Ciudad del Vaticano
Lienart permanecía de pie ante el espejo, en silencio, mientras se dejaba hacer por el hábil Rainiero Falcinelli. El sastre manejaba con rapidez los alfileres, que sujetaba entre los labios. Su sastrería, en el número 40 de la calle Borgo Pio, a muy pocos metros de la plaza de San Pedro, llevaba vistiendo a papas, cardenales y obispos desde hacía más de medio siglo. A Falcinelli, la tercera generación de sastres, le gustaba atender personalmente al cardenal August Lienart, quien lo definía como el Christian Dior de la Santa Madre Iglesia, y puede que estuviese en lo cierto. Aquel mote le gustaba. Alimentaba el ego del sastre y, con ello, reducía la posible factura.
Allí, entre telas de terciopelo, seda púrpura, algodón y lana, un alto miembro de la curia podía enterarse de los últimos cotilleos que circulaban por los corredores del Palacio Apostólico. La sastrería Falcinelli era para los altos miembros de la curia como una peluquería de barrio para las mujeres de un patio de vecinos. Monseñores, eminencias y funcionarios de la Secretaría de Estado soltaban las lenguas con el fin de darse importancia ante el sastre. Desde hacía años, aquel comercio era una verdadera fuente de información tanto para la Entidad como para el Sodalitium Pianum, el contraespionaje papal.
—Eminencia, ahora no se mueva —le pidió el sastre mientras intentaba medir el bajo del hábito.
—¡Ah, fiel Falcinelli! ¡Sus hábitos son los mejores de Roma, pero también los más caros! —exclamó Lienart quejándose.
—Eminencia, mi casa sigue cobrándole lo mismo que cuando usted llegó a la Santa Sede.
—Sí, pero antes no era príncipe de la Iglesia, sino un sencillo obispo que llegó a esta ciudad desde Francia para servir en el Consejo de la Curia Romana —objetó Lienart mientras el sastre seguía luchando con el bajo del nuevo hábito del jefe del espionaje vaticano.
—¿Cuántos hábitos va a necesitar, eminencia? —preguntó Falcinelli.
—Veamos… Necesitaré tres fajines, dos hábitos purpurados, uno para diario y otro para ceremonia. También me llevaré cuatro pares de calcetines rojos y dos solideos, y quiero además una orla roja… y acuérdese de la esclavina negra —dijo Lienart.
—Déjeme calcular, le haré la cuenta —dijo el sastre mientras hacía operaciones en una calculadora—. Cada hábito le costará unos siete millones y medio de liras, el precio más bajo que puedo ofrecerle.
—¡Cada vez son más caros! Debería hacerme un descuento —alegó el cardenal protestando.
—Eminencia, en Falcinelli le cobramos el hábito de ceremonia, incluidos los calcetines rojos, la sotana, el fajín de lana fría de color rojo, los treinta y tres botones forrados de seda roja, la manteleta y la muceta rojas y el solideo, al mismo precio que el hábito de diario —replicó molesto el sastre.
—¿Y en el precio están incluidos el solideo y la mitra?
—El solideo es un regalo de nuestra casa a su eminencia. Respecto a la mitra… no puedo incluirla, dado que la hacen en Florencia para nosotros —señaló Falcinelli.
—De acuerdo. Trato hecho. Mi secretario, monseñor Przydatek, se pondrá en contacto con usted para arreglar el pago —dijo Lienart—. Y ahora que hemos arreglado la cuestión de los negocios, dígame qué se comenta en la Santa Sede.
—El otro día vino un cardenal a probarse un hábito negro, lo acompañaban dos sacerdotes, uno de ellos era obispo, y comentaron que la salud del Santo Padre cada vez es más delicada —contó el sastre.
—Eso lo sabe todo el Vaticano. Yo le pregunto por los comentarios de pasillo —reclamó August Lienart.
—Según parece, Metz no está dispuesto a ceder poder una vez que fallezca el Papa. Hablaban sobre la necesidad de intentar crear un grupo de presión italiano en el próximo cónclave para evitar que algún cardenal que no sea italiano pudiera ser elegido Sumo Pontífice con la ayuda del Espíritu Santo. Pero, como usted bien sabe, sólo son comentarios sin malas intenciones —dijo Falcinelli al jefe de la Entidad.
—Esos comentarios sin malas intenciones son los que marcan la política del Vaticano, y no los grandes tratados que se discuten en complicadas mesas de negociaciones —dejó caer Lienart mientras volvía a vestirse—. Llame a mi secretario cuando esté todo preparado. Pero, dese prisa, no creo que el Sumo Pontífice aguante mucho más. Puede que dentro de unas semanas tenga que convocarse un nuevo cónclave y necesitaré los hábitos.
Tras besarle el anillo, el sastre y sus ayudantes acompañaron a tan ilustre cliente hasta la salida. Robert ya esperaba con la puerta del Mercedes abierta. Dos policías de tráfico se acercaron al cardenal para presentarle sus respetos. Lienart devolvió el saludo y entró en el vehículo, donde ya lo aguardaba su secretario, monseñor Vaclav Przydatek. Antes de empezar a hablar, Lienart presionó un botón negro y levantó la mampara de cristal que insonorizaba la parte trasera del vehículo de la zona del chófer.
—¿Cómo ha ido su misión? —preguntó.
—Bien, eminencia. He cumplido sus órdenes de forma estricta. Los miembros del círculo han recibido los ocho sobres que me entregó. Ahora sólo queda esperar —respondió Przydatek.
—Dentro de siete días debe convocarse al círculo en Villa Mondragone. No podemos esperar más. Debemos establecer nuestros objetivos antes de que suceda lo inevitable —dijo lacónicamente el jefe del espionaje vaticano.
—¿Se refiere al despertar del Manuscrito Voynich?
—Me refiero al fallecimiento del Sumo Pontífice. Cuando esto suceda, mi labor será muy importante, tendré que proteger al camarlengo y organizar todo para el cónclave. Si esto ocurre antes de que se reúna el Círculo, la situación será ciertamente delicada para mí y, por consiguiente, para usted, amigo Przydatek —advirtió Lienart.
