New Haven. Connecticut
Hacía ya varias semanas que Aaron Avner había tenido aquel misterioso encuentro con el periodista del Boston Globe y desde entonces no había vuelto a tener noticias de él. Una mañana, cuando el profesor se dirigía hacia la entrada de la biblioteca desde el aparcamiento, tal y como llevaba haciendo los últimos veinte años, una voz que gritaba su nombre llamó su atención. Era Brown, con una mano levantada, corriendo desde el otro lado de la calle.
—¿Cómo está, profesor?
—Muy bien, gracias. Pero la verdad es que he estado preocupado por usted. No he tenido noticias suyas desde que tuvimos nuestro encuentro —respondió Aaron.
—Ha llegado la hora de juzgar a los muertos y recompensar a los profetas —dijo Brown misteriosamente mientras sujetaba por el brazo al anciano—. Si quiere, podemos ir a su despacho. Le contaré quiénes eran los investigadores que murieron tras tener contacto con el libro.
Pasaron por la puerta giratoria y el profesor Avner hizo una seña al vigilante para indicarle que Brown iba con él. Colocó su tarjeta sobre el lector y la puerta blindada se abrió dejando paso a los recién llegados. Los ojos de Brown se detuvieron durante unos segundos en el gran corazón de la Biblioteca Beinecke, formado por el armazón recubierto de miles de códices y manuscritos antiguos.
—Es fantástico —susurró el periodista mientras penetraba en los pasillos de la zona de despachos.
Una vez que llegaron al amplio y confortable refugio del profesor Avner, Jack Brown se dispuso a relatar lo que había descubierta, pero una señal del bibliotecario le hizo guardar silencio.
—Espere a que cierre la puerta —dijo. A continuación se dirigieron hacia una amplia mesa repleta de publicaciones y revistas especializadas. Aaron las apartó para dejar sitio a Brown, que había sacado ya su libreta de apuntes.
—He estado en varios lugares del país investigando los nombres y los casos de todos aquellos que fueron asesinados, o que fallecieron en extrañas circunstancias, que tuvieron contacto con el libro que está en este mismo edificio —dijo Brown—. Empecemos por William Friedman, asesinado en 1947 en Virginia. Era un experto criptoanalista militar. En 1919 solicitó una beca para estudiar el Manuscrito Voynich. Era uno de los mayores expertos en ruptura de claves y participó en la dura tarea de tener que romper la clave de la máquina cifradora conocida como Púrpura que utilizaron los japoneses durante la Segunda Guerra Mundial. Tras el fin de la contienda, fue nombrado consejero del director de la Agencia de Seguridad Nacional, la NSA. Friedman y su esposa se interesaron por primera vez por el Manuscrito Voynich en la primavera de 1920.
Friedman había asistido a una conferencia de William Demaine, quien aseguraba que había descifrado el libro. Este William Demaine también se encuentra en nuestra lista, fue asesinado en Filadelfia en 1921. Friedman nació en la ciudad rusa de San Petersburgo en octubre de 1891. Su familia emigró a Estados Unidos en 1892 y se estableció en Chicago. En 1915, curiosamente, Friedman vuelve a tener contacto con otro nombre de la lista, con el millonario Theodore Fabyan, asesinado en Ginebra, Illinois, en 1920.
—¿Se conocieron por casualidad? —preguntó Aaron.
—No. Fabyan era un millonario excéntrico al que Friedman convenció para que trabajaran juntos descifrando el libro. Era propietario de un gran rancho de más de doscientas hectáreas en Illinois…
—¿Tenía Fabyan alguna relación con el Manuscrito Voynich? —volvió a interrumpir el profesor.
—No. Déjeme terminar, por favor, después podrá hacerme todas las preguntas que desee —repuso Brown secamente mientras seguía de nuevo con su relato—. Fabyan era en realidad un hombre sin cultura ni educación, pero contaba con una gran fortuna y se dedicó a financiar investigaciones en laboratorios e instituciones. Llevó a su rancho a expertos en química, física, astrología, genética, etcétera. Era bastante excéntrico, le gustaba que le llamasen mayor, cuando nunca antes había estado en el ejército, e iba siempre acompañado de un gorila adulto. Montaba a caballo y disparaba a osos que anteriormente él mismo había criado en cautividad. Un buen día cambió los osos por científicos como Friedman. Otra disciplina que interesaba vivamente a Fabyan era la criptografía. Estaba convencido de que había sido Francis Bacon y no Shakespeare quien escribió gran parte de las obras de este último. En abril de 1917, Estados Unidos entró en la Primera Guerra Mundial y Friedman y su esposa fueron destinados al Cuerpo de Señales del Ejército. Allí escribió un libro para expertos titulado La coincidencia en la criptografía.
—¿De qué trataba aquella obra?
—Creo que versaba sobre el uso de diversas técnicas estadísticas para descifrar dos cifras complejas. No me pregunte qué significa porque, sencillamente, no tengo la más remota idea —advirtió Brown antes de que el profesor continuase preguntando—. Mientras tanto, una noche de invierno de 1920, un psicópata entró en el rancho de Theodore Fabyan, mató al gorila y colgó de una viga al propio Fabyan. Lo más curioso de todo es que nadie entendía cómo el asesino había podido llegar hasta la casa sin ser visto por ningún miembro del personal del rancho ni por ninguna persona del cercano pueblo.
Antes de colgarlo por el cuello con un alambre de púas, el asesino le colocó una corona de espinas y un papel con un octógono dibujado en el bolsillo del pijama.
—¿Nunca descubrieron al asesino? —preguntó Aaron Avner.
—No. El caso sigue abierto, y el asesino, suelto. Bueno, debe de rondar los setenta años, o casi los ochenta, y no creo que tenga mucha fuerza para matar a alguien —dijo Brown.
—Cuénteme qué pasó con Friedman —pidió Aaron.
—Antes tengo que hablarle de William Demaine, el hombre que impartió la conferencia sobre el Manuscrito Voynich a la que asistieron Friedman y su esposa. Demaine era profesor de Religiones Comparadas en la Universidad de Pensilvania y fue la única persona perteneciente al ámbito académico que confesó haber descifrado el Manuscrito Voynich. Demaine vio por primera vez el libro en los últimos meses de 1915 y estaba convencido de que había descubierto el código utilizado por el autor del códice. Demaine, gracias a su descubrimiento, ganó fama y popularidad en el mundo académico. Había nacido en 1865, se licenció en 1887 y se doctoró en 1891 con una tesis sobre las teorías de la fe o algo parecido. Poco después obtuvo una plaza de profesor de Religiones Comparadas. Demaine sólo estudió cinco páginas del códice en las que aparecían unas ninfas desnudas bañándose en unas piscinas conectadas a tuberías. Creía que la clave estaba en dos líneas y media misteriosamente escritas en cifras y en latín, y ese sencillo texto dio rienda suelta a la imaginación de William Demaine. El sistema era bastante complejo y difícil de explicar —dijo Brown mientras le pedía una taza de café al profesor.
