Villa Mondragone. Italia
Villa Mondragone se alzaba en una colina de 416 metros de altura sobre un terreno que tomaba su nombre de la antigua ciudad romana de Tusculum, entre las ciudades de Frascati y Monte Porzio Catone. Dieciocho hectáreas de bellos jardines y bosques la rodeaban. Desde sus amplios jardines, en los días claros podía divisarse la ciudad de Roma. Al cardenal August Lienart le gustaba contemplar el paisaje y pasar horas y horas meditando sentado en un banco del jardín secreto.
La construcción de Villa Mondragone, con sus casi ochenta mil metros cuadrados, había dado comienzo en 1567, cuando el joven cardenal Marco Sittico Altemps, el querido sobrino y protegido del papa Pío IV, compró la villa al cardenal de Sant’Angelo, Ranuccio Farnese. En esa época la villa fue bautizada con el nombre de Villa Angelina en homenaje al título cardenalicio de los Farnese.
El cardenal Altemps decidió ampliar y rehabilitar la casa y le encargó el proyecto al arquitecto Jacopo Barozzi de Vignola, a quien ayudó en la tarea Martino Longhi de Viggiu. Tras la finalización de las obras en 1571, el cardenal Altemps invitó a pasar una temporada en la villa al cardenal Ugo Boncompagni, el cual fue elegido Papa en 1572 con el nombre de Gregorio XIII. El Sumo Pontífice aconsejó al cardenal Altemps que construyera una nueva villa en la colina, sobre las impresionantes ruinas romanas de la residencia de Quintilio, cónsul romano en el año 13 a. C.
En 1613, el cardenal Scipione Borghese, sobrino del papa Pablo V, adquirió la villa junto a otras propiedades del duque Gian Angelo Altemps, sobrino y heredero del cardenal Marco Sittico Altemps. El nuevo propietario introdujo modificaciones en la residencia entre 1616 y 1618, bajo la dirección del arquitecto holandés natural de Utrecht Jan van Santen, más conocido como Giovanni Vasanzio.
El arquitecto rediseñó todo el complejo y amplió la galería, la Retirata, el pequeño edificio residencial construido para el hijo del cardenal Altemps, el jardín principal, el pórtico y el patio principal de la villa. Tras la muerte del papa Pablo V en el año del Señor de 1621, la villa fue perdiendo importancia y, debido a su costosísimo mantenimiento, el cardenal Scipione Borghese se vio obligado a venderla al poderoso cardenal François Lienart, ascendente del cardenal August Lienart y consejero de los Sumos Pontífices Gregorio XV y Urbano VIII.
Una vez en poder de la familia Lienart, la villa fue nuevamente bautizada con el nombre de Villa Mondragone, o Villa de la Montaña del Dragón. El nombre procedía del dragón heráldico que ocupaba la posición central en el escudo de armas de la familia Lienart y que aparecía representado en varios lugares de la villa, como en los frescos y en sus bellos jardines. A lo largo de varias generaciones y durante tres siglos, Villa Mondragone se convirtió en el mayor símbolo del poder de la familia Lienart.
Bien entrada la noche, varios vehículos comenzaron a atravesar la verja de hierro que permitía flanquear un alto muro de piedra cubierta de musgo. Los focos iluminando los ángeles que coronaban la entrada daban un aspecto fantasmagórico al acceso de la villa. Una carretera ascendente sin asfaltar desembocaba en el cuidado camino de gravilla que rodeaba la imponente construcción. Al llegar, los coches se detuvieron en la entrada. El señor y la señora Müller, único personal de servicio en Villa Mondragone, daban la bienvenida a los ocho hombres.
El matrimonio alemán llevaba trabajando para la familia Lienart desde 1946, cuando entraron al servicio de Edmund Lienart, padre del cardenal, el cual, parece ser, consiguió evitar, mediante pago de sobornos, que Ulrich Müller fuese juzgado por los Aliados tras el final de la Segunda Guerra Mundial, acusado de haber pertenecido al escuadrón de la Einsatzgruppe A de las SS y de haber participado, a las órdenes del criminal de guerra Herbert Cukurs, en operaciones de limpieza de judíos y partisanos en amplias zonas de Letonia y en el asesinato de treinta mil judíos en el gueto de Riga.
Según parece, la diversión del sargento Müller era hacer prácticas de tiro con un rifle de francotirador sobre judíos y partisanos. En el acta de acusación contra él se afirmaba que cuando su unidad se encontraba en la aldea de Tukums, Müller situó a niños judíos a quinientos, mil y mil quinientos metros y se dedicó a hacer prácticas de tiro con su rifle. Una testigo presencial declaró ante el Tribunal Penal Internacional que había visto cómo el sargento Ulrich Müller había disparado sobre una niña judía de alrededor de seis años. La bala le dio en la pierna derecha. Posteriormente, un miembro de las SS ejecutó a la niña herida allí mismo.
La unidad de Müller había acabado con la vida de ciento treinta mil hombres, mujeres y niños entre judíos y partisanos detenidos. Tras ser arrestado, Müller consiguió evadirse y refugiarse en Francia. Edmund Lienart lo protegió mediante una telaraña de relaciones y declaraciones juradas en las que afirmaba que Ulrich Müller había pertenecido a una unidad de no-combatientes de la Wehrmacht. Desde aquel mismo día, tanto Müller como su esposa, Henrietta, ya no se separaron de la familia Lienart.
En el patio central, monseñor Vaclav Przydatek recibía, gracias a su cargo episcopal, el respetuoso saludo de los ocho recién llegados mientras pronunciaban una frase en latín a la que el secretario de Lienart respondía con otra.
—Fractum nec fractuem, favor por favor —iban diciendo en voz baja los ocho hombres con una sencilla reverencia.
—Silta nec silto, silencio por silencio, hermanos —replicaba Przydatek a cada uno de ellos.
