Capítulo 7

Ciudad del Vaticano

Desde por la mañana, las noticias sobre el agravamiento de la salud del Sumo Pontífice fueron marcando el ritmo de la engrasada maquinaria vaticana. El secretario de Estado, el cardenal Newton Metz, había mantenido reuniones con otros miembros de la curia ante la posibilidad de que ocurriera el fatal desenlace. Había que dejar todo atado en caso de que el Papa falleciera.

Por su despacho habían desfilado ya los cardenales Michele Castillo, prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe; Osmund Pearson, prefecto para la Congregación de Propaganda Fide; Pietro Orsini, responsable de la Primera Sección; Hans Mühlberg, responsable de la Segunda Sección; Camilo Cigi, vicario de Roma, y Gregorio Inzerillo, prefecto para la Congregación para los Obispos. Estos seis cardenales formaban parte del cerrado círculo que había rodeado a Metz durante los últimos diez años. El cardenal August Lienart no figuraba entre ellos, seguramente porque el propio Metz lo veía más como un enemigo y competidor que como un amigo y colaborador.

El cardenal Metz tenía previsto reunirse por la tarde con el cardenal Lienart, responsable del espionaje y contraespionaje de la Santa Sede; con Giovanni Biletti, jefe de la Gendarmería Vaticana; con el comandante de la Guardia Suiza, Helmut Hessler, y con el cardenal camarlengo, Gaetano Bofondi.

Lienart sabía que había sido convocado para preparar el operativo que debía desplegarse una vez que Su Santidad hubiese expirado. A él le tocaba la responsabilidad de proteger el cadáver del Papa después de que el doctor Niccoló Caporello certificase el fallecimiento del Sumo Pontífice. Los miembros de la Santa Alianza y del Sodalitium Pianum se pondrían automáticamente a las órdenes del camarlengo, el cardenal Bofondi. La Operación Catenaccio se activaría en cuanto se constatase la muerte del Papa.

Lienart tenía que dejar todo bien atado a través de su secretario, monseñor Przydatek. El Círculo Octogonus debía seguir operando en la sombra desde Villa Mondragone. Durante los once días de luto oficial y la celebración del cónclave, el jefe del espionaje vaticano estaría aislado por completo junto a los ciento ocho miembros del colegio cardenalicio hasta la elección de un nuevo Pontífice.

A las nueve de la noche, los cardenales Metz y Bofondi convocaron una reunión de emergencia con el coronel Hessler, de la Guardia Suiza, el inspector general Biletti, de la Gendarmería Vaticana, el subinspector Danilo Giani y el cardenal August Lienart, de la Entidad.

—El Papa se muere. Estén preparados —anunció Metz.

Media hora después, el doctor Caporello certificaba el fallecimiento del Sumo Pontífice: Certifico que Su Santidad el Papa, nacido el 26 de septiembre de 1897, residente en la Ciudad del Vaticano, ciudadano vaticano, ha muerto a las 21.37 horas en su apartamento del Palacio Apostólico Vaticano a causa de un colapso cardiocirculatorio irreversible, agravado por el cáncer que sufría desde hacía unos años.

Un prolongado silencio inundó todas las salas vaticanas como si de una ola de muerte se tratase. Los seis hombres que se habían reunido apoyaron la rodilla izquierda en tierra y se santiguaron. A Hessler se le ordenó que sus hombres comenzasen a tomar posiciones alrededor de la plaza de San Pedro ante el flujo cada vez mayor de fieles que se acercaban al Vaticano. Al cardenal Lienart se le encomendó la tarea de escoltar al cardenal camarlengo, Gaetano Bofondi, y proteger las habitaciones papales hasta su sellado.

Desde el mismo momento en el que se le informó de la muerte del Papa, el jefe de la Santa Alianza comenzó a dar órdenes a sus agentes. Tenía que escoltar al cardenal Bofondi hasta el despacho del Pontífice para destruir el sello de plomo del Pescador, así como el sello que el Papa llevaba en otro de los dedos. De esta forma se evitaba que alguien pudiese utilizar los sellos pontificios para firmar documentos no aprobados antes del fallecimiento del Papa.

El cardenal camarlengo y el secretario de Estado, el cardenal Metz, salieron del despacho y se ordenó el sellado de las habitaciones papales. El vicario de Roma, el cardenal Camilo Cigi, colocó cinco sellos de lacre sobre cinta roja. Dos miembros de la Guardia Suiza montarían guardia constantemente para proteger los sellos hasta que el nuevo Papa elegido en el cónclave los rompiese. El sucesor del trono de Pedro era la única persona autorizada para entrar en el que fuera el despacho del Sumo Pontífice fallecido.

Sobre las once y media de esa misma noche, una llamada del camarlengo informó al cardenal Lienart que debía presentarse en sus habitaciones. El cardenal Gaetano Bofondi sujetaba dos sobres en la mano: el testamento lacrado del Papa y las últimas disposiciones dadas por el Sumo Pontífice sobre algunos de los departamentos vaticanos que le preocupaban.

Lienart no sospechaba que antes de morir el Santo Padre había aceptado abrir una investigación sobre la actuación de los servicios de inteligencia de la Santa Sede y sobre su poderoso jefe. Tal vez Lienart se había vuelto demasiado poderoso, y también demasiado peligroso, para los altos miembros de la curia. En todo caso, el Papa había preferido esperar a su muerte para que se abriera la investigación contra el cardenal francés. Sería responsabilidad de su sucesor llevarla a buen término, pero en realidad nadie sabía qué había escrito el Papa fallecido en el interior de ambos sobres y el jefe de la Entidad estaba dispuesto a descubrirlo mucho antes que otros.

Mientras sujetaba el segundo sobre, aún lacrado con el sello pontificio, August Lienart llamó al obispo Przydatek.

—¿Sí, eminencia? —preguntó el secretario.

—Buenas noches, monseñor. Necesito saber qué dice este mensaje del Papa y necesito saberlo antes que los cardenales Bofondi y Metz —dijo Lienart.

—Pero el sobre lleva el sello pontificio, eminencia… Romperlo sin autorización es un sacrilegio castigado con la excomunión… —objetó Przydatek.

—Usted y yo, fiel Przydatek, sabemos bien que Dios nos ha llevado a tener que conducirnos por oscuros senderos y ello no nos ha alejado del camino de Dios. No creo que ahora suponga un problema violar un simple sello, ¿no es así, monseñor?

—No, eminencia —respondió el secretario cabizbajo.

—Dios y la política suelen ir en paralelo a nuestros intereses. Muchas veces hay que tomar decisiones que son las que hacen que estemos preparados para realizar tareas aún mayores, como ser elegidos príncipes de la Iglesia. Su carrera hacia la púrpura cardenalicia comporta deberes y obligaciones para con Dios —dijo Lienart mirando fijamente a los ojos a su secretario—. Usted decide.

Sin titubear, el obispo agarró el sobre de la mano de Lienart y salió de la estancia mientras el cardenal guardaba en la caja fuerte el testamento del Papa hasta que llegase la hora de su lectura. El ruido de la multitud congregada en la plaza de San Pedro no era perceptible más allá del Portón de Bronce que daba acceso al Palacio Apostólico. En los pasillos sólo se escuchaban los pasos de las patrullas de la Guardia Suiza y los susurros de cardenales y altos miembros de la curia.

El corazón de la Iglesia católica seguía latiendo regularmente como un reloj, marcando los minutos del ritual de sede vacante, y el cardenal August Lienart formaba parte de ese engranaje.

