Capítulo 2

New Haven. Connecticut

Aaron se despertó temprano aquella mañana. Desde la muerte de Martha, y durante toda su larga lucha contra el cáncer, le era imposible conciliar el sueño más de cuatro horas seguidas. Esto es otro problema más de la edad, solía decir. En todo caso, su problema se había convertido en una virtud, ya que gracias a ello podía dedicar más tiempo al estudio del Manuscrito Voynich. Llegaba a la Biblioteca Beinecke sobre las siete de la mañana y solía abandonar el edificio alrededor de las once de la noche. Únicamente salía para almorzar una vez a la semana con su amigo Mihail Goldberg en el Slifka Center for Jewish Life, el único restaurante de comida kosher de la ciudad. Una taza de té y una tostada constituían el único alimento que Aaron ingería hasta la hora del almuerzo. Antes de su cita con el periodista del Boston Globe debía pasar por la biblioteca, abrir la caja fuerte de su despacho y devolver el Manuscrito Voynich a la señora Hollingsworth. Después tenía que revisar sus anotaciones sobre el origen del libro para comenzar a ordenarlas.

El profesor miró el reloj. Aún me quedan tres horas antes de reunirme con ese tal Brown, pensó. Salió de su casa y se dirigió en coche hacia el centro de New Haven. Las arboledas cubrían las calles. A Aarón le gustaba el olor que desprendían las plantas por las mañanas, mezclado con el aroma a humedad de las calles recién regadas.

Tras enfilar la autopista 91, el viejo Ford se dirigió a la salida 1 y marchó en paralelo a Water Street hasta College Street.

Varios semáforos y pasos de cebras llenos de estudiantes con cara somnolienta que se dirigían a alguna de las dependencias universitarias de Yale obligaron a Aaron a pisar el freno constantemente mientras miraba su reloj sin apartar las manos del volante. Martha siempre le pedía que condujera más despacio.

Al cruzar Elm Street, el Ford enfiló hacia el aparcamiento de la Biblioteca Beinecke. Pasó rápidamente las puertas giratorias y puso la tarjeta sobre el lector al mismo tiempo que empujaba la pesada puerta.

Recorrió a grandes zancadas la distancia que lo separaba de su despacho y abrió la puerta con su llave. A continuación se dirigió hacia la caja fuerte, giró varias veces el disco numérico y tiró de la puerta. Allí estaba, tal y como la había dejado la noche anterior, la caja metálica que contenía el Manuscrito Voynich. A su lado había una gruesa carpeta con anotaciones e imágenes del libro, perfectamente clasificadas por colores y años. Aquella carpeta atesoraba casi una década de estudios e investigaciones sobre el misterioso libro.

Cogió la carpeta con ambas manos y la depositó en su mesa, apartando con los codos pilas de papeles, cartas e invitaciones que no tenía intención de responder. La abrió y comenzó a leer la que sería su presentación en el Congreso Mundial de Biblioteconomía y Libros Raros, que se celebraría dentro de unos meses en Zúrich. La fecha para su viaje se acercaba y debía ordenar diez años de ideas y anotaciones.

Las primeras imágenes que aparecían impresas en papel fotográfico eran las de un antiguo grabado que mostraba a un anciano fraile franciscano con una larga barba llamado Roger Bacon. Enganchada con un clip, que Aaron apartó cuidadosamente, aparecía una extensa biografía de quien se creía que era el autor del misterioso Manuscrito Voynich. El viejo profesor comenzó a leer mientras se colocaba las gafas en la punta de su nariz:

Se desconoce la fecha de nacimiento de Bacon, pero se cree que pudo ser cercana al año 1214. Lo que sí es seguro es que nació en la ciudad inglesa de Uchester, en el condado de Somerset. Criado en una familia acaudalada, comenzó con tan sólo trece años sus estudios en la Universidad de Oxford. En poco tiempo, el adolescente se convirtió en un auténtico erudito en materias como el latín, las matemáticas, la lógica y la retórica. Bacon leía desaforadamente las obras de Aristóteles. En Oxford se podían leer, todo lo contrario que en París, donde las obras del sabio macedonio, discípulo de Platón y maestro de Alejandro Magno, se consideraban herejías panteístas. En poco tiempo, Bacon se convirtió en uno de los mayores especialistas en Aristóteles; así alcanzó un puesto de profesor en el año 1240.

En París, Bacon entra en contacto con sabios como Pierre de Maricourt, también conocido como Petrus Peregrinus, experto en imanes y óptica. En suelo francés, el sabio inglés se topa con la realidad de una tierra estéril infestada de espejismos metafísicos. Dado que en Francia no puede investigar con total libertad, decide regresar a Inglaterra, a la Universidad de Oxford, a principios del año 1250. Aquí sigue con sus estudios aristotélicos y se dedica a investigar la obra Secretum secretorum (Secreto de secretos). Mediante ésta, Bacon se percata de la importancia de la comprensión de la naturaleza y del hombre como único camino para encontrar a Dios. Como consecuencia, gasta la cifra de dos mil libras en libros, aparatos de laboratorio y alambiques de cristal para llevar a cabo una gran cantidad de experimentos e inventos, aunque muchos de ellos no los puede demostrar. Por ejemplo, en su obra De mirabile potestate artis et natura (Sobre el maravilloso poder del arte y la naturaleza), Bacon escribe: (…) mediante las figuraciones del arte pueden hacerse instrumentos de navegación sin hombres que remen en ellos, como grandes embarcaciones para atravesar el mar, sólo con un hombre para guiarlas, y navegarán mucho más rápido que si estuvieran llenas de hombres; asimismo, se podrán hacer carrozas que se moverán con una fuerza indescriptible sin que ninguna criatura viviente las mueva.

En el año del Señor de 1257, Juan de Fidanza de Bagnoregio, que años más tarde sería canonizado como san Buenaventura, fue elegido general de los franciscanos. Aquel nombramiento no supuso ninguna buenaventura para Bacon. Como primera medida, Fidanza lo envió a París, donde tuvo que someterse a un estricto régimen monástico, agravado por el hecho de que Juan de Fidanza firmase un decreto mediante el cual se prohibía desde la publicación de libros a su propia tenencia.