Cuando el rito finalizó, Przydatek dio órdenes a Henrietta Müller para que acompañase a sus habitaciones a los ocho recién llegados. Antes los avisó de que sobre las diez de la noche debían comparecer ante el gran maestro del Círculo Octogonus en la llamada Sala de los Suizos perfectamente vestidos para la ocasión con chaqueta negra y alzacuellos. Después de una oración en la capilla de San Gregorio, asistirían a una cena lujosamente servida en la Sala de las Cariátides, como mandaban los cánones de la residencia de un príncipe de la Iglesia. Un vez finalizada la cena, los ocho hombres, junto a monseñor Przydatek y el gran maestro, se reunirían en la biblioteca con el fin de abrir la sesión del Círculo Octogonus.
Los hombres, que no llevaban ningún tipo de vestimenta que los identificase como religiosos, siguieron silenciosos los pasos del ama de llaves hasta el piso superior, sobre la entrada principal de Villa Mondragone. La mujer, con un amplio llavero colgado de su inmaculado mandil blanco, iba abriendo puerta por puerta y pronunciando el nombre de cada uno de los ocho hombres.
—Padre Jacobini… ésta es su habitación —dijo la señora Müller mientras abría con la llave que llevaba colgada, y así hasta ocho nombres y ocho habitaciones—: Padre Reyes, padre Lamar, padre Ter Braak, padre Mahoney, padre Alvarado, padre Cornelius, padre Ferrell…
Las amplias estancias de Villa Mondragone poco tenían que ver con las humildes celdas de los monasterios, abadías y residencias religiosas en las que vivían los ocho sacerdotes, llegados de siete países diferentes. Aunque alejadas del lujo de una residencia del siglo XVI, las habitaciones estaban amuebladas con una amplia cama, una mesilla con una pequeña lámpara, una butaca calzadora, un armario para guardar la poca ropa que traían consigo y un pequeño altar con un reclinatorio para poder orar a cualquier hora del día o de la noche. Cada dos habitaciones había un pequeño baño compartido.
Las estancias privadas del cardenal Lienart se encontraban en la zona oeste de la villa. En realidad, el gran maestro del Círculo Octogonus utilizaba pocos metros cuadrados del amplio edificio, aunque no exentos de lujos. Su vida se centraba en su despacho privado, en la llamada Sala Rosa; en la Sala de las Cariátides, lugar de reunión del Círculo; en su amplio dormitorio, al que se accedía a través de una puerta en el extremo norte de la Sala de las Cariátides; en su pequeño baño privado y en un salón anexo, con una mesa de billar francés en el centro, en donde pasaba largas horas cuando sus tareas en el Vaticano se lo permitían. Desde su despacho, una puerta conectaba con otro despacho más pequeño y junto a éste se hallaba el dormitorio que ocupaba monseñor Przydatek. El fiel secretario estaba siempre cerca por si su eminencia lo requería. Desde sus estancias privadas, el cardenal podía acceder a la biblioteca, que atesoraba más de tres mil volúmenes, sin utilizar el pasillo.
Una hora y media antes del encuentro, un Mercedes Benz negro traspasaba la verja de Villa Mondragone. Cuando llegó a la entrada de la casa, el matrimonio Müller se apresuró a besar el anillo del cardenal.
—Robert, puede usted regresar a Roma con el coche. Si lo necesito, mi secretario lo llamará —dijo Lienart a su chófer despidiéndose. El alto miembro de la curia no necesitaba testigos del encuentro que se iba a producir en pocas horas en una de las estancias de Villa Mondragone. Mientras ascendía por las escalinatas, oyó cómo Robert daba marcha atrás y se alejaba por el camino de tierra hacia la salida de la finca.
Lienart se dirigió hacia sus estancias y ordenó a Müller que avisase a su secretario.
—Necesito hablar con él antes de la oración y la cena —dijo el cardenal al sirviente.
—Enseguida, eminencia.
Pocos minutos después apareció monseñor Przydatek, vestido impecablemente con un traje negro y un chaleco morado, símbolo del poder episcopal que le había conferido el ahora Papa enfermo.
—Espero que todo esté preparado, monseñor Przydatek —dijo Lienart mientras comenzaba a quitarse la chaqueta con la ayuda de Müller.
—Sí, eminencia. Todo estará a su gusto —sentenció el secretario.
—Vanitas vanitatis et omnia vanitas, vanidad de vanidades y siempre vanidad —musitó el cardenal Lienart.
Mientras esto sucedía, varios miembros del Círculo se dedicaban a vagar por las amplias estancias de Villa Mondragone. El padre Eugenio Cornelius había recorrido los salones y estaba admirando los bellos frescos que inundaban la capilla de San Gregorio cuando una voz llamó su atención mientras se detenía ante el fresco que representaba la Natividad.
—Debería ver los frescos del Palazzetto della Retirata. Son los más bellos de Villa Mondragone —afirmó a su espalda Przydatek, el cual, tras su conversación con Lienart, había vuelto a las estancias comunes.
—¡Oh! Son bellísimos, mucho más hermosos que los frescos de Johann Jacob Zeiller del monasterio de Ettal, donde vivo —repuso Cornelius—. Durante años me he dedicado a restaurarlos y a sacarles el brillo que merecen. Éstos son una obra de arte, monseñor.
—Bien, mañana por la mañana podrá admirar el resto de frescos de Villa Mondragone. Ahora demos un paseo y hábleme de su monasterio —dijo el secretario de Lienart mientras agarraba por el brazo al sacerdote.