En su pequeño y austero despacho, en la primera planta del Palacio Apostólico, monseñor Vaclav Przydatek colocó el segundo sobre en su mesa, encima de un tapete verde. Durante un rato estuvo mirándolo. Despegar un sello rojo de lacre no era una tarea sencilla, ni siquiera para un espía de su experiencia, y además hasta ahora nunca había tenido que violar un documento pontificio. Przydatek abrió un cajón de la mesa y sacó unas gafas con lupa y un pequeño juego de bisturíes. Con la precisión de un cirujano, fue desprendiendo milímetro a milímetro el sello grabado con el mismo escudo que el Papa fallecido llevaba en su anillo. La operación duró cerca de treinta minutos hasta que monseñor Przydatek colocó el sello intacto en un lado de la mesa. A continuación puso un pequeño cazo con agua en el horno que solía utilizar para calentarse el té.

Cuando el agua rompió a hervir, el secretario de Lienart sujetó el sobre y lo fue moviendo sobre el vapor hasta que la goma quedó debilitada. El cardenal le había dado órdenes explícitas de que no leyera el contenido del sobre y que, una vez abierto, debía informarle inmediatamente.

—Eminencia, la tarea ha sido realizada con éxito —dijo Przydatek al otro lado del teléfono.

—Bien, espere en su despacho hasta que yo se lo diga. Y no pierda de vista ningún objeto —dijo Lienart.

Minutos después, el cardenal August Lienart entraba en el despacho de su secretario. Se sentó en una de las butacas que había frente a la mesa de Przydatek y ordenó a su secretario que abandonase la estancia. Necesitaba la máxima discreción para poder leer el documento que el Sumo Pontífice había dejado escrito y que no se atrevió a hacer público en vida.

Con la mano derecha extrajo el documento y lo colocó sobre la mesa. La tensión fue aumentando a medida que Lienart leía el texto, escrito de puño y letra por el Papa ahora fallecido. Aquel documento era un acta de acusación en toda regla contra su persona y contra las actuaciones del servicio de inteligencia de la Santa Sede. Se recomendaba el cese de todos los responsables del espionaje y contraespionaje a las órdenes de Lienart, así como de monseñor Vaclav Przydatek. En otro de los puntos, el Papa recomendaba a su sucesor que un destacamento de la Guardia Suiza debía asegurar el contenido de los archivos secretos del espionaje vaticano para evitar que pudiesen ser alterados o robados antes de llevar a cabo el cese de los responsables de la Entidad y el Sodalitium Pianum.

Con respecto a Lienart, el Papa recomendaba al nuevo Pontífice su cese al frente de la Entidad, su comparecencia ante el Comité Disciplinar de la Curia Romana para responder de sus actos y su traslado a una tranquila parroquia o monasterio en el centro de Europa para, desde ahí, acercarse a Dios mediante la oración y la meditación por un periodo no menor a quince años y no superior a veintidós.

El cardenal Lienart se mordió el labio inferior. Sabía que si no actuaba con rapidez, su ascendente carrera en el Vaticano se truncaría irremediablemente.

—Mi carrera talada bajo mis pies por un anciano enfermo de cáncer. Y lo peor de todo es que ha actuado contra mí desde su tumba para evitar mi venganza. ¡Maldito viejo enfermo! —se dijo el poderoso Lienart. Desde hacía siglos, su familia había sobrevivido a todo tipo de contratiempos, sabiendo ajustarse a la situación y al poder establecido.

Su padre había sabido estar a bien con la Francia de Vichy y congraciarse con la de De Gaulle; su tío Henri había sabido estar a bien con la Alemania de Hitler y hacer negocios años después con Israel, suministrándoles maquinaria agrícola. Ahora, él debía saber cómo sortear las nuevas dificultades que Dios le había impuesto en su camino.

Mientras introducía nuevamente el documento pontificio en el sobre, ya estaba pensando en cómo evitar aquel contratiempo. Para él era sólo eso: un sencillo y simple contratiempo que en nada alteraría su ascendente carrera en la curia.

Él era miembro de la familia Lienart y estaba llamado a asumir tareas mucho más importantes en el Estado Vaticano. Aquel documento era sólo un contratiempo.

Tras finalizar su lectura, salió del despacho y se dirigió a su secretario.

—Vuelva a colocar los sellos y entrégueme el sobre —le ordenó.

Sus siguientes movimientos iban a ser acercarse al cardenal Newton Metz, que dirigiría la facción austro-alemana en el próximo cónclave; al cardenal guatemalteco William Guevara, que se encargaría de la facción sudamericana; al cardenal José María Estévez, que se ocuparía de la facción española, y al cardenal Olen Henley, de Boston, que tutelaría la facción canadiense-estadounidense. Estas cuatro facciones del colegio cardenalicio intentarían mantener a raya al poderoso sector italiano, liderado por los cardenales Gaetano Angelini, prefecto de la Congregación para el Clero, y Dionisio Barberini, prefecto de la Casa Pontificia. Lienart sabía a ciencia cierta que ambos cardenales italianos tenían ya su candidato y sabía también que si salía un nuevo Papa de esta nacionalidad, sus días en el Vaticano estaban contados.

Lo cierto es que tampoco podía contar con el apoyo claro del cardenal Raymond Flournoy, que lideraría la facción francesa en el cónclave. Ese marsellés amante de los niños, solía decir Lienart con cierto sarcasmo.

Desde primeras horas de la mañana cerca de seiscientas mil personas se congregaron tras las vallas colocadas por la policía italiana alrededor de la columnata de Bernini. Todo estaba perfectamente preparado para el funeral pontificio, un rito marcado por siglos de tradición. El cardenal camarlengo, Gaetano Bofondi, identificó el cadáver del Papa. Él sería también el encargado de quitarle del dedo el Anillo del Pescador que el pontífice había llevado desde su elección en el cónclave. El anillo fue destruido en un yunque con un martillo. Seguidamente comenzó la procesión de cardenales para presentar sus respetos al Papa fallecido y acompañar su cadáver hasta la Capilla Sixtina, donde se le vistió con un hábito de seda blanca y un palio que había sido tejido especialmente para la ocasión. El cadáver del Papa había permanecido la primera noche en una de las capillas del Palacio Apostólico y al día siguiente había sido trasladado por un retén de la Guardia Suiza a la basílica de San Pedro, donde se instalaría la capilla ardiente tres días.

Durante las setenta y dos horas siguientes al fallecimiento del Papa, los fieles le presentaron sus respetos. Pasados los tres días se colocó el cadáver del Pontífice en un triple ataúd de madera y se dispuso a sus pies un cilindro metálico con un texto escrito por uno de los cardenales en su interior. El texto era una bendición. Al lado del cadáver se colocaron en tres bolsas de terciopelo rojo monedas de oro, plata y cobre, una por cada año de pontificado. Posteriormente, el cardenal Bofondi cubrió el rostro del cadáver con un velo de seda, se cerró y selló el triple ataúd y bajo la vigilancia de la Guardia Suiza fue bajado hasta la cripta de San Pedro. Allí fue colocado en un nicho construido expresamente para el Pontífice.

—Es la hora de los novendiales, las nueve jornadas de luto, del cónclave y de un nuevo Papa —dijo el cardenal Bofondi dirigiéndose a Lienart.

Al día siguiente, a primera hora de la mañana y tras asistir a una misa en recuerdo del Papa fallecido, los cuatro hombres encargados de la seguridad del Estado Vaticano se reunieron en una dependencia del Palacio Apostólico con el cardenal camarlengo, Gaetano Bofondi, y el cardenal Newton Metz. Tras una breve salutación y oración, Bofondi hizo saber al coronel de la Guardia Suiza Danton Buchs, al comandante en jefe de la Guardia Suiza coronel Helmut Hessler, al inspector general de la Gendarmería Vaticana Giovanni Biletti y al cardenal August Lienart que el día elegido para el inicio del cónclave sería al cabo de una semana, el siguiente lunes. Había que organizarlo todo y a Lienart le quedaba poco tiempo.