El profesor Avner detuvo la lectura y miró de reojo el reloj de la pared. Eran las nueve de la mañana. Aún me queda una hora. Tengo tiempo, pensó mientras volvía a la lectura.

Bacon consiguió evitar el castigo cultural que había impuesto la orden y decidió hacer experimentos con lentes y cálculos para intentar reformar el calendario. Estableció una estrecha relación con el cardenal Guy de Foulquois, el mismo que el 29 de febrero de 1265 sería nombrado Sumo Pontífice con el nombre de Clemente IV. Bacon lo convenció para que financiase una gran enciclopedia que reuniese todas las ciencias conocidas hasta el siglo XIII. El cardenal invirtió una importante cantidad de dinero en el proyecto y, siendo ya Papa, ordenó que le presentasen lo que hasta ese momento se había escrito.

Roger Bacon le enseñó sus tres grandes obras: Opus maius, Opus minus y Opus tertium. Opus maius, compuesta por poco más de un millón de palabras, la escribió en tan sólo doce meses. Estas obras muestran a un Roger Bacon disertador, con una clara tendencia a anteponer a la Iglesia y a Dios sobre otras cuestiones, incluido el cálculo de la extensión del Sol o sus diagramas sobre teorías ópticas. Pero realmente Bacon contaba con otras facetas: la de astrólogo y la de alquimista. Para este monje franciscano, los conocimientos de astrología, adquiridos a través del estudio de Ptolomeo y los sabios árabes, formaban parte de su cara pagana y herética. Ante la alquimia y la astrología, la Iglesia y, por supuesto, el Papa no existían.

Desde 1260, Bacon había comenzado a cuestionar cada vez más la autoridad de la Iglesia sobre la vida de los ciudadanos y también el acercamiento a los conocimientos mediante el estudio en lugar de a través de Dios. Finalmente, en 1277, el papa Gregorio X ordenó al obispo de París que abriese una investigación sobre todos aquellos manuscritos que circulasen por los centros culturales y universitarios y que pudiesen ser catalogados de herejías. En una semana, el obispo consiguió catalogar cerca de trescientos diecisiete escritos cercanos a la herejía, algunos de ellos escritos por Roger Bacon. Jerónimo Masci de Ascoli, general franciscano y más tarde elegido Papa en 1288 como Nicolás IV, lo condenó por actividades sospechosas.

Bacon, en lugar de guardar silencio, decidió escribir en 1272 la obra Compendium studii philosophiae (Compendio de estudios filosóficos), en la que desafía abiertamente la autoridad moral de la Iglesia y del propio Papa. Dijo lo siguiente: El clero, en su totalidad, está entregado al orgullo, al lujo y a la avaricia. Este pensamiento acabó por minar la paciencia del futuro Nicolás IV, quien ordenó al franciscano inglés recluirse durante catorce largos años en una celda de un solitario monasterio de Ancona, sin poder acceder a pergaminos y tinta, o poder estudiar o enseñar. Aquello supuso su enterramiento intelectual en vida. Tras ser autorizada su libertad en 1292 por orden del general franciscano Raimundo Gaufredo de Marsella, Bacon regresó a Oxford, donde murió ese mismo año. En 1294 su cuerpo sería sepultado en la ciudad oxoniense, se dice que junto a varios de sus escritos con el fin de salvarlos de la quema que iba a producirse. Uno de esos misteriosos libros salvados fue el llamado Manuscrito Voynich. Desde ese año se pierde la pista del códice hasta el reinado de Enrique VIII.

Aarón detuvo de nuevo la lectura y volvió a mirar el reloj. Se sobresaltó al comprobar la hora. Las agujas marcaban las diez y cuarto. Llegaría tarde a la cita con el periodista. Cerró bruscamente la carpeta, se arrodilló ante la caja fuerte que había dejado abierta y depositó sus papeles en el interior junto a la caja metálica que guardaba el Manuscrito Voynich. Tenía que haber llamado a la señora Hollingsworth para que hubiese venido a recoger el libro, pensó mientras se colocaba la arrugada chaqueta y se colocaba su panamá en la canosa cabeza.

El Ford circulaba por Chapel Street en dirección al número 600, muy cerca de la Historie Wooster Square. Allí se encontraba The Historie Mansión Inn, un pequeño y confortable hotel que ocupaba una clásica mansión de Nueva Inglaterra, erigida en 1842 y restaurada hacía pocos años. A Aaron le gustaba sentarse en el bar inglés del hotel a beber un pequeño vaso de bourbon mientras leía divertido el The Yale Herald para enterarse de los cotilleos que sucedían en la vida académica de la universidad. Le encantaba escuchar a Charlie, el camarero, contar la historia de cómo el bourbon había llegado a Estados Unidos durante la revolución americana procedente de Francia y que fueron los Borbones quienes dieron nombre a tan gratificante bebida. Charlie siempre le preguntaba si tenía contactos para intentar publicar un libro sobre la historia de esta bebida francesa tan americana.

—Charlie, yo trabajo en una biblioteca, no en una editorial —solía decirle Aaron Avner.

Al llegar al edificio amarillo con columnas blancas, Aaron subió con dificultad los escalones de la entrada. El profesor sólo alcanzó a saludar brevemente a Helen, la recepcionista del hotel, antes de entrar en el bar. Al fondo, en una mesa cercana a un gran ventanal, se encontraba sentado Jack Brown, el periodista del Boston Globe.

—Buenos días, señor Brown. Perdone la tardanza, pero se me complicó la mañana en la biblioteca —dijo a modo de excusa.

—No se preocupe, profesor —respondió Brown—. He recibido una gran lección sobre la historia del bourbon por parte del camarero.

Unos metros más allá, al otro lado de la barra de roble, Charlie gritó:

—¿Qué le pongo, profesor?

