Roma. Italia
Tal y como había prometido el padre Marcelo Giannini, archivista-jefe de la Pontificia Universidad Gregoriana, la llamada a su colega Roberto Lendini, experto lingüista y profesor en la Universidad de Roma, había surtido el efecto esperado por Jack Brown. Se reuniría con él en uno de los despachos del campus universitario.
El periodista había llegado temprano, así que se sentó en la hierba a admirar a las bellas estudiantes que pasaban ante él.
Sobre la hora indicada para el encuentro, se encaminó hacia el edificio principal de la universidad. Una vez en su interior, Brown se dirigió a un hombre y le preguntó por el despacho del profesor Lendini, del Departamento de Lingüística. El hombre, con aspecto cansado y algo arisco, lo acompañó sin pronunciar palabra alguna. Cuando llegaron a una puerta con un letrero de plástico atornillado, el hombre sacó una llave del bolsillo y abrió el despacho.
—Siéntese donde pueda —dijo el hombre que lo había acompañado—. No se extrañe. Soy el profesor Lendini —añadió.
Roberto Lendini era una auténtica institución en el mundo de la lingüística. Su bibliografía abarcaba desde tratados sobre lenguas orientales a la utilización de símbolos como forma de escritura en antiguas civilizaciones. Una de sus mejores obras trataba sobre la conexión de las lenguas polinésicas con las lenguas que habían utilizado antiguos pueblos de la zona de México y Perú. Lendini sostenía que tal vez los primeros pobladores de las islas del Pacífico podían haber llegado desde amplias zonas de Centro y Sudamérica en embarcaciones de juncos, una teoría que también defendían otros científicos, como el noruego Thor Heyerdahl.
—Sé que el padre Giannini ha hablado con usted sobre mí —dijo Brown.
—Así es. Me dijo que era usted amigo del profesor Avner, de la Biblioteca Beinecke, en Yale, y que tal vez sería interesante que usted y yo hablásemos —respondió Lendini.
—Hace unos meses, el profesor Avner envió una serie de páginas de un códice en poder de la Beinecke al padre Marcelo Giannini con la intención de saber si era posible descifrar parte del texto. El padre Giannini me dijo que hizo copias de esas páginas y se las remitió a usted. ¿No es así?
—Sí, así es.
—Me gustaría saber si ha descubierto algo de esas páginas del Manuscrito Voynich —dijo Jack Brown.
—La verdad es que he descubierto muchas cosas sobre ese libro, cuestiones que muy poca gente conoce y que el mundo y los eruditos creyeron que habían desaparecido en el siglo XIII —aclaró el profesor Lendini.
—¿Qué es exactamente lo que ha descubierto? Necesitaría saberlo —pidió ansiosamente el periodista del Globe.
—Ritos. Lo que describían aquellas páginas eran ritos. La verdad es que si hubiese tenido el texto completo, podría haber descifrado más información, pero mi amigo Marcelo me dijo que debía conformarme con este pequeño retazo de historia —explicó el experto en lingüística—. Para poder entender esas páginas, antes tenía que saber qué decía aquel extraño lenguaje cifrado, así que para ello estudié la entropía hallada en diferentes lenguas europeas.
Determiné la frecuencia con la que aparecían diversas letras en el texto analizado y, trazando las repeticiones en un gráfico, pude establecer las relaciones básicas entre las letras y las palabras, e incluso los códigos lingüísticos del habla que determinan y estructuran la mayor parte de las lenguas europeas.
—Perdone que no lo siga, pero no soy un experto en la materia —interrumpió Brown.
—El padre Giannini me contó que el profesor Avner había dado diversas páginas del Manuscrito Voynich a diferentes expertos en criptografía y criptoanálisis para que las analizaran, y que algunos de ellos pudieron demostrar que se trataba de un libro religioso sobre una extraña secta de los siglos VIII o IX. Apliqué al texto un sencillo indicador de patrones de escritura y lengua. Lo que las páginas analizadas me indicaron fue que para escribirlas su autor utilizó una estructura lingüística subyacente. Tal vez vi algo que otros que habían leído el códice no habían visto —explicó el profesor Lendini—. Al principio pensé que se trataba de una broma de mal gusto y que aquellas páginas no significaban nada. Posteriormente leí la mayor parte del Carteggio Kircheriano, que se encuentra en poder de la Gregoriana. Me centré en las cartas que envió Johannes Marcus Marci de Cronland a Athanasius Kircher, especialmente en las fechas y en la utilización del lenguaje. Está claro que el códice fue redactado en el siglo XIII o a principios del siglo XIV. El libro es una recopilación de normas, textos, modos de vida, preceptos, lugares secretos y nombres pertenecientes a una secta. Seguramente el autor recibió los textos directamente y él lo único que hizo fue copiarlos, aplicándoles un cifrado secreto, bien para ponerlo a salvo del fuego de la Inquisición, bien para proteger el legado de la secta a lo largo de los siglos, como así ha ocurrido.
—Entonces se podría decir que el Manuscrito Voynich es realmente una especie de Biblia. Un libro sagrado —apuntó Brown.
—Bien, podría serlo, efectivamente. Las frases que conseguí descifrar hablaban de ritos como el consolamentum, una especie de iniciación de la secta cátara. El texto también hablaba delfilius major y del filius minor, que seguramente serían autoridades de esa secta, una especie de obispos, tal y como los conocemos en la religión católica. También existía un diaconato y una jerarquía muy estricta que se enfrentaba a la jerarquía católica con títulos territoriales como obispo coadjutor. Los cargos se elegían entre los perfectos y los miembros de la secta más importantes con el fin de transmitir su mensaje —explicó el profesor Lendini.
—¿Cómo podría averiguar más cosas sobre esa secta? —preguntó Jack Brown.
—Me ha dicho el padre Giannini que tiene usted previsto viajar a Florencia para mantener una reunión con el profesor Matteus Planch. Él es experto en libros antiguos, especialmente en aquellos que versan sobre temas religiosos, y en palinología.
—¿Y eso qué es?
—La palinología es la ciencia que estudia el polen y las esporas. El profesor Planch, que trabaja en el Observatorio Cultural y Biblioteconómico de Florencia, es capaz de saber dónde ha estado un objeto estudiando únicamente los mohos, las esporas y los pólenes que se han asentado durante siglos en él. Entréguele el Manuscrito Voynich y le dirá todos los lugares por donde ha pasado el libro. Podrá explicarle todo lo que quiera saber sobre esa secta. Es todo un experto en sectas herejes. Ahora, si me disculpa, tengo que dar clase y no puedo llegar tarde —dijo el profesor mientras se levantaba del sillón y se despedía de Brown.
Estaba claro para el periodista que el profesor Roberto Lendini sabía cómo quitárselo de encima, pero también estaba claro que cuando se reuniera con el tal Matteus Planch, podría recopilar más datos que le diesen las claves concretas para averiguar lo que el misterioso libro quería decir. Tenía que viajar cuanto antes a Florencia para hablar con su siguiente contacto.
* * *
Ámsterdam. Holanda
Desde hacía décadas la capital holandesa se había convertido en una de las ciudades más liberales de Europa. Muchos sectores de la Iglesia católica la denominaban la nueva Sodoma y Gomorra. En diversos locales se permitía el consumo de cannabis, se podía contratar a una prostituta a través de un escaparate y se admitía que los homosexuales se registraran en cualquier hotel de la ciudad para mantener relaciones sexuales, algo no permitido en otros países.