Los agentes del contraespionaje, el Sodalitium Pianum, serían los encargados de proteger a los ciento nueve cardenales electores para evitar que durante las votaciones del cónclave pudiesen ser influenciados por fuerzas exteriores. Nadie sabía que August Lienart había comenzado a reunirse en secreto con algunos de ellos para conocer, o por lo menos intentar conocer, a quién iban a votar. Lienart estaba seguro de que sería un cónclave de facciones, no de personas. Cada día los agentes de la Entidad deberían barrer cada habitáculo de los cardenales para evitar escuchas, micrófonos ocultos o simples aparatos de radio. Si alguno de los cardenales violaba esta norma, sería excomulgado de inmediato. A última hora, el cardenal Gaetano Bofondi indicó al cardenal Lienart que sus hombres se ocuparían también de proteger a los fustigadores elegidos por el colegio cardenalicio para controlar las normas del cónclave.

Las quinielas estaban abiertas para la sucesión al trono de san Pedro y Lienart sabía que se lo jugaba todo a una carta.

Todavía recordaba lo que había sucedido cuando el conservador cardenal Roncalli fue elegido Papa el 28 de octubre de 1958 con el nombre de Juan XXIII. Los servicios secretos permanecieron en la más absoluta inactividad hasta el fallecimiento del Papa, el 3 de junio de 1963, cinco años en total. August Lienart sabía que sería peligrosa la elección de un progresista italiano para la silla de Pedro.

Había llegado la hora de la verdad para los ciento nueve cardenales encargados de elegir al nuevo Pontífice de la Iglesia católica. Minutos después de que el arzobispo Giancarlo Costalunga, maestro de las Celebraciones Litúrgicas Pontificias del Estado Vaticano, pronunciase las famosas palabras extra omnes, todos fuera, el cardenal Newton Metz leería en voz alta el juramento por el cual cada elector se comprometía a observar las normas y el más absoluto secreto en todo lo concerniente a la elección del nuevo Papa.

Las urnas de plata y bronce donde se recogerían las papeletas de las votaciones se habían colocado ya ante el altar mayor, protegidas por dos agentes del Sodalitium Pianum y dos miembros de la Guardia Suiza. También se habían preparado las dos estufas: la antigua, donde se quemarían las papeletas de las votaciones, y otra más moderna que, con ayuda de sustancias químicas, provocaría la fumata blanca o la fumata negra. Estaban también preparados los bancos donde se sentarían los cardenales y la mesa cubierta por una tela purpurada donde los encargados del escrutinio y del recuento abrirían las papeletas, las leerían en voz alta y las prenderían con una gruesa aguja en un hilo antes de quemarlas.

El lunes a las diez de la mañana dio comienzo el cónclave. Al cabo de una hora aparecía en la chimenea instalada en la Capilla Sixtina la primera fumata negra. Ningún candidato había conseguido los votos necesarios para ser elegido Sumo Pontífice, es decir, dos tercios más uno.

Mientras su jefe permanecía recluido en el cónclave, monseñor Vaclav Przydatek había recibido órdenes precisas de destruir cualquier documento que pudiera incriminarlos en operaciones encubiertas, como tráfico de armas, apoyo a dictaduras sudamericanas y cuestiones similares. Todo documento relativo al Círculo Octogonus estaba a buen recaudo en una caja fuerte situada tras una de las vitrinas de la biblioteca de Villa Mondragone, muy lejos de donde ahora se decidía el futuro del cardenal Lienart.

Unos días antes, el patriarca de Venecia, uno de los cardenales más respetados, había llegado a Roma con el fin de participar en el cónclave. Lo cierto es que su nombre no figuraba siquiera entre los favoritos y, por lo tanto, permaneció tranquilo en su celda número sesenta. Sería en las reuniones anteriores al cónclave cuando el cardenal de Milán había comentado ante el resto de sorprendidos cardenales, entre ellos el propio patriarca, que el futuro Papa se encontraría con serias dificultades al llegar al trono de Pedro debido a la situación reinante en los servicios secretos de la Iglesia.

—La situación no solamente es crítica, sino que está a punto de reventar —había dicho Lubiani a los cardenales.

El cardenal camarlengo, Gaetano Bofondi, que estaba cerca, escuchó las advertencias del cardenal Lubiani y pidió silencio.

August Lienart, que había oído también el comentario, supo de inmediato que la facción italiana intentaría acabar con él una vez que hubiesen elegido un Papa italiano.

El cardenal Gianberto Palazzini avisó a Lienart de que tanto la Entidad como el Sodalitium Pianum debían facilitar toda su ayuda a su sucesor. Palazzini deseaba ardientemente el puesto del cardenal francés y, uniendo su destino al del cardenal Alberto Lubiani y a otros italianos, esperaba formar parte de la nueva maquinaria italiana del poder en el Vaticano.

Palazzini era uno de los más firmes defensores de la necesidad de abrir una investigación contra Lienart desde meses antes de reunirse el cónclave. Palazzini había mantenido una reunión secreta con otros cardenales y había expresado abiertamente la necesidad de investigar el destino de millones de dólares del Vaticano y las relaciones de Lienart y la Entidad con el dictador nicaragüense Anastasio Somoza. Durante el cónclave, el cardenal yugoslavo Franjo Setic reveló a otros prelados que fuerzas oscuras dentro del Vaticano, cercanas a sus servicios de inteligencia, habían conseguido apartar al peligroso cardenal Palazzini de la carrera por el pontificado. El religioso yugoslavo aseguró que durante una de las cenas alguien había aludido en voz baja y sólo para su vecino a los rumores sobre la condición sexual de Gianberto Palazzini durante su apostolado entre la juventud de todo el mundo y en vista de que a veces su apartamento se llenaba de sacos de dormir cuando no les podía encontrar otro alojamiento.

Las fuerzas oscuras, como las definían algunos cardenales, habían conseguido apartar de un plumazo a un candidato molesto para los servicios secretos y para el cardenal August Lienart. En la segunda votación del cónclave, el patriarca consiguió cincuenta votos, Bofondi, veinte, y Metz, dieciocho. Tras un breve descanso, los cardenales regresaron a la Capilla Sixtina para llevar a cabo las dos votaciones de la tarde. La primera de ellas se desarrolló a las cuatro y fue el cardenal Lubiani el encargado de leer el nombre del cardenal de Venecia en más de setenta y cinco ocasiones. Había fumata blanca.

Inmediatamente después, los poderosos cardenales Metz, por los obispos, Cremonesi, por los presbíteros, y Acquaviva, por los diáconos, se acercaron al patriarca de Venecia para pedirle que aceptase su destino. El decano cardenalicio se aproximó al elegido y le preguntó:

—¿Aceptas tu elección canónica como Supremo Pontífice?

Tras pronunciar el cardenal la palabra acepto, se fue desarrollando el solemne ritual ante la mirada de todos los miembros del colegio cardenalicio.

El nuevo Papa rezó ante el altar de la Capilla Sixtina y posteriormente se trasladó a una pequeña estancia, la llamada habitación de las lágrimas, donde el elegido permaneció un rato a solas sumido en sus sentimientos. Después, se vistió con las ropas de Sumo Pontífice que había confeccionado en tres tallas diferentes el sastre Rainiero Falcinelli.

Minutos antes, y como marca la tradición, el cardenal protodiácono, cumplió con su tarea de hacer el anuncio oficial:

Annuntio vobis gaudium magnum; habemus Papam: Eminentissimum ac Reverendissimum Dominum, Dominum Giulium Sanctae Romanae Ecclesiae Cardinalem…

En ese mismo momento el Papa apareció en el balcón para ofrecer su primera bendición Urbi et Orbi. Mientras millones de ojos contemplaban esta escena, en el interior de un despacho del Palacio Apostólico el cardenal August Lienart decidió convocar a su secretario.