—Nada ni nadie interferirá en los designios de Dios, eminencia —respondió el secretario.
—Espero que así sea, fiel Przydatek. Espero que así sea —sentenció el cardenal August Lienart mientras el vehículo comenzaba a aminorar la marcha ante la proximidad del control de la Guardia Suiza en la puerta de Santa Ana.
* * *
Universidad de Keele. Staffordshire. Inglaterra
La Universidad de Keele fue la primera que se fundó en Gran Bretaña en el siglo XX y se le concedió su estatus universitario en 1962. El campus, el más grande del país, ocupaba más de doscientas cincuenta hectáreas de tierras fértiles y verdes declaradas patrimonio británico. En una de las grandes aulas situadas en el edificio principal, del siglo XIX, impartía clases el profesor Gordon Rugg, uno de los mejores científicos informáticos del mundo y amigo desde hacía tres décadas de Aaron Avner.
La llamada que había recibido de su amigo a altas horas de la noche había intrigado en extremo al bibliotecario y por eso había decidido enviar a Jack Brown al corazón de Inglaterra para hablar personalmente con Rugg y que éste le explicara lo que había descubierto. Semanas después, el periodista del Boston Globe se encontraba maldiciendo en un cruce de carreteras mientras conducía un Ford Escort blanco alquilado en el aeropuerto de Gatwick y se peleaba con los pliegues de un gran mapa de la región.
—¡Estos jodidos ingleses y sus mapas de carreteras! Hacen los mapas y los periódicos lo más grande posible para evitar que podamos leerlos. No me extraña que Hitler no quisiese conquistar Inglaterra con este complicado sistema de carreteras. La Wehrmacht habría tenido que preguntar cómo se va a Londres si hubiese querido hacer prisionero a Churchill —refunfuñó Brown.
Por fin, al doblar una estrecha carretera secundaria, divisó el letrero del Stop Inn Newcastle-under-Lyme, un hotel pequeño y confortable situado a muy pocos kilómetros de la Universidad de Keele. Al entrar, Brown se encontró con una recepción que imitaba la entrada de un castillo. El periodista se registró, dejó la maleta en la habitación y bajó a la recepción. Tras pedir un whisky, se dirigió a un hombre con gorra que estaba fumando una pipa apagada y que parecía ser el dueño del hotel.
—¿Podría decirme cómo puedo llegar a la Universidad de Keele?
—Sí, por supuesto. Debe salir nuevamente en dirección a Newcastle-under-Lyme. Al salir de la ciudad, verá un indicador, tiene que girar a la derecha para ir a la universidad. Siga después las indicaciones y llegará sin problema —contestó el hombre de la recepción. Antes de darle la espalda, Brown se dirigió de nuevo hacia él.
—¿Qué se puede hacer aquí durante el día?
—Bueno, Newcastle-under-Lyme es una ciudad muy animada. Hay un pub, El Búho Azul, allí se puede jugar a los dardos.
Y también se pueden visitar las fábricas de porcelana de Wedgwood y Royal Doulton.
—Caray, qué divertido. Me lo pensaré —dijo Brown algo sarcástico mientras caminaba en dirección al coche por el camino de gravilla.
Media hora después, tras recorrer varios kilómetros más, Brown traspasó las grandes rejas forjadas que daban acceso a la universidad. Un guardia con el escudo del campus indicó al recién llegado cómo llegar hasta Keele Hall. De pie en la escalera del edificio estaba Gordon Rugg esperándolo.
—Me ha llamado el guardia de la entrada para decirme que ya venía hacia aquí. Me alegro de verlo. Aaron me ha hablado muy bien de usted. Vayamos a mi despacho, allí podremos hablar tranquilamente —dijo el científico mientras cogía del brazo a Brown y se dirigían hacia allí por los largos pasillos del edificio.
—¿El profesor Avner le ha hablado muy bien de mí? —preguntó el periodista.
—Oh, sí, pero no se sorprenda. Aaron no habla jamás ni bien ni mal de nadie por el sencillo motivo de que cree que él es el único ser vivo inteligente en el gran planeta de la Beinecke —respondió Rugg sonriendo—, pero me ha hablado muy bien de usted, y eso ya es algo.
Una puerta de madera lustrada, con una placa de bronce en la que se leía Profesor Gordon Rugg, daba acceso al refugio del experto en informática. Se sentaron a una gran mesa, cubierta de papeles como la del profesor Avner, y Rugg cogió una carpeta. Brown observó que dentro había unas páginas escaneadas del Manuscrito Voynich.
—Usted sabe que Aaron me envió hace aproximadamente un mes varias páginas escaneadas del extraño texto de un viejo códice —explicó Rugg—. Pues bien, las he analizado con varios programas informáticos y secuencias de claves y creo que he podido desentrañar algo de lo que dice el texto. —El periodista del Boston Globe se acomodó en un sofá negro y sacó una libreta de notas—. Por favor, no escriba nada hasta que no haya acabado de relatarle lo que he descubierto —le pidió Rugg—. Lo que le voy a contar es muy importante, atañe al conocimiento que se tiene hasta ahora de las religiones y puede incluso resultar peligroso.
Rugg interrumpió su relato para ofrecer un café a Brown.
—Prefiero un whisky —dijo el periodista.
El profesor se lo sirvió y continuó con su explicación.
—Espero que entienda lo que he hecho o, al menos, lo que he intentado hacer. Analicé nueve de las quince páginas sueltas que me envió Aaron. Al principio pensé que la labor sería ardua, en primer lugar porque no conocía la codificación original del libro ni el idioma en que se había codificado. En segundo lugar, porque no sabía de qué trataba el códice. Aaron nunca me lo ha querido explicar, y cuando lo descubrí, me di cuenta de que mi amigo deseaba mantenerme alejado de cualquier posible peligro. Utilicé un programa informático basado en las llamadas claves de san Ambrosio. Este santo consiguió crear mil quinientos pentámetros y casi dos mil hexámetros a partir del simple saludo en latín de Ave María, gratia plena, Dominus tecum…
—Disculpe, profesor Rugg, pero ya me he perdido —dijo Brown.