En la ciudad de los canales, el ambiente gay se concentraba en cuatro zonas concretas: la Warmoestraat o calle del Cuero, muy cerca del Barrio Rojo, donde se encontraban las salas de sadomasoquismo; la Reguliersdwarsstraat o calle del Pecado, entre Koningsplein y Rembrandtplein, por donde desfilaban los homosexuales y los artistas famosos en oscuros bares; la Amstelstraat, una zona inundada de restaurantes y locales de moda entre los homosexuales; y la Leidseplein y Kerkstraat, llena de hoteles gays y saunas.
Aquí los homosexuales se reunían para mantener encuentros fortuitos en pequeños cubículos.
Un hombre entró en el café Montmartre y se dirigió al final de la larga barra para pedir una cerveza. El recién llegado, alto, guapo, fornido, con barba rubia y un grueso jersey negro de cuello alto, echó un vistazo alrededor. Mientras se bebía la cerveza, su mirada se cruzó con la de un hombre delgado, vestido con un elegante traje de ejecutivo, que se encontraba sentado en una mesa al fondo.
El ejecutivo levantó su copa de martini en dirección al barbudo rubio de la barra con el fin de invitarlo. El hombre aceptó y se dirigió hacia él.
—Hola, ¿puedo sentarme? —preguntó el hombre de la barba.
—Claro, por favor —contestó el ejecutivo mientras señalaba con su mano la silla vacía que tenía frente a él.
—Soy Alex.
—Yo soy Peter —dijo en un perfecto inglés el ejecutivo—. ¿A qué te dedicas?
—Trabajo en suministros de barcos, ¿y tú?
—En sistemas de seguridad y en ordenadores —respondió Peter Hazil.
Tras varias horas de conversación y varios martinis, Hazil puso la mano sobre la rodilla del joven de barba y le preguntó casi susurrándole al oído:
—¿Te gustaría acompañarme? Hay una sauna muy buena aquí cerca, en la Kerkstraat, tal vez podría relajarte un poco —dijo el experto en comunicaciones.
Los dos hombres se levantaron mientras Peter Hazil dejaba sobre la mesa unos billetes para pagar las consumiciones. Alex caminaba delante y Peter admiró con sumo placer los movimientos y los músculos que se destacaban bajo el grueso jersey negro. Minutos después, el experto en seguridad informática y Alex entraban en una de las saunas. Un turco algo obeso, que llevaba una camiseta, tendió dos toallas dobladas a los recién llegados y encima de éstas depositó una llave con un número y dos preservativos. Ni siquiera observó el rostro de los dos hombres. Hazil se mostraba nervioso, no así Alex, que parecía más acostumbrado a aquellos encuentros fortuitos. Un estrecho pasillo con habitaciones numeradas a ambos lados daba acceso a una sauna que a esa hora estaba vacía.
Cuando entraron a un pequeño reservado, Hazil abrazó a Alex por detrás mientras intentaba acariciarle los músculos bajo el jersey. Al levantárselo, observó horrorizado las marcas y cicatrices aún abiertas que el joven tenía a lo largo de la espalda, como si alguien le hubiese fustigado hasta llegar a arrancarle la carne. Muchas de las heridas aún lucían pequeños hilos de sangre.
Con un rápido movimiento, Alex se dio la vuelta y agarró fuertemente a Hazil por los brazos. El holandés pensó que todo aquello formaba parte del juego sexual y se dejó hacer. En un momento, el joven de barba apoyó a Peter Hazil sobre la cama boca abajo y le rodeó el cuello con un fino alambre de acero. Comenzó a apretar poco a poco, colocando su rodilla derecha sobre la espalda del desgraciado con el fin de evitar la más mínima resistencia.
Segundos después, Peter Hazil estaba muerto. El padre Wilhelm Ter Braak se dio cuenta, por el fuerte olor fétido que flotaba en el reservado, que su víctima había defecado mientras intentaba alcanzar un pequeño soplo de aire antes de morir. El sacerdote hizo la señal de la cruz y arrojó sobre el cadáver un octógono de tela.
Con el mismo silencio con el que había entrado, el padre Ter Braak abandonó el local mientras el recepcionista seguía leyendo su ejemplar del diario Cumhuriyet. Ni siquiera levantó la vista de la sección de deportes cuando el asesino del Círculo Octogonus pasó a su lado.
* * *
Staffordshire. Inglaterra
El padre André Lamar llegó justo a tiempo a Staffordshire para la fiesta de la porcelana. Los habitantes de Newcastle-under-Lyme, la ciudad cercana a la Universidad de Keele, exponían en pequeñas mesas las mejores porcelanas de Wedgwood o Royal Doulton con el fin de intercambiar piezas. El padre Lamar se acercó hasta la posada El Búho Azul y, tras pedir una pinta, preguntó por una habitación.
—Puede usted dormir en la habitación que ocupa un estudiante alemán de la Universidad de Keele —dijo el hombre mientras le servía la cerveza.
—¿Y dónde dormirá el estudiante? —preguntó el padre Lamar.
—Ahora no hay clases en la universidad y está en Alemania visitando a su familia. Puede usted ocupar la habitación durante unos días —repuso el hombre—. ¿Cuánto tiempo se va a quedar?
—Tengo previsto estar por aquí una semana. Soy fotógrafo de aves y me han dicho que ésta es una buena zona para observarlas —dijo Lamar mientras enseñaba abiertamente al camarero un ejemplar de The Birds of Staffordshire, una obra que habían escrito en 1962 Lord y Blake, miembros del West Midland Bird Club.
—La Universidad de Keele, que está muy cerca, tiene una gran colección de pájaros —comentó el camarero—. Si quiere, le doy la dirección. Le gustará mucho.
El padre Lamar cogió el papel que le tendió el camarero y se retiró a su cuarto, situado en el piso de arriba de la posada.
Cuando la noche cayó sobre Newcastle-under-Lyme, el sacerdote pidió que le subiesen un poco de guiso caliente y una cerveza para cenar, ya que deseaba levantarse de madrugada para elegir los mejores lugares para observar las aves.
A las cuatro de la mañana, el despertador sonó casi de forma imperceptible y el religioso francés se vistió con ropas oscuras, se calzó unas botas de gruesas suelas y cogió una bolsa en la que introdujo unos prismáticos, una linterna, un par de guantes negros, dos bocadillos, un termo con chocolate caliente y una fina daga de larga hoja en su funda. Descendió por las escaleras silenciosamente y se perdió en la oscuridad.
Desde el pueblo hasta la entrada del recinto universitario había una distancia de unos cuatro kilómetros que el padre Lamar cubrió en poco tiempo. Al divisar el muro norte, se situó al otro lado de la carretera y esperó.
Al cabo de varias horas, el religioso se despertó de golpe ante la bocina de un vehículo que repartía leche. Siguió esperando algunas horas más hasta que observó a lo lejos un Austin Healey Sprite MKIV verde algo destartalado que se acercaba por la carretera. Lamar, con los prismáticos, intentaba reconocer tras los sucios cristales del vehículo el rostro de Rugg y poder así compararlo con la fotografía que llevaba en el bolsillo.
