fueron ejecutados o quemados en la hoguera por los cruzados.

—Tal vez el tal Arefast de Blienart tenía descendencia y sus familiares actuales están interesados en que nadie pueda revelar ese dato. ¿No os parece? —preguntó Sherman.

—Hay un dato interesante con respecto a lo que dice —intervino el periodista del Boston Globe— Matteus Planch me contó que su familia cambió su nombre por el de Planch cuando se refugió en el norte de Italia huyendo de las persecuciones papales y que la familia de Arefast de Blienart cambió su nombre por el de Lienart cuando se refugiaron en París en la misma época en la que Roger Bacon enseñaba en la universidad de esa ciudad.

—Está claro que debemos centrarnos en Matteus Planch y en ese tal Lienart… —sentenció Aaron Avner.

—Si es que existe —precisó Brown—. Si es que existe.

Una hora después y tras un frugal almuerzo en uno de los comedores de la Agencia de Seguridad Nacional, el profesor Sherman acompañó a sus dos visitantes hasta la salida principal del edificio de la NSA. Fuera los esperaban ya, subidos en el mismo vehículo blanco que los había llevado hasta allí, los agentes Martin y Lewis para acompañarlos al hotel Knight Inn.

—Muchas gracias por todo, Cari —le dijo Aaron a su amigo mientras le daba un fuerte abrazo—. Antes de irme, quiero pedirte que tengas cuidado y que no te fíes de nadie, absolutamente de nadie.

—No te preocupes por mí viejo cascarrabias. Ya has visto que para que alguien se acerque a mí tiene que pasar demasiados controles de seguridad. No tengo familia, ni perro, así que nadie me espera en casa. Mi único hogar son estos edificios —dijo Sherman al bibliotecario para intentar tranquilizarlo.

Ahora le tocaba despedirse a Jack Brown. El periodista esperó a que Aaron se subiera al vehículo.

—Quiero pedirle un favor personal, señor Sherman.

—Bien, dispare —respondió el agente de la NSA.

—Si le diese la dirección de una cabina telefónica, ¿podría usted decirme qué llamadas se han hecho desde ella? —pregunto Brown.

—Sin problemas, siempre y cuando esa cabina esté en territorio estadounidense.

—Sí, está en North Haven, en Clintonville Road, en el estado de Connecticut. Necesitaría saber las llamadas que se han hecho desde allí al extranjero —precisó.

—Bien, no se preocupe. Lo sabré en unas horas. ¿Dónde puedo localizarlo? —preguntó Sherman.

—Estamos alojados en el hotel Knight Inn. El número de teléfono es el 498-5553. Nos quedaremos hasta mañana por la mañana. Sólo le pido que no diga nada a Aaron sobre este asunto —dijo el periodista mientras estrechaba la mano del agente de la NSA. Antes de darse la vuelta para meterse en el coche, Sherman agarró a Brown del brazo.

—Ahora soy yo el que le voy a pedir un favor personal, señor Brown —dijo Sherman—. Cuide del viejo. No deje que le pase nada. Si estamos todos en peligro por ese dichoso Manuscrito Voynich, él seguro que tampoco está a salvo.

—No se preocupe, me ocuparé de él.

La noche había caído ya sobre la Costa Este de Estados Unidos cuando sonó el teléfono en la habitación 12 del hotel Knight Inn. Jack Brown aún estaba despierto, releyendo sus notas, con los ronquidos de Aaron como única música de fondo. El periodista levantó el auricular.

—¿Señor Brown? —preguntó la voz.

—Sí, soy yo —respondió en voz baja para no despertar al bibliotecario.

—Le llamo de parte de un amigo —dijo.

—Bien, ¿qué tiene para mí? —repuso Jack.

—He analizado la situación de la cabina telefónica de North Haven y hemos intervenido las comunicaciones realizadas desde ella en un plazo de entre una semana y dos meses. No hay muchas llamadas al extranjero —dijo el anónimo analista de la Agencia de Seguridad Nacional.

—Bien, dígame a qué países se ha llamado —pidió el periodista.

—Se han hecho varias llamadas a diferentes ciudades de México, pero esto es normal debido a que esa zona cuenta con bastante censo poblacional de origen de ese país.

—¿Es que ahora la NSA controla también los censos de población? —preguntó sorprendido Brown.

—Nosotros controlamos todo aquello que puede ser peligroso para la seguridad nacional de Estados Unidos y sus ciudadanos. Sabemos si en una ciudad hay mucha población mexicana y dónde se encuentran los núcleos poblacionales cuyos orígenes son países que pueden convertirse en posibles enemigos de nuestro país —respondió la voz.

—Y bien, aparte de México, ¿a qué otros países se ha llamado desde esa cabina?