Avner se acercó a la pequeña cafetera, situada sobre una mesa en la que también había vasos de plástico, sobres de azúcar y cucharillas, y llenó un vaso para Brown.
—Conozco las teorías de Demaine —dijo Avner entre dientes. El periodista se sorprendió ante su respuesta—. Demaine tomó la primera línea de texto y, aunque no lograba leerla con claridad, escribió: Michiton oladabas multos te tccr cerc portas egbertus bingen. Eliminó algunas letras para intentar clarificar el mensaje y cambió las oes por aes. De este modo, Demaine consiguió escribir una frase parecida a michi dabas multas portas, egbertus bingen, a mí me dais muchas puertas, Egberto de Bingen.
—¿Y quién diablos es ese Egberto de no sé qué? —preguntó Brown.
—Quién es, no. Quién era Egberto de Bingen. Era el hermano de Hildegarda de Bingen, una abadesa visionaria, conocida como la sibila del Rin. Esta misteriosa mujer dejó escrita una visión sobre los herejes cátaros. Egberto, que era monje también, fue el primero en refutar el catarismo en 1163. Estableció contacto con los cátaros en Bonn en 1150.
—¿Y qué tiene que ver el tal Egberto con los cátaros?
—Después se lo explico, antes continúe con su historia sobre conspiraciones —expresó Aaron.
—¿Por dónde iba…? ¡Ah, sí! Demaine dio una conferencia sobre lo que había descubierto en el libro el miércoles 20 de abril de 1921 en Filadelfia. Poco a poco, fue revelando sus investigaciones. Al día siguiente, el 21 de abril a las cuatro de la tarde, Demaine impartió otra conferencia en la Sociedad Filosófica de América. Se titulaba El Manuscrito Voynich y los herejes. El acto tuvo mucha repercusión entre los académicos porque los textos descifrados por Demaine concluían que había aparecido un cometa en 1120 y que se había producido un eclipse de Sol en 1143, una gran lluvia de estrellas fugaces en 1163 y un gran eclipse de Luna en 1244.
—Tiene su significado. En 1120, la aparición de un cometa marca el camino de las predicaciones de Pedro de Bruis desde el valle del Ródano hasta el Languedoc; el eclipse de Sol de 1143 señala la luz o el establecimiento de la herejía cátara en Occidente; la gran lluvia de estrellas fugaces de 1163 indica la difusión del mensaje de la herejía y la primera señal dada por Eckbert de Schónau, que inventa la palabra catharos; y el eclipse lunar de 1244, que ocurrió exactamente el 2 de marzo, significa la llegada de la oscuridad, simbolizada por la capitulación del castillo de Montségur. Pedro Roger de Mirapeis negoció una tregua con el comandante y caballero cruzado Hugues des Arcis. El miércoles 16 de marzo, cuatrocientos herejes fueron quemados vivos en los pies de la ladera del pog de Montségur por orden del cruzado Hugues de Arcis —respondió el profesor mientras con un gesto indicaba a Brown que continuase con su historia.
—Bien… La noche del 21 de abril de 1921, Demaine decidió saltar desde la ventana de su habitación del hotel Bellevue, que estaba en la planta diecinueve. El Departamento de Policía de Filadelfia señaló que lo más misterioso del caso era que Demaine dejó marcadas las uñas en el marco de la ventana, como si hubiese intentado agarrarse, en lugar de tirarse por ella.
En uno de los bolsillos del pantalón encontraron un octógono dibujado en un papel. Los policías estaban convencidos de que William Demaine no se suicidó, sino que fue arrojado por la ventana —explicó Brown mientras daba un sorbo a su café, ya frío—. La siguiente persona de la lista es un tal Roland Grubber, profesor de Filología en la Universidad de Pensilvania y amigo de William Demaine. Grubber se ocupó de publicar los descubrimientos de Demaine y era un experto en sistemas de descifrado… —estaba relatando Brown cuando lo interrumpió de nuevo el profesor Avner.
—Grubber explicó en un libro las claves que utilizó el monje Roger Bacon para escribir el Manuscrito Voynich. Parece ser que Grubber era un experto en estenografía y, por ello, Demaine lo necesitaba.
—¿Qué es eso de la es-te-no-gra…? —preguntó Brown.
—Es-te-no-gra-fía. En las escuelas de Roma se enseñaba a escribir taquigráficamente porque era una herramienta de trabajo muy útil para transcribir conversaciones y discursos relevantes. En el siglo XII desapareció porque se consideró que era una forma de escritura hermética, asociada a rituales secretos, a la brujería y a las sectas herejes —explicó el profesor.
—Parece ser que Grubber descubrió algo en el Manuscrito Voynich que no llegó a revelar. El 16 de septiembre de 1923, alguien entró en su habitación del campus de la universidad y se lo pasó en grande con él.
—¿A qué se refiere? —preguntó interesado el bibliotecario mientras observaba cómo el periodista sujetaba un antiguo informe forense.
—Algún psicópata le perforó con unos clavos los nervios medios de ambas manos y le traspasó los nervios plantares de los pies con otro clavo. Antes de eso, Grubber fue horriblemente azotado con una especie de látigo con esferas de metal en la punta. Le dislocaron los omoplatos y el húmero. El cadáver presentaba una herida de unos cuatro centímetros en el corazón, hecha con un gran objeto punzante…
—Provocada por el legionario romano Longino… —musitó el anciano bibliotecario en voz baja mientras se dirigía al periodista—: ¿Sabe quién murió exactamente igual que Grubber? Un hombre fue asesinado del mismo modo en el año 33 de nuestra era y su nombre era Jesucristo. Sufrió mientras cargaba con el patibulum, el travesaño horizontal de la cruz, que pesaba cerca de cuarenta kilos y que luego se engarzaría en el stipes o supplicium, la parte vertical, que estaba enclavado en lo más alto del Calvario. —Jack Brown, que intentaba recomponerse en su silla, guardó un silencio sepulcral ante estas palabras: estaba claro que la muerte de Grubber había sido parte de un ritual. Aaron se dirigió hacia él y le preguntó cautelosamente—: ¿Tenía el cadáver de Grubber algún octógono de papel?