—Ponme una taza de Dajeerling con una rodaja de limón, por favor —respondió Aaron. A continuación, la conversación se dirigió hacia temas de poca trascendencia, tal vez porque el periodista no deseaba comenzar su conversación hasta que el camarero no hubiese servido el té al profesor Avner. No quería interrupciones en su relato. Brown levantó el vaso, indicándole al camarero que estaba vacío y que se lo volviese a llenar. A Aaron le sorprendió ver que Brown bebía bourbon a horas tan tempranas.

—¿No quiere uno, profesor? —preguntó el periodista.

—No, muchas gracias. Es pronto para mí. Prefiero un simple té —respondió Aaron mientras Charlie llenaba el vaso de Brown.

Cuando ambos estuvieron servidos, Jack Brown se dirigió al profesor Avner.

—Quiero confesarle primero que soy periodista, pero no soy periodista —apuntó Brown.

—¿A qué se refiere? ¿No trabaja usted para el Boston Globe? —exclamó con sorpresa Aaron.

—Se lo explicaré. Trabajé durante muchos años en el periódico cubriendo información política. Después de escribir sobre la corrupción de los políticos republicanos, la dirección decidió que era mejor que me tomase una temporada de descanso, así que acabé con unas vacaciones pagadas en la granja familiar en Aumsville, Oregón. Allí me dediqué a intentar encontrarme a mí mismo a través del bourbon, a leer, a pensar y a revolver en el desván. De la noche a la mañana había dejado de ser periodista. La granja había pertenecido a mi bisabuelo, Oliver Brown. La compró con el dinero que recibió por luchar con el ejército de la Unión durante la guerra civil. Participó en las batallas de Wilderness, Spotsylvania Court House y Cold Harbor contra los ejércitos de Lee.

—Disculpe, pero no entiendo qué relación tiene toda esta historia con el Manuscrito Voynich —replicó Aaron.

—Déjeme continuar. Una noche que conseguí no estar borracho o, al menos, no demasiado, decidí investigar en el desván.

Había cientos de baúles y cajas. En uno de los baúles descubrí hasta el diario que mi bisabuelo escribió durante la guerra.

Escarbando en otro baúl descubrí una especie de cuaderno o diario que pertenecía a un antepasado mío llamado sir Thomas Brown. Comencé a leerlo. Mi antepasado hablaba de su amistad con un tal Arthur Dee, hijo de John Dee y segundo propietario de un extraño libro al que llamó el Códice cifrado. Mi familiar explicaba en el cuaderno la existencia de un misterioso libro que contenía textos y jeroglíficos que no habían sido resueltos jamás y que podrían cambiar la historia de la Iglesia. Sir Thomas aseguraba que había visto una libreta en donde se explicaba cómo leer ese libro.

—¿Quién cree que pudo escribir ese cuaderno o ese libro de códigos del que habla su antepasado? —preguntó el bibliotecario.

—Sin duda, Roger Bacon, el autor del Códice cifrado o Manuscrito Voynich. Así que, a cuenta de mis vacaciones pagadas por el Boston Globe, decidí ponerme a investigar sobre aquel cuaderno, sobre mi antepasado y sobre el extraño libro. Y descubrí que el libro se hallaba en Estados Unidos —explicó Brown mientras daba un largo trago de bourbon.

—¿Y eso es todo? —preguntó incrédulo Aaron Avner.

—Permítame que siga con mi historia, por favor, profesor —pidió Brown.

—Bien, perdóneme. Además se lo debo, he llegado tarde… —respondió el viejo profesor dando un pequeño sorbo a su té.

—Decidí buscar en la hemeroteca del periódico algún dato sobre el Manuscrito Voynich, el códice cifrado o palabras de este estilo, y encontré una noticia muy interesante que me llamó la atención. Estaba fechada en 1917…

—De eso hace más de seis décadas —interrumpió Aaron, molesto por la posible pérdida de tiempo.

—La noticia era realmente un pequeño artículo perdido entre las páginas de sucesos del Boston Globe. El texto hablaba de la muerte en extrañas circunstancias de un hombre llamado Cyrus Boidingerch que había desaparecido unos meses antes. En el artículo se le relacionaba con el Manuscrito Voynich. Lo más curioso de todo o, al menos, lo que más me llamó la atención fue que el tal Boidingerch había sido estrangulado con un fino cable de acero con púas. Pedí una copia del informe sobre el caso al Departamento de Policía de Boston. Desafortunadamente, ninguno de los agentes que tomaron parte en la investigación vivía. Perdón… —interrumpió Brown mientras consultaba una desordenada y manoseada libreta de notas—. No… había un tal Clyden Hershaw, un detective que todavía vivía y que residía en una residencia de ancianos en Abington, Massachusetts. Lo llamé por teléfono y le pregunté si podíamos vernos para hablar sobre el caso Boidingerch. Hershaw se acordaba perfectamente. Es increíble que pudiese recordar un caso sucedido hacía sesenta años —dijo Jack Brown.

—Los ancianos solemos recordar cosas o rostros que se han cruzado en nuestras vidas cuando éramos niños, pero no somos capaces de acordarnos de lo que almorzamos ayer —sentenció Aaron.

—Déjeme seguir con mi historia. Cuando fui a visitar al policía, Hershaw me contó hasta los más mínimos detalles de la investigación, incluso se acordaba de la posición del cuerpo de Cyrus Boidingerch cuando fue encontrado. El cadáver apareció colocado boca arriba, con las manos dispuestas en cruz sobre el pecho, y en una de sus manos alguien, posiblemente el asesino, había colocado un círculo de papel con un octógono dibujado en su interior y varias leyendas escritas del tipo que les gusta tanto a los católicos. ¿Es usted católico? —preguntó de repente el periodista interrumpiendo su relato.

—No. Soy judío —respondió tajante el profesor.

—Bien. Eso hará que nuestra colaboración sea más amistosa y estrecha —dijo el periodista.

—¿Colaboración…? Yo no tengo intención de colaborar con nadie —espetó Aaron.