En una de las habitaciones, el padre Wilhelm Ter Braak, postrado en el reclinatorio ante la imagen de Jesucristo, se flagelaba con un pequeño látigo de puntas metálicas. Pequeños hilos de sangre le recorrían la espalda mientras repetía una y otra vez con cada golpe:
—Ad verum ducit, conduce a la verdad, ad verum ducit, ad verum ducit, ad verum ducit, ad verum ducit…
No muy lejos de allí, en la biblioteca, el padre Lamar intentaba leer un antiguo códice del siglo XVII.
—Es una maravilla. Este libro es una joya —dijo Lamar sin darse cuenta de que el padre Mahoney acababa de entrar en la estancia.
—Sí, es una maravilla. Sin duda alguna —respondió mientras contemplaba el artesonado.
La señora Müller interrumpió la escena.
—Por favor, padres. Su eminencia los espera en la Sala de los Suizos para darles la bienvenida —dijo la mujer mientras con la mano les indicaba la dirección de la estancia a la que debían acudir.
Cuando llegaron al amplio salón, el cardenal Lienart ordenó al matrimonio alemán que no los molestaran hasta que no los llamara.
Los ocho sacerdotes y monseñor Przydatek se colocaron de pie, formando un perfecto círculo, alrededor de un mosaico que estaba en el suelo, en el centro de la sala, y que lucía una constelación y un dragón. En el centro del mosaico se encontraba de pie el cardenal August Lienart. Todos sabían por qué estaban allí y cuál era su misión ante Dios todopoderoso. Lienart tomó la palabra e inició su discurso con el saludo del Círculo Octogonus.
—Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo el cardenal.
—Silta nec silto, silencio por silencio —respondieron a coro los nueve hombres que se encontraban a su alrededor.
—Estamos aquí reunidos, ¡oh, nobles hijos y miembros del sagrado Círculo Octogonus!, para salvaguardar la fe de los paganos, de los herejes y de los enemigos de la Iglesia —sentenció Lienart.
—Silta nec silto, silencio por silencio —volvieron a repetir los nueve hombres.
—Yo, como gran maestro del Círculo y como ya hicieran mis honorables ancestros en estos últimos tres siglos, los convoco con la misión de preservar el gran secreto. Su cometido, como guardianes de la fe, es el de salvaguardar las Sagradas Escrituras, proteger a los elegidos príncipes de la Iglesia y defender, incluso con la vida, al Sumo Pontífice —dijo el jefe del espionaje vaticano y gran maestro del Círculo Octogonus.
—Silta nec silto, silencio por silencio —pronunciaron otra vez los nueve hombres.
—Se les va a encomendar una difícil misión en el nombre de Dios misericordioso. Deberán llevarla a buen término si desean ser dignos de Él. Si alguno de ustedes, guardianes del Círculo Octogonus, resulta herido en el intento o muere en la acción, tan sólo Dios en su misericordia responderá por ustedes. Su misión está bajo secreto de confesión y, por lo tanto, nadie puede conocer cuál es. Sólo algunos serán los elegidos. El resto de ustedes deberá permanecer aquí, en Villa Mondragone, hasta que Dios los reclame en su infinita bondad para la misión que les tiene encomendada. Son los elegidos de Dios, y espero de ustedes, tal y como hizo en su día el honorable Ravaillac, uno de los primeros miembros del Círculo Octogonus, cuando acabó con la vida del rey Enrique IV de Francia, aguantar el suplicio de la tortura y no revelar el nombre del resto de hermanos. Ahora son uno, están protegidos por Dios nuestro Señor y deben obediencia ciega al Sumo Pontífice de Roma —dijo el gran maestro Lienart—. Hermanos, antes de la cena rezaremos una oración en la capilla de San Gregorio. Sea, pues.
La familia Lienart estaba unida al Círculo Octogonus desde la época del papa Gregorio XV. El cardenal François Lienart, poderoso consejero papal, había quedado totalmente cautivado con las historias de los fidai que Lebey de Batilly había relatado en un manuscrito que se encontraba en la Biblioteca Vaticana. Denis Lebey de Batilly, alto funcionario del rey y presidente del Tribunal de Metz, escribió en 1604 un tratado de sesenta y cuatro páginas titulado Traite de Vorigine des anciens assasins porte couteaux, cuyo subtítulo decía: Avec quelques examples de leurs attentats et homicides des personnes danciens roys, princes et seigneurs de la Chretienté. La obra se encontraba en ese momento tras una vitrina de la biblioteca de Villa Mondragone.
Para la mente de un cardenal del siglo XVII era algo perfectamente comprensible el hecho de que un católico ferviente diese incluso su propia vida en el intento de acabar con la existencia de un hereje, y si éste era un príncipe contrario a la fe verdadera o a sus intereses, el asesino católico llegaría antes al cielo (el paraíso para los musulmanes). El cardenal François Lienart estaba dispuesto a comandar su particular unidad de fidai católicos. Lienart y sus descendientes habían utilizado el Círculo Octogonus como su particular herramienta con la que mantenerse en el poder, y desde hacía tres siglos jamás habían tenido reparos en servirse de ella siempre que había sido necesario. Los Lienart se veían retratados con gran paralelismo, cuatro siglos y medio después de que fuera escrita, en la historia relatada por Lebey de Batilly. Su eminencia el cardenal François Lienart se veía a sí mismo como Sinan, el Viejo de la Montaña de Alamut, la cuna de la secta de los asesinos. Sus religiosos del Círculo Octogonus eran sus fidais dispuesto a dar su vida ejecutando una orden del Sumo Pontífice o, en su defecto, del cardenal August Lienart, su representante.
Durante los tres siglos siguientes y bajo órdenes de un miembro, tanto hombres como mujeres, de la familia Lienart, ocho sacerdotes se habían dedicado a liquidar a todo enemigo de la Iglesia católica y de la propia dinastía Lienart. La policía francesa había descubierto que Jean-Frangois Ravaillac, el asesino confeso del monarca Enrique IV, había formado parte del extraño grupo místico-católico llamado Círculo Octogonus o Círculo de los 8.