Cuando el Austin se detuvo ante el acceso de entrada, el asesino del Círculo Octogonus confirmó la identidad de su objetivo.
Dando un amplio rodeo, saltó el muro y corrió hacia el Keele Hall a través del bosque que rodeaba el edificio para no ser visto. Si alguien lo detenía, siempre podía explicar que estaba vigilando un nido de chorlitos dorados.
Pocos metros más allá, el padre Lamar divisó el pequeño vehículo, que estaba aparcado a un lado del Keele Hall. Sabía que Rugg solía quedarse hasta bien entrada la tarde trabajando y escribiendo en las grandes pizarras de su despacho. Ahora sólo quedaba esperar.
Cuando la noche comenzó a caer sobre el condado de Staffordshire, Lamar se preparó para actuar. Corrió hacia la zona abierta del aparcamiento y esperó tras una columna del edificio. Minutos después oyó unas pisadas que se acercaban hacia el coche. Lamar saltó por detrás y mientras tapaba la boca de Gordon Rugg con la mano izquierda enguantada, con la derecha le introdujo la fina daga por la nuca. Casi en el acto, el científico amigo de Aaron Avner estaba muerto.
El padre Lamar metió trabajosamente el pesado cuerpo de Rugg en el asiento izquierdo del acompañante. Se colocó la gorra de cuadros y la gabardina del científico y se puso al volante del Austin. Mientras se acercaba al control de seguridad de entrada del campus universitario, comenzó a tocar la bocina y a dar ráfagas de luces. Rezó para que el guardia levantase la barrera sin detener el vehículo. Unos metros antes de llegar, la barrera se levantó. Dirigiéndose hacia el sur, llegó hasta un bosque y el sacerdote experto en códices antiguos aparcó el vehículo y lo abandonó con el cuerpo de Rugg en su interior.
Antes de cerrar la puerta, el padre André Lamar arrojó en el interior un octógono de tela. El segundo objetivo había sido liquidado.
* * *
Florencia. Italia
La bella y renacentista ciudad de Florencia era la última etapa de la gira europea que Jack Brown había emprendido en busca de respuestas a un libro cuyo mensaje continuaba siendo, después de muchos siglos, un intrincado misterio sobre una secta que había existido hacía más de setecientos años. ¿Qué extraño enigma escondía para que alguien quisiese acabar con la vida de todos aquellos que hubiesen tenido contacto con el libro? El periodista estaba deseando llegar a New Haven y contarle a Aaron Avner todo lo que había descubierto durante sus encuentros en Bruselas, Ámsterdam, Staffordshire, Irlanda, Roma y ahora Florencia. Sin duda alguna, Brown tenía muchas cosas que contarle a Aaron y éste también tenía que explicarle algunas cuestiones.
Tras un ligero almuerzo en una trattoria cercana a la Piazza della Signoria, Brown se dirigió caminando hasta la residencia privada de Matteus Planch, en la Via dei Vagellai, muy cerca del río Arno. Un portero automático sin ningún tipo de identificación estaba escondido tras unas plantas. Brown apretó el timbre y seguidamente oyó que se abría el seguro de la puerta. El periodista franqueó una gran puerta despintada y algo destartalada y entró en un patio interior lleno de estatuas renacentistas de dioses griegos, inundado de todo un maravilloso mundo de olores y colores. Desde un balcón superior, un hombre de aspecto similar al del científico Albert Einstein lo llamó desde lo alto.
—Suba por la escalera metálica y en la primera planta procure no arrimarse mucho a la barandilla. Está suelta y tengo que arreglarla —dijo el hombre con pinta de científico loco. Brown subió rápidamente los peldaños, aunque recordando la recomendación del profesor Planch.
El edificio, a medio camino entre la restauración y el abandono, era una herencia familiar que el experto en libros antiguos había convertido en su centro de operaciones. En la primera planta estaban los dormitorios, un gran salón y una biblioteca.
La segunda planta estaba ocupada por un costoso laboratorio en donde se mezclaban microscopios de diferentes potencias con alambiques de cristal.
—Parece un laboratorio de cocaína, ¿no le parece? —preguntó divertido Planch.
—La verdad es que sí —respondió Brown.
—Usted es estadounidense, ¿no?
—Sí. Nací en Boston, aunque mis orígenes son irlandeses —dijo el periodista.
—Ustedes, los americanos, se encargan siempre de decir cuáles son sus orígenes, como si ello pudiera acabar con esa aura de incultura que los rodea. Parece que se avergüenzan de haber nacido en un país como el suyo.
—Yo no me avergüenzo de haber nacido en Estados Unidos, pero, ustedes, los europeos, suelen tener un gran complejo de inferioridad cuando se encuentran ante un estadounidense y eso tal vez hace que intentemos acercarnos a ustedes dando como tarjeta de presentación nuestro origen europeo —respondió algo ofendido Brown.
—Touché, querido amigo. Tiene usted mucha razón y por eso lo voy a invitar a tomar un whisky. Mientras bebemos, podremos hablar sobre lo que lo ha traído hasta aquí, tan lejos de su patria.
Tras servir dos vasos de whisky y acercarle uno a su invitado, Planch inició la conversación.
—¿Cómo está Aaron? ¿Sigue enfrascado en descubrir misterios en los libros?
—Sí, precisamente eso es lo que me ha traído hasta aquí —dijo Brown—. He hablado con el padre Marcelo Giannini, de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, y con el profesor Roberto Lendini, lingüista de la Universidad de Roma.
Ambos me recomendaron venir aquí, a Florencia, para hablar con usted. Me dijeron que usted podría abrirme los ojos sobre el contenido del Manuscrito Voynich.
—Bien, pero antes de ponernos a hablar sobre esa cuestión, prepararé unos buenos rigatonis para cenar. ¿Le gusta la pasta italiana, señor Brown?
—Sí, creo que sí.
—Me alegro, porque es lo único que puedo ofrecerle de cena.
Dos horas después, tras haber saboreado un buen plato de rigatonis con ajo, albahaca, cebolla picada y pimentón, regado con dos botellas de vino de Chianti, el profesor Planch pidió a su invitado que lo acompañase hasta su despacho, anexo a la importante biblioteca de la casa. Allí, perfectamente alineados en lustrosas estanterías inglesas del siglo XIX, aparecían tratados de arquitectura del XVI, de botánica del XVII y el XVIII, de etnología del XVI y el XVII y de anatomía del XIX. En una vitrina herméticamente cerrada había un centenar de códices sobre sectas y religiones escritos en latín, griego e incluso en árabe, como un bello ejemplar del Corán del siglo XIII; La vida de los santos, un libro del siglo XIV con trescientas acuarelas atribuidas a Giotto; un ejemplar de la Biblia Pauperum del XIII con cincuenta y ocho ilustraciones; o La genealogía de los dioses, un manuscrito iluminado del siglo XIV en una de cuyas páginas aparece el único retrato conocido de Giovanni Boccaccio, el autor del Decamerón. Brown se fijó en el agujero que tenía este último ejemplar.
—¿Le interesa esta genealogía? —preguntó el coleccionista.
—Bueno, me llama la atención el desperfecto que tiene el libro.