—A Seúl, en Corea del Sur; a San Juan, en Puerto Rico; a Negril, en Jamaica; a la Ciudad del Vaticano; a París, en Francia; a Reading, en Inglaterra, y a una ciudad situada al norte de Roma llamada Frascati.

—¿Podría facilitarme los números de teléfono de las ciudades europeas a las que se ha llamado? —pidió Brown.

—Debo consultarlo antes con Control, señor Brown. La NSA no espía para sus ciudadanos, sino a los mismos ciudadanos para su Gobierno. Recuérdelo, señor Brown.

—Una vez dicho esto, colgó el aparato.

Jack Brown estaba dispuesto a seguir el rastro de las llamadas aunque la NSA no le facilitase los números. Investigaría cada una de ellas aun cuando tuviera que invertir todo el tiempo del mundo. Milo Duke no le daba buena espina y estaba dispuesto a desenmascararlo antes de revelar cualquier dato al profesor Avner. Tal vez fuese un buen tipo y sus sospechas fueran sólo eso, sospechas. Esa noche consiguió conciliar el sueño durante unas horas. A la mañana siguiente regresarían a New Haven.

Brown estaba tomando varias tazas de café bien cargado mientras Aaron lo miraba divertido.

—¿De qué se ríe? —preguntó.

—Por lo menos ahora desayunas café y no bourbon —dijo el bibliotecario.

—Al final se convertirá en una especie de padre para mí —precisó el periodista con voz ronca—. Su dichoso libro me ha obligado a dejar de beber. O bebo y olvido los datos de la investigación, o dejo de beber y permanezco sobrio para recordar toda la información que tenemos sobre el libro.

La conversación fue interrumpida por el hombre de la recepción.

—¿Señor Brown y señor Avner? Ha llegado su taxi para llevarlos al aeropuerto.

—Bien, ya vamos.

Brown y Avner se disponían a meterse en el taxi cuando el periodista divisó al agente Martin al otro lado de la calle haciéndole señas.

—Espere un momento, profesor —le pidió Brown mientras cruzaba la calle rápidamente.

—Señor Brown, le traigo un sobre de Control —dijo el agente de la NSA. El sobre de color marrón no llevaba ningún distintivo de la agencia de espionaje. Brown cogió el sobre y extrajo un papel de su interior. Ante su vista, en una pequeña hoja de papel, se alineaban varias cifras. Eran los números de teléfono de Europa a los cuales se había llamado desde la cabina de North Haven.

Jack Brown le tendió la mano al agente Martin para darle las gracias por el contenido del sobre.

—No me dé las gracias, señor Brown. No sé lo que contiene el sobre. Yo sólo cumplo órdenes de Control. Se me ha ordenado que le entregue este sobre, y así lo hago. Nada más, señor Brown —dijo el agente de la NSA.

—Bien, de todas formas, muchas gracias por esto que usted no sabe qué es, agente Martin —repitió el periodista ante la sonrisa del agente federal.

Mientras se dirigían al aeropuerto, el periodista sacó del sobre la lista de números de teléfono. ¿Qué número habría marcado Milo Duke? En una cuartilla sin distintivo alguno se alineaban siete números. Tal vez la clave fuera alguno de ellos. Brown estaba dispuesto a comprobarlos todos, uno por uno: 00-33-1-40503791 París, Francia. 00-33-1-40678192 París, Francia. 00-44-118-9586345 Reading, Gran Bretaña. 00-379-06-69884857 Ciudad del Vaticano. 00-379-06-69883314 Ciudad del Vaticano. 00-379-06-69883511 Ciudad del Vaticano. 00-39-06-94019421 Frascati. Italia.

Mientras daba un paseo por los Jardines Vaticanos, Lienart se encontró con los cardenales Metz y Orsini, responsable actual de la Primera Sección de la Secretaría de Estado.

—Buenos días, cardenal Lienart —dijo Orsini estrechándole la mano.

—Buenos días, cardenales Metz y Orsini —respondió Lienart—. Eminencias…

—Muchos miembros del colegio cardenalicio no ven con buenos ojos su paso por el Comité Disciplinar, pero entienden que sería poco diplomático evitar que esto suceda —comentó el cardenal Orsini.

—Claro, claro, eminencias —repuso el cardenal Lienart—. Siempre he pensado que la diplomacia vaticana nació una noche en Jerusalén, en la casa del sumo sacerdote Caifás, cuando una criada se acercó al apóstol Pedro y, señalándolo con el dedo, le dijo: También tú andabas con Jesús el Galileo. Pedro respondió entonces: No sé lo que estás diciendo. Éste es el mejor ejemplo de lo que significa la diplomacia vaticana. No se pone en peligro ni la fe ni la moral.