—Después de que termine de contarle mi historia, lo hará. Déjeme terminar. —Tras beberse de un solo trago el líquido marrón de su vaso, Brown continuó su relato—: En el informe policial aparecía tan sólo un pequeño boceto a mano de aquel octógono, firmado por un joven policía de veintiún años llamado Clyden Hershaw, pero, curiosamente, el octógono de papel original no aparecía por ninguna parte. Es imposible saber qué había escrito en aquel octógono. Mi investigación se dirigió entonces hacia el tal Cyrus Boidingerch. ¿Sabe usted a qué se dedicaba? ¡Cifraba y descifraba códigos secretos! —exclamó Brown—. Y ahora viene lo mejor: parece ser que un famoso coleccionista ruso, o de algún país de Europa del Este, consiguió un libro antiguo y lo trajo consigo a Estados Unidos. Aquí estableció contacto con Boidingerch aproximadamente en marzo de 1916. La idea era intentar saber qué decía aquel viejo libro que nadie entendía y que seguramente se había escrito siguiendo un código cifrado secreto o clave.

Boidingerch se puso manos a la obra.

—¿Sabe si descubrió algo? —interrumpió el profesor Avner.

—Parece ser que sí: algo que no debería haber descifrado. Al parecer hablaba de una extraña secta de la que jamás se había oído nada. Un tema relacionado con unos herejes, o algo parecido, que fueron perseguidos por los papas —aseguró Brown mientras continuaba revisando sus desordenadas notas—. Boidingerch también encontró un mapa celeste de un sector desconocido del firmamento donde figuraban dos lunas y dos soles, y que tal vez pudiese ser una fecha concreta de un calendario secreto o algo similar. También descubrió un diccionario de botánica de plantas singulares, especies desconocidas. Boidingerch sugirió que tal vez podrían ser nombres de ciudades del sur de Europa. Dado que estaban incluidas en un libro que había sido codificado a propósito para salvaguardar un misterio, las plantas en realidad podían indicar las ciudades en las que aquella secta se hubiese asentado. Pero esto último es tan sólo una conjetura. Hasta aquí, lo que pudo descifrar. —Brown volvió a levantar su vaso en dirección al camarero—. ¿Quiere usted hacerme alguna pregunta, profesor?

—¿Cómo se puso en contacto ese misterioso ruso, o lo que sea, con ese tal Cyrus Boidingerch? —preguntó el profesor Avner.

—Según los indicios de mi investigación, el ruso había leído en alguna parte que Cyrus Boidingerch era descendiente, no sé si directo o indirecto, de la persona que escribió el libro: un monje franciscano inglés apellidado Bacon. Otra de las versiones que encontré es que un ancestro del tal Boidingerch había sido amigo de Bacon, y no familiar, y que éste, antes de morir, le había legado una especie de guía de traducción de un código secreto que utilizaban los habitantes de una zona, creo que del norte de Italia o del sur de Francia, y que en ese momento obraba en su poder por derecho de legado —respondió el periodista.

—¿Tiene usted alguna pista respecto adónde puede estar ahora esa supuesta guía de la que habla?

—No. Desapareció misteriosamente con el propio Cyrus Boidingerch sin dejar el menor rastro —contestó el periodista.

—¿Cómo desapareció Boidingerch? —volvió a preguntar Aaron.

—La policía no lo sabe. Lo único que aparece en el informe del Departamento de Policía de Boston es que su ama de llaves, o su criada, denunció su desaparición el 22 de enero de 1917. Desde aquel día el experto en códigos desapareció y no se supo nada de él. Cuando el primer vehículo de la policía llegó al domicilio de Boidingerch, los agentes tuvieron la impresión de que se había visto obligado a huir precipitadamente, pues su pipa estaba aún húmeda sobre el cenicero y su estudio estaba desordenado.

—¿Descubrieron alguna nota sobre lo que estaba investigando? —inquirió Aaron cada vez más interesado en la historia.

—Sí y no —respondió tajante el periodista.

—Hay algo que no entiendo. ¿Cómo pudo saberse lo que Cyrus Boidingerch había descifrado en aquel libro?

—Por las conversaciones que mantuvo Boidingerch con el coleccionista ruso desde 1916, el año en que comenzó a trabajar en el libro, hasta el 21 de enero de 1917, un día antes de que desapareciera. Al parecer, el coleccionista anotaba todo lo que le iba explicando Boidingerch.

—¿Tiene usted constancia de lo que decían las notas del coleccionista? —preguntó Aaron.

—No. Intenté seguirles la pista y me llevaron hasta una secretaria del coleccionista, que había heredado el libro a la muerte de éste, y a un coleccionista alemán, que fue el último propietario del libro hasta que lo donó —dijo Jack Brown.

—¿Y dónde está ahora ese misterioso libro del que usted habla?

—En una biblioteca, aquí, en Estados Unidos. Le han colocado una etiqueta con el número 2002046 y catalogado con el número MS 408. El Manuscrito Voynich se encuentra en su biblioteca, profesor Avner —afirmó Brown mirando fijamente al viejo bibliotecario.

—¿Qué fue de Hershaw? —preguntó el profesor Avner mientras intentaba asimilar los datos que le había revelado el periodista, al que todavía no sabía si creer o no.

—Murió misteriosamente un día después de hablar conmigo. Aunque en la residencia me dijeron que Hershaw había tenido un infarto, su hija me aseguró que no padecía ningún problema cardiaco. Tal vez alguien lo mató para evitar que me contase algo que no debía.

—Ustedes, los periodistas, son demasiado propensos a ver conjuras y conspiraciones por todas partes —dijo el profesor sonriendo.

—Bien, piense usted lo que quiera —dijo Brown algo molesto—, pero estoy seguro de que mi antepasado, sir Thomas Brown, y ese tal Cyrus Boidingerch fueron asesinados por lo que descubrieron en aquel libro y el papel que Boidingerch tenía encerrado en su mano estaba relacionado con alguna secta. ¿Sabe lo que me contó Hershaw? Que cuando vio el cadáver, y cómo lo habían estrangulado, tuvo el convencimiento de que había sido víctima de un asesino en serie o de un rito religioso o algo parecido.

—¿Apareció algún otro cadáver con esos mismos signos de estrangulamiento? —inquirió Aaron.