—Este libro perteneció al duque de Florencia y está perforado por un proyectil que lo alcanzó durante una guerra contra los Medici —explicó Planch mientras sujetaba el ejemplar en sus manos. Entre las montañas de cultura, una amplia mesa rodeada de atriles y retratos de los ancestros de Matteus Planch vigilaba el minucioso trabajo del científico.
—Su nombre no parece italiano —señaló Brown.
—No, no lo es. Mi familia procede del cantón italiano de Suiza. Mis orígenes más antiguos se remontan a la región del Languedoc, en el sureste de Francia, a un pequeño pueblo llamado Castres. Mi familia todavía conserva allí algunas propiedades. Con el paso de los siglos, mis antepasados se vieron obligados a cambiar de lugar de residencia ante las presiones de Roma.
—¿A qué se refiere?
—Mis orígenes son cátaros. Los primeros Planch fueron perfectos cátaros que se establecieron en la región del Languedoc francés huyendo de las persecuciones de la Inquisición en el siglo XIII. Le enseñaré un libro. Se trata de un manifiesto anticátaro escrito a principios del siglo XII titulado Manifestatio heresis albigensium et lugdunensium. Se cree que fue escrito entre 1206 y 1214, muy probablemente antes de la cruzada albigense. En él se explican las persecuciones a las que fueron sometidos los cátaros del Languedoc y su total exterminio por orden del papa Inocencio III, Sumo Pontífice entre 1198 y 1216 —dijo Matteus Planch.
—El profesor Lendini me habló de una especie de rito llamado consolación, o consolidación, o algo parecido.
—Consolamentum —precisó Planch.
—Exactamente, consolamentum. ¿Qué significado tenía para los cátaros? —preguntó Brown.
—El consolamentum era la imposición de manos y se llevaba a cabo para el bautismo, la penitencia, la ordenación e incluso la extremaunción. Para la ordenación tenía que ser en principio administrado por un obispo cátaro, pero para los enfermos y para el perdón de los pecados lo podían ejercer las mujeres.
—No parece que fueran muy herejes. Es más, ejercían ritos cristianos como los que se llevan hoy a cabo en cualquier parroquia. ¿Por qué la Iglesia de Roma los persiguió? —inquirió el periodista del Boston Globe.
—Muy sencillo. Los cátaros no aceptaban que Dios fuera el creador de nada de este mundo. Consideraban que este mundo era un infierno transitorio para llegar al verdadero reino de Dios. Por tanto, no aceptaban los cultos de la Iglesia, ni la autoridad de los obispos, cardenales o del propio Papa. Todas las almas se salvarían, y las que no, volverían a encarnarse. Para los cátaros tener hijos era alargar la vida en este lugar y traer más almas a este mundo de Lucifer. Practicaban el ayuno los lunes, jueves y viernes. Otras prácticas muy usuales entre ellos era el melhorament, las tres reverencias al paso de un perfecto; el aparelhament, una especie de confesión penitencial; la convenenza, un convenio por el cual el creyente recibiría el consolamentum a la hora de su muerte; y parece ser que cuando la situación se hizo insostenible practicaron la endura, una especie de suicidio místico provocado por el ayuno total —explicó el profesor Planch mientras volvía a llenarse su vaso con whisky.
—No entiendo ese odio a los cátaros por parte de la Iglesia…
—Es bien sencillo de explicar —apuntó Planch mientras daba un largo trago—. Tras el III Concilio de Letrán, en 1179, se empieza a pensar en una intervención armada contra los cátaros. Aunque nadie tiene interés en ocupar las difíciles sedes episcopales occitanas, se va incubando la idea de una revuelta armada que acabe con el problema de manera rápida y segura. En el norte, la actuación violenta del poder civil y del pueblo impidió a la herejía prosperar, pero, en el sur, la población cátara era entre el cinco y el diez por ciento o más en las ciudades más contaminadas, tal y como lo expresó el papa Inocencio III. En 1184 se impuso la pena de fuego para los herejes cátaros impenitentes y reincidentes. Finalmente, en 1199, el Papa decretó que a todo aquel que no acatase la doctrina pontificia se le confiscarían las tierras y sería declarado proscrito. La aplicación de las disposiciones requería de la colaboración de los poderes civiles. La actuación papal se haría por medio de legados, de los cuales el primero fue Rainiero Ponza. Algunos príncipes occitanos sí aceptaron las decretales papales, como Pedro II, rey de Aragón, y Guillermo VIII, vizconde de Montpellier.
—¿Por qué ese odio del Papa a los cátaros? —preguntó Brown interrumpiendo el relato de Planch.
—Inocencio III recurrió a los cistercienses para combatir la herejía en 1203. Los legados eran dos monjes de la abadía narbonense de Fontfroide, Raoul de Fontfroide y Pierre de Castelnau, a los que se unió el abad de Citeaux, Arnaud Amaury.
Los tres eran más famosos por su severidad y ortodoxia que por su oratoria religiosa. Éstos llevaron a cabo una labor de depuración del clero occitano e hicieron que la nobleza se comprometiera a extirpar la herejía. Pero los cistercienses no contaban con demasiada popularidad. Se intentó llegar a acuerdos de paz con los príncipes, pero Raimundo VI de Toulouse no aceptó actuar en contra de los cátaros y fue excomulgado por Pierre de Castelnau. El legado pontificio fue asesinado en enero de 1208 por alguien que creyó que hacía un favor al conde, pero este asesinato tuvo consecuencias nefastas para los cátaros. —Mientras Matteus Planch relataba las andanzas de los cátaros, Brown intentaba descubrir cómo encajar las piezas del Manuscrito Voynich, los asesinos del octógono, la muerte de los científicos relacionados con el libro y los cátaros en el misterioso puzle en el que se había convertido su investigación. Planch continuó con su explicación—: Inocencio III hizo un llamamiento para que los guerreros cristianos libraran una gran cruzada contra los herejes cátaros, a los que podrían exterminar y tomar posesión de sus tierras, prometiéndoles indulgencias y bienes materiales. La zona era muy rica y fueron muchos los interesados en participar en las matanzas. La región del Languedoc se vio sumida en una guerra desde 1209 hasta 1229, jalonada por grandes hogueras. En 1210, ciento cuarenta cátaros, hombres, mujeres y niños, fueron quemados en Minerve; doscientos, en Cassis, y cuatrocientos, en Lavaur. La población se dividió entre los partidarios de los cátaros y los seguidores de los caballeros cruzados, dando lugar a una guerra civil. Ciudades como Béziers defendieron a los herejes y fueron arrasadas por los cruzados.
—¿Entonces la secta de los cátaros desapareció en 1229 y no se ha vuelto a saber de ellos? —interrumpió nuevamente Brown.
—No es así del todo —dijo Planch mientras volvía a servirse otro whisky e intentaba encontrar un ejemplar sobre la historia cátara en su rica biblioteca—. La población se mostró disconforme con la actuación de la Inquisición, protagonizando motines como el de Toulouse en 1235. En 1243, el conde Raimundo VII pactó la paz en Lorris, comprometiéndose a luchar con la herejía cátara que estaba renaciendo de sus cenizas con bastante fuerza y que había encontrado refugio en el castillo de Montségur. El senescal real de Carcasona asedió Montségur desde el verano de 1243 hasta el mes de marzo de 1244. Los herejes que allí había, según los textos de la época cuatrocientos cincuenta hombres, mujeres y niños, fueron quemados en la hoguera por la Inquisición, incluidos los últimos obispos cátaros, hijos y diáconos.