Los miembros del grupo eran fanáticos católicos que prestaban obediencia ciega al Papa de Roma, con preparación militar, hábiles sobre todo en el uso de determinadas armas especiales, y dispuestos a dar su vida en nombre de la verdadera religión. Su símbolo era un octógono con el nombre de Jesús en cada lado y una frase como lema de la organización:
Dispuestos al dolor por el tormento, en nombre de Dios.
Años después, el Círculo Octogonus volvió a asestar otro brillante golpe, esta vez contra un militar de Napoleón: el general Mathurin-Léonard Duphot, uno de los hombres de confianza de Bonaparte.
Ascendido a general de brigada por el propio Napoleón el 30 de marzo de 1797, fue destinado a Roma para acompañar a José Bonaparte, hermano de Napoleón, que había sido nombrado embajador ante la Santa Sede. El 28 de diciembre de 1797, un gran gentío se reunió frente a la residencia del embajador para reclamar la proclamación de la República. En ese momento, un contingente de la guardia papal intentó empujar a la muchedumbre.
El general Duphot, que intentaba mantener la calma entre sus soldados, fue apuñalado en un costado sin que nadie viera la cara de su atacante. En pocos minutos murió desangrado. Los soldados franceses descubrieron en el suelo, junto al cadáver del militar, un extraño octógono de tela con el nombre de Jesús en cada lado y en el centro una frase escrita: Dispuestos al dolor por el tormento, en nombre de Dios, el símbolo del misterioso Círculo Octogonus.
En estos dos casos los ejecutados eran enemigos del Papa, pero también cayeron otros personajes menos conocidos a manos de los sacerdotes del Círculo, muchos de ellos científicos que intentaron enfrentarse a la dura tarea de descifrar un extraño libro cuyo texto nadie entendía. En 1630 1638 1651 y 1675, el Círculo Octogonus protegió un gran secreto de la familia Lienart.
Después de la oración celebrada en la bella capilla de San Gregorio, los diez religiosos acudieron a la Sala de las Cariátides, en cuyo centro se levantaba una gran mesa cubierta con los más sabrosos manjares, y se sentaron alrededor de ésta. Sólo los padres Wilhelm Ter Braak e Italo Jacobini se excusaron y se retiraron al fondo del salón.
A Jacobini, italiano de nacimiento, le gustaba pasar meses sin hablar con nadie en la abadía de SantAntimo, en Montalcino.
Los frailes solían decir a su superior que el padre Jacobini les daba miedo. Cuando hablaba, pronunciaba frases sin sentido o decía rápidamente varios sinónimos de una misma palabra en una sola frase para, posteriormente, continuar con su silencio.
En Villa Mondragone, junto a sus hermanos del Círculo, seguía con esa costumbre.
Antes de la cena, Jacobini se había encontrado en los corredores con monseñor Przydatek. Tras preguntarle éste si la habitación era de su gusto, el fraile italiano había respondido:
—La habitación, la estancia, la morada, el cuarto, el aposento es muy agradable, muy grato, gustoso, satisfactorio, muy placentero y muy acogedor. Gracias, monseñor. —Segundos después volvió a su hermético silencio mientras nerviosamente sujetaba con fuerza en el interior de su mano una cruz de plata con la que se provocaba graves heridas en la palma.
El que mejor se sentía en Villa Mondragone era el padre Emery Mahoney, acostumbrado al boato de los millonarios neoyorquinos. El padre Reyes sentía demasiada añoranza por sus indiecitos, como solía llamarlos. El padre Lamar se adaptaba bien a la vida de la mansión italiana, sumergido en su amplia biblioteca, de donde no salía hasta bien entrada la noche. La señora Müller solía enviarle algo de comer allí. El padre Alvarado y el padre Ferrell pasaban las horas en la capilla de San Gregorio, y el padre Cornelius se dedicaba a copiar en un pequeño cuaderno algunas de las imágenes que poblaban los techos y paredes de Villa Mondragone. De cualquier manera, todos sabían cuál era su misión y estaban dispuestos a llevarla a cabo con éxito en el nombre de Dios.
Tras la copiosa cena y mientras varios de los miembros del Círculo hablaban distendidamente en los amplios salones de la villa, el padre Mahoney se acercó al cardenal Lienart.
—¿Puedo hablar con usted, eminencia? —preguntó el sacerdote.
—Por supuesto, claro que sí. Vayamos al jardín secreto. Hace buen tiempo y se verán las estrellas. ¿Sabe que aquí, donde ahora se levanta Villa Mondragone, hubo hace siglos un observatorio? —dijo el cardenal mientras tomaba por el brazo al religioso. Una vez en el exterior, una fragancia a flores nocturnas invadió el olfato de Lienart y Mahoney—. Son galanes de noche, sus flores desprenden aroma cuando oscurece. A la señora Müller le gustan mucho —añadió Lienart—. Dígame de qué desea hablar conmigo.
—Eminencia, con todos mis respetos… Usted sabe que ésta es mi primera misión para el Círculo Octogonus y no sé si estaré preparado cuando Dios señale con el dedo mi misión —confesó Mahoney.
—Me sorprenden estos temores. Podría creerlos del padre Ter Braak o del padre Alvarado, pero jamás lo habría pensado de usted. Su tío, Joñas Mahoney, lo recomendó para este servicio a Dios cuando servía en Radio Vaticano. Tal vez sus miedos sean fruto de su convencimiento de servir a Dios y al Santo Padre en una misión que pocos podrían llevar a cabo —dijo Lienart para tranquilizar a Mahoney—. Usted es un elegido, un escogido por Dios para ejecutar sus designios. El Círculo Octogonus es tan sólo una herramienta del Altísimo. Usted, padre Mahoney, es el brazo de la justicia divina y, como tal, estoy seguro de que su mano no temblará a la hora de llevar a cabo su misión. Confío plenamente en usted, lo mismo que el Santo Padre. Créame.