—Sí, aparecieron más con los mismos signos, pero lo más curioso de todo es que aparecieron en años diferentes: en 1917, en 1920, en 1921, en 1923, en 1931, en 1945, en 1947 y en 1950. Le puedo asegurar que ningún asesino en serie tarda tres años en matar a su siguiente víctima, como ocurre en este caso. Y, además, las fechas no concuerdan: si la primera víctima apareció en 1917 y la última, al menos la que yo he descubierto, en 1950, o el asesino es muy longevo o hay varios asesinos que han ido heredando el trabajo. Desde 1917 hasta 1950 han transcurrido treinta y tres años y, si nos guiamos por esto, el asesino debe de estar matando personas con un bastón o en silla de ruedas —sugirió Brown con cierto sarcasmo para intentar relajar el ambiente.

—¿Quiénes fueron las otras víctimas? —preguntó Aaron a su interlocutor, cada vez más aturdido debido a los bourbon que había ingerido.

—Déjeme ver… —respondió torpemente el periodista mientras intentaba encontrar sus notas en el cuaderno manoseado y en hojas sueltas que llevaba repartidas por los bolsillos de su chaqueta—. Theodore Fabyan, asesinado en 1920 en Ginebra, Illinois; William Demaine, asesinado en Filadelfia en 1921; Roland Grubber, asesinado en Pensilvania en 1923; el padre Petersen y el padre O’Neill, asesinados en 1931, el primero en Washington D. C. y el segundo en Virginia; James Fielding, asesinado en 1945; William Friednjan, asesinado en 1947 en Virginia, y George Tiltman, asesinado en 1950 en Surrey, Inglaterra.

—¿Fueron todos estrangulados con un cable con púas? —preguntó con curiosidad Aaron.

—No, todos no. La mayor parte de ellos fueron estrangulados de la misma forma. Otros sufrieron accidentes de caza, accidentes domésticos, degollados, y alguno más atropellado.

—Entonces, ¿cómo puede usted saber que fueron asesinados por la misma persona o por un mismo grupo de asesinos? —inquirió el anciano profesor con interés.

—Por tres motivos: el primero es que todos ellos ejercían profesiones relacionadas con el estudio de libros antiguos o con sistemas de codificado; el segundo motivo es que todos habían tenido relación con el mismo libro antiguo; y el tercer motivo es que todos los cadáveres tenían en su mano, o cerca de ellos, un círculo de papel con un octógono dibujado en su interior —respondió socarronamente Jack Brown—. Si esto es simple casualidad, que baje Dios, se beba un bourbon conmigo y me lo diga.

Intentando reponerse aún de la historia que le había relatado Brown, Aaron Avner se recostó contra el respaldo del butacón y tomó aire.

—¿Podría darme la lista de nombres de las personas asesinadas? Tal vez yo pueda averiguar en el mundo académico a qué se dedicaba cada uno de ellos. Tengo incluso algún contacto en la NSA, y quizá conozcan a alguna de las víctimas si eran expertas en códigos y lenguajes cifrados —dijo Aaron.

—¿Qué recibiré a cambio? —preguntó interesadamente el periodista.

—Si tiene usted razón, pero sólo si la tiene, recibirá cooperación por mi parte…

—¿Y eso se traduce en…?

—Eso se traduce en que si usted tiene razón, señor Brown, compartiremos información y tal vez le deje ver el libro algún día, el cual, en este momento, está guardado en la caja fuerte de mi despacho —respondió el profesor Avner levantándose de la butaca para despedirse y extendiéndole la mano al periodista.

—Si vamos a trabajar juntos, puede llamarme Jack —dijo mientras estrechaba la delgada mano de Aaron.

—Tal vez, señor Brown, pero antes de llamarle Jack, tengo que comprobar varios datos. Ad augusta per augusta, a la gloria se llega por caminos difíciles —advirtió el profesor.

—Pero juntos tal vez podamos llegar al mismo destino triunfal. Ad eundum quo nemo ante iit, ir allí donde nadie jamás fue —replicó Brown ante la sorpresa del bibliotecario.

* * *

Ciudad del Vaticano

Un Mercedes Benz negro con matrícula de la Santa Sede, SCV-27, se acercaba a la puerta de Santa Ana. El chófer comenzó a pisar el freno a medida que se aproximaba al puesto de control de la Guardia Suiza. Un oficial del cuerpo pontificio situado en la garita derecha levantó la mano para dar el alto al vehículo. Antes de que el Mercedes se detuviese por completo, el oficial divisó en su interior la figura del cardenal August Lienart, el poderoso jefe de los servicios de inteligencia de la Santa Sede. El guardia de la garita izquierda izó la alabarda en señal de saludo ante tan alto miembro de la curia. El coche se detuvo dentro del patio de San Dámaso mientras un camarero pontificio se acercaba hasta la puerta para abrirla. A los pies de la escalinata de Constantino, Vaclav Przydatek, su secretario, esperaba ya al cardenal con una carpeta negra entre las manos. Al bajar del coche, el religioso polaco se acercó apresuradamente al recién llegado.

—Eminencia… —saludó Przydatek mientras se inclinaba para besar el anillo del cardenal y coger el maletín negro que Lienart portaba.

Tras tocarle la cabeza en señal de bendición, el cardenal Lienart comenzó a ascender a paso rápido los peldaños de la larga escalera, seguido de cerca por su secretario, que intentaba hablar con la respiración cada vez más entrecortada.

—Espere a que lleguemos a mi despacho —dijo Lienart mirándolo fijamente a los ojos—, y no hable hasta que yo se lo ordene.

Przydatek guardó silencio absoluto ante la mirada gélida de su jefe y no pronunció palabra alguna. Siguió de cerca a su jefe por la Galería de los Mapas y atravesaron la Sala Ducal en dirección al Palacio Apostólico, donde August Lienart tenía su centro de operaciones justo dos plantas más abajo del despacho oficial del Sumo Pontífice.