—Déjeme revisar mis notas… Veamos… No, no tenía ningún papel en los bolsillos. Esta vez el asesino dibujó el octógono en el suelo con la propia sangre de Grubber —respondió Brown.
—¿Quiénes son las siguientes personas de su lista? —preguntó Avner.
—Las dos víctimas siguientes guardan similitudes, curiosamente, dado que ambos eran sacerdotes o monjes o algo parecido —dijo el periodista del Globe—. El padre Theodore Petersen fue asesinado en Washington D. C. en septiembre de 1931 y el padre O’Neill fue asesinado en Virginia en diciembre del mismo año.
—Es curioso… —señaló Aaron—. Esto podría acabar con su teoría de la conspiración. Si eran católicos, el asesinato ritual del que le habló Hershaw no tendría razón de ser.
—No estoy de acuerdo con usted, profesor, por la sencilla razón de que ambos sacerdotes tuvieron relación con el Manuscrito Voynich y esta circunstancia permite pensar que sí pudo existir una conspiración —respondió Brown—. El padre Petersen era profesor en la Universidad Católica de América, en Washington. Se sabe que el religioso mantuvo algún tipo de relación con el coleccionista ruso, el propietario del libro, o con alguno de sus familiares, posiblemente con su esposa. El padre Petersen financió con donaciones dos copias del libro para poder estudiarlo y entregó una de ellas al padre O’Neill, un monje benedictino que era profesor en el St. Pauls College, en Laurenceville, en Virginia. O’Neill publicó sus descubrimientos sobre el Manuscrito Voynich en una revista en 1931, creo que fue en febrero. El padre Petersen apareció estrangulado en septiembre de ese mismo año en un banco de Constitution Gardens y el padre O’Neill apareció muerto tres meses después, colgado de una cuerda en el campanario del campus universitario.
Un pequeño golpe en la puerta interrumpió el relato de Brown. El profesor Avner se levantó pesadamente del sillón en donde estaba sentado y se dirigió a la puerta, quitó el pestillo y la abrió. Al otro lado estaba Milo Duke, su ayudante.
—Pasa, Milo —lo invitó Aaron—. Quiero presentarte al señor Jack Brown, un periodista del Boston Globe.
—Mucho gusto —dijo el ayudante mientras le tendía la mano al hombre que estaba sentado con varias libretas de notas encima.
—Milo es mi ayudante desde hace un par de años y me es de mucha utilidad en la dura tarea de clasificar la información que he recopilado en mis investigaciones del Manuscrito Voynich. Es de confianza —precisó el bibliotecario ante la mirada desconfiada del periodista.
—Disculpe que no me levante, pero es que así tengo las notas ordenadas —dijo Brown. Tras sentarse Duke algo más alejado de ellos, el periodista continuó con su relato—: Veamos… Ahora es el turno de James Fielding, asesinado en agosto de 1945. Fielding era un abogado experto en criptografía que había publicado varios libros importantes sobre esta materia. Uno de ellos era un volumen sobre la historia de la criptografía y se centraba en la época medieval —relató Brown mientras le pedía a Duke otra taza de café.
—¿Se podría conseguir un ejemplar de ese libro? —preguntó el bibliotecario.
—El original se encuentra en la Biblioteca Británica de Londres. Fue Fielding quien lo publicó. Tal vez con sus contactos pueda obtener una copia, profesor —afirmó Brown.
—Puede ser. Tengo un amigo que trabaja en el departamento de conservación de la Biblioteca Británica. Me lo apuntaré para llamarlo.
—No cabe la menor duda de que Fielding era un experto en criptografía. Llegó incluso a escribir un libro sobre las claves secretas que utilizó William Shakespeare en sus obras. Vaya, otra vez me vuelvo a encontrar con explicaciones de criptografía que no entiendo… —apostilló Brown.
—No se preocupe. Un amigo mío trabaja para la NSA, le consultaremos y él nos podrá explicar todo eso en un idioma que entendamos —aclaró el profesor—. Por favor, continúe.
—James Fielding se suicidó de un tiro en la cabeza el 11 de agosto de 1945, dos días después de que Estados Unidos lanzase en Nagasaki su segunda bomba atómica.
—¿No ha dicho antes que había sido asesinado? —interrogó el profesor.
—Sí, y así fue. La policía dijo que la herida de la bala estaba demasiado atrás como para haber sido un suicidio. En uno de sus bolsillos tenía un octógono de papel, pero lo más curioso de todo es que Fielding dejó escrita una frase en una hoja de papel que había escondido en un libro de su biblioteca: La clave está en el libro, pero no sé a qué libro aludiría. Tal vez se refería al Manuscrito Voynich.
—O a su libro de claves que se encuentra en Londres —apuntó Aaron.
—Las dos últimas personas de la lista son William Friedman, asesinado en 1947 en Virginia, como ya le he contado antes, y George Tiltman, un exmilitar británico, amigo de Friedman y experto en ruptura de códigos y claves, que fue asesinado en junio de 1950 en Surrey, Inglaterra. Este último caso ha sido el más difícil de investigar, debido a que tuve que pedir la información a Scotland Yard, y la verdad es que no tienen unos archivos históricos muy organizados —explicó el periodista—. En 1929, Friedman fue nombrado director del Servicio de Inteligencia de Señales, el antecesor de la NSA. Se había hecho muy famoso rompiendo las claves de las máquinas cifradoras del ejército de Estados Unidos, para demostrar de este modo que eran vulnerables. Pero Friedman, como le he comentado antes, alcanzó reputación especialmente porque rompió la clave de la máquina cifradora japonesa conocida como Púrpura. Los japoneses la habían comenzado a utilizar a finales de los años treinta para sus comunicaciones militares. Se llamaba 97-shiki oobun Inji-ki o, sencillamente, máquina de escribir alfabética 97. En 1940, el equipo de Friedman consiguió romper sus códigos. Cuando acabó la guerra, Friedman se dedicó de nuevo a investigar el Manuscrito Voynich, pero, en 1947, apareció muerto en su casa de Virginia. Alguien lo había torturado, e igual que el resto de víctimas, tenía en su mano izquierda un octógono de papel.
—¿Alguien consiguió ver los resultados de la investigación de William Friedman sobre el Manuscrito Voynich? —preguntó el profesor Avner.