—¿Eminencia? —dijo Vaclav Przydatek mientras entraba silenciosamente en la estancia a oscuras. Se escuchaban de fondo los murmullos que llegaban desde la plaza de San Pedro de los miles de fieles alabando al nuevo Papa.

—Pase, monseñor Przydatek. No ponga usted esa cara —dijo el cardenal Lienart intentando reconfortar a su secretario—. Este nombramiento es tan sólo una pequeña piedra impuesta por Dios en nuestro camino. Tenemos dos opciones: o sortearla hábilmente y saber convivir con ella en el zapato o, sencillamente, destruirla y continuar con nuestra sagrada misión —añadió el alto miembro de la curia mientras miraba fijamente a los ojos de Przydatek con una mirada que le heló la sangre al obispo polaco.

Hacía veinte años que Przydatek trabajaba a las órdenes del poderoso cardenal Lienart y sabía lo que significaba aquella mirada. Durante esas dos décadas había visto cómo su jefe ordenaba ejecutar a enemigos de la Iglesia, ayudar a dictadores, financiar operaciones encubiertas en países democráticos, apoyar a gobiernos corruptos y romper y violar los sagrados sellos de un Sumo Pontífice. Sin embargo, en ese momento, el significado de esa mirada jamás se le podría haber pasado por su católica mente. Aquello era lo que provocaba en el religioso polaco unas duras luchas internas: o era un obispo de Dios que necesitaba creer en algo superior o era un despiadado asesino del Círculo Octogonus que tan sólo obedecía ciegamente las órdenes del cardenal August Lienart.

Esa misma noche, el cardenal Newton Metz se reunió con Giovanni Biletti, de la Gendarmería Vaticana, con Helmut Hessler, el coronel jefe de la Guardia Suiza, y con el cardenal August Lienart.

—Deben estar preparados para ser llamados ante el Santo Padre —les dijo Metz—. Es la hora de orar por nuestro nuevo Sumo Pontífice y velar por su seguridad. —Los cuatro hombres se pusieron de rodillas y rezaron por el Papa. Al finalizar la oración, Lienart se santiguó. Antes de retirarse, Metz hizo saber a Lienart que el Santo Padre deseaba a la mañana siguiente poder leer el mensaje que el Papa fallecido había dejado a su sucesor.

Fractum nec fractuem, silta nec silto, favor por favor, silencio por silencio —dijo Lienart sin que Metz entendiese el significado de aquellas palabras.

El cardenal August Lienart sabía que su destino estaba ya escrito, así como también el del nuevo Papa. Él se encargaría de ello y el padre Septimus Alvarado, experto en venenos y miembro del Círculo, sería su instrumento.

* * *

New Haven. Connecticut

Aquella mañana Jack Brown se había levantado tarde debido a la fiesta que había tenido el día anterior. La mezcla de whisky, algún somnífero y el jet lag le había provocado un fuerte dolor de cabeza. El timbre del teléfono lo devolvió a la realidad.

—¿Quién es? —preguntó Brown.

—Llevo llamándote toda la mañana. ¿Dónde te habías metido? Tenemos mucho trabajo y debemos hablar de Elizabeth Gwyn —dijo Aaron.

—Antes de todo, buenos días, profesor. Podría preguntarme: ¿qué tal el viaje? ¿Qué tal las entrevistas? ¿Es útil la información que ha recopilado? No sé, cosas de este estilo —objetó Brown de forma sarcástica.

—No tengo tiempo ahora para esas cosas. Date una ducha, aféitate, quítate la resaca y ven a mi despacho en la biblioteca.

—Bien, papá, estaré ahí en una hora —dijo el periodista, pero el profesor Avner ya había colgado el teléfono.

Tras ingerir varios litros de café bien cargado y disolver un par de aspirinas en un vaso, salió a la calle para recoger los ejemplares del Boston Globe que estaban amontonados en la escalera. Sólo miró el de aquel día. Unos grandes titulares que ocupaban toda la portada del periódico anunciaban el nombramiento del nuevo Papa. Aquella noticia no le llamó demasiado la atención: Vaya, se muere uno y ponen otro de recambio, pensó mientras arrojaba el ejemplar sobre un sofá.

Unos minutos más tarde salía de su casa rumbo a la Biblioteca Beinecke para reunirse con el profesor Avner. Mientras conducía le vinieron a la mente de repente las palabras de Aaron: Debemos hablar de Elizabeth Gwyn. ¿Qué habrá pasado?, pensó Brown mientras enfilaba con su coche Elm Street. Mientras entraba en el aparcamiento de la biblioteca divisó la figura de Milo Duke, el ayudante del profesor, que estaba saliendo de un viejo escarabajo Volkswagen. Aquel tipo no le gustaba nada. Jamás daba una opinión, jamás expresaba un sentimiento y siempre que él mantenía una conversación con el profesor Avner sobre algún aspecto del Manuscrito Voynich, procuraba estar cerca.

—Buenos días, señor Brown —saludó Duke mientras alargaba la mano para estrechársela.

—Buenos días, Milo.

—¿Qué tal su viaje por Europa? —preguntó el joven.

—Bien, bastante agotador, aunque ya sabes que las italianas ayudan a relajarse —dijo el periodista de forma socarrona mientras golpeaba la espalda del joven ayudante.

—No lo sé. Nunca he estado en Europa. Mi bolsillo de estudiante y mi sueldo en la biblioteca no me lo permiten —respondió Milo rehuyendo la mirada directa del periodista.

Ambos entraron en el hall de mármol y mientras Duke saludaba al vigilante sin obtener respuesta, George se dirigió a Jack Brown dándole la bienvenida de forma amistosa.

—Vaya, veo que no te aprecian mucho por aquí —dijo el periodista entre risas dándole una nueva palmada en la espalda a Duke.

Atravesaron la puerta de seguridad y se dirigieron hacia la zona de despachos. Mientras Duke se despedía de Brown, el periodista golpeó con los nudillos la puerta del despacho de Aaron Avner.

—Pasa, pasa. No te quedes ahí —le dijo ansiosamente el profesor Avner mientras agarraba a Brown por un brazo y lo metía dentro del despacho.

—Bien. Dígame qué era eso tan importante que tenía que contarme.

—¿Te acuerdas del señor Rugg, del señor Hazil, del señor Rees y de la señorita Gwyn?

—Claro que me acuerdo. Estuve con ellos en Inglaterra, Holanda, Bélgica e Irlanda y todos me han contado muchas cosas del Manuscrito Voynich —respondió Brown.

—Pues los cuatro han sido asesinados —dijo lacónicamente el profesor Avner.

Brown, completamente sorprendido e intentando recomponerse por la noticia, le preguntó por los detalles.

—Recibí un misterioso mensaje de Elizabeth Gwyn desde Drogheda en donde me decía que un extraño personaje iba a ir a visitarla y que no se fiaba mucho —explicó Aaron—. Cuando llamó por teléfono, yo no estaba en la biblioteca y la señora Hollingsworth tomó nota del mensaje. Yo no me enteré del asunto hasta por la noche y cuando llamé por teléfono a su granja de Drogheda, lo cogió alguien que no pronunció una sola palabra. Volví a intentarlo al día siguiente y me respondió un hombre que se identificó como agente de la División Criminal de la policía irlandesa. El policía me interrogó sobre mi relación con Elizabeth. Le dije que éramos amigos desde hacía casi treinta años. No sé si me creyó, pero el hecho es que me dijo que Elizabeth había sido encontrada asesinada de varios golpes en el cráneo en un pozo séptico de la granja. Estoy seguro de que esa noche quien descolgó el teléfono era el asesino.

—Pero yo estuve con ella horas antes… días antes… —balbuceó Brown.

—Sí… ¿Y sabes lo más curioso? Alguien dejó un octógono de tela cerca del retrato de su esposo.