—¿Quiere decir, eminencia, que somos como aquella mujer que acusó al apóstol? —preguntó Metz.

—O tal vez como Pedro… —respondió sarcásticamente Lienart—. Tal vez prefieren no inmiscuirse para no poner en peligro ni la fe ni la moral y optan por que sean otros quienes lo hagan por ellos. —Los dos altos miembros de la curia se dieron por aludidos. Antes de alejarse, se dirigió de nuevo a ellos y les advirtió—: Forsan et haec olim mimenisse juvabit, quizá un día nos acordemos de esto con júbilo. —Mientras se marchaba, Lienart alcanzó a oír la réplica de Metz.

—Porque es ya el tiempo de que comience el juicio en la casa de Dios. Y si empieza por nosotros, ¿cuál será el final de los que se rebelan contra el evangelio de Dios? —repuso el exsecretario de Estado.

Lienart se dio la vuelta y miró fijamente al cardenal Metz mientras decía para sí: Primera carta de san Pedro, capítulo 4, versículo 17. Se adentraba en los Jardines Vaticanos. Aún debía reflexionar mucho antes de presentarse ante el Tribunal de la Curia, aunque si todo sucedía como había planeado, quizá aquel momento no se produciría jamás.

El último día de la vida del Papa fue una jornada normal de trabajo. Comenzó con una oración en su capilla privada, un desayuno frugal a base de fruta y zumo de naranja mientras escuchaba los informativos de la RAI y establecía una primera toma de contacto con su secretario de Estado, el cardenal Lubiani, con el responsable del Gobernatorio de la ciudad, el cardenal Spatola, y con el cardenal Olen Henley, que iba a ser nombrado nuevo nuncio apostólico en Washington.

A las nueve de la mañana comenzaron las audiencias. Sobre las dos de la tarde, el Sumo Pontífice se retiró a almorzar con un pequeño grupo que solía acompañarlo. Aquel día se sentaron a la mesa el cardenal Lubiani y los padres Lorenzi y MacGuinnon, secretarios del Papa. Después del almuerzo, los cuatro hombres dieron un largo paseo por los Jardines Vaticanos.

A primera hora de la tarde, el Papa, acompañado por dos miembros de su escolta y seguido por dos agentes de la Entidad, se dedicó a revisar papeles y cartas personales que debía responder. A última hora de la tarde pasó largas horas con el cardenal secretario de Estado, Alberto Lubiani, despachando asuntos de la Santa Sede.

Habló por teléfono con el cardenal Gaetano Bofondi, nuevo arzobispo de Milán en sustitución de Lubiani, y con el cardenal Raymond Flournoy. El Papa deseaba conocer su opinión antes de tomar una decisión con respecto a las recomendaciones dadas por el Tribunal de la Curia sobre el caso Lienart.

A esa misma hora y en otra estancia del Vaticano, no muy lejos de donde se encontraba el Sumo Pontífice, el padre Septimus Alvarado trabajaba pacientemente en la elaboración de una misteriosa sustancia. Con precisión casi quirúrgica, cortó con un fino bisturí varias hojas de una planta conocida como Digitalis purpurea. Los restos iban cayendo en el interior de una cubeta de cristal que estaba colocada encima de un pequeño hornillo.

Monseñor Przydatek se mostró interesado por aquella planta.

—La dedalera tiene glucósidos cardíacos que actúan sobre el corazón aumentando su ritmo y su potencia de bombeo —explicó Alvarado—. Se utilizan para regular el ritmo cardíaco y las arritmias. En dosis no adecuadas pueden producir aceleraciones cardíacas y taquicardias, incluso problemas musculares. Un alto nivel provoca paros cardíacos y la muerte.

—¿Actúa muy rápido? —preguntó Przydatek.

—Si se ingiere en perfectas dosis, provoca somnolencia, dilatación de la pupila e hipotensión —respondió fríamente el hermano del Círculo Octogonus.

—¿Sufrirá mucho? —preguntó preocupado el secretario de Lienart.

—No, monseñor. Sólo sentirá pequeños mareos y verá un halo alrededor de los objetos. Ése será el primer signo de que su cuerpo está siendo invadido por la toxina —dijo el sacerdote mientras aplicaba con las manos una sustancia en polvo sobre el mejunje verde que iba quedando en el recipiente de cristal.

—La cuestión que preocupa a quien usted ya sabe es que no quede rastro de la sustancia para que no pueda ser detectada por los forenses —precisó Przydatek.