—No lo creo. Parece ser que desaparecieron o que el asesino se llevó toda la información que encontró en casa de Friedman sobre el libro: sus notas, sus apuntes, sus libretas, todo —respondió Brown—. El último de mi lista es un exmilitar británico, George Tiltman, amigo de Friedman, como ya le he comentado anteriormente. Había sido general del ejército y, tras su retirada y empujado por Friedman, se dedicó a estudiar el Manuscrito Voynich, pero no desde un punto de vista criptográfico, sino desde una perspectiva histórica. Estudió la personalidad de dos hombres, Dee y Kelley, que vivieron hace muchos años.
—John Dee y Edward Kelley. Dos de los propietarios del Manuscrito Voynich —precisó Aaron.
—¿Quién era Edward Kelley? —preguntó Brown.
—Después de todo lo que me está contando, debería leer algún libro sobre el códice, ya que vamos a colaborar juntos —respondió Aaron Avner. A Brown se le iluminaron los ojos ante tal perspectiva. Mientras, Milo Duke continuaba guardando silencio al fondo del despacho.
—Hay un tipo aquí, en Yale, llamado Samuel Brumball, que demostró una teoría sobre el libro y Tiltman afirmaba que no era del todo correcta —intentó explicar el periodista.
—Efectivamente, Samuel Brumball es profesor de Filosofía Medieval aquí en Yale. Es un gran amigo mío —confirmó el bibliotecario.
—Pues el militar inglés apuntaba que las teorías de su amigo no eran del todo ciertas. Tiltman dijo literalmente: Las teorías de Brumball son ambiguas y no pueden sostenerse científicamente. Eso fue exactamente lo que dijo. En 1950, Tiltman sufrió un accidente de caza en su residencia de Surrey. Parece ser que, mientras cazaba faisanes, se le disparó el arma que llevaba entre las manos. Lo cual no deja de ser curioso, dado que Tiltman era militar, experto en armas y un excelente cazador. Cuesta trabajo creer que se le disparase un tiro accidentalmente y que éste le arrancara la cara de cuajo —explicó Jack Brown.
—¿Había algún octógono cerca?
—Sí. Estaba grabado con un cuchillo o con una navaja en la corteza de un árbol cercano al lugar donde apareció el cadáver de Tiltman. La policía de Surrey concluyó que era una muerte accidental y cerró el caso. Y he terminado con la lista.
Aaron Avner miró el reloj de la pared y propuso salir a almorzar para continuar por la tarde con la conversación. Duke, el ayudante del bibliotecario, se excusó debido al trabajo.
—Tengo que hacer aún muchas fichas de los nuevos manuscritos de los siglos XVII y XVIII que han llegado esta semana, profesor. Siento no poder acompañarlos —se disculpó el joven mientras estrechaba la mano de Jack Brown.
* * *
Nueva York
El padre Emery Mahoney, de origen irlandés, era apuesto y joven, tenía poco más de cuarenta años y buen porte. Pertenecía a la orden jesuita. Sin el alzacuellos, podía pasar por el típico agente de bolsa blanco anglosajón de Wall Street. Mahoney había llegado a la ciudad de los rascacielos para trabajar en las escuelas de Harlem, ayudando a los niños más desfavorecidos. Sus logros en materia educativa lo habían llevado a dar varias conferencias por todo el país. Finalmente, a modo de recompensa, el padre Mahoney fue destinado a la catedral de San Patricio para ejercer como ayudante del deán.
Se pasaba las horas paseando por aquel templo neogótico, que James Renwick había diseñado en 1858, o refugiado en la lectura de los Evangelios bajo los falsos techos de una de las dos torres de la catedral, a cien metros de altura. Mientras leía, oía el tráfico de la bulliciosa Quinta Avenida. Para Mahoney, la catedral, con su deambulatorio, sus capillas radiales y su oratorio de la Virgen, se había convertido en su guarida. Ahora, sus antiguas tareas con los niños de Harlem se habían convertido en visitas a millonarios que residían en elegantes apartamentos de Park Avenue, la Quinta Avenida o Central Park. Había cambiado a sus niños problemáticos de Harlem por copiosas meriendas a las que lo invitaban los miembros de la exclusiva y adinerada alta sociedad neoyorquina con el fin de convencerlos de la necesidad de donar fondos a San Patricio. Ahora, el padre Mahoney parecía más un recaudador de Dios que un sacerdote de barrio.
Una voz femenina procedente del templo rompió el silencio de su lectura. Era sor Caterina, una de las monjas que ayudaban en las tareas de la catedral.
—¡Padre Mahoney, padre Mahoney! —gritó la religiosa.
—Sí, estoy aquí arriba. Ya bajo —replicó el sacerdote. Descendió por la estrecha escalera de caracol y se encontró con la monja.
—Padre, venga deprisa a la residencia. Acaba de llegar un enviado del Vaticano que desea hablar con usted —dijo sor Caterina.
—Bien, ya voy, hermana —respondió.
El padre Mahoney cruzó rápidamente la avenida, atestada de taxis amarillos. Estaba claro que se notaban sus horas dedicadas al ejercicio físico. Al entrar en la residencia, su casa durante los últimos cinco años, saludó al portero, el padre Nicolás.
—¿Sabe si hay alguien esperándome, padre Nicolás? —preguntó Mahoney.
—Sí, lo esperan en el comedor. Está vacío hasta la hora de la cena. Allí podrán hablar tranquilamente —respondió el anciano.
El padre Mahoney se dirigió al comedor. Recorrió los largos pasillos alfombrados, con las paredes paneladas en madera, de la residencia de los jesuitas. Al entrar en la estancia, sólo pudo divisar una sombra a contraluz. Después, el rostro y la voz del enviado del Vaticano comenzaron a hacerse más familiares.
—Buenos días, padre Mahoney —saludó la voz. El sacerdote identificó enseguida al recién llegado.
—Buenos días, monseñor —respondió el padre Mahoney tras hacer una pequeña reverencia ante monseñor Przydatek y besar su anillo episcopal.
—Tengo orden de hacerle entrega de este sobre —dijo el obispo mientras le tendía un sobre lacrado con un sello que Mahoney identificó rápidamente. Al intentar abrirlo, el obispo Przydatek lo detuvo—. Es mejor que lo abra cuando me haya ido. Dentro están todas las instrucciones que debe seguir —dijo.
A continuación, el recién llegado abandonó en silencio la estancia y desapareció. Mahoney no intentó seguirlo, ya sabía lo que debía hacer. Acababa de ser convocado el quinto miembro del Círculo Octogonus. Monseñor Przydatek, siguiendo órdenes precisas de su eminencia el cardenal August Lienart, había entregado ya sus respectivos sobres al padre Carlos Reyes, al padre Italo Jacobini, al padre André Lamar y al padre Wilhelm Ter Braak.