—Pobre mujer. Tenía mucha vida, creo incluso que intentó coquetear conmigo.

—Así era Elizabeth. Cuando el agente de policía me dio el dato del octógono, decidí por curiosidad llamar a Peter Hazil a Ámsterdam, a Petrus Rees a Bruselas y a Gordon Rugg a Inglaterra. Los tres también habían sido asesinados. Peter, estrangulado en una sauna gay; Petrus, envenenado en su casa, y Gordon, encontrado en su coche abandonado. Lo habían acuchillado en la nuca —dijo Aaron.

—¿Cree que alguien avisó al asesino de mis visitas?

—Puede ser. Lo cierto es que es demasiada casualidad el hecho de que hayas visitado a cuatro personajes relacionados con el códice y que poco después aparezcan asesinados. También es sorprendente que tú descubrieras que varios personajes relacionados con el Manuscrito Voynich fueron asesinados a principios del siglo XX por un asesino o varios asesinos que dejaron sobre los cadáveres o cerca de ellos un octógono y en los cadáveres de Hazil, Rugg, Gwyn y Rees apareciese ese símbolo.

—¿Quién cree que puede tener esa información? —preguntó Brown—. Tal vez su ayudante, Duke.

—No lo creo. Lleva conmigo varios años y jamás se ha interesado por el Manuscrito Voynich o su estudio. Lo único que ha hecho ha sido recabar en ocasiones algo de información que después yo iba introduciendo en el dossier sobre el libro. Ni siquiera ha leído mi dossier, como has hecho tú. Nunca se lo he permitido por su propia seguridad —respondió el profesor.

—¿Entonces quién? —volvió a cuestionar el periodista.

—No lo sé, pero de lo que sí estoy seguro es de que cuanto más avance nuestra investigación, más peligro corren nuestras vidas. Debemos tener más precaución y sólo nosotros hemos de saber los nombres de las personas que han colaborado en algún aspecto del desciframiento del Manuscrito Voynich —advirtió el bibliotecario—. Por cierto, esta semana iremos a Houston y a Maryland para visitar a los dos amigos míos de los que ya te he hablado. Lo que nos cuenten del códice nos ayudará mucho en la investigación. Ahora te dejaré otra vez el dossier del códice para que lo sigas leyendo donde lo dejaste.

Puedes quedarte aquí en mi despacho. Mañana te diré cuándo nos vamos.

Jack Brown sujetó con las dos manos el amplio dossier y se sentó a la mesa, que estaba llena de papeles y revistas. Hizo un hueco entre el caos y buscó dónde se había quedado la vez anterior.

En 1678, justo dos años antes de su muerte, Athanasius Kircher, octavo propietario del códice cifrado, donó el libro al Museo del Colegio Romano de los jesuitas. Entre la carta escrita por el jesuita Johannes Marcus Marci de Cronland y el descubrimiento del manuscrito cifrado en 1912 habían transcurrido nada menos que doscientos cuarenta y seis años.

Mientras Brown iba leyendo se preguntaba una y otra vez qué había sucedido con el Manuscrito Voynich durante todos esos años, por qué había pasado tanto tiempo hasta que fue recuperado en algún lugar al norte de Roma. Tras dar un trago de una pequeña petaca, el periodista volvió a sumergirse en la lectura, apartando a un lado algunas imágenes del libro.

Está claro que los jesuitas decidieron esconder el libro para evitar que éste cayese en manos de la Santa Inquisición.

Después, haber estado tantos años escondido pudo deberse a los diferentes coleccionistas, muchos de los cuales adquirían piezas de incalculable valor y las escondían en sus bibliotecas para su propio placer. En el caso del Manuscrito Voynich pudo suceder que al no entender su contenido los supuestos propietarios, éstos prefirieron esconderlo para evitar que fuese destruido por la Inquisición. Otro de los motivos que pudieron llevar a los dueños del libro a tener que ocultarlo sería el propio miedo. Sobre esta cuestión habría que destacar la opinión de Ambroise Paré, famoso cirujano francés del siglo XVI, quien, al observar las figuras femeninas del códice cifrado no tuvo el más mínimo reparo en destacar que las posturas indecentes de las mujeres provocaban que dieran a luz niños deformes, monstruos y criaturas anormales. Otra opinión de Paré sobre el códice hacía referencia a las supuestas imágenes lésbicas que aparecen en varios de los folios del libro. El médico dijo: Las imágenes de lesbianismo son de una lamentable indecencia. El lesbianismo era en la Francia del siglo XVI un delito que se castigaba con la muerte de las mujeres que lo practicasen. Todo esto pudo hacer que el Manuscrito Voynich permaneciese escondido durante los siglos siguientes en alguna oscura y recóndita biblioteca de un castillo o monasterio.

Brown hizo otra pausa tras escuchar un ruido procedente de una sala anexa al despacho de Aaron Avner. El periodista miró el reloj y al ver la hora dedujo que ya no tendría que haber nadie trabajando. Se levantó y abrió de repente la puerta. La sala estaba vacía. No había nadie al otro lado. Aunque Brown volvió al despacho para continuar con la lectura del dossier, siguió mirando desconfiado hacia la puerta como si esperara que alguien saltase en la oscuridad para apuñalarlo o estrangularlo y después arrojar sobre él un octógono de tela. Antes de sentarse nuevamente, echó los pestillos de seguridad de las dos puertas que daban acceso al despacho. Tras aguardar unos segundos a la espera de poder oír algún movimiento, volvió a la lectura. En una subcarpeta de diferente color aparecía escrito: Compañía de Jesús. 9° propietario del Manuscrito Voynich.

Fundada en 1540. Tras sufrir diversos enfrentamientos con varios monarcas europeos, la Compañía fue abolida. Los jesuitas fueron acusados de querer judaizar y anarquizar el cristianismo. Durante esta oscura etapa el códice cifrado pasó por diversos monasterios y bibliotecas con el fin de proteger el libro. En 1773, el padre Amadeo Lazzari, bibliotecario del Colegio Romano, tuvo un papel destacado en la protección del códice. En 1767, los jesuitas eran suprimidos en Roma y expulsados de América por orden de Carlos III. En 1773, el papa Clemente XIV decidió bajo orden pontificia decretar su extinción a perpetuidad. Lazzari, temiendo el decomiso y destrucción de todos sus bienes, pidió una audiencia con el poderoso cardenal Huguet de Lienart, miembro del Consejo Pontificio para las Sagradas Escrituras y consejero de los papas Clemente XIV (1769-1774) y Pío VI (1775-1799). Lienart decidió proteger la mayor parte de los libros, incluido el Manuscrito Voynich, trasladándolos a su residencia privada en Sabartés, en la región del Languedoc francés. El resto de fondos jesuitas importantes de la biblioteca fueron salvados por Giuseppe Pignatelli durante la entrada de las tropas napoleónicas. Terminada la guerra en 1814, el papa Pío VII ordenó restituir todas las propiedades a la Compañía de Jesús.

En 1823, la Compañía fue rehabilitada y se les devolvió la iglesia del Gesú, el Collegio Germánico, el Anexo, el Noviciado de San Andrés, el Panteón, el Collegio Romano, el Oratorio del Caravita y el Observatorio Astronómico. El Manuscrito Voynich permaneció en Francia, entre los fondos de la familia Lienart.