—No se preocupe. El Papa está siendo tratado de problemas cardíacos y tendrá glucósido presente en el cuerpo cuando los forenses le hagan la autopsia. Lo que hay que evitar es que la cantidad ingerida no sea insuficiente como para dejarlo con vida o demasiada como para matarlo y que quede rastro en el hígado. Al fin y al cabo, la digitoxina de la planta se elimina a través del hígado —precisó el sacerdote experto en venenos—. De todas maneras, no creo que el Vaticano se preocupe demasiado en abrir una investigación cuando ocurra.

—Espero que no, hermano. Espero que no —dijo monseñor Przydatek.

—¿Cómo piensan suministrárselo? —preguntó el padre Septimus Alvarado con interés.

—Todas las noches una monja le lleva un termo con té y una pequeña jarra de leche. Le gusta mucho tomar té con leche antes de dormirse. Ésa será una buena forma.

—Sí, pero tendrán que introducir la sustancia en el termo y no creo que sea tan sencillo.

—No se preocupe, hermano. Las medidas de seguridad son sólo hacia el exterior, nunca hacia el interior. Nadie se espera una muerte organizada desde círculos internos —señaló Vaclav Przydatek—. Y con respecto al termo, hemos conseguido uno igual. Me ocuparé de hacer el cambio sin que la monja se dé cuenta.

El secretario del cardenal Lienart extrajo de una cartera negra un sencillo termo en una funda de tela escocesa, exactamente igual al que una monjita dejaba cada noche en la mesilla de la habitación del sumo pontífice.

—Ahora hay que introducir el insípido líquido en el termo con sumo cuidado —iba diciendo Alvarado mientras derramaba el líquido del recipiente de cristal en el interior del termo. Antes de cerrarlo, Przydatek entregó varias hojas de simple té al miembro del Círculo Octogonus y éste las introdujo en el termo. Una vez realizada la operación, Alvarado cerró el mortífero recipiente y se lo dio a monseñor Przydatek.

—Debe ponerse guantes, monseñor. No toque el termo, sus huellas quedarán grabadas en él y no creo que la Gendarmería Vaticana pase por alto sus huellas en un recipiente dirigido al Santo Padre —advirtió Alvarado mientras se quitaba los guantes de látex que había utilizado para preparar la mezcla.

—Tiene razón, hermano. Tendré cuidado —dijo el secretario de Lienart mientras sujetaba el termo con un trapo y volvía a introducirlo en la cartera negra—. Ahora sólo queda esperar. Fractum nec fractuem, favor por favor.

Silta nec silto, silencio por silencio —respondió el padre Septimus Alvarado.

Sobre las ocho de la tarde, el Papa se retiró para rezar el rosario en compañía de dos monjas y sus dos secretarios, Lorenzi y MacGuinnon. Después se sirvió la cena: sopa de pescado, judías verdes, queso fresco y fruta. Sobre las nueve, y como era su costumbre desde su llegada al trono de Pedro hacía tan sólo treinta y tres días, se puso frente al televisor para ver los informativos de la televisión italiana. Inmediatamente después se retiró a su habitación y le pidió a la monja que le atendía que le llevara su termo de té, como cada noche. A las nueve y media, el Papa cerró la puerta de su dormitorio pronunciando las que serían sus últimas palabras a los dos miembros de la Guardia Suiza y a los dos agentes de la Entidad que vigilaban las veinticuatro horas del día las habitaciones papales.

Antes de dormir, el Pontífice tenía la costumbre de leer algún texto en la cama y había mandado colocar una pequeña lámpara en la mesilla situada a su lado. Tras servirse una primera taza de té, el Sumo Pontífice comenzó a sentir somnolencia, pero la importancia de los documentos que estaba leyendo lo obligó a mantenerse despierto un poco más de tiempo. Incorporándose en la cama, volvió a servirse una segunda taza de té. Mientras leía, comenzó a observar una especie de halo luminoso alrededor de los objetos.

Debo decírselo mañana al doctor Caporello, pensó el Santo Padre. De repente, un fuerte dolor en el pecho le hizo mostrar una mueca de dolor y emitió un sonido seco. Su corazón le estaba jugando una mala pasada. Intentó llegar hasta el timbre de emergencia que tenía a su lado y pulsó el botón rojo apretándose el pecho, pero nadie respondió a la llamada. Alguien se había ocupado de que el timbre estuviese convenientemente desconectado.

Entre fuertes dolores provocados por la taquicardia, el anciano intentó arrojar al suelo lo que tenía sobre la mesa para llamar la atención de los guardias suizos que custodiaban la puerta de su dormitorio, pero misteriosamente alguien los había retirado de su puesto. El Papa moriría entre las nueve y media de la noche y las cuatro y media de la madrugada del día siguiente.

A las seis menos cuarto de la mañana, como todos los días, la monja tocó la puerta con los nudillos para despertar al Santo Padre. Llamó una vez tras otra, nerviosamente, sin obtener respuesta. Entró en silencio en la habitación y se encontró la luz de la mesilla encendida, varios documentos en el suelo y el cuerpo del Papa inmóvil. Estaba muerto.