En Laja, un pequeño pueblecito del altiplano boliviano, el padre Reyes ayudaba a los indígenas impartiéndoles cursos sobre salud e higiene. Cuando Przydatek llegó hasta la preciosa iglesia del pueblo, del siglo XVII, la más antigua de Bolivia y antaño sede del obispado, el padre Reyes se encontraba con un grupo de niños a los que les estaba enseñando a plantar tomates en un huerto. El enviado de Lienart entregó el sobre y desapareció.
Días antes había llevado a cabo la misma tarea en el pueblo italiano de Montalcino: allí, en la abadía románica benedictina de Sant’Antimo, del siglo XI, el padre Jacobini se encontraba en su celda, en silencio, leyendo las Sagradas Escrituras, cuando el superior abrió el pequeño ventanuco de la puerta de madera y dejó caer el sobre lacrado.
En la hermosa abadía de Sant Martí del Canigó, del siglo XI, emplazada en un peñasco de granito bajo el monte Canigó, en plenos Pirineos Orientales, el padre André Lamar se esforzaba intentando restaurar un códice del siglo XVII. El padre Lamar era un verdadero experto en libros antiguos; sus hermanos de la abadía estaban seguros de que si no hubiese elegido los hábitos, habría sido un gran profesor en alguna universidad europea. Mientras se esforzaba por coser una tapa de piel de cordero, su superior le interrumpió la tarea: había llegado un enviado del Vaticano para entregarle un mensaje.
El cuarto miembro del Círculo Octogonus a quien monseñor Przydatek entregó el sobre era el padre Wilhelm Ter Braak. El monje benedictino era tal vez el más fanático de todos los miembros del Círculo y al que menos gustaba tratar el secretario de Lienart. Ter Braak, un holandés de barba rubia y cercano a los cincuenta años, hacía ya varias décadas que formaba parte del Círculo. Si no recibía ninguna orden de Lienart, pasaba las horas en su celda del monasterio de Santa María, en la ciudad polaca de Krzeszów, flagelándose y colocándose gruesas fajas de cerdas bajo el hábito para castigar su cuerpo y su alma, o tocando el órgano, con sus más de 6.600 tubos. Para el padre Ter Braak, la música de aquel órgano y los mensajes del cardenal Lienart eran lo único que lo distraía de la vida mística que profesaba en el monasterio.
Aún quedaban tres sobres por entregar: uno en España y dos en Alemania. El padre Septimus Alvarado vivía desde hacía años en el monasterio de Irache. Databa del año 958 y había florecido gracias a la protección de la Corona de Navarra y al paso de los peregrinos que acudían a Santiago de Compostela. Al padre Alvarado le gustaba ayudar a los jóvenes peregrinos, llegados desde todos los rincones del mundo, cuando pasaban por el monasterio, agotados, pero plenos de una profunda fe que les daba fuerza en su largo peregrinaje hasta la ciudad gallega. Los dos últimos sobres condujeron a monseñor Przydatek a Alemania. El padre Eugenio Cornelius residía en la abadía benedictina de Ettal, del siglo XIV, situada al norte de los Alpes bávaros, y dedicaba sus horas a la oración y a la restauración del fresco de Johann Jacob Zeiller que decoraba la cúpula de doble cubierta del templo. El padre Demetrius Ferrell, de la orden de los capuchinos, llevaba una vida contemplativa en el santuario de María Auxiliadora, en el corazón de Passau. Pasaba el tiempo limpiando y sacando brillo a la magnífica lámpara que el emperador Leopoldo había regalado al templo en 1676, llena de ángeles, águilas e insignias reales. El padre Demetrius Ferrell cerraba el Círculo Octogonus.
Una vez entregados los ocho sobres, llegó el momento de que monseñor Przydatek regresara al Vaticano e informara personalmente al cardenal August Lienart de que la misión encomendada había sido cumplida.
* * *
New Haven. Connecticut
La sala de lectura de la Biblioteca Beinecke se abría a la luz del jardín japonés que había diseñado el arquitecto Isamu Noguchi. Según éste, el círculo de mármol blanco colocado en el jardín representaba una circunferencia magnética, una especie de anillo de energía. El cubo simbolizaba la permanencia en un punto de equilibrio. A Jack Brown la imagen lo sosegaba y necesitaba tranquilidad para enfrentarse a la dura lectura que el profesor Avner le había entregado. En aquella carpeta roja se almacenaban ordenadamente los avances y descubrimientos que había hecho el bibliotecario en su estudio del Manuscrito Voynich.
Debes aprender cada dato que aparezca escrito en esta carpeta. Si me pasara algo o sufriera un accidente, debes continuar con la labor de investigarla trascendencia de este antiguo libro. Trata de conocer el códice, sus entrañas y lo que éstas quieran mostrarte como si fueras una anciana bruja que observa las entrañas de un cordero vivo. Necesito que alguien sepa lo mismo que yo por si desaparece esta carpeta. Enciérrate en la sala de lectura de la biblioteca y no salgas de allí hasta que no te lo hayas aprendido todo, le había ordenado el profesor Avner. Y allí estaba, sentado, sin poder fumar ni tomar un café. Estaba observando el extraño jardín japonés, procurando no distraerse de la labor de ampliar sus conocimientos.
—Empecemos… —se dijo Brown antes de abrir la carpeta.