Unos metros antes de llegar a la puerta, sor Ernestina, la monja que acompañaba a Lienart desde los tiempos en que éste se convirtió en obispo auxiliar de París, le salió al paso con una carpeta roja de firmas entre sus pequeños brazos.

—Eminencia, debe firmar todos estos documentos —dijo la religiosa.

—Ahora no puedo. Déjeme unos momentos con monseñor Przydatek —terció Lienart mientras levantaba la mano para no dar opción a la monja a reclamar su atención.

August Lienart era el perfecto noble en el aparato vaticano y sabía manejar esta circunstancia con suma habilidad. Ordenado sacerdote en Lyon en la década de los años treinta, procedía de una familia aristocrática de la zona francesa de Sabartés. A los cuarenta y cinco años fue nombrado obispo auxiliar de París y con cuarenta y nueve fue ordenado obispo mientras continuaba estrechando fuertes lazos con la engrasada maquinaria vaticana, como a él le gustaba definirla. Durante diez años se había movido de obispado en obispado, hasta que a los cincuenta y nueve, el Papa lo nombró cardenal de la Iglesia.

Pero Lienart, vestido ahora con la púrpura cardenalicia, se sentía más como un príncipe del poderoso Estado Vaticano que como un simple religioso que debía seguir el camino marcado por Dios. El título de cardenal, creado por orden del papa Silvestre I en el siglo IV, procedía de la palabra latina cardo, bisagra, y eso era precisamente lo que iba a ser Lienart: una especie de bisagra entre los poderes ocultos de la Iglesia y los poderes terrenales. Las cuestiones de Dios y la fe se las dejo a los creyentes y al Papa, pensaba Lienart.

Tras un breve paso como prefecto del Consejo de la Curia Romana, durante el papado de Pablo se había pedido al cardenal Lienart la reorganización de todos los servicios de inteligencia de la Santa Sede: su espionaje, la Santa Alianza o la Entidad, y su contraespionaje, el Sodalitium Pianum o S+P.

La tarea encomendada fue ardua y laboriosa, pero con el paso de los años Lienart convirtió la Entidad en un poderoso aparato de seguridad para el Vaticano y el Sumo Pontífice y en un valioso aparato de información para afianzar su poder entre los herméticos muros de la Santa Sede. A Lienart le gustaba afirmar que para el Vaticano, todo lo que no es sagrado es secreto, y quizá tenía razón. En parte, él había ayudado a que así fuese.

Al entrar en el despacho, Lienart ordenó a su secretario cerrar la puerta y conectar el barrido de micrófonos. El cardenal divisó, unos metros más abajo, las largas filas de fieles y peregrinos que hacían cola para poder admirar la basílica de San Pedro.

—Pobres… —observó Lienart—, ¡qué poco saben del poder de la Iglesia! Explíqueme qué problema ha surgido —inquirió el cardenal.

—Eminencia, ayer recibimos una llamada de un informador de la Entidad en New Haven que aseguraba que el Manuscrito Voynich había sido despertado. Al recibir este mensaje, lo único que se me ocurrió fue llamarlo urgentemente. Siento haberlo interrumpido ayer por la noche, pero consideré que era importante que lo supiese —dijo a modo de disculpa el secretario.

—No se preocupe, mi fiel Vaclav. Era su deber interrumpirme —replicó Lienart para calmar a su secretario—. ¿Qué más dijo el informador? —preguntó el alto miembro de la curia.

—Nada más. Después de dar el mensaje, colgó el aparato. No dijo absolutamente nada más. Yo creí que usted sabría qué significaba y…

—No se inquiete. Sé lo que significa el mensaje —respondió August Lienart mientras seguía observando desde su ventana el lento trasiego de los peregrinos y turistas en la plaza de San Pedro.

—¿Quiere que llame a alguien del departamento de lenguajes cifrados, eminencia? —preguntó Przydatek.

—No, déjeme pensar antes qué haremos. Ahora debo reunirme con el secretario de Estado, el cardenal Metz. Puede retirarse —ordenó Lienart. Cuando el secretario polaco se disponía a abandonar la estancia, el cardenal se dirigió de nuevo hacia él—: Por cierto, no hable con nadie de la llamada telefónica de ayer por la noche.

—No, eminencia. No lo haré —respondió el religioso.

—¿Sabe usted si alguien más puede estar al tanto del mensaje enviado desde New Haven? —inquirió.

—Tal vez el fraile de la hermandad de la Cofradía de los Seis Hermanos de Don Orione, el que respondió a la llamada —afirmó el polaco.

—Bien, nada más. Puede retirarse —sentenció el cardenal Lienart.

Mientras seguía mirando por la ventana, oyó los débiles pasos de sor Ernestina a su espalda y cómo ésta ordenaba papeles sobre su mesa.

—Siempre tan diligente, sor Ernestina —dijo cariñosamente Lienart mientras la monja le besaba el anillo tras una breve reverencia—. No sé qué haría sin usted. Por cierto, necesito saber qué hermano de la Cofradía de Don Orione estaba ayer de guardia sobre las ocho de la tarde en la centralita telefónica del palacio. No diga nada al respecto. Sólo quiero saber el nombre del hermano —dijo Lienart mientras salía de su despacho rumbo a la tercera planta del Palacio Apostólico. Al fondo del pasillo, tras un pequeño retén de la Guardia Suiza, se encontraba la puerta que daba acceso a los despachos de la Secretaría de Estado. Los soldados pontificios presentaron armas al paso de Lienart. El cardenal, para devolver el saludo a los guardias suizos, hizo con la mano la señal de la cruz a modo de bendición. Al otro lado de la puerta, un joven sacerdote italiano, adscrito a la Secretaría de Estado, hizo una pequeña reverencia mientras se acercaba a besar el anillo del dragón, el símbolo de la familia Lienart desde el siglo XII y que ahora lucía el religioso en su anillo como escudo cardenalicio.

—El secretario de Estado lo está esperando, eminencia —dijo el sacerdote mientras golpeaba con los nudillos la gruesa puerta que daba acceso al despacho del cardenal Metz. Una voz al otro lado de la puerta hizo que el sacerdote la abriese para dar paso al cardenal Lienart.