La religiosa dio un grito y salió corriendo de la habitación. Al salir, la monja ordenó a los dos guardias suizos que se encontraban de escolta ante la puerta de la alcoba que fuesen a avisar al secretario de Estado Lubiani y al doctor Niccoló Caporello. Justo en ese mismo momento, monseñor Vaclav Przydatek, que se encontraba en el área privada del Santo Padre en el Palacio Apostólico, entró en la habitación. Sólo tenía escasos minutos para hacerse con el termo de té y la taza que aún tenía el Sumo Pontífice sobre su mesilla antes de que llegasen las primeras autoridades vaticanas. Przydatek arrojó en una bolsa negra la taza, el plato y la cucharilla. En ese momento, el teniente coronel de la Guardia Suiza Danton Buchs entró en la habitación y vio cómo el obispo polaco introducía el termo en la bolsa. Sin pronunciar palabra, monseñor Przydatek abandonó la habitación papal ante la mirada de Buchs. El militar sabía que aquel religioso era el secretario del poderoso jefe de los servicios de inteligencia vaticanos y para él y su carrera era mejor mantener la boca cerrada y esperar.

La monja avisó a los secretarios papales, los padres Lorenzi y MacGuinnon, y éstos a su vez al cardenal secretario de Estado, Alberto Lubiani, y al decano del Sacro Colegio Cardenalicio, el cardenal Gaetano Angelini.

Lubiani avisó al médico del Papa, el doctor Caporello. En la habitación del Pontífice la confusión era total. El diagnóstico del médico papal fue certificar que la muerte del Papa había ocurrido sobre las once y media de la noche a causa de un infarto agudo de miocardio. A las siete y media de la mañana, la agencia de noticias ANSA informaba del fallecimiento del Sumo Pontífice. Nuevamente, y por segunda vez en un año, se producía en el Estado Vaticano la situación de sede vacante.

* * *

Roma. Italia

Los padres Lamar y Mahoney llevaban varios días en Roma vigilando a sus siguientes dos objetivos. Los hermanos del Círculo Octogonus seguían los pasos de Giannini y Lendini muy de cerca. Tenían que calcular el momento en el que llevar a cabo el golpe.

Aquella mañana, tal y como llevaba haciendo durante los últimos quince años, el padre Giannini desayunó en el café Piero, en la Via della Dataria, muy cerca de la universidad. En el café el tema del día era la misteriosa muerte del Sumo Pontífice, tras treinta y tres días de pontificado. Todos los rotativos italianos anunciaban en sus portadas el fallecimiento del Papa y la situación de sede vacante.

—Seguro que lo han matado. Era demasiado bueno para ustedes, los católicos —dijo Piero, un comunista convencido, al padre Giannini, que se encontraba ensimismado leyendo un ejemplar de La Repubblica al fondo de la barra. El periódico hacía un retrato del Pontífice fallecido y mostraba varias fotografías de su niñez y de su época de sacerdocio en los humildes barrios de Nápoles. Allí era más famoso que Giampiero Boniperti o Tarcisio Burgnich, míticos jugadores del calcio.

El silencio y la consternación flotaban en las calles de Roma. En las esquinas se veía a grupos de ciudadanos leyendo la tercera edición de los periódicos, que iban saliendo a la calle con nuevas noticias procedentes del Vaticano. El padre Giannini debía regresar a su despacho de la Pontificia Universidad Gregoriana para recibir a un estudioso francés que preparaba un libro sobre la historia de sus archivos. No recordaba el nombre, pero estaba seguro de que lo había apuntado en su agenda. Había quedado con él sobre las once de la mañana y antes de su encuentro debía redactar varios informes.

Una hora y media después, mientras el padre Giannini se encontraba estudiando un ejemplar de una Biblia del siglo XVII, sonó el teléfono. La visita que esperaba había llegado. Dejó el ejemplar abierto sobre un atril y bajó a la recepción, en la primera planta del edificio. Allí, de pie, estaba esperándolo un hombre alto, bien parecido, vestido con un elegante traje negro, camisa blanca y corbata negra.

—Buenos días. Soy Henri Vincent —saludó el recién llegado alargando la mano al archivero jefe.

—Buenos días. Soy el padre Giannini. Por favor, acompáñeme hasta mi despacho y allí podrá decirme en qué puedo servirle —dijo el sacerdote.

Los dos hombres subieron las escaleras silenciosamente.

—Es impresionante lo de la muerte del Santo Padre, ¿no le parece? —dijo el francés rompiendo el silencio.