—¿Es cierto, eminencia, que su familia ha estado unida al Círculo desde 1630? —inquirió el sacerdote.
—Sí, así es. E incluso antes. Mi familia lideró el Círculo Octogonus como guardián de la fe desde el siglo XVII por orden del papa Pablo V y todavía hoy, tres siglos después, continúa sirviendo humildemente al Sumo Pontífice y a la Iglesia católica. En el siglo XVII, el Círculo se ocupó de enviar a los brazos de Dios nuestro Señor a varios científicos que realizaban prácticas heréticas, de magia negra y blasfemas: a los hermanos Argenti en Siena en 1630, al padre Herwart von Hohenburg en Baviera en 1638, al padre Nicolás Caussin en Italia en 1651 y a sir Thomas Brown, antepasado mío, en Inglaterra en 1675. Todos intentaban descifrar un libro de magia negra y alquimia cuyo texto, dicen, lo había escrito el diablo. Los guardianes del Círculo Octogonus impidieron que nadie pudiese dar a conocer sus secretos y ahora, usted, como heredero de esa tradición, se ocupará de que así siga siendo —sentenció Lienart.
—La verdad es que no sé si estaré preparado cuando llegue ese momento —se lamentó Mahoney con cara de preocupación.
—Lo estará, padre. Seguro que lo estará —lo tranquilizó el jefe de la Entidad mientras le rodeaba los hombros con el brazo y caminaban despacio hacia la residencia para reunirse con el resto.
* * *
Roma. Italia
Tras una semana viajando por diversas ciudades europeas por encargo del profesor Avner, Jack Brown continuaba desentrañando paso a paso la historia del Manuscrito Voynich. Su paso por Bruselas y Amsterdam no le había abierto demasiado los ojos, principalmente porque tanto Petrus Rees, el experto belga en codificaciones, como Peter Hazil, el especialista holandés en seguridad de códigos, no le habían dado demasiadas claves o, mejor dicho, sí le habían dado muchas, pero no las había entendido. Tanto Rees como Hazil le habían hablado de claves, sistemas codificados y sustituciones de cifras, sin embargo, tal y como le había sucedido anteriormente con Gordon Rugg y Elizabeth Gwyn, aquellos galimatías matemáticos seguían siendo un absoluto misterio para él.
Ahora se encontraba paseando por la Ciudad Eterna a la espera de poder mantener una reunión con otro amigo de Aaron Avner, el padre Marcelo Giannini, jesuita y uno de los mejores archivistas del mundo. El religioso era el bibliotecario jefe de la Biblioteca y del Archivo de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Según Aaron, conocía importantes claves que estaban relacionadas con la historia del Manuscrito Voynich. El periodista del Boston Globe tenía la esperanza de, por fin, hablar con alguien a quien entendiese.
Había aprovechado la mañana para hacer algo de turismo y para mandar varios telegramas a Aaron a New Haven. La cita con el bibliotecario de la Gregoriana estaba prevista para las cinco de la tarde. Jack miró su reloj y pensó que aún le daba tiempo a comer algo antes de dirigirse hacia la Piazza della Pilotta, el lugar donde se encontraba el despacho de Giannini.
Dos horas y cuatro whiskys después, Brown se encaminó hacia el lugar de su cita desde la céntrica Fontana di Trevi por la Via dei Lucchesi. En la pequeña plaza, casi escondida, se levantaban varios antiguos palacios convertidos ahora en edificios universitarios.
En 1551, san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, estableció en un palacio romano la primera escuela y biblioteca de los padres jesuitas. La nueva institución llevaba el nombre de Colegio Romano. A medida que el número de estudiantes iba en aumento, el colegio se vio obligado a cambiar de sede. En 1584, el papa Gregorio XIII inauguró la nueva sede del Colegio Romano, a la que los jesuitas dieron el nombre de Gregoriana en honor del Sumo Pontífice. En 1773, tras la supresión de la Compañía de Jesús por orden del papa Clemente XIV, el colegio fue puesto bajo la custodia del clero romano hasta 1824, año en el que volvió al control de los jesuitas, diez años después de que la Compañía de Jesús fuera restaurada nuevamente por orden del papa Pío VII.
Al entrar, Brown se cruzó con varios estudiantes, muchos de ellos con sotana.
—Que no le parezca extraño —dijo una voz. Brown se giró para ver el rostro de la persona que se dirigía a él—. Soy el padre Marcelo Giannini. Esta universidad es una de las mejores del mundo en Derecho Canónico y estos jóvenes serán los futuros jueces de la Rota —explicó el jesuita.
—¿Cómo conoció a Aaron? —preguntó Brown a Giannini mientras ascendían por una amplia escalera que conducía hasta la biblioteca y el archivo.
—En realidad, nunca nos hemos visto, sólo nos conocemos por carta y por compartir información sobre el Manuscrito Voynich. Él tiene el libro, y yo, las cartas de Athanasius Kircher.
—¿Quién era ese tal Kircher? —volvió a preguntar el periodista.
—Según los estudios del profesor Avner, Athanasius Kircher fue el octavo propietario del libro —respondió el archivista—. Pero vayamos a mi despacho, estaremos más cómodos.
Antes de entrar, el padre Giannini pidió a uno de sus scriptores que fuese a buscar el volumen XII del catálogo kircheriano.
—Por favor, tráigame el volumen número APUG-557 —dijo el archivista.
—¿Podría explicarme mejor quién es ese tal Kircher o qué relación tuvo con el Manuscrito Voynich? —pidió Brown.