—Acabaron quemados por orden de Dios en los cielos y del Papa en la tierra… —terció Brown mientras daba un pequeño silbido y un largo trago de whisky.
—Algo parecido —respondió Matteus Planch.
—¿Nunca se ha vuelto a saber nada más de los cátaros?
—Muchos creyentes huyeron al norte de Italia y a la zona de los cantones suizos, como mis ancestros. Los cátaros pretendían regresar a sus tierras a predicar, pero la vigilancia de la Inquisición se lo impidió. Entre 1300 y 1310 se formó una pequeña comunidad cátara entre la Gascuña y el Lauragais, pero su pretensión de continuar como Iglesia hizo que los inquisidores pusieran todo su empeño en capturar a los herejes y quemarlos. En el primer tercio del siglo XIV ya nadie podía declararse cátaro, ni ser ordenado, ya que no había nadie que lo hiciera. Finalmente, el movimiento cátaro acabó por desaparecer.
—¿Y qué relación puede tener el Manuscrito Voynich con toda esta historia?
—Se dijo durante muchos siglos que tres perfectos consiguieron huir de Montségur a París y que allí conocieron a un hombre sabio…
—Posiblemente, Roger Bacon… —dijo Brown.
—Puede ser. El hecho es que estos tres perfectos llevaban consigo toda la sabiduría cátara, incluidos todos aquellos secretos sobre el movimiento hereje que tanto a Inocencio III como a Honorio III y a Gregorio IX les hubiera gustado conocer. En París contactaron con un sabio inglés, un monje franciscano experto en códigos y cifrados que decidió reunir en un solo libro el compendio de todos los conocimientos escritos y orales de la herejía cátara. Ese libro posiblemente fuese el Manuscrito Voynich —sentenció Planch.
—Es muy probable que lo sea. Roger Bacon, su supuesto autor, se encontraba en París durante la década de 1240 y pudo mantener un estrecho contacto con los tres perfectos cátaros huidos de Montségur —dijo con cierta excitación el periodista del Boston Globe—. Está claro que ese libro puede ser uno de los grandes descubrimientos de este siglo sobre la religión, casi como fue el descubrimiento de la Piedra Rosetta en su época. Lo bueno sería descubrir quiénes fueron esos tres perfectos que contactaron con Bacon en París.
—Yo lo sé —señaló Planch mientras revisaba unos viejos pergaminos llenos de polvo—. El primero era Bartolomé de Castres, el segundo, Henri de Planchet, y el tercero, Arefast de Blienart.
—Estoy intentando saber cómo se pueden relacionar estos tres cátaros que hablaron con Roger Bacon con la muerte de varios científicos que intentaron descifrar el Manuscrito Voynich. ¿Qué secreto pudieron llevarse consigo? —dijo el periodista.
—Tal vez uno de ellos fuese un traidor del movimiento cátaro —respondió Matteus Planch—. Se cree que uno de los tres pudo ser un agente papal y que facilitó la manera de acceder al interior del castillo de Montségur a los cruzados. Una vez dentro de la fortaleza, los cruzados degollaron a muchos cátaros y violaron a muchas mujeres, y los que sobrevivieron acabaron en la hoguera.
—¿Quién cree que pudo ser el traidor? —preguntó Brown.
—Dudo entre dos de ellos. O Henri de Planchet, cuya familia cambió su nombre por el de Planch cuando se refugió en el norte de Italia, o Arefast de Blienart, que cambió su apellido por el de Lienart cuando se cobijó en París. El perfecto Bartolomé de Castres fue quemado en la hoguera por la Inquisición tras haber sido delatado por un hombre que dijo haberlo visto dando el consolamentum a un moribundo cátaro. Ni siquiera en el suplicio de la hoguera Castres renegó de sus creencias cátaras.
—Así que o su antepasado o el tal Lienart fue el que traicionó a los cátaros de Montségur y, por lo tanto, responsable directo de la matanza llevada a cabo por los cruzados —dijo Brown.
—Y puede que su nombre quedase escrito para la posteridad en alguna de las páginas del Manuscrito Voynich y por eso a alguien no le interesa desde hace siglos que nadie pueda descifrar lo que dice el libro de Roger Bacon.
La puesta de sol sobre Florencia mostraba los tejados de diferentes colores. Mientras Planch y Brown hacían sus conjeturas, la noche había caído ya sobre la ciudad, así como dos botellas de whisky. Esa noche, Jack Brown durmió plácidamente en una de las habitaciones de la residencia de Matteus Planch, antepasado de un perfecto del movimiento cátaro. Sin duda, su encuentro con Planch había sido de lo más fructífero y así se lo haría saber a Aaron Avner.
* * *
Bruselas. Bélgica
Al llegar al aeropuerto de Charleroi, el padre Alvarado comprobó el mal tiempo que azotaba la capital belga. Aún recordaba la última vez que había visitado el país, en el viaje pastoral que había realizado el Papa.
Mientras caminaba por la terminal, se detuvo en una tienda inundada de artículos con la imagen del rey Balduino I de Bélgica. Un ejemplar de La Derniére Heure anunciaba en su portada el agravamiento de la salud del Sumo Pontífice y la vigilia que estaban llevando a cabo los peregrinos en mitad de la plaza de San Pedro. Le queda poco tiempo al Santo Padre, pensó el religioso mientras se santiguaba. Poco después abandonaba las instalaciones aeroportuarias, mezclado entre diplomáticos, funcionarios de la Comunidad Europea y militares destinados en el cuartel general de la OTAN. Una larga fila de taxis esperaba a los clientes. El padre Alvarado subió en uno de ellos.
—Buenas tardes —saludó el religioso en perfecto francés—. Por favor, lléveme al hotel Le Dixseptiéme, en el 25 de la Rué de la Madeleine.
—Enseguida, señor —respondió el conductor mientras bajaba la bandera.
Cuando el taxi se sumergió en el tráfico de Bruselas, agravado por la continua lluvia que caía sobre la ciudad, el padre Alvarado revisó en su maletín negro los datos de su objetivo, Petrus Rees, experto en codificaciones y coleccionista de armas antiguas. En un falso compartimento del maletín se alineaban varios frascos con sustancias tóxicas especialmente protegidos. El padre Septimus Alvarado tenía la impecable habilidad de matar a sus objetivos utilizando sustancias venenosas, una práctica que había aprendido durante sus años como misionero en las selvas sudamericanas.
En una carpeta preparada por la Entidad, los servicios secretos del Vaticano, aparecía una fotografía en blanco y negro de Petrus Rees y un amplio reportaje en un suplemento dominical de un diario belga en el que el hombre mostraba su colección de armas antiguas. Cerbatanas de los indios del Amazonas, dagas venecianas del siglo XV, espadas japonesas del siglo XVI o una Luger que había pertenecido al mismísimo mariscal Hermann Goering eran algunas de las piezas que componían la extraña colección del experto en claves y códigos secretos.