—Veamos cómo puedo explicárselo —terció Rugg—. Los códigos cifrados están basados en simples juegos de letras y cifras, en anagramas. La cuestión es saber cuál es la secuencia de letras y cifras que empleó el encriptador para codificar el Manuscrito Voynich. También es fundamental saber qué idioma utilizó el autor del libro para codificar el texto. Por ejemplo, si tomamos la frase que le he dicho antes, Ave María, gratia plena, Dominus tecum, vemos que está formada por treinta y una letras y, aun así, se pueden colocar de millones de maneras. Exactamente como si se escribiera el número cincuenta con treinta ceros más.
—¿Cuánto tiempo se tardaría entonces en descifrar todo el mensaje? —preguntó Brown, incrédulo, mientras lanzaba un pequeño silbido.
—Si esta frase hubiese sido el mensaje origen de la codificación y una persona a una velocidad de comprobación de un orden por segundo trabajara al mismo tiempo con todos los habitantes del planeta, se tardaría poco más de mil veces la vida del Universo en comprobar todas las posibles variaciones de las letras de esta frase. Y estamos hablando de tan sólo una frase formada por treinta y una letras —explicó Rugg—. Así que lo que he hecho ha sido utilizar la informática y los ordenadores para intentar descifrar no un mensaje cifrado por un genio del siglo XIII, como era el caso de Roger Bacon, sino el producto de un erudito del siglo en el que vivimos.
—Perdóneme que lo interrumpa, pero sigo sin entender absolutamente nada —intervino Jack Brown.
—Veamos cómo se lo explico… Imagínese que quiero darle una orden militar, y ésta es: Atacar a las doce el castillo. Para cifrarlo designamos un número a cada palabra. Por ejemplo, el 12 a atacar; el 9 a a; el 30 a las; el 45 a doce y el 77 a castillo. Usted recibirá un mensaje que dirá: 12-9-30-45-77. Para poder descifrarlo, necesita la clave y el código y entonces sabrá que esos números indican que debe atacar a las doce el castillo. Pues bien, yo he utilizado un sistema parecido para descifrar parte de los textos que aparecen en nueve de las quince páginas que tengo del códice y que me envió Aaron. La cuestión sería que deberíamos reunimos todos los expertos a los que Aaron ha enviado diferentes páginas y las hemos descifrado para saber qué dice el misterioso libro —dijo Gordon Rugg.
—¿Pero qué decían las páginas que ha conseguido descifrar? —preguntó Brown con interés.
—Pues, sencillamente, por lo que he conseguido leer, se trata de un texto religioso muy importante y, dado el complejo sistema de codificación que utilizó el autor, o tal vez los autores, está claro que él o ellos no deseaban que nadie supiese qué decía el libro o qué mensaje guardaba. Está claro que lo que el autor pretendía lo consiguió, ya que ocho siglos después seguimos sin saber qué dice el libro —alegó Rugg.
—¿Puedo llamarlo por teléfono si tengo alguna pregunta, profesor Rugg?
—Claro, por supuesto, no deje de hacerlo. Salude de mi parte a Aaron y dígale que le agradezco que me haya distraído de mis monótonas clases a jovencitos imberbes que creen saber más que uno —dijo el profesor Rugg despidiéndose.
Mientras conducía hacia su hotel, Brown iba repitiendo mentalmente una y otra vez las palabras que le acababa de decir Rugg: Se trata de un texto religioso muy importante y, dado el complejo sistema de codificación que utilizó el autor, o tal vez los autores, está claro que él o ellos no deseaban que nadie supiese qué decía el libro o qué mensaje guardaba.
En cuanto llegó al hotel llamó por teléfono al profesor Avner y le contó la conversación que había mantenido con Gordon Rugg casi palabra por palabra. Después le comentó que tenía pensado viajar a Irlanda al día siguiente para visitar a Elizabeth Gwyn, una de las más grandes expertas en cifrado y descodificado de claves, amiga del bibliotecario, que vivía retirada junto a sus recuerdos en una granja en las cercanías de Dublín.
—Ahora necesito dormir, profesor —dijo el periodista para despedirse.
—No olvides llamarme mañana por la noche cuando vuelvas de ver a Elizabeth —dijo Aaron al otro lado del teléfono—. Buenas noches, Jack, cuídate mucho. Estoy seguro de que hay mucha gente que no desea que sigamos escarbando en este libro.
—Buenas noches, y no se preocupe, profesor. Pienso cuidarme, sobre todo ahora, que usted paga la bebida —dijo Brown para intentar relajar la conversación y tranquilizar al anciano bibliotecario. Tras colgar el aparato, apagó la luz e intentó dormirse.
* * *
Dublín. Irlanda
A Brown se le hizo largo el trayecto desde el aeropuerto británico de Gatwick al pequeño aeródromo de la capital irlandesa.
Durante el viaje había estado leyendo el periódico, que se hacía eco de las alarmantes noticias procedentes del Vaticano sobre la salud del Sumo Pontífice. Aunque él no era practicante, su familia, como buenos ciudadanos católicos bostonianos, estaba expectante ante las noticias sobre la larga enfermedad del Papa, agravada por las dos cajetillas diarias que había fumado en su juventud y los diez cigarrillos a los que había reducido su dosis una vez que le detectaron el cáncer, que le había invadido ya todo el cuerpo. Era sólo cuestión de días que se produjera un dramático desenlace, así lo confirmaba el corresponsal del Irish Times en grandes titulares a tres columnas.
Nada más bajar del avión y recoger su equipaje, Brown salió a la terminal principal y se dirigió a una belleza pelirroja en cuya chaqueta azul ajustada se veía el emblema de la Dublin Airport Authority, la DAA.