—Los designios de Dios son inescrutables. Él es el único que puede saber qué día es el elegido para llevarnos junto a él —respondió el religioso mientras señalaba al cielo. A continuación entraron en el despacho de Giannini. Con voz pausada, el francés dijo ser un experto en códices de los siglos XVI y XVII y que había obtenido un permiso del Vaticano para estudiar los ejemplares que se encontraban en la Gregoriana.

—¿Quién ha dicho que le concedió el permiso para poder estudiar nuestros ejemplares? —preguntó Giannini.

—No se lo he dicho todavía —repuso el francés mirando fríamente a los ojos del religioso—. Monseñor Cornelius Lassiter, scriptor de la Biblioteca Vaticana y responsable del Archivo Secreto tuvo a bien hacerme una carta de recomendación para poder entrar en su maravillosa biblioteca.

—Muy bien. Dado que viene de parte de monseñor Lassiter, uno de nuestros grandes protectores, lo atenderemos como se merece —dijo Giannini dando una palmada sobre la mesa—. El hermano Francis lo ayudará en todo lo que usted necesite. Si quiere algún ejemplar especial de nuestros archivos, no dude en pedírselo a él.

—Estoy seguro de que no los molestaré demasiado —dijo el francés mientras se levantaba para despedirse—. Antes tengo que resolver varios asuntos aquí, en Roma. Si no le importa, me gustaría trabajar por la noche.

—No se preocupe. Yo suelo quedarme trabajando hasta tarde en mi despacho. Si va a venir esta noche, sólo le pido que me llame antes por teléfono para abrirle la puerta trasera. Ésta no tiene tanto sistema de seguridad y sólo hay que apretar un botón para poder entrar —dijo el padre Marcelo Giannini.

—¿Son muy estrictas las normas de seguridad que tienen aquí? —preguntó Vincent con interés.

—No, pero usted ya sabe cómo son las organizaciones religiosas. Los jesuitas somos gente desconfiada y, conociendo el tesoro que descansa en nuestras estanterías, es mejor saber guardarlo —respondió sonriendo el archivero jefe.

En otro lugar de Roma, un hombre alto con aspecto de granjero irlandés se bajó del taxi junto al campus universitario con un pequeño maletín negro muy parecido al de los médicos. El sol acariciaba la amplia extensión de césped donde estaban sentados varios grupos de estudiantes y alguna pareja acurrucándose casi furtivamente. El recién llegado paseó durante una hora y media alrededor del edificio principal, de aspecto gris, más parecido al bloque de una prisión que a un complejo universitario. Desde hacía varios días había estado vigilando a su objetivo y controlando sus horarios de clases. Sabía que el profesor Roberto Lendini, experto lingüista, solía quedarse a solas los miércoles en su despacho a la hora del almuerzo. Ése sería un buen momento para llevar a cabo su misión.

El hermano del Círculo Octogonus entró en el edificio. Varios jóvenes pasaron ante él sin mirarlo siquiera.

No les interesa nada. No comprenden nada. Son la desidia más absoluta. No creen en Dios. Sólo les interesa el placer y la buena vida sin dar nada a cambio, pensó el hombre mientras observaba con cierto desprecio a aquellos jóvenes.

Dobló la esquina y se encontró con un largo pasillo con aulas a ambos lados. Conocía el camino hasta la zona de los despachos a la perfección. Lo llevaba estudiando una semana. Junto al despacho del profesor Lendini había uno que estaba vacío. Un letrero en la puerta indicaba Departamento de Historia de la Construcción, pero el hermano del Octogonus sabía que no se utilizaba desde hacía años. Abrió la puerta con facilidad y, tras entrar, la cerró en silencio. Sacó del maletín unos guantes negros y un alambre de púas con dos asas metálicas unidas a ambos lados. Seguidamente, se sentó a esperar.

Unos cuarenta y cinco minutos después oyó cómo Lendini salía al pasillo y se dirigía al baño de profesores. Llevaba una carpeta roja en la mano. Disimuladamente, el asesino lo siguió. A esa hora no había ningún peligro de que lo descubriera alguien. Entró en el baño. A la derecha se alineaban cuatro lavabos con toallas blancas apiladas vinas encima de otras y a la izquierda estaban los urinarios. Al fondo, tres puertas daban acceso a los retretes. En silencio, intentó girar la primera cerradura y la puerta se abrió. Al intentarlo con la segunda, descubrió que no se podía abrir.

—Está ocupado —dijo una voz al otro lado de la puerta.