Minutos después, el taxi se detuvo ante un edificio clásico que había sido la residencia del embajador español en la corte belga durante el siglo XVIII y que ahora se había convertido en un elegante y exclusivo hotel. A Alvarado le gustaba en parte porque sólo contaba con veinte habitaciones, lo que le permitía pasar inadvertido, y cada una de ellas disponía de una amplia cocina, que el asesino del Círculo Octogonus utilizaba como un aséptico laboratorio donde mezclar sus venenos.
Al entrar en su habitación, el sacerdote entregó un billete al botones de propina, colgó el cartel de no molestar y cerró la puerta con los cerrojos de seguridad. Tras quitarse la gabardina, que estaba empapada, y la chaqueta, el padre Septimus Alvarado marcó un número de teléfono. Sonaron varios tonos hasta que descolgaron al otro lado de la línea.
—Buenas noches —saludó Alvarado—. Deseo hablar con el señor Rees.
—Sí, soy yo —respondió el interlocutor—. ¿Quién es?
—Lo llamé desde Roma hace unas semanas. Soy Maxwell Hessner, un anticuario especialista en armas, y he venido a Bruselas para enseñarle algunas piezas interesantes que tengo en mi poder —dijo el religioso—. Si quiere, podríamos quedar mañana por la noche en su casa y llevaría las piezas para que pueda estudiarlas. —El asesino sabía que Rees era soltero, así que no se encontraría con ninguna sorpresa familiar en su domicilio.
—¿Le gustan las ostras, señor Hessner? —preguntó Rees de repente.
—Sí —contestó Alvarado.
—Bien, perfecto. Lo invito a cenar mañana por la noche en L’Ecailler du Palais Royal, en el número 18 de la Rué Bodenbroek, en el barrio de Sablón. Lo espero sobre las ocho y media. Sea puntual. A nosotros, los belgas, nos gusta cenar pronto —dijo Petrus Rees antes de colgar.
En la soledad de su habitación, Alvarado comenzó a preparar el arma que iba a utilizar para acabar con la vida del experto en claves que había ayudado a descubrir importantes datos del Manuscrito Voynich. Con guantes de goma, como los de los cirujanos, el religioso comenzó a manipular las peligrosas sustancias que contenían aquellos frascos de cristal.
Con sumo cuidado sujetó firmemente con la mano izquierda uno de los frascos, que contenía una especie de gelatina blanquecina. Con una espátula de cristal extrajo una pequeña porción y la colocó en un pequeño cristal plano. La sustancia era un potente alcaloide exudado por una rana de la selva del Amazonas. Los indios solían untar las puntas de sus flechas con la piel de estas ranas para cazar. Una buena dosis de la gelatina podía matar a diez hombres en dos minutos, pero el padre Septimus Alvarado deseaba acabar con la vida de uno solo.
Cerró el bote y cogió un segundo frasco con una sustancia de color marrón, con la textura de una resina. Nuevamente y utilizando otra espátula de cristal extrajo una pequeña dosis y la depositó en una segunda pieza de cristal. Esta segunda sustancia era culo de bachaco, la feroz hormiga gigante de la selva amazónica. La mordedura de la hormiga bachaco producía un veneno que utilizaba para defenderse y provocaba en la víctima una fuerte sensación de picor. El veneno de las mordeduras de miles de estas hormigas podían provocar la muerte de un hombre de un metro ochenta y noventa kilos de peso en cuestión de treinta minutos. Los indios utilizaban también esta sustancia como afrodisíaco o, en una dosis menor, para anestesiar alguna zona del cuerpo. El veneno de la bachaco afectaba al sistema nervioso y provocaba parálisis muscular.
El asesino del Círculo cogió una cinquedea que supuestamente había pertenecido a Lorenzo de Medici y limó ligeramente la parte inferior del mango. Con una lupa de cirugía el sacerdote dejó una pequeña rebaba. Seguidamente tomó la espátula con la sustancia resinosa y con mano firme untó los pequeños dientes que habían quedado tras limar el mango de la daga. A continuación y con suma delicadeza colocó el arma en un soporte.
El padre Alvarado se levantó y sacó del minibar una pequeña botella de ginebra. Cogió un vaso que estaba encima del pequeño frigorífico e introdujo en él dos cubitos de hielo. Abrió la botella y llenó el vaso. De un solo trago vació casi la mitad mientras estiraba los músculos de la espalda. Tras relajarse volvió a la tarea. De un segundo estuche de terciopelo azul, el sacerdote extrajo una bella espada japonesa. La depositó, con las dos manos, sobre un soporte con el muñe, el filo, hacia arriba. El asesino del Octogonus se volvió a colocar la lupa sobre las gafas y con una fina brocha untó el nakago, el mango, de la katana con la sustancia tóxica segregada por las ranas. Horas después, las sustancias estaban adheridas a las armas, preparadas para hacer su trabajo.
Durante el día siguiente, el religioso no abandonó la habitación ni siquiera para almorzar. Prefería no perder de vista ambas armas y evitar que alguien del servicio pudiese ser demasiado curioso y las tocara. Llegada la tarde, el padre Septimus Alvarado se vistió con un elegante traje negro y camisa blanca, se pasó un cepillo por el pelo corto canoso y se colocó cuidadosamente unos guantes de goma. Levantó por la hoja la daga veneciana de su soporte y la colocó cuidadosamente en su estuche. Repitió la acción con la katana. Se puso el abrigo y el sombrero y salió hacia el restaurante donde se había citado con Petrus Rees.
Cogió un taxi y en unos minutos, tras sortear varios semáforos, pasos de cebra y ciclistas que aligeraban su marcha entre charcos provocados por la lluvia, llegaron hasta la elegante fachada de L’Ecailler du Palais Royal. Un hombre de librea roja con un paraguas en la mano corrió hasta el vehículo para abrir la puerta.
—Buenas noches. Bienvenido a L’Ecailler du Palais Royal —saludó el portero al recién llegado.
Dentro del restaurante, el maître se dirigió hacia el sacerdote, que llevaba una bolsa y un maletín muy parecido a los estuches que se utilizan para portar escopetas de caza. El maître recomendó al padre Alvarado que dejara su abrigo y los maletines en el guardarropa mientras una joven le tendía un número de percha.
—Gracias, pero prefiero no separarme de los maletines. Son antigüedades muy valiosas —se disculpó el sacerdote.
—No hay ningún problema, señor —respondió el educado maître—. ¿Tiene mesa reservada?
—Me está esperando el señor Rees, Petrus Rees —respondió Alvarado.
—El señor Rees… el señor Rees… —dijo el maître mientras localizaba el nombre en el libro de reservas—. Sí. Aquí está. Mesa nueve. Sígame por aquí, por favor.
Al fondo de la amplia sala, un hombre de aspecto frágil que se disponía a untar mantequilla en una pequeña tostada se levantó al ver al maître y al recién llegado acercarse a su mesa.
—Buenas noches, señor Rees. Soy Maxwell Hessner, el anticuario —se presentó el padre Alvarado mientras estrechaba la mano de Rees.
—Buenas noches, señor Hessner. Estaba deseando conocerlo —respondió el experto belga mientras invitaba al padre Alvarado a sentarse a la mesa—. Veo que ha traído varias piezas. Lo mejor es que cenemos primero y después vayamos a mi casa. Está aquí cerca y podremos hablar tranquilamente de negocios mientras le enseño mi colección.