—Perdone, ¿podría indicarme dónde hay un teléfono público? —La joven se dio la vuelta y con la mano extendida le señaló el fondo de la terminal—. Estaré en Dublín dos días. Tal vez querría usted cenar conmigo —sugirió Brown.
—Lo siento, pero no puedo —respondió la joven sonriendo mientras señalaba su alianza de oro en el dedo.
—Bueno, tal vez en otra ocasión —dijo el periodista alejándose en dirección a los teléfonos.
Brown sacó de su agenda un trozo de papel, escrito de puño y letra del propio Aaron, en el que aparecía el teléfono de Elizabeth Gwyn. Cuando estaba a punto de colgar pensando que no había nadie, una dulce voz respondió al otro lado de la línea.
—¿Sí? ¿Quién es? —preguntó la mujer.
—¿Señora Elizabeth Gwyn? —preguntó Brown.
—Señorita Gwyn —precisó de forma coqueta.
—Soy Jack Brown, periodista del Boston Globe y amigo del profesor Avner, de la Biblioteca Beinecke de la Universidad de Yale…
—¿Y cómo está ese viejo cascarrabias? —preguntó la mujer.
—Muy bien, aunque creo que sigue igual de cascarrabias —alegó Brown ante la risa que procedía del otro lado de la línea—. Señorita Gwyn, necesitaría hablar con usted cuanto antes.
—Podemos vernos mañana y tomar el té en el Shelbourne. ¿Conoce el hotel Shelbourne? —preguntó la señorita Gwyn.
—No conozco Dublín, pero me imagino que si cojo un taxi, lo encontraré. No se preocupe por mí, no me perderé —respondió el periodista.
—Muy bien, lo espero a las cinco de la tarde frente al parque de St. Stephens Green. Sea puntual. No me gusta la impuntualidad y, por favor, venga con corbata. Buenas tardes, señor Brown.
Tras colgar el teléfono, Jack Brown salió fuera de la terminal y cogió un taxi hacia el centro de la ciudad. Tenía habitación reservada en el hotel 66, muy cerca de la Embajada de Estados Unidos. Durante el resto del día se dedicó a pasear por las tranquilas calles de Dublín y visitar el Trinity College. En una sala oscura y tras un cristal blindado pudo admirar el famoso Libro de Kells, una de las joyas más importantes del arte celta. Tal vez el Manuscrito Voynich alcance la misma importancia que este libro, pensó en silencio Brown. Al salir, se dirigió hacia Nassau Street y entró en Ireland House.
Pensando en las palabras de la señorita Gwyn, el periodista adquirió una corbata con los colores de un clan escocés cuyo nombre ya había olvidado nada más salir de la tienda. Los ancestros de Brown, originarios de Cork, habían dejado tierra irlandesa y emigrado a Boston a finales del siglo XIX. Tras beberse una pinta de Guiness en el Temple Bar, decidió regresar al hotel a descansar.
Al día siguiente por la mañana revisó sus notas e hizo una copia de ellas en un cuaderno que había comprado en una céntrica papelería de la ciudad. Una vez que ordenó todos los datos en el cuaderno nuevo, lo metió en un gran sobre y escribió en él su nombre y el número de un apartado postal de la oficina central de correos de Boston.
Tras un frugal almuerzo en el Davy Byrnes, acompañado de una buena botella de Jameson, el periodista decidió tumbarse en el césped, muy cerca de un grupo de estudiantes que tocaba con una guitarra una balada celta. Al cabo de una hora, Brown, con un poco de dolor de cabeza debido al whisky que acababa de ingerir, decidió ir caminando hacia el Shelbourne.
Miró el reloj: tenía media hora para asearse antes de ver a la señorita Elizabeth Gwyn.
La fachada del hotel Shelbourne era realmente majestuosa. Inaugurado en 1824, se había convertido en uno de los símbolos de la ciudad. En uno de sus salones, un día de 1922, se firmó la Constitución del Estado Libre de Irlanda. Tras lavarse las manos en el baño, situado al otro lado de la recepción, el periodista preguntó a un botones por el salón principal.
Nada más entrar divisó a una mujer de poco más de setenta años con un vestido azul. A su lado, en una butaca roja, había dejado un pequeño bolso, un par de guantes y un sombrero de paño del mismo color que el vestido.
—¿Señorita Gwyn? —preguntó Jack Brown.
—Sí, soy yo. Siéntese, por favor —le pidió Elizabeth Gwyn—. Le recomiendo el té de este hotel. Es magnífico.
—Prefiero que me traiga un martini —dijo Brown al camarero.
Estaba ante una de las más grandes especialistas en ruptura de claves de toda Gran Bretaña, aunque, observándola bien, parecía más una maestra jubilada de pueblo. Aaron Avner le había hablado de su amiga y le había recomendado que se mostrase humilde ante ella y no con la prepotencia habitual con la que solía actuar el periodista del Globe.
—Pondré a prueba mi encanto personal —había dicho Jack Brown.
—No te servirá de nada con Elizabeth, créeme —le había recomendado el profesor Avner.
Elizabeth Gwyn había trabajado en el mítico Bletchley Park, la llamada Estación X, la sede del centro británico de descifradores de claves durante la Segunda Guerra Mundial. En 1938, durante la llamada crisis de Múnich, el almirante Hugh Sinclair, jefe del SIS, el Servicio de Inteligencia Secreto, decidió fundar la Escuela de Códigos y Cifras del Gobierno, conocida por sus siglas, GC & CS. Cientos de expertos lingüistas, analistas y criptógrafos se trasladaron a Bletchley Park con la intención de interceptar las comunicaciones del Reich alemán. Una de esas criptógrafas era Elizabeth Gwyn, la cual, junto a un pequeño grupo angloestadounidense, consiguió romper la clave de Enigma, la máquina de códigos que utilizó el ejército alemán para comunicarse desde 1931 hasta 1945, el año en el que terminó la guerra. La máquina Enigma también la empleaba el alto mando de la Kriegsmarine en sus comunicaciones con los submarinos U-Boot en el Atlántico. Cuando finalizó la guerra, en 1945, a Elizabeth le propusieron incorporarse al GCHQ, el Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno, la agencia británica encargada del espionaje de las comunicaciones. Allí sirvió hasta su jubilación, el 21 de septiembre de 1973, y estuvo al cargo de diversos departamentos de descifradores. Desde aquel día, Elizabeth se puso manos a la obra para ayudar a Aaron Avner a descifrar el Manuscrito Voynich.