El asesino del Octogonus entró en el primer baño mientras sujetaba con fuerza el alambre de púas entre las manos enguantadas. Con sumo cuidado, bajó la tapa del retrete y se subió sobre él. Se asomó por el muro y vio al profesor Lendini sentado en el retrete, leyendo los papeles que tenía en la carpeta. El experto lingüista se había quitado los pantalones y los había colgado en la puerta para que no se le arrugaran. El asesino alargó los brazos y, con un rápido movimiento, colocó el alambre de púas alrededor del cuello de Lendini. Mientras el alambre le cortaba la carne y las púas se iban incrustando en el cuello, el profesor intentó tomar aire sin demasiado éxito mientras alargaba la mano para quitar el cerrojo de la puerta. En los últimos momentos que le quedaban de vida, quizá pensaba que podía huir. Con cada pataleo, Roberto Lendini perdía segundos de vida. El asesino siguió apretando de las asas metálicas hasta que el objetivo dejó de respirar.

Con sumo cuidado, bajó del váter sobre el que estaba de pie y salió del baño para dirigirse al retrete contiguo. Abrió la puerta y se quedó unos segundos observando el cuerpo inerte. La visión era grotesca: un cadáver sentado, sin pantalones, con calcetines rojos, los calzoncillos por las rodillas, los ojos abiertos y la lengua fuera. Casi le dieron ganas de reírse mientras le colocaba el octógono de tela en el bolsillo de la camisa, pero un sonido a su espalda le cortó la respiración en seco.

Repentinamente, alguien había abierto la puerta. Al girarse, el asesino del Octogonus vio ante él a una mujer de tez oscura con cara de sorpresa que con una fregona en la mano izquierda y un balde metálico en la otra lo observaba sin entender absolutamente nada. Cuando lo entendió, ya era demasiado tarde. Con un rápido movimiento, el asesino la agarró por el pelo desde atrás. La mujer, de cuerpo delgado y frágil, intentaba zafarse sin éxito de su agresor, que la estaba arrastrando hasta uno de los retretes del fondo mientras le tapaba la boca con la mano aún enguantada para que nadie pudiese escuchar sus gritos de desesperación.

En el interior del baño, el hombre giró a la mujer poniéndola boca abajo y con una fuerte presión le colocó la mano sobre la cabeza, que hundió en el retrete. Segundos después, la pobre mujer había dejado de luchar.

A continuación colocó el cadáver de la mujer de la limpieza sentado en el retrete, pero, antes de cerrar la puerta, le bajó la falda, durante la lucha se le había subido, dejando ver la ropa interior. Incluso ante la muerte hay que ser decente, pensó el padre Emery Mahoney mientras levantaba la mano derecha para darle su bendición. Seguidamente abandonó el baño, no sin antes colgar de la cerradura el cartel de fuera de servicio.

Mahoney se dirigió hasta el despacho vacío, guardó los guantes en el maletín y abandonó el edificio con el mismo anonimato con el que había entrado, perdiéndose entre un grupo de estudiantes que jugaba al fútbol. Desde una cabina cercana, el sacerdote marcó el número de teléfono de Villa Mondragone.

Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo el padre Mahoney.

Silta nec silto, silencio por silencio —respondió monseñor Przydatek.

—Mi objetivo ha sido liquidado.

—Bien, regrese a la residencia y espere nuevas órdenes —dijo el secretario del cardenal Lienart. Inmediatamente después colgó el teléfono.

Esa misma noche, en la misma ciudad, Henri Vincent, tras cenar en un elegante restaurante, se dirigió paseando hasta el edificio de la Pontificia Universidad Gregoriana. Mientras miraba los escaparates, dos mujeres se le habían insinuado.

—Yo no trato con rameras —les reprochó bruscamente. Mientras se alejaba, las dos mujeres prorrumpieron en insultos.

Minutos después, el francés golpeaba con los nudillos la puerta trasera del edificio universitario sede de la biblioteca.

Esperó y volvió a golpear sin obtener respuesta. Y se vinieron a la mente serias dudas: ¿habría confirmado el padre Giannini su identidad con monseñor Lassiter? ¿Sabría quién era él realmente? ¿Tal vez alguien lo había avisado? ¿Estaría la policía tras sus pasos? ¿Habría liquidado Mahoney a su objetivo a tiempo? De repente sus pensamientos se interrumpieron con el ruido de unos cerrojos que se abrían al otro lado de la puerta. Vincent se relajó al ver aparecer tras ella el simpático rostro del padre Giannini.

—Disculpe la espera —dijo el archivista—. Se me había pasado la hora. Estaba revisando un ejemplar de una Biblia del siglo XVII que hay que restaurar. Perdóneme.

—No se preocupe. Entiendo que estos magníficos libros lo absorban más que cualquier otra cosa en el mundo —dijo Vincent para tranquilizar al padre Giannini.

Los dos hombres se dirigieron hacia la sala principal de la biblioteca. Una vez allí, el archivero jefe se dirigió al francés y le preguntó qué sección deseaba consultar.