Una excelente cena a base de ostras y rodaballo al horno dio paso a dos buenos habanos y dos copas de coñac francés.
—Dígame, ¿qué es lo que me ha traído? —preguntó Rees con curiosidad.
—Una cinquedea veneciana que perteneció a Lorenzo de Medici y una espada japonesa del periodo Ashikaga fechada entre 1350 y 1360 —respondió el supuesto anticuario.
—¿Por qué habrían de interesarme esas armas? —preguntó cautamente el belga tal vez con el fin de mostrar menos interés del que realmente sentía y poder así negociar mejor el precio.
—Se cree que la cinquedea de Lorenzo de Medici perteneció a Bernardo Bandini Baroncelli, uno de los conspiradores de la conjura de los Pazzi de 1478. Con esta daga, Baroncelli dio la primera puñalada a Giuliano de Medici en la catedral de Florencia. Tras ser ejecutado Baroncelli años después por orden de Lorenzo de Medici, el señor de Florencia se incautó de la daga y la guardó como recuerdo de su venganza. La espada perteneció a Yoshimitsu Ashikaga, que se proclamó shogun en 1368. Fue el mecenas más espléndido de la Edad Media japonesa —relató el padre Alvarado a un cada vez más interesado Petrus Rees.
—¿Puede enseñarme ahora las piezas? —preguntó ansioso el experto belga.
—Es mejor que las veamos en su casa. Será más seguro. Ambas piezas son demasiado valiosas como para enseñárselas en un local público —adujo el asesino del Círculo Octogonus disculpándose.
—Lo entiendo. Perdóneme el atrevimiento, pero estoy ansioso por poder admirarlas —se disculpó Rees mientras pedía la cuenta.
Media hora después, los dos hombres se encontraban en el elegante piso de Rees, muy cerca de la Grand Place. Desde los ventanales del ático se veían las luces nocturnas de la capital belga. En amplias vitrinas iluminadas y señaladas con cartelas se alineaban pistolas, alabardas, espadas y armaduras. Mientras las observaba de cerca, Petrus Rees ofreció algo de beber a su invitado.
—No, gracias, ya he bebido suficiente —respondió el falso anticuario.
—Yo me pondré un whisky mientras usted me enseña la daga y la espada.
A continuación, el padre Alvarado colocó el estuche sobre una elegante mesa de caoba y abrió los dos cerrojos. Al subir la tapa, aparecieron dos armas cubiertas por un paño que las cubría a modo de protección.
—¿Puedo cogerlas? —preguntó Rees.
—Séquese antes las manos con una toalla. No quiero que queden marcas en ellas —respondió Alvarado.
El coleccionista se dispuso a coger entre sus manos la daga Medid. Mientras la desenfundaba para estudiar la hoja, Rees sintió en el dedo índice de la mano derecha un pequeño pinchazo. La minúscula marca, rodeada de un círculo rojo, le provocó un ligero picor.
—Necesito ir al baño un momento. Me he pinchado con la daga y voy a limpiarme con alcohol —dijo mientras se retiraba hacia el fondo de la casa.
Minutos después, Petrus Rees volvió a aparecer en el gran salón.
—Discúlpeme, señor Hessner. Ahora me gustaría ver la espada japonesa.
—Aquí está —dijo el padre Alvarado mientras se la tendía por la hoja para obligar a Rees a agarrar la katana por el mango.
Tal y como esperaba, el coleccionista cogió la espada y la blandió como un samurái en posición de combate.
—Me gusta mucho —afirmó el belga. Su mano derecha había comenzado ya a hincharse alrededor de la erupción rojiza y una sensación de adormecimiento le alcanzaba ya el codo. La camisa azul del especialista en cifrados y códigos estaba empapada de sudor—. Me duele bastante la cabeza —dijo Rees mientras intentaba sentarse.
Los calambres le habían afectado ya a la pierna derecha y a los brazos. Rees se miró la mano y vio que donde se había pinchado y la piel alrededor de la erupción adquirían un color negruzco. Poco a poco, tendido en el sofá, notó que la garganta se le inflamaba y le provocaba una severa asfixia. El tóxico de la rana había invadido el cuerpo de Rees, vía cutánea, a través de la piel de la mano cuando había agarrado la espada japonesa. Diez minutos más tarde comenzó a perder la visión y el oído y de la comisura de sus labios empezó a borbotar una saliva blanquecina. El veneno de la bachaco había penetrado por completo en su cuerpo, impidiéndole mover el más mínimo músculo. Allí tendido, sólo pudo esperar la llegada de la muerte mientras su visitante se sentaba frente a él, observando y exigiéndole que le fuese relatando lo que sentía. El asesino del Círculo necesitaba comprobar la resistencia de su víctima ante la dosis suministrada. Sólo unos segundos antes de morir, Petrus Rees se dio cuenta de que aquel anticuario lo había envenenado. Nunca sabría por qué, pero su relación con el Manuscrito Voynich lo había convertido en el tercer objetivo liquidado por el Círculo Octogonus.
El padre Septimus Alvarado colocó dos de sus dedos en el cuello del difunto, que permanecía aún con los ojos abiertos, para comprobar que había dejado de respirar y volvió a colocar cuidadosamente las dos armas en sus estuches. Antes de abandonar el elegante ático, sacó de su bolsillo un octógono de tela y lo introdujo en la agarrotada mano izquierda de Rees.
Bendijo al fallecido silenciosamente y cerró la puerta tras de sí.
* * *
Dublín. Irlanda
—¿Señora Gwyn? —preguntó el padre Mahoney.
—Sí, soy yo. Soy la señorita Gwyn —dijo la criptoanalista poniendo énfasis en la palabra señorita.
—Me llamo John McCormick. Soy estadounidense y mis abuelos nacieron en Drogheda. Me indicaron en la Oficina de Turismo de Irlanda de Dublín que es usted la presidenta de la Sociedad Histórica de Drogheda y me dieron su número de teléfono —explicó el religioso.
—Sí, efectivamente. ¿Qué es lo que desea? —preguntó desconfiada la mujer.
—Estoy haciendo un trabajo sobre la Irlanda de finales del siglo XIX y cómo era la vida rural en aquella época. Me gustaría que nos pudiésemos ver —tentó Mahoney.
—¿En qué universidad me ha dicho que está usted estudiando? —preguntó Elizabeth Gwyn.
—No se lo he dicho. En todo caso, estudio en la Universidad de Boston.
—Vaya, la muy católica Boston… No tengo previsto viajar a Dublín —precisó la doctora Gwyn.
—No tendría inconveniente en desplazarme a Drogheda, así podría visitar la iglesia de San Pedro y acercarme hasta las tumbas de Newgrange, pero sólo si puedo hablar con usted.
Tras unos segundos de espera, la voz de la mujer rompió el silencio.
—De acuerdo, venga esta tarde. Lo esperaré en el camino de entrada a Drogheda, así podrá seguirme usted hasta la granja. Tengo un Land Rover —dijo Elizabeth Gwyn. Inmediatamente después, la desconfiada mujer colgó el teléfono. Nada más colgar, la criptoanalista levantó nuevamente el aparato y marcó el número de Aaron Avner, en New Haven. Tras varios tonos, oyó una voz de mujer al otro lado de la línea.