—Buenas tardes, cardenal —saludó el recién llegado.

—Buenas tardes, amigo Lienart. Sentémonos aquí mismo —dijo el anciano cardenal señalando un amplio sofá marrón de piel.

El eficiente cardenal austríaco Newton Metz era uno de los hombres más poderosos no sólo del Estado Vaticano, donde ocupaba la posición inmediata detrás del propio Papa, sino también de toda la Iglesia católica. Había llegado a la Santa Sede como un simple sacerdote, recomendado por un tío suyo, caballero de la Orden de Malta. Poco a poco, fue escalando posiciones y alcanzando experiencia y sabiduría a su paso por las diferentes congregaciones en las que había trabajado diligentemente. Había sido nuncio papal en Londres, París y Lisboa, prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, prefecto de la Congregación para los Obispos, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, responsable de la Primera Sección de la Secretaría de Estado y, finalmente, secretario de Estado para los dos últimos papas. No cabía la menor duda de que a Metz poco o nada se le podía escapar de lo que sucedía en los laberínticos y kilométricos pasillos del Vaticano.

—¿Le gusta a usted la vista? —preguntó Metz.

—Sí. Es la misma que hay desde mi despacho: trabajo justo debajo de usted —respondió Lienart.

—Sí, sí… Yo trabajo debajo del Papa y usted, debajo de mí —apuntó con cierto tono pícaro el veterano cardenal—. ¿Sabe que un día eso provocó una seria discusión entre el papa Juan XXIII y su secretario de Estado, el cardenal Domenico Tardini? Tardini y el Papa tenían fama de enzarzarse en discusiones debido a su fuerte carácter, a pesar de que mantenían una buena relación de amistad. El despacho del secretario de Estado era este mismo y, como ya sabe, queda justo debajo del despacho del Papa. El cardenal Tardini se refería al pontífice de forma algo despectiva como el de arriba, así que un día, Juan XXIII lo mandó llamar y le dijo: Que quede claro que el de arriba es Nuestro Señor. Yo soy sólo el del piso de arriba, así que, querido secretario de Estado, no confunda las categorías. Como ve, querido Lienart, hasta la cuestión de los despachos en el Palacio Apostólico es motivo de conflicto —dijo el secretario de Estado.

—¿Para qué me ha hecho llamar, cardenal Metz? —preguntó Lienart algo intrigado.

—¡Oh! Sí, lo olvidaba. Han llegado a oídos de Su Santidad ciertos comentarios poco caritativos sobre usted y su labor en el Vaticano —reveló el cardenal Metz bajando el tono de su voz como si tuviera miedo de que alguien le pudiese estar escuchando—. Yo no creo ni una sola palabra y Su Santidad tampoco les concede demasiado crédito, pero debería usted guardarse, amigo Lienart, de ciertos y amplios sectores italianos que desean alcanzar más sabiduría, por ejemplo, ocupando su cargo al frente de la Entidad —confesó Metz.

—Usted sabe que mi función es únicamente servir a la Iglesia y defender la fe y a Su Santidad si Dios nuestro Señor así me lo permite —explicó el cardenal Lienart antes de preguntar el origen de los rumores.

—Lo mejor es que comprenda que, debido a la enfermedad que consume a Su Santidad, la Iglesia quizá viva ciertos movimientos que un sector como el alemán tendrá que liderar una vez que Dios nuestro Señor acoja en su seno al Sumo Pontífice. Si se diese esta situación, tal vez el sector francés del colegio cardenalicio, tan sabiamente dirigido por usted, podría apoyar a algún candidato de consenso —dijo Metz mientras sujetaba la mano del cardenal—. La cuestión, querido Lienart, es que la Iglesia no continúe sufriendo una italianización y por eso deseaba hablar con usted. Llegan momentos difíciles, como usted bien sabe, debido al cáncer que sufre Su Santidad, y debemos estar preparados.

La entrada en el despacho del cardenal Pietro Orsini, responsable de la Primera Sección de la Secretaría de Estado, y del cardenal Hans Mühlberg, el encargado de la Segunda Sección, cortó en seco la audiencia entre el secretario de Estado y el jefe de la Entidad. Los cardenales Orsini y Mühlberg eran los dos colaboradores principales del cardenal-secretario Metz y sus más cercanos confidentes. Orsini dirigía la oficina de coordinación de los dicasterios, cuya misión consistía en ayudar al Sumo Pontífice filtrando todos aquellos asuntos que procedían de las congregaciones pontificias. Mühlberg dirigía las relaciones de la Santa Sede con otros Estados y controlaba las nunciaturas.

Mientras Lienart abandonaba las estancias de la Secretaría de Estado, seguía dándole vueltas a las palabras que acababa de escuchar por boca del propio Metz. Tal vez el hábil secretario, quien desde hacía cierto tiempo había mostrado su predisposición de abandonar el complicado cargo que ostentaba, lo estuviese preparando a él, a August Lienart, para sustituirlo. El cardenal Newton Metz esperaba poder dirigir el Pontificio Ateneo Internacional Angelicum, la Pontificia Universidad Gregoriana en la Piazza Venezia, fundada por el papa Gregorio XIII en el siglo XVI. Ahí es donde quiero pasar el resto de mis días, solía decir Metz a sus más íntimos colaboradores. Al igual que Lienart, Metz se sentía un perfecto representante de la nobleza de la curia. Seis ancestros suyos habían alcanzado la dignidad cardenalicia, uno de ellos incluso llegó a estar muy cerca de lograr la tiara pontificia; dos familiares habían sido brillantes mariscales del emperador de Austria, y su padre y dos tíos habían sido nombrados caballeros de la Orden de Malta por servicios prestados a la Iglesia católica.

El Sumo Pontífice, con su salud carcomida por el cáncer, necesitaba a un hombre como Metz a su lado, especialmente por sus amplios y profundos conocimientos no sólo de los departamentos del Vaticano, sino también por otros más terrenales en materia de conjuras y conspiraciones, cuestiones a las que son muy dados los altos miembros de la curia en los despachos y pasillos de la Santa Sede.