—Nos llamaban los rompe códigos. Ya nadie se acuerda de lo que hicimos. Los jóvenes de ahí fuera se olvidan de que nosotros escribimos la historia. Cuando yo tenía la edad de esas jovencitas que están sentadas ahí enfrente —dijo la señorita Gwyn mientras miraba por el gran ventanal del hotel—, estaba metida en una sala a oscuras de Bletchley Park, anotando claves y combinaciones para intentar salvar la vida a muchos de nuestros hombres que navegaban en buques civiles transportando cargas de un lado a otro del Atlántico.
Recuerdo un pequeño cartel junto a mi mesa en el que estaba escrito Zu Tode Gesiegt. ¿Sabe qué significa, señor Brown?
Victoria hasta la muerte. Era el lema de las unidades de submarinos de la marina alemana. Desciframos Enigma y creo que salvamos la vida a muchos de nuestros hombres. Pasé mi juventud sumergida en una sala, descifrando códigos y claves, metida entre letras y números.
—Hicieron ustedes un gran trabajo —repuso Brown.
—Sí, pero al final se olvidan de uno —dijo la señorita Gwyn con cierta añoranza—. Dígame qué lo trae por Irlanda.
—Aaron Avner me pidió que viniera a verla para que me contara lo que descubrió en las páginas que le envió del Manuscrito Voynich.
—Tómese su martini, señor Brown. ¿Le gusta el estofado irlandés? —preguntó la señorita Gwyn.
—Nunca lo he probado —respondió el periodista del Globe.
—Pues venga conmigo, lo invito a cenar a mi casa. Le prepararé un auténtico estofado irlandés de riñones y entrañas y lo acompañaremos con una buena botella de whisky. Después tendremos todo el tiempo del mundo para charlar sobre lo que he descubierto. Me gusta usted, señor Brown, y no siempre tengo la oportunidad de pasar una noche en compañía de un hombre tan guapo. Escuche y aprenderá mucho con lo que le contaré —sentenció la señorita Gwyn.
Minutos después, sentado a bordo de un destartalado Land Rover gris y con la espalda dolorida por la mala amortiguación del vehículo, Jack Brown se dirigía a la casa de la anciana espía jubilada, que conducía a una velocidad endiablada por las calles de Dublín rumbo a Drogheda, la ciudad al norte de la capital en la que se encontraba su granja.
Una hora después, mientras intentaba conciliar el sueño en aquel cacharro, un frenazo en seco lo sobresaltó.
—Hemos llegado, señor Brown —anunció la enérgica anciana mientras se dirigía a paso ligero hacia el interior de la casa, sorteando a varias gallinas en el camino.
Tras desperezarse durante unos segundos y con el aire frío cortándole el rostro, Brown siguió a la mujer. La casa estaba llena de recuerdos y de fotografías descoloridas de un hombre con el uniforme de la RAF. Se quedó un buen rato mirándolas.
—Éste era mi prometido —dijo Elizabeth Gwyn señalando una de las fotos. Se había cambiado de ropa y se había convertido en una perfecta granjera con sus botas de goma y embutida en una chaqueta de tweed—. Cayó el 11 de diciembre de 1940 en el Canal de la Mancha durante la batalla de Inglaterra.
Tras una larga cena a base de estofado irlandés y puré de patatas y regada con unas buenas dosis de whisky la señorita Gwyn se levantó de la mesa. Apartó un pequeño jarrón de porcelana con flores secas y puso encima de la mesa una gruesa carpeta. La abrió y aparecieron sueltas una gran cantidad de notas de papel y páginas escaneadas del Manuscrito Voynich.
—Soy una mujer fascinada por todo aquello que no entiendo, por todo lo que pretende mostrarnos algo y que necesita ser descifrado. ¿Sabe que con tan sólo nueve años me dediqué a estudiar el sistema de escritura que utilizó Leonardo da Vinci? Descubrí, sin que nadie me lo dijese, que Leonardo escribía mediante un sistema de espejos. He rescatado este método y lo he aplicado a las páginas que Aaron me envió del Manuscrito Voynich. Una vez que comencé a descodificar la mayor parte del texto, apliqué el sistema de cifras por el cual éstas se dividen en dos categorías: cifras de transposición y cifras de sustitución —explicó la señorita Gwyn.
—Permítame que la interrumpa, pero no entiendo nada. Debe explicármelo como si estuviera ante un niño de ocho años —adujo el periodista.
—Bien, lo intentaré. Una cifra de transposición, como su nombre indica, significa que se utiliza para reorganizar las letras de un texto concreto original, con lo que el mensaje se contextualiza. Este sistema, que solíamos utilizar en el GCHQ, ofrece un alto nivel de habilidad, a no ser que exista otro sistema relativamente seguro. Lo cierto es que con este sistema no se puede asegurar este porcentaje.
—¿Y el otro sistema del que me ha hablado? —preguntó Brown.
—Es el de sustitución. Este sistema funciona de la siguiente manera: se escriben las letras del mensaje en texto sin cifrar y se sustituyen por otras letras, cifras o números. Este método se conoce en el ámbito de los codificadores como sistema César.
—¿Por Julio César? —inquirió el periodista.
—Así es. Ya el historiador Suetonio probó este sistema. También se conoce como cifra César de sustitución. Para codificar un mensaje se cambia cada letra de la frase original por otra letra situada a un número de posiciones. Aunque le suene complicado, es bastante sencillo. Se escribe en una línea parte del texto y en la fila de abajo el alfabeto en clave. Se lo mostraré.