La destrucción de los monasterios ingleses por parte del rey Enrique VIII debía entenderse como una forma más de ruptura con el poder papal de Roma. Los monjes habían sido llamados el gran ejército permanente de Roma en Inglaterra, algo que no era del agrado del monarca. En el otoño de 1537, Inglaterra asistió al principio de la caída de los frailes. Por alguna razón, posiblemente por su poder, a éstos no les había afectado el Acta de 1536. Un año después de la Peregrinación de Gracia apenas se recordaban disoluciones de casas, excepto aquellas que pasaron a manos del rey a causa de la proscripción de sus superiores. Las instrucciones dadas a los agentes reales eran bastante claras: debían, por todos los métodos conocidos, tener a los religiosos deseosos de consentir y acordar su propia extinción. Únicamente cuando los comisionados descubrieron a algunos de esos líderes y conventos, tan apenados por ser disueltos, tan testarudos y obstinados que no irían a entrar en razón para acordar con firma y sello su propia garantía de muerte, los agentes fueron autorizados por el rey Enrique VIII a tomar posesión de la casa y su propiedad por la fuerza. Así lo hicieron, y el doctor Layton ordenó a los soldados y a los agentes del rey que les fueran colocados los cepos a abades y priores. Entre 1538 y 1539, unos ciento cincuenta monasterios se negaron a firmar su defunción y a entregar al rey Enrique VIII su patrimonio y propiedades. En otoño de 1539, el monarca ordenó la ejecución de los abades de Glastonbury, Colchester y Reading. En 1540, las abadías y monasterios más importantes de Inglaterra ya habían sido pasto de las llamas y sólo quedaban de ellos ruinas. Cerca de mil ochocientos frailes y mil quinientas sesenta monjas fueron expulsados de sus conventos e iglesias, obligados a abrazar el nuevo anglicanismo o a abandonar las tierras de Inglaterra. Mientras esto sucedía, Enrique VIII ordenó a su valido, el duque de Northumberland, la incautación de todo objeto de valor y la quema de cualquier manuscrito o libro que se pudiera calificar de hereje o blasfemo. Durante una redada, el noble encontró un extraño libro, cuyo texto era difícil de leer, pero al duque le llamó la atención porque estaba ilustrado con imágenes de mujeres desnudas bañándose en unas cubas de agua, plantas extrañas y estrellas que giraban. Al parecer, un oficial del rey Enrique VIII se disponía a lanzarlo a una hoguera, pero el duque de Northumberland lo detuvo. El noble sabía que si llevaba el libro a la corte, acabaría en el fuego, así que, con la idea de entregárselo en un futuro a algún sabio que pudiera descifrarlo, se lo dio en custodia a un obispo. El religioso decidió esconderlo en la abadía cisterciense de Rievaulx, en Yorkshire, donde los monjes habían hecho voto de silencio. El religioso escondió el Manuscrito Voynich bajo una pesada losa en el nártex, muy cerca del calefactorio, por esa razón, el libro se conservó en buen estado.
Brown iba tomando notas en una libreta, intentando establecer el recorrido del libro, a medida que iba leyendo el dossier del profesor Avner.
El duque de Northumberland se olvidó de su particular descubrimiento y, a la muerte del obispo, el libro fue sacado de su escondite y se depositó en su tumba. Cuando Isabel I, la hija de Enrique VIII y Ana Bolena, ascendió al trono de Inglaterra en 1558, dispuso que se podían saquear las tumbas de origen católico, siempre y cuando su contenido fuese compartido con la Corona. Parece ser que un saqueador consiguió hacerse con el Manuscrito Voynich y con dos extrañas esferas de marfil huecas, y decidió cambiarlos en una taberna por una garrafa de vino. La primera esfera contenía un polvo rojo, y la segunda, un polvo blanco. Los tres objetos permanecieron en la taberna durante un año, hasta que Edward Talbot los descubrió. Sin demostrar el más mínimo interés por ellos, consiguió hacerse con el Manuscrito Voynich y las dos esferas por una libra. Talbot era amigo de John Dee y así fue como el libro cayó en sus manos.
Jack Brown detuvo su lectura para rebuscar en el dossier del profesor Avner la carpeta sobre Edward Talbot, también conocido como Edward Kelley. Encontró rápidamente una subcarpeta azul con el texto: Edward Kelley (1555-1597), 1.er propietario del Manuscrito Voynich.
Edward Kelley, cuyo verdadero nombre era Edward Talbot, nació en Worcester. Su imagen oscila entre su faceta de sabio y la de estafador. Por una parte, existe documentación de la época en la que se asegura que Kelley era un gran sabio que conseguía convertir el hierro en oro y, por otra, que era un estafador de poca monta al que le gustaba engañar a reyes y campesinos, a soldados y taberneros. Se sabe que ejerció de notario en el condado de Lancaster y que tuvo que huir por falsificar documentos de propiedad y certificados de defunción para quedarse con pensiones y herencias ajenas. Tras ser detenido, le amputaron las orejas, tras lo cual huyó a Gales. Allí consiguió subsistir gracias a que enseñaba a viajeros y religiosos un libro que nadie era capaz de leer, tal vez fuera el Manuscrito Voynich. Alguien le preguntó si era capaz de leerlo, a lo que respondió afirmativamente mientras explicaba que en el libro se relataba de forma pormenorizada la transformación en oro de cualquier tipo de metal.
En 1582, Kelley conoce al sabio John Dee, con quien entabla una estrecha relación al explicarle que es capaz de hablar con muertos y fantasmas. Entre 1582 y 1584, Dee y Kelley se dedicaron a hablarle a una bola de cristal para intentar conocer el secreto del Universo, con no muy buenos resultados. A finales de 1584, principios de 1585, Kelley convence a Dee para irse de Inglaterra, dado que aún tenía cuentas pendientes con la justicia. Juntos recorren Polonia y Bohemia y viven del engaño haciéndose pasar por magos e hipnotizadores capaces de anular cualquier dolor. Según parece, el Manuscrito Voynich obraba ya en poder de Kelley cuando éste huyó de Lancaster a Gales.
En Praga llegaron rumores a oídos de ambos ingleses de que Rodolfo II, emperador del Sacro Imperio Romano, estaba interesado en el ocultismo, la magia y la alquimia.
Con el paso de las semanas, Edward Kelley comenzó a gastarse parte del dinero que había conseguido en tabernas y lupanares mientras se jactaba a voz en grito de ser capaz de transformar cualquier tipo de metal en oro. La historia llegó a oídos del doctor Hagecius, médico personal de Rodolfo II, quien dijo haber sido testigo directo de tan asombrosa transformación. Estaba claro que mentía. Aunque John Dee se negaba a continuar engañando al emperador, Edward Kelley deseaba ganar dinero fácil y rápido. Rodolfo II lo nombró caballero de Bohemia, le dio aposento en palacio y le otorgó honores, tierras y dinero. John Dee continuó siendo pobre, carecía de fortuna y de título nobiliario. Con el paso del tiempo, Rodolfo II comenzó a impacientarse al no ver los resultados prometidos por Edward Kelley, pero antes de que pusieran en duda sus conocimientos, el inglés intentó huir con el Manuscrito Voynich a finales de 1591.
Kelley fue capturado dos días después y Rodolfo II ordenó que lo encarcelasen en el oscuro castillo de Zobeslau. Sólo quedaría en libertad si era capaz de explicarle al emperador lo que significaba aquel misterioso libro. La situación se agravaba a medida que aumentaba la impaciencia del monarca. Kelley, ante la presión de Rodolfo II, decidió intentar fugarse otra vez, pero en su huida mató a un oficial del emperador. Detenido nuevamente, esta vez por asesinato, fue encarcelado en el castillo de Zerner. Durante sus años de reclusión escribió un tratado alquímico y se lo envió a Rodolfo II como regalo, pero, aun así, continuó en la cárcel.