—Deseo consultar el Carteggio Kircheriano —respondió.

—Imposible —se disculpó el padre Giannini—. Esa sección está cerrada al público y a los investigadores para su restauración.

—Entonces, ¿cómo es posible que un periodista estadounidense lo haya consultado hace unas semanas? —preguntó Henri Vincent mientras miraba fríamente a los ojos del religioso. Como si de un presentimiento se tratase, el padre Giannini intentó retirarse hacia la puerta, pero Vincent, mucho más fuerte, se lo impidió—. Debería darle vergüenza, padre, como religioso y católico, permitir que ojos no creyentes puedan leer documentos que nadie debería leer. Debería darle vergüenza no defender la verdadera fe de los creyentes, de los libros y documentos escritos por los no creyentes contra nosotros, los defensores de la fe, padre —dijo el francés mientras con un fuerte empujón arrojaba violentamente al padre Giannini sobre una mesa y se desparramaba lo que había encima—. Por ello, se ha decidido condenarlo a muerte y yo soy la herramienta de Dios para llevar a cabo esa misión.

El archivista, con varios cortes en la cara, intentaba recuperarse y ver la forma de huir de su atacante. Nuevamente las manos del padre André Lamar, miembro del Círculo Octogonus, agarraron al padre Giannini por las solapas de su chaqueta y lo arrojaron contra una antigua vitrina en la que se exponía un códice cartográfico de principios del siglo XVI. El asesino se acercó hasta él armado con una daga de misericordia en la mano derecha con el fin de apuñalarlo en la nuca.

Fides immota manet, la fe permanece inmóvil. Hic mort gauded sucurrere vitae, aquí la muerte sirve a la vida. Fides immota manet. Hic mort gauded sucurrere vitae. Fides immota manet. Hic mort gauded sucurrere vitae —repetía el padre Lamar una y otra vez mientras se acercaba a Giannini.

Cuando se disponía a ejecutar a su objetivo, el padre Giannini, tendido boca abajo y ensangrentado, se dio bruscamente la vuelta y pronunciando las palabras Et lux in tenebris lucet, y la luz brilló en las tinieblas, hundió un trozo de cristal desprendido de la vitrina en el cuello del asesino del Círculo Octogonus. Un gran chorro de sangre indicó al archivero que había atravesado la yugular del padre Lamar. Aún con cara de sorpresa y con el cristal hundido en el cuello, el asesino cayó de espaldas. Estaba muerto.

Monseñor Vaclav Przydatek esperó durante horas la llamada del hermano del Círculo Octogonus en su pequeño despacho de Villa Mondragone. Finalmente, decidió marcar un número de teléfono del Vaticano.

Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo Przydatek.

Silta nec silto, silencio por silencio —respondió el cardenal Lienart.

—Eminencia, tenemos un problema —dijo con voz alterada el secretario.

—Tranquilícese y cuénteme qué ocurre.

—Un hermano no ha realizado la llamada —dijo nerviosamente el religioso polaco.

—¿Quién era el objetivo? —preguntó Lienart.

—¿Es segura esta línea? —inquirió cautamente Przydatek.

—Si no lo fuera, no estaría hablando con usted, ¿no cree, monseñor Przydatek?

—Claro, eminencia, claro. El objetivo era el padre Marcelo Giannini, archivista jefe de la Pontificia Universidad Gregoriana —explicó—. El padre Lamar tenía que haber llamado ya hace horas para indicar que su objetivo había sido liquidado, pero no ha sido así.

—¿Qué se le ocurre, monseñor Przydatek? —preguntó Lienart al otro lado de la línea.

—Podría ocuparme yo de terminar el asunto, eminencia —afirmó el religioso.

—Ahora es demasiado peligroso para nosotros. A estas horas, Giannini ya estará declarando ante la policía italiana. No puedo arriesgarme a que usted intente llegar hasta él y lo relacionen conmigo. Es demasiado peligroso para mí —sentenció Lienart—. Déjeme pensar cómo podré manejar esta piedra que Dios nos ha colocado en el camino. Hoc, hic misterium fidei firmiter profitemur, aquí, con fe firme, confesamos este misterio. ¿Sabemos algo del padre Ter Braak?

—Aún es demasiado pronto. Su objetivo está en Florencia y no creo que haya ningún problema. De cualquier forma, su misión está señalada para dentro de tres días —respondió con seguridad Przydatek.

—Espero que así sea. Por su bien y por el nuestro. Buenas noches, monseñor Przydatek.

—Buenas noches, eminencia. Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo el secretario sin obtener respuesta alguna del gran maestro del Círculo Octogonus. Lienart había colgado ya el teléfono.