Elizabeth Gwyn cogió un folio en blanco y escribió dos filas de letras en mayúsculas y minúsculas:
A B C D E F G H I J K L M N O P Q R S T U V W X Y Z
m n o p q r s t u v w x y z a b c d e f g h i j k l
—Si utilizamos esta tabla para cifrar las palabras Códice cifrado, como se conocía al Manuscrito Voynich en esa época, quedaría de la siguiente forma: oapuoq ourdmpa. Como ve, es bastante sencillo mediante el sistema de cifra César de sustitución. Para descifrar el mensaje oapuoq ourdmpa el receptor debe tener en su poder la tabla, reinvertir el sistema y, una vez desencriptado, descubrirá que el mensaje se refiere al Manuscrito Voynich. Si a esto se le suma que a cada minuto o a cada hora se puede cambiar la rotación de la línea de abajo, es probable que a cualquiera que desee conocer lo que dice el texto le dolerá la cabeza —señaló Elizabeth Gwyn sonriendo mientras se servía una taza de té de un fuerte color verde.
—Es usted una gran criptógrafa, señorita Gwyn —dijo Brown con la intención de alabarla por la explicación que le acababa de dar.
—El término correcto para designar a un descifrador de códigos secretos es criptoanalista. Un criptógrafo es la persona que construye y diseña códigos y cifras para que le duela la cabeza a un criptoanalista —dijo la mujer.
—¿Y ha conseguido descifrar parte del Manuscrito Voynich? —preguntó Brown ansioso.
—Sí. Le explicaré más tarde lo que he descubierto. Para descifrar el texto que me envió Aaron desde Yale utilicé un refinado sistema basado en la aplicación de un número de equivalentes codificados. El número se aplica a la palabra, letra o símbolo más repetido en el texto. Este sistema se solía utilizar con frecuencia en Europa desde la Edad Media hasta el Renacimiento.
Después apliqué el sistema de claves que Roger Bacon describió en el año 1250. Bacon cita siete formas para codificar un mensaje o, dicho más sencillo, para que usted lo entienda, para ocultar un texto que desea que nadie pueda leer.
—Entonces, tal vez uno de esos siete sistemas pueda ser la clave para descifrar el Manuscrito Voynich —dijo el periodista.
—No es tan sencillo. En los dos primeros sistemas, Bacon asume la ocultación del texto mediante símbolos. Cada letra es un símbolo inventado por él, de tal manera que nadie puede saber qué significa. Es como si una persona que no entiende el tailandés o el cirílico intenta comprenderlo. Primero se debe conocer el significado de cada símbolo y posteriormente lo que significa esa palabra en el propio idioma. Sólo así podrás descubrir lo que quiere decir el texto completo. Para cifrar una parte del texto, Bacon utilizó un tratado de alquimia. El tercer sistema que empleó fue el uso tan sólo de letras consonantes, por ejemplo: Cdc Cfrd. El cuarto sistema se basa en mezclar todas las letras, vocales y consonantes, en cifra de transposición. El quinto y el sexto sistema se basan en cifras de sustitución, primero mediante letras y después mediante figuras. El séptimo sistema se basa en la simple taquigrafía que hoy conocemos.
—¿Y cuál fue el sistema utilizado por Bacon para escribir el códice? —preguntó Brown, ya algo afectado por el whisky.
—Puede que los siete. Uno en cada sección, otro en cada párrafo, uno en cada línea, otro en cada palabra. Es difícil saberlo —dijo Elizabeth Gwyn—. Envié mis resultados a dos hombres que trabajan para su gobierno, uno para la NSA, la Agencia de Seguridad Nacional, en Fort Meade, Maryland, y el otro para la NASA, en el Johnson Space Center en Houston, Texas.
Los dos son amigos de Aaron desde hace muchos años y ambos han colaborado con él. ¿No se lo había dicho?
—No —respondió contrariado Brown—. ¿Y qué fue lo que descubrió?
—Medidas —respondió la señorita Gwyn.
—¿Qué tipo de medidas? —preguntó Brown.
—Medidas de posición. Latitudes y longitudes que nada tienen que ver con la Tierra. Algunas de esas medidas marcaban el centro del océano Pacífico, el desierto del Sáhara o el centro de París. Aaron quería conocer el verdadero significado de esas medidas y por eso contacté con Finch y Sherman —le explicó la analista mientras miraba su reloj—. Creo que lo mejor es que se quede a dormir en mi casa.
Le prometo que no lo atacaré por la noche. Puede usted dormir en este sofá, es muy cómodo. Mañana por la mañana lo llevaré a su hotel en Dublín sano y salvo. Aaron no me perdonaría que fuese de otro modo. Ahora, duérmase tranquilo.
A la mañana siguiente, Brown se levantó con resaca y ardor de estómago. Tal vez el famoso estofado irlandés era demasiado fuerte para un estómago como el suyo, acostumbrado a cenar media botella de bourbon. Un café negro y un par de huevos fritos con bacón le esperaban en la cocina, con una sonriente señorita Gwyn.
—Buenos días, señor Brown. Estuve a punto de despertarlo a las cinco de la mañana para que me ayudase a ordeñar a las vacas —dijo la mujer.
—No habría sabido ni por dónde agarrarlas —respondió el periodista ante la risa de Elizabeth Gwyn.
Una hora después se encontraban en la autopista N-l de regreso a Dublín. Esa misma tarde debía hablar con Aaron para contarle su visita a la señorita Gwyn y para saber si tenía que viajar a algún otro punto de Europa, pero antes de nada deseaba preguntarle por Joñas Finch, de la NASA, y por Carlton Sherman, de la NSA.
Un frenazo en seco del Land Rover anunció que habían llegado al hotel 66. Tras despedirse, la señorita Gwyn asomó medio cuerpo por la ventanilla del vehículo y se dirigió a Brown.