John Dee escribió una carta a la reina Isabel para que ésta intercediese por Edward Kelley ante el emperador Rodolfo II, pero éste no respondió a la petición. Una noche, Kelley intentó escapar por una ventana del castillo descolgándose de una vieja soga. La mala fortuna hizo que la soga se rompiese a causa del peso de Kelley y que éste fuese a caer al foso y se rompiera la pierna izquierda por tres sitios diferentes. Como en el siglo XVI apenas existía asepsia médica, el miembro de Edward Kelley comenzó a gangrenarse, lo que provocó una septicemia que le invadió todo el cuerpo. En la madrugada del 1 de noviembre de 1597, el carcelero encontró el cuerpo sin vida de Kelley. El Manuscrito Voynich había desaparecido.
Jack Brown seguía leyendo en la sala de lectura de la Biblioteca Beinecke mientras la noche caía sobre la ciudad. El periodista miró su reloj y se dirigió hacia la bibliotecaria.
—El profesor Avner ha dado órdenes para que usted pueda seguir aquí, en la sala de lectura, incluso aunque tengamos que cerrar —dijo la mujer.
Brown levantó los brazos para estirarse y volvió a su silla. El dossier de Aaron Avner rebosaba información sobre el Manuscrito Voynich. El viejo ha hecho bien los deberes, pensó Brown mientras abría la carpeta referente al segundo propietario del libro y socio de Edward Kelley. En la portada aparecía escrito de puño y letra del profesor Avner: John Dee (1527-1609), 2° propietario del Manuscrito Voynich.
John Dee nació el 13 de julio de 1527 en la mismísima Torre de Londres. Su padre, Roland Dee, era sastre en la corte de Enrique VIII, y su madre, Jane Wild, camarera en palacio. Con ocho años ingresó en la escuela de Essex y a los quince era ya un brillante estudiante en Cambridge, donde destacaba especialmente en latín, griego, filosofía y aritmética, aunque también llegó a dominar la astronomía, la magia y la alquimia. En febrero de 1546, con tan sólo diecinueve años, comenzó a estudiar los astros con un sistema que él mismo había inventado. Debido al oscurantismo que reinaba en Inglaterra en aquella época en el ámbito de las ciencias, Dee decidió viajar a la brillante Bruselas, donde estableció una buena relación con el cartógrafo Gerardus Mercator. Con veintitrés años, ya había escrito dos importantes volúmenes sobre matemáticas y se dedicaba a dar conferencias sobre los Elementos de Euclides. Tras su regreso a Inglaterra, entró al servicio del duque de Northumberland y redactó una nueva obra sobre la fuerza de los astros. La muerte de Eduardo VI y la ascensión al trono de María Tudor, la Sanguinaria, que profesaba la fe católica, provocó la persecución de los protestantes y la caída en desgracia de la familia Dee. John Dee era el heredero de la pequeña fortuna de su padre y con ese legado pretendía dedicarse plenamente a sus investigaciones, pero el golpe de infortunio religioso se lo impidió. Pasó años muy duros debido a que todo aquello que supusiese el estudio de las cifras y las ciencias se asociaba a la cábala y, por lo tanto, a la herejía y al diablo.
El 28 de mayo de 1555 John Dee fue detenido por delito de cálculo y aunque una semana después fue puesto en libertad sin cargos, todas sus pertenencias —objetos, apuntes, anotaciones, libros— fueron incautadas y subastadas.
Existen ciertos datos que ponen de manifiesto que a principios del año 1556 Dee presentó a la reina María Tudor un proyecto para establecer una gran biblioteca real que debía dar cobijo a todos los libros que se publicasen. La soberana lo desestimó. Dee entonces consiguió finalmente financiación privada y fundó su propia biblioteca, que llegó a albergar casi cuatro mil volúmenes.
Fue John Dee quien estableció, basándose en el estudio de las estrellas, el mejor día para que tuviera lugar la coronación de Isabel como reina de Inglaterra. A sus treinta y un años, Dee era uno de los científicos más importantes del reino, pero también uno de los más pobres. En 1568 se convirtió en profesor de matemáticas de la mismísima reina Isabel, pero a ésta le interesaba más la política que los pensamientos que emanaban de mentes como las de Galileo, Kepler o Tycho Brahe. Entre 1576 y 1580, la muerte se llevó a la segunda esposa de Dee y a su madre. Sus estudios por aquella época estaban centrados en la reforma del calendario gregoriano, adoptado por los países católicos tras la llegada de Gregorio XIII al trono de Pedro.
Tras su viaje a Polonia, Bohemia y Praga junto a Edward Kelley y la muerte de éste en 1597 en la prisión de Zerner, John Dee regresó a Inglaterra. En 1596, la reina Isabel lo nombró rector del Christ College de Manchester con el único fin de que se alejase de Londres. En 1605, la peste arrasó Manchester con gran virulencia y segó la vida de la esposa y los tres hijos de Dee. El 26 de marzo de 1609, John Dee muere completamente solo, pobre y olvidado en su casa de Mortlake. Sus libros, anotaciones, mapas e inventos desaparecieron de la faz de la Tierra.
Brown quedó perdido en la lectura. ¿Dónde está el códice?, se preguntaba mientras pasaba páginas y páginas del dossier.
La voz de Aaron Avner al entrar, junto a otro hombre, en la solitaria sala de lectura interrumpió sus pensamientos.
—Señor Brown, le presento a mi gran amigo Samuel Brumball, profesor de Filosofía Medieval, aquí en Yale —dijo Aaron a modo de presentación.
—Mucho gusto —dijo Brown a Brumball mientras le tendía la mano.
Los profesores Avner y Brumball acercaron dos sillas y se sentaron a la mesa en la que Brown estaba leyendo.
—¿Qué ocurrió con el libro tras la muerte de Kelley? —preguntó ansioso el periodista del Globe al bibliotecario—. ¿Es que no existían en aquella época los tipos del octógono? Y si es así, ¿quién protegía el libro? —preguntó Brown.