Otras de las versiones que se manejan es que la familia Lienart entregó el libro al padre Petrus Beckx, 22° general de la Compañía de Jesús. Cuando las tropas del rey Víctor Manuel entraron en Roma, el monarca ordenó incautar los fondos de las órdenes religiosas, pero no así los fondos privados de los sacerdotes. El padre general Beckx se dedicó durante un mes a escribir su nombre en todos los códices y documentos de los jesuitas para que no fuesen incautados, incluido el Manuscrito Voynich. En 1884, Beckx dimitió y abandonó el cargo de general de los jesuitas, siendo sucedido por el padre Anderledy. Sería el 23° general de los jesuitas quien ordenaría censar todos los libros y documentos donados por Athanasius Kircher a la Compañía de Jesús. Misteriosamente, en ninguna de las dos catalogaciones que se llevaron a cabo apareció el Manuscrito Voynich ni los volúmenes de correspondencia de Kircher que ahora reposan en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Los archivos de la Societas Iesu fueron a parar a los archivos de la misma universidad.

Parece ser que, de alguna forma, el Manuscrito Voynich acabó en Frascati, en Villa Mondragone, la residencia de la familia Lienart. Fue allí donde un experto ladrón ruso lo robó en 1912 y después… las sombras. Nada más se supo del libro.

Brown cerró la carpeta y abrió la siguiente. En su portada, el profesor Aaron Avner había escrito: Rastro del Códice (1912-1959).

En 1959, monseñor Cornelius Lassiter, scriptor en la Biblioteca Vaticana, había escrito una catalogación titulada Códices Vaticani Latini en donde aparecía incluido el Manuscrito Voynich. Curiosamente, veintidós años antes, el padre jesuita Gianberto Ricci había realizado una catalogación de códices en Estados Unidos y Canadá titulada Census. Catalogó una colección de un misterioso ciudadano ruso compuesta por dieciséis libros. El octavo de la lista era el Manuscrito Voynich. Lo que no es comprensible es cómo fue posible que el propio papa Pío X (1903-1914) adquiriese más de trescientos códices, que formarían parte de la Biblioteca Vaticana, y que en esa lista se incluyese el Manuscrito Voynich.

El profesor Avner había escrito a mano y con lápiz al final del párrafo: Pude hablar con el scriptor del Vaticano y me dijo que el Manuscrito Voynich estaba entre sus fondos, pero cuando le pedí que lo comprobase, descubrió que el libro catalogado con el número BV-C-501 no aparecía por ninguna parte. Tan sólo había un hueco entre los libros BV-C-500 y BV-C-502, y el Manuscrito Voynich no estaba. El jesuita no entendía cómo había podido ocurrir aquello.

Tras leer la nota escrita por Aaron, Brown miró el reloj de la pared y el suyo propio para cerciorarse de la hora. Eran las tres de la mañana.

—Hora de retirarse —dijo el periodista mientras se desperezaba en la silla del despacho.

Ordenó cuidadosamente las carpetas que habían quedado sueltas fuera del dossier y las volvió a colocar. Seguidamente, se acercó a la caja fuerte que Aaron había dejado abierta, introdujo los documentos en su interior y la cerró dando varias vueltas a la ruleta numérica.

Salió del despacho y, con la puerta abierta, comprobó los cerrojos por dentro antes de cerrarla. Después se aseguró de que había quedado bien cerrada. En el hall se despidió de George, el vigilante, y se dirigió hacia el aparcamiento. Cuando se disponía a entrar en su coche, divisó el Volkswagen de Milo Duke, lo que significaba que aún se encontraba en el interior de la Beinecke. Brown se subió a su coche, salió del aparcamiento y volvió a estacionarlo en una zona oscura de Elm Street. Allí esperó por espacio de una hora y media y cuando estaba a punto de quedarse dormido, escuchó unos pasos que corrían hacia el Volkswagen. Era Duke, que salía con bastante prisa del edificio. El coche del ayudante del profesor Avner pasó a su lado sin que el joven se percatase de que lo estaban vigilando. Brown se había convertido en todo un experto en seguimientos cuando trabajaba en la sección de sucesos del Boston Globe. Un amigo suyo del Departamento de Policía de Boston le había dado un curso acelerado para enseñarle cómo evitar ser detectado al seguir a alguien.

El vehículo de Duke bajó por Elm Street hasta Grand Avenue y enfiló la autopista 91 hacia el norte. Brown lo seguía a pocos metros. El joven conducía despacio, tal vez para saber si alguien lo seguía, pero el periodista no lo perdía de vista. De repente, el Volkswagen de Duke entró en el carril derecho y abandonó la autopista por la salida 5 en dirección a North Haven por Clintonville Road. Milo Duke se detuvo ante una cabina telefónica frente a un centro cultural. Se bajó del coche, aflojó la bombilla que iluminaba el interior de la cabina, introdujo varias monedas y marcó un número. Pocos minutos después colgó el auricular, subió a su vehículo y regresó a New Haven por la misma ruta por donde había venido.

Pasados unos minutos, después de cerciorarse de que Duke había abandonado el escenario, Brown se acercó a la cabina.

Apuntó en un papel el número de la cabina y se lo guardó en el bolsillo. Poco después regresaba por la autopista 91 a New Haven.

¿Por qué Duke querría recorrer diez kilómetros desde New Haven a North Haven sólo para realizar una llamada telefónica? ¿Es que no hay cabinas en New Haven? ¿O es que no quería que nadie lo reconociese mientras llamaba por teléfono desde una cabina?, pensó Brown mientras conducía de vuelta a la ciudad.

* * *

Villa Mondragone. Italia

—Eminencia —dijo monseñor Przydatek mientras golpeaba con los nudillos la puerta abierta de la Sala Rosa, donde se encontraba leyendo unos documentos el cardenal Lienart.

—Pase, pase, por favor. Estaba revisando unos papeles antes de mi oración nocturna —respondió el cardenal invitando al recién llegado a entrar.

—Hemos recibido una llamada de Faetonte —dijo el secretario.

—¿Y bien…?

—Nos ha informado de que existen tres nuevos objetivos que conocen parte del Manuscrito Voynich. Uno de ellos es un sacerdote jesuita, el segundo, un profesor de la Universidad de Roma, y el tercero, un extraño y millonario erudito que colecciona códices antiguos.

—¿Dónde viven? —preguntó el gran maestro del Círculo Octogonus.

—Dos de ellos aquí, en Roma, y el tercero en Florencia, eminencia —respondió Przydatek.

—Bien. Suficit diei malitia sua, le basta a cada día su problema —sentenció Lienart—. Es hora de que nuestros hermanos del Círculo sean convocados por Dios para cumplir una nueva misión.

—¿En quiénes ha pensado, eminencia?

—El padre Lamar y el padre Mahoney se encargarán de los objetivos de Roma y el padre Ter Braak viajará a Florencia. Los padres Ferrell, Cornelius, Reyes y Jacobini tendrán que trasladarse a Estados Unidos. La situación allí se está volviendo muy peligrosa para nosotros, querido Przydatek —dijo Lienart.

—¿Y el padre Alvarado? —preguntó el secretario.

—Al padre Alvarado le tengo reservada una misión que debe cumplir en el Vaticano. Una misión que salvará a nuestra Iglesia del cáncer del liberalismo italiano que azota actualmente a la Santa Sede.

—¿Cuál es esa misión, eminencia?

—Es mejor que siga siendo una cuestión de Dios, querido y fiel Przydatek. No olvide nunca la segunda parte del lema del Círculo: silta nec silto, silencio por silencio. —Al obispo polaco la recomendación le sonó a amenaza.

Fractum nec fractuem, favor por favor —contestó Przydatek mientras se disponía a retirarse—. ¿Desea algo más, eminencia?

—Convoque a todos los hermanos del Círculo Octogonus en la Sala de las Cariátides, excepto al padre Alvarado, para recibir instrucciones. Ahora puede retirarse —dijo Lienart despidiéndose.