—Cuídese mucho, señor Brown, y dígale a Aaron que le explique todo lo que sabe sobre el Manuscrito Voynich. Niéguese a trabajar con él hasta que no se lo cuente todo. Si arriesga usted su vida, debe saber a qué se está enfrentando —dijo la experta criptoanalista antes de dar un acelerón al coche que dejó un fuerte olor a caucho quemado en la calzada. Se marchó a la misma velocidad con la que había llegado, dejando a Jack Brown parado en el sitio y con la mano levantada despidiéndose.
Mientras entraba en el hotel y subía rápidamente las escaleras se repetía una y otra vez: ¿Qué me oculta, Aaron? ¿Por qué me esconde información importante sobre el libro? ¿Por qué no me habla de sus fuentes…?
Esa misma noche llamó a Aaron Avner a la Biblioteca Beinecke.
—¿Por qué me ha ocultado información, profesor? ¿Quiénes son Joñas Finch y Carlton Sherman? —preguntó Brown intentando obtener respuestas aunque sin mucho éxito.
—Te lo explicaré cuando regreses a New Haven —dijo tajantemente el bibliotecario—. Ahora, Jack, necesito que vayas a Ámsterdam, a Bruselas, a Roma y a Florencia y que no me hagas más preguntas, especialmente por teléfono. Te prometo que cuando regreses te contaré absolutamente todo. En Bruselas tienes que ir a visitar a Petrus Rees, un experto en codificación; en Ámsterdam, a Peter Hazil, un especialista en seguridad informática; en Roma, al padre Marcelo Giannini, archivista, y en Florencia, a Matteus Planch, un gran amigo mío experto en libros antiguos y carbono 14. Haz las maletas, Jack. —Tras decir esto, el profesor Avner colgó. Brown no había podido pronunciar palabra alguna y ni siquiera interrogar a Aaron sobre lo que habían descubierto Rugg y la señorita Gwyn, pero también se dio cuenta de que era la segunda vez que el anciano lo llamaba por su nombre. O es una cuestión de confianza, o es porque sabe que me está poniendo en peligro, pensó el periodista. El sonido del teléfono interrumpió sus pensamientos. Era el recepcionista, que le preguntaba si se quedaría más días en el hotel o si pensaba abandonarlo antes de las doce de la mañana.
—Salgo hoy mismo, muchas gracias —respondió Jack.
* * *
Ciudad del Vaticano
Por la tarde sonó el teléfono directo del despacho del jefe de la Entidad. Era el padre Eugenio Benigni, un agente del Sodalitium Pianum adscrito a la Congregación para la Doctrina de la Fe. El padre Benigni llevaba años trabajando para la contrainteligencia vaticana e informando a Lienart de los asuntos de esta congregación pontificia, una de las más delicadas de la estructura política de la Santa Sede.
—¿Eminencia? —preguntó una voz insegura al otro lado de la línea.
—No está en estos momentos. Soy monseñor Przydatek, su secretario. ¿Qué desea?
—Volveré a llamar más tarde. No le puedo dar información, debo hablar con él. Dígale, si quiere, que soy Coribantes y que puede verme donde siempre. —A continuación colgó el auricular. Media hora después, el cardenal August Lienart llegó a su despacho.
—¿Hay algo nuevo? —preguntó a su secretario y a sor Ernestina.
Rápidamente la monja se acercó hasta la mesa donde el cardenal intentaba ordenar unos papeles.
—Tiene que firmar estos documentos, deben ser enviados a las nunciaturas, eminencia —dijo sor Ernestina.
—¿Hay alguna noticia? ¿Monseñor Przydatek? —preguntó el jefe del espionaje.
—Ha llamado alguien muy misterioso que deseaba hablar con usted. Su nombre era algo así como Coribantes o Colibantos… —explicó el secretario.
—Coribantes, uno de los guardianes de Zeus —precisó Lienart—. ¿Cuál era el mensaje?
—Necesitaba hablar con usted y no me ha contado nada. Sólo ha dicho que lo puede encontrar en el lugar de siempre. Después colgó —dijo Vaclav Przydatek intentando mantener la conversación.
—Sor Ernestina, anule todos mis compromisos para esta tarde. Y mañana tampoco podré acudir a la reunión con los cardenales Pietro Orsini, el responsable de la Primera Sección, y Hans Mühlberg, el encargado de la Segunda Sección. Llame a sus secretarios y anule la reunión. Mañana estaré todo el día fuera del Palacio Apostólico. Póngase en contacto conmigo tan sólo si se produce algún cambio en la salud del Sumo Pontífice. Sólo si ocurre eso, ¿me ha entendido, sor Ernestina? —preguntó el cardenal.
—Sí, eminencia. Sólo puedo llamarlo si hay algún cambio en la salud del Papa —respondió la anciana monja.
—Muchas gracias. Puede retirarse —le indicó Lienart. Cuando la religiosa cerró la puerta, el cardenal se dirigió a su secretario—. Coribantes es un agente del Sodalitium Pianum muy leal a nuestra causa y a la protección de mis intereses en las diferentes congregaciones. Es una gran fuente de información, pero su identidad debe seguir siendo un secreto. Sólo cuando usted se haga cargo de la Entidad, sólo entonces, le revelaré su nombre. Mientras tanto, lo mejor para él es que su identidad siga siendo un secreto. ¿No le parece, fiel Przydatek?
—Sí, eminencia —respondió algo contrariado el obispo polaco.
Horas más tarde, cuando la noche comenzaba a caer sobre la ciudad de Roma, el cardenal Lienart salió de su despacho.
Mientras caminaba por los largos corredores del Palacio Apostólico, los guardias suizos mostraban a su paso su respeto hacia él. Todos sabían que el cardenal francés no era tan sólo un miembro más de la curia romana, sino el todopoderoso jefe de los servicios de espionaje. Lienart miró el reloj. Eran las nueve de la noche, a esa hora los molestos turistas que recorrían sin descanso las salas de los Museos Vaticanos habían abandonado ya las estancias. August Lienart se dirigió a la Sala de Constantino para encontrarse con Coribantes.