—Athanasius Kircher, como le acabo de comentar, fue el octavo propietario del libro de Avner. Nació en Geisa, Alemania, en mayo de 1601. Su padre, Johannes Kircher, un famoso filósofo de su tiempo, consiguió que sus seis hijos siguiesen carreras religiosas. Athanasius eligió la Compañía de Jesús y tomó los votos en 1628. Con tan sólo diecisiete años, hablaba a la perfección latín, alemán, griego y hebreo. Con semejante potencial, fue enviado a un colegio jesuita, donde se formó en diversas materias, como matemáticas, ciencias, astronomía, botánica y cuestiones de este estilo. A los veintidós años era ya profesor en la Universidad de Coblenza y a los veintisiete, doctor en Teología. Kircher era un genio —relató Giannini.
—¿Cómo de genio? —preguntó el periodista.
—Un verdadero genio. En pleno siglo XVII diseñó y construyó un geomagnetógrafo para medir el campo magnético de la Tierra y una importante serie de relojes de sol. A los treinta años era un experto en lenguas orientales. Tradujo del árabe al latín el famoso libro de alquimia La tabla esmeralda. En 1635 vino a Roma y se quedó aquí hasta su muerte.
—¿Cuál fue su relación con el Manuscrito Voynich?
—El padre Athanasius Kircher se convirtió en uno de los más grandes expertos en egiptología y en traducción de jeroglíficos. En 1646, misteriosamente, abandonó la enseñanza y se encerró en sí mismo. Desde ese momento escribió una obra cada cuatro años sobre diversos temas científicos. Recibía cartas de todo el mundo: de reyes y emperadores, de papas y cardenales, de lingüistas y científicos. Un buen día decidió donar toda su colección de aparatos y objetos científicos y su correspondencia al Colegio Romano. Durante todo el tiempo que Kircher vivió en Roma, su casa era un lugar obligado de paso para los poderosos que pasaban por esta ciudad. Murió misteriosamente en 1680 —contó el padre Giannini.
Mientras tomaban una taza de café y una copa de limoncello, alguien golpeó con los nudillos la puerta del archivista jefe de la Gregoriana. Era el ayudante del padre Marcelo Giannini. Entre sus brazos traía un gran volumen entelado en seda roja. En el lomo, una etiqueta de cuero azul, con letras de oro, indicaba: Volumen XII - Número APUG-557. El padre Giannini depositó el grueso libro sobre un atril y lo abrió con verdadero mimo.
—Éste es el volumen XII de la colección de cartas que Athanasius Kircher reunió durante toda su vida. La colección, que se conoce como Carteggio Kircheriano, agrupa en total más de dos millares de cartas escritas por setecientas cincuenta personalidades de su tiempo. Toda la correspondencia ha sido clasificada y se ha reunido en catorce volúmenes como éste —dijo el jesuita mientras daba un gran sorbo a su copa de Limón—. Quiero enseñarle este tomo en especial porque aquí están las cartas que Johannes Marcus Marci de Cronland envió a Athanasius Kirche. Aquí están treinta y cinco cartas de las treinta y seis que Marci de Cronland escribió al padre Kircher. La número treinta y seis está en poder de la Biblioteca Beinecke y se encuentra catalogada junto al Manuscrito Voynich.
—Pero esa carta no tiene nada que ver con el misterio del libro… —repuso Brown.
—¿Le ha dicho eso Aaron? —pregunto Giannini.
—Sí. Me dijo que la carta Marci no guardaba en realidad ninguna relación con el carácter misterioso del libro.
—Pues le ha mentido. La carta en cuestión es muy importante. En esa misiva, Johannes Marcus Marci de Cronland le dijo a Kircher que el anterior propietario del códice, el sexto, un tal Jacopus Horcicky de Tepenec, que heredó el libro directamente del emperador Rodolfo II, le había pedido que le enviase el códice para que él, Kircher, intentase descifrarlo. En esa carta, Marci de Cronland menciona que Athanasius Kircher ha realizado grandes avances en el desciframiento del libro. La carta está fechada el 27 de abril de 1639 —explicó Giannini a Brown. Jack se sentía cada vez más molesto por el hecho de haber tenido que conocer la noticia de la importancia de la carta Marci en Roma. Por segunda vez durante el viaje se dio cuenta de que el profesor Avner no le había contado todo lo que sabía acerca del códice e ignoraba los motivos de tal decisión.
—¿Qué relación tenía el tal Tepenec con Kircher para querer enviarle el libro?
—Ambos eran jesuitas. Parece ser que no queda muy claro si Jacopus Horcicky de Tepenec robó el códice o si realmente se lo regaló Rodolfo II. Lo cierto es que Tepenec era el director de los Jardines Botánicos de Praga y, en 1619, teniendo una vida acomodada, huyó misteriosamente de la ciudad con el libro. Sin ninguna explicación, dejó atrás una ciudad y a un emperador que lo protegían y colmaban de favores.
—Tal vez Tepenec descifró parte del códice y le dio miedo conocer su contenido —afirmó el periodista.
—No lo creo, ¿por qué iba a querer enviarle el libro a Athanasius Kircher si no era para que lo descifrara? Tal vez, y digo sólo tal vez, Tepenec intuyó lo que el libro podía significar en un amplio sentido de la palabra. Quizá descubrió que aquel peligroso libro podía cambiar el curso de la historia de la religión y afectar a alguien poderoso. ¿Quién sabe lo que pensaba un erudito de principios del siglo XVII? —se preguntó el religioso.
—¿Cree que Kircher consiguió descifrar algo del Manuscrito Voynich? —preguntó Jack al padre Giannini.