—Biblioteca Beinecke. Buenos días.
—Buenos días, deseo hablar con el profesor Avner —pidió Elizabeth Gwyn.
—No se encuentra en estos momentos en la biblioteca. Puede dejarle un recado si quiere. Soy la señora Hollingsworth.
—Bien, dígale que lo ha llamado Elizabeth Gwyn, de Irlanda. Dígale que hoy me viene a visitar un hombre que dice que estudia en Boston. Un tal John McCormick. Pero ese nombre me suena a John Smith… —dijo la señorita Gwyn.
—Discúlpeme, no entiendo exactamente cuál es el mensaje que debo darle al profesor —dijo la eficaz señora Hollingsworth.
—Bueno, no se preocupe. Son cuestiones mías. Tal vez no sea nada. Muchas gracias y dígale a Aaron que se cuide —dijo la mujer antes de colgar.
Bien entrada la tarde, la criptoanalista salió de la granja en su Land Rover hacia Drogheda con la intención de ir a buscar al supuesto estudiante. Divisó un Ford Escort rojo, posiblemente alquilado, en el arcén. Del espejo retrovisor todavía colgaba la publicidad de la compañía.
Mediante ráfagas indicó a John McCormick que la siguiese. ¿Quién será este hombre?, no dejaba de pensar la mujer por enésima vez. Ignoraba su identidad, pero de lo que estaba segura es que el recién llegado no se esperaba una sorpresa como la que le aguardaba.
Unos kilómetros más adelante, los dos vehículos atravesaron la verja verde que limitaba los terrenos propiedad de Elizabeth Gwyn. La mujer se bajó del coche y cerró la verja tras dejar pasar al Ford. Entraron en la casa y, una vez dentro, la mujer ordenó a McCormick que se quitase las botas para no manchar el suelo.
—Puede andar descalzo por la casa si quiere.
—Gracias —dijo el hombre mientras se acercaba a la chimenea y observaba las fotografías en blanco y negro de militares que se alineaban encima—. ¿Es su esposo? —preguntó McCormick.
—Mi prometido. Lo derribaron durante la Segunda Guerra Mundial. Pilotaba un Spitfire para la RAF —respondió Elizabeth Gwyn mientras le acercaba una taza de té caliente—. ¿Quiere unas galletas? —Antes de que el hombre pudiese responder, la mujer salió de la habitación. El recién llegado estaba mirando tranquilamente las fotografías que estaban colgadas de las paredes cuando a su espalda la mujer le hizo una pregunta.
—¿Me va a decir quién es usted realmente?
Al girarse vio que la mujer lo estaba apuntando con una pistola.
—Es una Walter PPK y sí, si usted me obliga a usarla, no dudaré en matarlo aquí mismo y después averiguaré quién es usted —dijo Gwyn mientras señalaba el sofá de la esquina del salón para que el visitante se sentase. Así era menos peligroso—. Antes de llamar a la Garda Síochána, la policía irlandesa, por si no lo sabe, me gustaría saber por qué se ha tomado tantas molestias en venir a verme.
—Soy un enviado y un guardián —dijo McCormick lentamente.
—¿De Dios, del diablo, de Satanás, del Papa, de la CIA? ¿De quién? —preguntó sarcásticamente mientras seguía apuntándolo con el arma.
—De Dios. Otras personas y yo tenemos la misión de salvaguardar un secreto que usted ha intentado revelar. Mi cometido es evitarlo —confesó el hombre.
—¿A qué se refiere con otras personas? ¿De quiénes está hablando?
—Pertenezco a un grupo que desde el siglo XIV protege un gran secreto y así seguirá siendo. Si usted me dispara, otros vengarán mi muerte, otros serán los encargados de llevar a cabo la misión encomendada en el nombre de Dios.
—¿Y cuál es su misión? ¿Matarme acaso? —volvió a preguntar la mujer.
—Si es necesario, sí. Mi misión es evitar que nadie pueda descubrir absolutamente nada de un secreto muy bien guardado durante siglos.
—¡Ahora ya lo entiendo! ¡El Manuscrito Voynich! Ése es el secreto que usted debe proteger. Pero ¿por qué debe acabar con aquellos que intentan revelar ese secreto? ¿Qué mensaje esconde?
—Cifras, datos, nombres, lugares de una secta hereje y blasfema. Mi misión, encomendada por Dios, es salvaguardar ese secreto, incluso con mi propia vida, así que no me importa si usted presiona el gatillo de esa pistola. Yo estoy preparado para morir por Dios, ¿y usted? —preguntó desafiante McCormick.
—Vaya, es usted un fanático de ésos… Tengo la suerte de no ser creyente, pero sí de amar mi vida. Si usted me obliga, le agujerearé la cabeza sin titubear y si vienen a verme otros amigos suyos, estaré preparada —replicó la mujer—. Ahora tenemos tres opciones: o coge su coche y se larga por donde ha venido, o llamo a la Garda y se lo llevan, o intenta algo y le vuelo la tapa de los sesos. Usted elige.
—No puedo irme sin haber cumplido mi misión. La policía no es una opción que me favorezca. Y si me vuela la tapa de los sesos, me seguirán otros para cumplir la misión encomendada por Dios.
—Lo mejor será que llame a la policía. Por su bien y por el mío…
Cuando la científica aún no había terminado la frase, el padre Mahoney, con un rápido movimiento, arrojó en su dirección la taza de té que tenía en la mano. La mujer saltó hacia atrás y disparó. La bala impactó en el marco de la ventana. Empujando la mesa y varias sillas que tenía junto a él, el asesino del Círculo fue recortando distancia con su objetivo, que ya había disparado por segunda vez. Esta vez la bala le había rozado el brazo derecho. Elizabeth Gwyn ya no tuvo tiempo de realizar un tercer disparo. El sacerdote derribó a la anciana de un fuerte golpe en la cara y la mujer quedó tendida en el suelo, boca abajo, junto a la chimenea.
El asesino cogió el atizador y volvió a golpear a la criptógrafa en la cabeza. Dos golpes después, Elizabeth Gwyn estaba muerta. El padre Mahoney levantó el pequeño cuerpo de la anciana, lo cargó sobre sus hombros y salió de la casa. Detrás del granero había un pozo séptico. Levantó la pesada tapa y arrojó el cadáver en su interior. El sacerdote regresó a la casa y se dispuso a lavar la herida que le había provocado el disparo. Antes de abandonar la granja, el padre Mahoney dejó un octógono junto a la fotografía del militar con uniforme de piloto. Cuando estaba a punto de salir de la casa, sonó el teléfono.
El religioso levantó el auricular sin pronunciar palabra.
—¿Elizabeth? —preguntó la voz—. Soy Aaron, Aaron Avner. ¿Estás ahí?
El padre Mahoney guardó silencio. Inmediatamente, como si fuera una premonición, Aaron supo que su amiga estaba muerta y que al otro lado de la línea se encontraba el asesino. Podía oír su respiración claramente. A continuación, el asesino del octógono colgó el aparato y abandonó la granja.
El cuarto objetivo había sido liquidado y así se le informaría al gran maestro del Círculo Octogonus.