—Deje que ahora hable yo —dijo Aaron mientras levantaba la mano para rogar silencio al periodista—. ¿Se acuerda del libro que escribió Kelley en la cárcel y que le regaló a Rodolfo II? Pues en un principio se creyó que ese libro era una traducción del Manuscrito Voynich. Un alemán lo publicó en latín con el título de Eduardi Kellaei duo egregii de lapide philosophorum in gratia filiorum hermetis in lucen editi y lo reeditó en 1676. Parece ser que el Manuscrito Voynich quedó en poder de la hijastra de Kelley, la cual se lo entregó a Georg Barthold von Breitenberg. Este jesuita, conocido como Pontanus, rector de la catedral de San Vito de Praga y en realidad el tercer propietario del códice, era la persona encargada de adquirir valiosos libros para Rodolfo II. Antes de morir, John Dee dejó escrita una carta con un misterioso mensaje. Decía algo así como: Los secretos de los mundos olvidados, de los bogomilos perseguidos, de Constantino de Mananali, se encuentran en ese libro.
—¿Y eso qué significado tiene? —preguntó Brown.
Esta vez la respuesta procedió de Brumball, uno de los mayores expertos del mundo en sectas herejes medievales.
—Está claro que Dee se refiere a los bogomilos, una secta que apareció en Bulgaria en el siglo VIII. Los bogomilos, germen de los cátaros, se reconocían como sucesores directos de los paulicianos, una secta maniquea de Oriente Medio que alcanzó su apogeo en el año 660. Constantino de Mananali, su jefe, fue ejecutado en 687 y los paulicianos se levantaron contra Bizancio y lograron constituir una especie de estado independiente que se mantuvo hasta el año 752. Una vez vencidos, fueron desterrados a Bulgaria, donde fundaron el movimiento bogomilo —respondió Samuel Brumball.
—Yo siempre creí que los cátaros eran cristianos —dijo el periodista mientras seguía pasando las páginas del dossier.
—Los bogomilos y los cátaros sí que eran cristianos en cierta forma. Aceptaban los dogmas conciliares, el Evangelio era su libro y rendían culto a la Virgen, pero eran sectas y los papas los trataban como herejes. Los paulicianos son diferentes. Desde el siglo IX la Iglesia los consideró herejes. Parece ser que en el año 1119 los cátaros abandonaron la región de los Balcanes y se extendieron por el norte de Italia y el sureste de Francia, por la región del Languedoc. Con apoyo de ciertos poderosos, lo que no había sido más que una secta se convirtió en la religión de todo un pueblo durante medio siglo… —relataba el profesor Avner cuando Brown lo interrumpió de nuevo. El periodista lanzaba continuas preguntas mientras tomaba notas desordenadamente en una libreta.
—¿Qué fue de ellos? ¿Qué les ocurrió? —preguntó.
—En el año 1165 fueron condenados por herejía en un primer concilio por orden del papa Alejandro III, pero no fue hasta 1208 cuando, por orden del papa Inocencio III, se decidió lanzar una cruel cruzada contra ellos. Aquella santa cruzada se convirtió en una carnicería: hombres, ancianos, mujeres y niños fueron pasados a cuchillo en defensa de la verdadera fe. En 1250, bajo el pontificado de Inocencio IV, no quedaba ni un solo cátaro en territorio francés, pero, misteriosamente, su doctrina pervivió. Se dijo entonces que varios sabios perfectos, así es como se definían, habían escrito, utilizando una clave secreta, sus bases, creencias y doctrinas en un libro que debía protegerse para la posteridad. Puede que ese libro fuese el Manuscrito Voynich —respondió el experto en religiones.
—Entonces, si eso fuera cierto, sería lo mismo que si se encontrara en la actualidad la primera Biblia escrita —señaló Brown mientras respiraba profundamente. Sabía que aquello era un gran descubrimiento para un periodista como él y estaba seguro de que revolucionaría muchas creencias e ideas sobre las doctrinas impuestas por la Iglesia católica.
—Más que eso. ¡Es como si hoy los católicos descubriesen un texto escrito de puño y letra del propio Jesucristo! —exclamó Brumball—. Estoy seguro de que a muchos líderes del Vaticano no les gustaría que eso sucediese, como tampoco el hecho de que se revele el secreto del Manuscrito Voynich.
—John Dee tenía la clave del códice y lo más curioso de todo es que se llevó el secreto a la tumba, tal vez para protegerlo —intervino Aaron.
—O tal vez porque John Dee era un seguidor de la doctrina de los cátaros —precisó Jack Brown.
—Puede ser, pero ahora lo que debemos hacer es intentar saber qué se relata en el códice. Eso será suficiente. Son ya las doce. Una buena hora para retirarse —dijo el bibliotecario dando por finalizada la reunión.
—Me gustaría leer algo más sobre los propietarios del códice, si no hay inconveniente, profesor —dijo Brown a modo de excusa mientras se despedía del profesor Avner y del profesor Brumball.
—Llámeme si desea más información sobre los cátaros —dijo Samuel Brumball antes de salir.
—Sí, así lo haré.
Jack Brown continuó en la gran sala de lectura, solitaria e iluminada únicamente por los reflejos de los focos procedentes del jardín japonés. Un ruido lo sacó de su ensimismamiento.
—Me ha dado usted un susto de muerte, profesor —dijo el periodista cuando vio que Aaron entraba de nuevo en la sala.
—Antes de marcharme me gustaría pedirle algo, querido Brown. Necesito que viaje usted a Keele, en Inglaterra, y a Dublín. He enviado información sobre el códice a dos amigos míos, y quiero que hable con ellos. No quería decírselo delante de Brumball para no ponerlo en peligro. No le diga a nadie que va a irse. Lo que le tienen que decir mis amigos sobre el códice es muy importante. Apunte todo y llámeme por teléfono en cuanto llegue —dijo Aaron.
—No puedo marcharme de viaje a ninguna parte. Tengo tiempo, pero no tengo dinero. ¿Por qué no envía a su ayudante, ese Milo Duke? —protestó Brown.
—No está preparado. Usted es periodista y tiene más experiencia en discernir qué es importante y qué no de la información que van a darle sobre el Manuscrito Voynich. Por otro lado, no se preocupe por la cuestión de los gastos. Yo tengo dinero, pero no tengo tiempo. Me haré cargo de sus gastos en Inglaterra e Irlanda —comentó el bibliotecario para tranquilizar al periodista.
—¿Incluso de los gastos de bourbon? —preguntó Brown.
—Le pagaré todo el bourbon que sea usted capaz de tragar si regresa sano y salvo. Cuídese mucho, amigo Brown.
—Lo haré, profesor. Lo haré —dijo a modo de despedida mientras el profesor se alejaba por el pasillo a oscuras.
La noche había caído sobre New Haven.