—Puede ser. Hay varias cartas que indican que Athanasius Kircher mantuvo correspondencia con diversos expertos en códigos y claves del siglo XVII que murieron asesinados en extrañas circunstancias y esto podría ser una explicación a los miedos de Tepenec. Todos se carteaban frecuentemente con Kircher. Por ejemplo, los hermanos Matteo y Marcello Argenti fueron asesinados en su casa de Siena en 1630. Ambos eran expertos en claves y en ruptura de códigos y consiguieron descifrar parte del códice. Tenemos una carta que Matteo Argenti dirigió a Kircher en la que le resume que él y su hermano han descubierto un texto en el libro que podría poner en peligro sus vidas y tal vez llevarlos a la hoguera de la Inquisición.
Matteo se muestra verdaderamente asustado y así se lo confirma a Athanasius Kircher. En una línea de la carta, que está recopilada en el Volumen IX - Número APUG-557, Argenti le cuenta que lo descubierto podría ser una especie de libro religioso de una extraña secta hereje de los siglos IX o X, y que teme por su vida y la de su hermano Marcello. Lo cierto es que ambos fueron asesinados y el material de sus investigaciones desapareció.
—¿Hubo más muertes violentas de personas relacionadas con Athanasius Kircher y el Manuscrito Voynich? —preguntó Brown.
—Sí. Se sabe con certeza que hubo otras tres muertes más. El padre Herwart von Hohenburg fue asesinado en 1638; el padre Nicolás Caussin, en 1651, y sir Thomas Brown, en 1675, cinco años antes de la muerte de Athanasius Kircher, quien mantuvo correspondencia con todos ellos y cuyas cartas están aquí archivadas.
—¿Podría ver esas cartas? —pidió Brown.
—Claro, no se preocupe. Le pediré a uno de mis ayudantes que lo ayude a localizar las cartas en los diferentes volúmenes del Carteggio Kircheriano —dijo el padre Giannini—. Cuando termine, vuelva a mi despacho.
Minutos después, Jack Brown se sentaba en la amplia y centenaria sala de lectura de la Pontificia Universidad Gregoriana a la espera de que el ayudante del padre Marcelo Giannini le llevase a la lustrosa mesa los diferentes volúmenes de cartas de Athanasius Kircher. A medida que el ayudante iba depositando los pesados libros ante él, Brown buscaba las referencias a los tres nombres uno por uno. El padre Herwart von Hohenburg era el autor del Thesaurus, uno de los mejores diccionarios recopilatorios sobre los jeroglíficos egipcios. Lo había escrito en 1628.
Jesuita como Kircher, Von Hohenburg había trabajado precisamente por indicación suya en el descifrado de un misterioso libro.
Usando el mismo sistema de símbolos que el que había utilizado para descifrar los textos egipcios, el jesuita consiguió desvelar algunos datos importantes sobre una extraña secta llamada katharos, palabra griega que significa los puros, en diferentes páginas de un códice cuyo texto era incomprensible. El padre Herwart von Hohenburg fue asesinado en 1638, parece ser que lo estrangularon y le clavaron las manos y los pies al suelo. Su relación con el Manuscrito Voynich se conoce tan sólo por la correspondencia que mantuvo con Athanasius Kircher y que el asesino no descubrió.
El segundo en la lista era el padre Nicolás Caussin, asesinado trece años después que Von Hohenburg. Era también jesuita y escribió la obra Hieroglyphica sive de sacris aegyptiorum aliarumque gentium literis commentarii. Por las tres cartas que envió a Athanasius Kircher se sabe que dedicó una buena parte de su tiempo a intentar descifrar el libro que se hallaba en poder de Kircher. El experto en jeroglíficos egipcios se centró en las páginas que contenían imágenes de plantas y constelaciones del Manuscrito Voynich. La técnica que empleó Caussin fue la que describió el historiador griego Diodoro de Sicilia, el cual viajó a Egipto cuando aún se utilizaban los jeroglíficos. Diodoro dejó escrito que los egipcios dibujaban objetos como símbolos metafóricos. Por ejemplo, un halcón indicaba un hecho que sucedía rápidamente, un cocodrilo representaba el mal, y así hasta cientos de símbolos.
El padre Caussin aplicó la teoría egipcia de sustituir la idea que se quiere expresar por un símbolo concreto. Según parece, consiguió descifrar seis páginas del Manuscrito Voynich con bastante claridad y le informó a Kircher de ello en una carta que en la actualidad se halla recopilada en el volumen XI del Carteggio Kircheriano. Una tarde de 1641, Nicolás Caussin fue encontrado muerto muy cerca del monasterio de San Pietro, en la localidad italiana de Itala.
El cadáver del jesuita estaba despeñado en una montaña cercana. El religioso, un experto montañero, solía llevar atada siempre alrededor del cuerpo una gruesa soga para poder escalar. Lo que más sorprendió a su superior cuando encontraron su cadáver es que la soga no apareció por ningún sitio. Sin duda, el padre Caussin fue asesinado por haber descubierto algo en el Manuscrito Voynich.
Jack Brown revisó sus notas. Bí tercer nombre de la lista era precisamente su antepasado: sir Thomas Brown. Al parecer, había mantenido una estrecha amistad con Arthur Dee, el hijo de John Dee, el segundo propietario del Manuscrito Voynich.
En 1675 envió una carta a Athanasius Kircher en la que le aseguraba que Arthur Dee le había revelado treinta años antes, es decir, en 1645, la existencia de un misterioso libro que sólo contenía jeroglíficos y que bien podría tratarse de una obra religiosa sobre una extraña secta de los siglos VIII o IX. Thomas Brown afirmaba también que él personalmente había visto una pequeña libreta en la que se explicaba cómo leer el libro. El cuaderno que citaba Brown en su carta a Kircher podía hacer referencia a una especie de libro de claves que había escrito Roger Bacon, supuesto autor del libro, para descifrar el códice, pero no se sabía con certeza.
En el mes de julio de 1675, sir Thomas Brown apareció colgado de una viga en el granero de su granja, en el condado de Essex. Lo más curioso de todo es que a su alrededor no se encontró ningún objeto desde el cual él se hubiese podido subir para después ahorcarse. Sin duda alguna, alguien lo ayudó a suicidarse.