Habían pasado ya varias semanas desde que el nuevo Papa había leído la carta que le había dejado el Sumo Pontífice fallecido recomendando el cese del cardenal Lienart como máximo responsable de los servicios de inteligencia del Estado Vaticano. El secretario de Estado, Newton Metz, mandó llamar a Lienart, y el mismo que un día le había dado a entender que lo sustituiría al frente de la Secretaría de Estado lo cesó sin darle ninguna explicación y como último acto antes de ser él mismo cesado por el nuevo Papa. Lienart se acordaba perfectamente de cada detalle de la reunión.

El nuevo Santo Padre estaba dispuesto a reformar drásticamente los órganos de poder del Vaticano y tenía en mente sustituir a todos aquellos que no fueran italianos por otros cardenales que sí lo fueran. El Papa se disponía a italianizar la administración de la curia.

Como primera medida, y por orden pontificia, se cesó al cardenal August Lienart al frente de los servicios de inteligencia y fue sustituido por el cardenal Belisario Dandi, antiguo vicario de Roma. Posteriormente se cesó al cardenal Newton Metz como secretario de Estado y en su lugar fue nombrado el cardenal Alberto Lubiani, arzobispo de Milán. El cardenal austríaco Hans Mühlberg, responsable de la Segunda Sección de la Secretaría de Estado, dedicada a asuntos exteriores, fue sustituido por el cardenal Dionisio Barberini, antiguo prefecto de la Casa Pontificia y líder de la facción italiana del cónclave en el que se había elegido al nuevo Papa. El cardenal Pietro Orsini siguió ocupando el cargo de responsable de la Primera Sección, la encargada de los asuntos generales de la Santa Sede. Orsini había sabido navegar muy inteligentemente entre las aguas del cardenal Metz, por si se mantenía un continuismo en la curia, y las del cardenal Lubiani, para asegurarse un puesto en la nueva administración pontificia. Cuando Metz se enteró de la traición de Orsini, llegó a confesarle a Lienart en el momento en que cesó a éste:

Corruptio optimi pessima, la corrupción de los mejores es la peor.

Los cardenales Lubiani, Barberini y Orsini formarían el nuevo triunvirato del Pontífice, junto con el cardenal Dandi, al frente del espionaje papal.

Mientras, en Villa Mondragone, el cardenal August Lienart esperaba su nuevo destino, aunque él, digno miembro de la familia Lienart, no estaba dispuesto a dejarse vencer tan fácilmente. Ni siquiera por un Papa.

* * *

Houston. Texas

Desde hacía varias horas el profesor Aaron Avner y Jack Brown se encontraban encerrados en un avión de US Airways rumbo a Houston, con escala en Filadelfia. Estaba claro que a Aaron le disgustaba viajar en avión dadas sus continuas protestas sobre el servicio, los estrechos asientos, los aterrizajes y los despegues en los aeropuertos de escala, el cambio de terminal en Filadelfia para tomar el siguiente vuelo a Houston y así un largo etcétera. Brown, tras ingerir dos botellitas de JB, intentó cerrar los ojos para poderse dormir la mayor parte del trayecto, a pesar de las protestas del bibliotecario y de los codazos que le daba al tratar de acomodar su grueso cuerpo en el estrecho asiento.

Unas horas después, la voz de una azafata indicó al pasaje que en breves minutos tomarían tierra en el aeropuerto William P. Hobby de la ciudad de Houston. Cuando salieron de la terminal, Aaron y Jack Brown cogieron un taxi.

—Llévenos al Holiday Inn, en el 1300 de Nasa Parkway —ordenó Aaron al conductor.

Mientras circulaban por Nasa Road, observaron a la derecha las gigantescas instalaciones que la agencia espacial estadounidense tenía en la ciudad texana: lanzaderas, cohetes como el Saturno V o los gigantescos hangares para las naves que estaban fuera de servicio y que se alineaban como un escaparate a lo largo de la avenida. Justo enfrente se levantaba el hotel Holiday Inn.

Tras registrarse en la recepción, Aaron y Brown subieron a la habitación.

—Vaya, espero que no ronque, profesor —dijo el periodista al comprobar que compartiría una habitación doble con el anciano. Al parecer, debido a una convención que había organizado la NASA esos días en la ciudad los hoteles estaban ocupados por completo.

—Y yo espero que no bebas mucho y dejes el baño perdido —respondió Aaron.

El profesor Avner sacó un papel con un número de teléfono de una cartera negra y se dispuso a llamar.

—Johnson Space Center, dígame —dijo la operadora.

—Deseo hablar con el señor Joñas Finch, por favor —pidió el bibliotecario.

—Un momento. Voy a intentar localizarlo —dijo la operadora mientras conectaba como música de fondo la voz de Frank Sinatra interpretando Fly Me To The Moon. Muy oportuna, pensó Aaron mientras esperaba.

—¿Hola? —saludó una voz.

—¿Joñas? Soy Aaron, Aaron Avner, de la Universidad de Yale.

—¿Cómo estás, querido amigo? —preguntó Finch.

—¡Oh! Muy bien, excepto por los achaques propios de mi edad —respondió el anciano—. Me gustaría saber si has descubierto algo interesante en las páginas que te envió Elizabeth Gwyn.

—Si quieres, podemos vernos en mi despacho del centro espacial. Cuando llegues al control, diles a los guardias de seguridad que te acompañen al edificio E, en la calle 5, dentro del complejo espacial —dijo Finch a modo de invitación—. ¿Vienes solo?

—No, iré con un colaborador mío. Su nombre es Jack Brown.

—Muy bien, Aaron, aunque preferiría que vinieras tú solo. En cuanto cuelgue contigo, me pondré en contacto con los de seguridad de la NASA y les daré vuestros nombres para que os permitan entrar. Nos vemos en una hora si quieres.

—Lo que tardemos en cruzar la avenida, Joñas —corrigió Aaron Avner.

—Muy bien, Aaron. Nos vemos en unos minutos entonces —respondió el especialista de la NASA mientras colgaba.

Joñas Finch se había graduado con honores en ingeniería aeroespacial en el prestigioso Instituto Tecnológico de Massachusetts, el MIT. A finales de la década de los sesenta participó en el programa Apolo que llevó a Neil Armstrong, Edwin F. Aldrin y Michael Collins a la Luna. El 13 de abril de 1970, Finch se encontraba en el Centro de Naves Espaciales Tripuladas como ingeniero del sistema de alertas cuando escuchó la famosa frase que pronunció el astronauta Jack Swigert, de la misión Apolo 13: Houston, tenemos un problema. Junto al resto de ingenieros de la NASA, consiguió traer sanos y salvos a los tres tripulantes de regreso a la Tierra, a James Lovell, a Jack Swigert y a Fred Haise. Ahora, mantenía una especie de halo heroico que le había permitido tener un buen puesto dentro de la administración de la NASA.

—Sin demasiado estrés, sin demasiadas presiones y también sin demasiadas responsabilidades. Me lo gané aquellos días de abril de 1970. Ahora estoy alejado del frente y de las trincheras —solía decir el propio Finch.

La entrada al complejo espacial era bastante complicada. Cuando Avner y Brown llegaron al primer control de seguridad, fueron obligados a descender del taxi. Un joven que se identificó como personal del Departamento de Relaciones Públicas se ofreció a llevarlos hasta el edificio E a bordo de un vehículo blanco con el escudo de la NASA en ambas puertas. Una gran placa en la recepción del edificio indicaba que se trataba del Centro de Operaciones Espaciales. Al llegar, el chófer dijo a los dos visitantes que una joven de su mismo departamento los acompañaría hasta el despacho del doctor Finch.

Los pasillos estaban decorados con grandes fotografías de heroicos astronautas, algunos de ellos muertos en misiones fallidas.

—Así es la carrera espacial —dijo una voz tras Aaron y Brown.

—¿Cómo estás, querido amigo? —preguntó Aaron mientras abrazaba a un hombre delgado, con gafas redondas, vestido con una camisa hawaiana de cuyo bolsillo sobresalían varios lápices de diferentes colores—. Te presento a Jack Brown.