Mientras esperaba, se detuvo a admirar los frescos de la batalla de Constantino, el cual, en el año 312, se había opuesto al emperador Majencio. Las pinturas de Rafael mostraban en todo su esplendor la derrota del paganismo y el triunfo de la religión cristiana. Él, August Lienart, cardenal, príncipe de la Iglesia católica y todopoderoso jefe de la Entidad, el servicio de espionaje, y del Sodalitium Pianum, el contraespionaje, tenía la sagrada labor de salvaguardar la religión verdadera ante el paganismo y la herejía, incluso mediante métodos que otros jamás aceptarían llevar a cabo. Él era el elegido para ello, era el nuevo Constantino luchando contra el paganismo.
El sonido de unos pasos a su espalda lo devolvió a la realidad.
—Eminencia, soy Coribantes —dijo el recién llegado utilizando su nombre en clave mientras hacía una pequeña inclinación sujetando la mano derecha del cardenal y acercando los labios al sello del anillo.
—Sí, fiel Benigni. Usted siempre tan leal a la causa de la Iglesia —respondió Lienart—. Dígame qué desea comunicarme, pero antes caminemos un poco por los jardines. Hace una buena noche.
El padre Eugenio Benigni había conseguido ganar puntos ante Lienart cuando el agente descubrió que se habían falsificado un gran número de tarjetas conmemorativas con la imagen del Papa. Benigni se había dado cuenta de que en la falsificación se le había cortado al Sumo Pontífice el brazo con el que impartía la bendición, el derecho.
Descubrió a los culpables, todos ellos trabajadores de la Casa de la Moneda italiana, la responsable de la emisión de papel moneda del Estado Vaticano.
Gracias a su investigación, la policía italiana detuvo a catorce personas y el cardenal August Lienart asumió el triunfo de la operación.
Los dos hombres salieron por una puerta lateral rumbo a los Jardines Vaticanos. Lienart prefería hablar sin temor a ser escuchado, al fin y al cabo habían sido sus propios agentes quienes habían inundado de micrófonos las estancias vaticanas.
Él, más que nadie, no deseaba que ningún oído indiscreto lo escuchara. Al llegar a la fuente de la Galera, los dos hombres se detuvieron. Lienart miró el galeón por cuyos cañones salía el agua de la fuente.
—¿Sabe usted, padre Benigni, quién restauró esta fuente? —preguntó el cardenal.
—No, la verdad es que no lo sé —respondió el sacerdote.
—El papa Juan XXIII. Un gran hombre… pero estaba demasiado cerca de Dios y muy lejos del Vaticano. Demasiado liberal para muchos de nosotros… ¿No opina lo mismo, padre Benigni?
—Estoy de acuerdo con usted. No creo ser demasiado partidario del Concilio Vaticano II —apuntó cautamente Benigni.
—¿Y bien? ¿De qué me debe informar? —preguntó Lienart intentando ocultar la ansiedad que sentía ante la información que su agente debía darle.
Antes de hablar, Eugenio Benigni, alias Coribantes, miró a ambos lados del jardín.
—Eminencia, se prepara un golpe contra usted por parte de sectores italianos de la curia. Varios cardenales cercanos al cardenal Metz pretenden relevarlo de sus funciones y obligarlo a presentarse ante el Comité Disciplinar de la Curia Romana —reveló el agente del contraespionaje. Lienart escuchó tranquilamente el mensaje. No deseaba traslucir ante aquel sacerdote el más mínimo sentimiento.
—¿Se sabe qué cardenales son los que desean esta ignominia? —inquirió Lienart.
—Hay varios. Todos ellos italianos. El cardenal Pietro Orsini, responsable de la Primera Sección de la Secretaría de Estado; el cardenal Salvatore Spatola, encargado del Gobernatorio de la ciudad; el cardenal Alberto Lubiani, arzobispo de Milán; el cardenal Gaetano Angelini, prefecto de la Congregación para el Clero; el cardenal Dionisio Barberini, prefecto de la Casa Pontificia, y algún otro más, como quizá el patriarca de Venecia —enumeró el padre Benigni.
—Estos italianos están esperando a que fallezca el Papa para atacarme y no voy a permitirlo. No voy a consentir que me obliguen a tener que presentarme ante el Comité Disciplinar de la Curia Romana, mi fiel Benigni. Puede usted retirarse, y recuerde que Dios está en todas partes. Siga sirviéndome así y Dios y la Iglesia se lo recompensarán —dijo Lienart mientras el sacerdote le besaba el anillo en señal de respeto.
El Comité Disciplinar de la Curia Romana era el órgano bajo poder pontificio responsable de estudiar y dirimir los contenciosos de índole eclesial que ocurrían en la curia. No actuaba nunca motu proprio, sino por petición de otras instancias vaticanas, desde donde llegaban los casos. Sus resoluciones no eran definitivas, sino recomendaciones elevadas a las instancias superiores del Comité Disciplinar, que debían emitir un dictamen para que el Papa lo ratificara. El cardenal August Lienart sabía que el clan de los italianos, como él lo llamaba, deseaba arrebatarle el control de los servicios de inteligencia del Vaticano y enviarlo a dirigir alguna parroquia perdida en Francia, pero él no iba a permitirlo.
Cuando Lienart regresó a sus dependencias tras la reunión con Benigni, se encontró con el rostro desencajado de sor Ernestina.
—La salud del Santo Padre se ha agravado, eminencia —dijo la monja.
Sentado en la oscuridad de su despacho, casi en penumbras, August Lienart tenía claro que la cuenta atrás hacia su destino había dado comienzo. Ahora sólo era cuestión de esperar acontecimientos y observar el siguiente movimiento de sus enemigos, los italianos. De cualquier forma, antes debía reunir al Círculo Octogonus y decidir las acciones que debían llevarse a cabo. Tenía que evitar por todos los medios que el Manuscrito Voynich pudiese seguir dando información que él no deseaba.
—Festina lente, apresúrate lentamente. Ego sum qui sum, yo soy el que soy —se dijo a sí mismo mientras contemplaba la solitaria plaza de San Pedro desde su ventana.