Tan sólo en el caso de la muerte del antepasado del periodista se citaba la presencia de un misterioso octógono: estaba grabado en una de las vigas de madera cercanas al lugar donde apareció el cuerpo sin vida de sir Thomas. En los casos de los jesuitas Herwart von Hohenburg y Nicolás Caussin, nunca se descubrió si el misterioso grupo de asesinos del octógono tuvo algo que ver con sus muertes, pero Jack estaba seguro de que así era.
Cuando terminó de leer las cartas de los tres personajes, la noche había caído ya sobre Roma. Decenas de páginas de su cuaderno aparecían llenas de datos y fechas que tenía que ordenar. Esa misma noche llamaría a Aaron a New Haven y le contaría lo que había descubierto. Al día siguiente tenía previsto reunirse con Roberto Lendini, un experto lingüista, profesor de la Universidad de Roma, el cual, a petición del padre Marcelo Giannini, había estado estudiando algunas de las páginas que el profesor Avner había enviado desde Connecticut.
—Llamaré a Roberto para explicarle quién es usted y lo que desea —señaló el padre Giannini—. Es una persona muy desconfiada. Por eso es mejor que yo hable antes con él.
—Esperaré entonces a que usted hable con el señor Lendini y después concertaré una entrevista con él —dijo Brown estrechando la mano del padre Giannini para despedirse.
—Salude de mi parte a Aaron y dígale que espero verlo pronto en Roma —dijo el archivista mientras el periodista descendía ya a paso ligero las escaleras de piedra de la biblioteca gregoriana y salía del centenario edificio.
Jack Brown respiró profundamente el aire frío que corría por las estrechas calles romanas. Deseaba llegar cuanto antes al hotel para llamar por teléfono a Aaron y pedirle explicaciones por no haberle contado nada de la carta que Johannes Marcus Marci de Cronland había escrito y que se encontraba anexa al Manuscrito Voynich en la Biblioteca Beinecke. Era la segunda vez que Brown descubría que Avner le había ocultado información.
Cuando más tarde llamó al bibliotecario y Brown le echó en cara su desconfianza hacia él, Avner intentó disculparse.
—Querido Jack, cuanto menos conozcas, tu vida correrá menos peligro —le dijo Aaron.
—Profesor, ya estoy metido en esto hasta el fondo. Así que, si voy a morir en un accidente o a aparecer suicidado en una oscura habitación de un hotel europeo, me gustaría, al menos, conocer todas las piezas del puzle que conforman el Manuscrito Voynich. Estoy en mi derecho y creo que me lo he ganado —replicó el periodista. Se alzó un silencio sepulcral que duró apenas unos segundos.
—De acuerdo, Jack, tú ganas. En cuanto termines tu misión en Europa y regreses a New Haven, te contaré absolutamente todo —dijo Aaron.
—¿Y me presentará a esos amigos suyos, a Carlton Sherman de la NSA y a Joñas Finch de la NASA?
—Mejor que eso —afirmó el profesor—. Te los presentaré y ellos mismos nos contarán lo que han descubierto.
Tras explicar al profesor la entrevista que tendría al día siguiente con el tal Lendini y su relación con el padre Marcelo Giannini y el Manuscrito Voynich, Jack Brown colgó el teléfono y apagó la luz.
* * *
Villa Mondragone. Italia
El sonido del teléfono despertó a la señora Müller. La criada miró el reloj y descolgó el aparato.
—Buenas noches. Deseo hablar con monseñor Przydatek. Es muy importante —dijo la persona que llamaba.
—Es muy tarde y no puedo despertar a monseñor —se disculpó la señora Müller para intentar regresar cuanto antes a la cama.
—Es muy importante que hable con monseñor Przydatek. Dígale que es un mensaje de Faetonte —volvió a insistir la voz.
Tras despertar a monseñor Przydatek, éste le pidió a la señora Müller que le pasase la comunicación a su despacho. Un largo timbre anunció al religioso la entrada de la llamada.
—Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo la voz del desconocido.
—Sil ta nec silto, silencio por silencio —respondió Przydatek.
—El códice sigue despierto y diversos enemigos de la fe intentan revelar su contenido… —dijo el desconocido.
—Bien, lo escucho —dijo el secretario del cardenal Lienart mientras tomaba notas en un folio con el escudo del dragón alado impreso.
—El primero es un hombre llamado Gordon Rugg y lo encontrarán en la Universidad de Keele, en Inglaterra; la segunda es una mujer llamada Elizabeth Gwyn y la encontrarán en una granja en la ciudad de Drogheda, en Irlanda; el tercero es un hombre llamado Petrus Rees y lo encontrarán en Bruselas, Bélgica; y el cuarto es un hombre indecente, un homosexual llamado Peter Hazil, y lo encontrarán en Ámsterdam, en Holanda —explicó Faetonte antes de colgar.
Al día siguiente, nada más amanecer, el cardenal August Lienart, que ya había sido informado por su secretario de la llamada que había recibido de madrugada, ordenó que se presentasen ante él, en la Sala Rosa, los padres Ter Braak, Lamar, Alvarado y Mahoney.
Tras un breve discurso, el cardenal Lienart entregó un sobre cerrado a cada uno de los cuatro sacerdotes miembros del Círculo Octogonus. Cada sobre contenía un papel en el que estaban escritos un nombre, una ciudad y un país, y también guardaba dentro un octógono de tela, con la palabra Jesucristo escrita en cada lado y en el centro una frase en latín:
Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios.
El Círculo Octogonus había seleccionado cuatro objetivos. Cuatro objetivos que debían morir. Esa misma tarde, cuatro hombres abandonaban Villa Mondragone y se dirigían hacia su destino.