Cuidado, es periodista del Boston Globe.

—Mucho gusto —dijo Finch mientras estrechaba de forma desconfiada la mano del periodista e invitaba a ambos a seguirlo hasta su confortable despacho—. Estoy muy bien, Aaron. Muchas gracias. Aquí sigo, con el mismo espíritu que la perra Laika.

El despacho de Finch sorprendió a Brown: ordenado, amplio, luminoso. En un lado se amontonaban varias maquetas de naves, cohetes y módulos lunares, y en las paredes, multitud de fotografías de astronautas. Destacaba la firmada por los tres tripulantes del Apolo 13, en la que sólo lucía una sencilla frase: Gracias. Los tres te debemos la vida. Varias medallas se alineaban en una pared junto a su diploma en ingeniería del MIT y las condecoraciones que le habían concedido el presidente Richard Nixon y la NASA. Brown observó que había diversos dibujos infantiles de colores, posiblemente Finch estaría casado y aquellos dibujos serían tal vez de su hijo.

—¿Le gustan? Son de mi hija Adelaida y de mi hijo Joñas Júnior —dijo Finch resolviendo la duda del periodista. El ingeniero se dirigió a la caja fuerte y, tras abrirla, extrajo una carpeta de color azul con el escudo de la agencia espacial. Llevaba una etiqueta en la que se leía Manuscrito Voynich—. Sentémonos, Aaron. ¿Queréis tomar algo? —preguntó el ingeniero.

—No, gracias. Nos gustaría saber cuanto antes qué datos te envió Elizabeth desde Irlanda —reclamó casi con desesperación Avner.

Joñas Finch abrió la carpeta pausadamente ante la ansiedad del bibliotecario y el periodista.

—Eran latitudes y longitudes.

—¿Cómo que latitudes y longitudes? —preguntó Brown.

—Así es. Elizabeth Gwyn me dijo que no había podido descubrir qué posiciones eran correctas, algo normal dado que estaba tomando como base unas medidas de latitud y longitud establecidas en el siglo XX, cuando en realidad los datos que manejaba eran de hacía varios siglos antes —explicó el ingeniero—. Introduje los datos en las computadoras de la NASA y en tan sólo tres horas dieron un resultado positivo. Todas las latitudes y longitudes se correspondían con coordenadas de ciudades francesas.

—¿Qué ciudades exactamente? —interrumpió Aaron Avner.

—Veamos… —dijo Finch mientras buscaba en una página en el interior de la carpeta—. Latitud 43° 55′ 29″ N, longitud 2° 08 42 E, se corresponde con una ciudad llamada Albi; latitud 43° 20′ 48″ N, longitud 3° 12′ 42″ E, corresponde a una ciudad llamada Béziers; latitud 43° 12′ 37″ N, longitud 2° 21′ 17″ E, corresponde a una ciudad llamada Carcasona; latitud 43° 36′ 11″ N, longitud 2° 14′ 09″ E, corresponde a una ciudad llamada Castres; latitud 43° 36′ 14″ N, longitud 1° 20′ 06″ E, corresponde a una ciudad llamada Lavaur; latitud 43° 36′ 09″ N, longitud 1° 26′ 42″ E, corresponde a una ciudad llamada Toulouse; latitud 44° 55′ 52″ N, longitud 4° 53′ 05″ E, corresponde a una ciudad llamada Valence, y así hasta cuarenta posiciones en esa misma zona de Francia.

—¿Qué puede significar esto? —preguntó Jack Brown.

—Son ciudades cátaras —sentenció el profesor Avner—. Todas ellas están situadas en el Languedoc, en la región del sureste de Francia. Esas cuarenta ciudades representaban al episcopado del Languedoc y fueron enjuiciadas de manera cruel por el papa Inocencio III. El Papa definió a los cátaros del Languedoc como herejes criaturas ciegas y perros que hay que evitar que ladren. Actuó de manera sanguinaria durante todo su pontificado. En 1213 logró acabar con los arzobispos herejes de Fréjus, Carcasona, Béziers, Viviers y muchos otros. En esta parte del Manuscrito Voynich, los tres perfectos que pudieron huir de la matanza de Montségur que perpetraron los cruzados dejaron escritas las posiciones de las cuarenta ciudades cátaras en clave para proteger a sus comunidades.

—Entonces, cada vez está más claro que el códice es una especie de compendio de creencias, ritos, lugares y líderes cátaros.

Una Biblia cátara… —apuntó Brown—. Pero ¿por qué alguien estaría interesado en matar a todos aquellos que hemos estado en contacto con el códice?

—¿Matar? ¿Matar a quién? ¿A quién han matado, Aaron? —preguntó sobresaltado Joñas Finch.

—Elizabeth y varios especialistas más en claves y computadoras, descifradores, expertos en religiones y un largo etcétera en países como Holanda, Bélgica, Inglaterra, Irlanda e incluso aquí, en Estados Unidos, han sido asesinados por una misteriosa organización criminal que deja como señal un octógono de tela sobre el cadáver. La mayor parte han sido asesinados siguiendo ritos católicos: crucificados, estrangulados, envenenados, apuñalados en la nuca y cosas por el estilo.

—¿Cosas por el estilo? —gritó Finch—. ¿Sabes que tengo esposa y dos hijos y me estás diciendo que por hacerte un favor puedo estar en peligro, que pueden matarme?

—Lo siento, Joñas. Estamos intentando revelar lo que dice el Manuscrito Voynich. Una vez que lo hagamos público, ya nadie podrá hacer nada contra nosotros —explicó Avner.

—¿Y quién dice que no me crucificarán antes de que tú lo hagas público? —preguntó Finch nervioso—. Sería gracioso que me asesinara un fanático religioso en lugar de morirme de un infarto por el estrés.

—Espero que no ocurra nada, Joñas. Sabes perfectamente que me preocupan Margaret y los niños y no te pondría nunca en peligro. Por eso Jack y yo estamos llevando la investigación casi de forma secreta.

—¿Cómo de secreta? —increpó Finch—. Si han matado a todos aquellos que han tenido relación con el libro, ¿quién dice que no me pasará a mí lo mismo? —El ingeniero se levantó, sacó todos los papeles de la carpeta y se los entregó a Aaron—. No quiero que volváis por aquí con este tema del Manuscrito Voynich. Si alguien sabe que he hablado con vosotros, pueden matarme, y no quiero que eso ocurra. Ahora, por favor, salid de mi despacho —dijo Finch.

—Muy bien, Joñas, nos vamos, pero, por favor, ten cuidado —dijo el bibliotecario mientras estrechaba a Finch entre sus gruesos brazos—. Te dejaré el número de teléfono del hotel por si quieres preguntarme algo más. Estaremos hasta mañana en el Holiday Inn. Es el 333-2500 y la habitación es la 112.

—Ahora ya es tarde, Aaron. Sólo espero que no me maten por haberte dado unos datos de unas ciudades francesas. Deseo ver a mis hijos casados y conocer a mis nietos. Es lo único que pido, Aaron. Sólo eso —dijo Finch mientras se despedía de los dos visitantes.

La misma atractiva joven que los había acompañado hasta el despacho del ingeniero los estaba esperando en un vehículo blanco de la NASA para trasladarlos hasta la entrada principal del Johnson Space Center.

—Debemos averiguar por qué lo que dice el códice representa un peligro para alguien —dijo Brown mientras atravesaban los estrictos controles de seguridad de la NASA y abandonaban las instalaciones.

—Tal vez mi amigo de la NSA pueda contarnos algo más. Intentaremos coger un avión a Washington mañana para reunimos con él. Estoy seguro de que nos aportará información muy útil. Ahora, vayámonos, yo iré al hotel a descansar y tú ve a comprar los billetes para mañana.