Al llegar a su despacho, su secretario, Vaclav Przydatek, lo esperaba en la entrada. Estaba ansioso por saber qué le había dicho el cardenal-secretario de Estado a su poderoso jefe.

—¿Qué tal ha ido la audiencia, eminencia?

—Extraña, verdaderamente extraña —replicó Lienart mientras entraba y se acomodaba en su despacho—. Es curioso, pero el cardenal Metz y el sector alemán, junto con el austríaco, están intentando maniobrar a espaldas del sector italiano, al cual apoyan los españoles y los latinoamericanos, para ganar apoyos en caso de un posible cónclave.

—¿Le ha ofrecido algún cargo, eminencia? —preguntó interesado el religioso polaco.

—Me ha dado a entender que si contasen con el apoyo del sector francés para uno de sus candidatos, tal vez yo podría acceder al cargo de secretario de Estado. Ese viejo zorro sabe cómo jugar sus cartas. Tal vez, fiel Vaclav… —dijo dirigiéndose a su secretario—, si algún día ocupo ese cargo, con la ayuda de Dios, alguien con mucha experiencia y de mi total confianza debería ocupar el cargo de máximo responsable de la Entidad y usted podría ser el elegido.

El cardenal August Lienart sabía cómo manipular con falsas promesas la personalidad de los que lo rodeaban, y monseñor Przydatek era un buen ejemplo de ello.

—Debemos hablar sobre la llamada de ayer —dijo Lienart mientras se dirigía hacia la gran mesa de caoba que se encontraba al fondo de su despacho, seguido de cerca por su secretario—. No podemos permitir que el Manuscrito Voynich sea despertado. Hay que convocar a los miembros del Círculo Octogonus. Sólo ellos tienen el poder de Dios en sus manos y sólo ellos son los elegidos. Multi autem sunt vocati, pauci vero electi, muchos son los llamados y pocos los elegidos.

Dentro de treinta días debe convocarse al Círculo Octogonus en Villa Mondragone. Ocúpese de que lleguen estos ocho sobres a sus destinatarios.

Deo luvante, eminencia; con la ayuda de Dios —replicó monseñor Przydatek mientras sujetaba en su mano los ocho misteriosos sobres y salía hacia su pequeña habitación, en la residencia cercana al Palacio de Santa Marta.

Una vez en la soledad de su dormitorio, monseñor Przydatek sacó una pequeña maleta negra que depositó sobre la cama.

Introdujo en su interior varias mudas, un par de camisas blancas, una corbata y un traje azul oscuro con olor a naftalina. Le esperaba un largo viaje para una misión que debía cumplir en dos semanas. Los ocho sobres lacrados con el símbolo del dragón incrustado en un sello rojo descansaban sobre una pequeña mesa junto a una imagen de la Virgen y un crucifijo de plata regalo del Sumo Pontífice. El religioso polaco y antiguo espía papal no dejaba de repetir una y otra vez: Oboedientia tutior, la obediencia es lo más seguro, oboedientia tutior, oboedientia tutior…

En el silencio de su despacho y con el único sonido de los soldados de la Guardia Suiza realizando el cambio de guardia ante la puerta de Santa Ana, el cardenal observó sobre su mesa una nota escrita por sor Ernestina. La monja había escrito en ella el nombre del fraile que la noche anterior había pasado la llamada a monseñor Przydatek desde la centralita telefónica del Vaticano. Lienart volvió a sentarse en su sillón, levantó el teléfono y marcó la extensión de monseñor Houser, el secretario de la Congregación de Propaganda Fide, la encargada de las misiones católicas en el mundo.

—¿Monseñor Houser? —preguntó Lienart.

—Sí, soy yo. ¿Quién es? —preguntaron al otro lado de la línea.

—Buenas tardes, soy el cardenal August Lienart.

Inmediatamente el secretario de Propaganda Fide cambió su tono de voz al oír el nombre de su interlocutor.

—¿Qué desea, eminencia? —preguntó monseñor Houser con cierto respeto.

—Querido amigo, necesito que me haga usted un favor personal por el cual siempre le estaré profundamente agradecido —dijo Lienart intentando no levantar sospechas—. Hay un fraile que pertenece a la hermandad de la Cofradía de Don Orione que lleva muchos años sirviendo fielmente a la Santa Sede y a Su Santidad en la centralita telefónica. En varias ocasiones sus superiores me han informado de que el hermano Diego ha mostrado mucho interés en ser destinado a misiones, por eso me he decidido a pedirle a usted este favor… llamémoslo… personal —enfatizó el hábil cardenal.

—¿Y dónde cree usted, eminencia, que al hermano Diego le gustaría ir a evangelizar? —preguntó Houser.

—Yo creo que para un hombre de su caridad y honestidad lo mejor sería que fuera destinado a alguna de nuestras misiones en Ruanda o el Congo. Seguro que allí podría llevar a cabo una gran labor evangelizadora con los más necesitados. Creo que sería un buen premio para alguien como el hermano Diego.

—No se preocupe, eminencia. Mañana por la tarde se ejecutará su orden y será comunicada al hermano Diego desde la Secretaría de la Congregación de Propaganda Fide.

—Por cierto, querido amigo, no creo que sea necesario informar al interesado ni tampoco al prefecto de la Congregación de Propaganda Fide, el cardenal Osmund Pearson, de nuestra conversación. ¿No cree, monseñor Houser?

—Quédese tranquilo, eminencia. Nadie sabrá nada de nuestra conversación y se dará felicidad a un futuro misionero de la fe —dijo el secretario responsable de las misiones. Cuando Houser se disponía a despedirse del cardenal, un pequeño tono le indicó que Lienart había dado por finalizada la conversación. A continuación, el jefe de los servicios de inteligencia pontificios llamó a su chófer por el teléfono interno.

—Robert, prepare el coche. Salgo en unos minutos. Hoy pasaré la noche en mi residencia de Via Borgognona.

El cardenal August Lienart salió de su despacho y apagó la luz. Al fin y al cabo, había que dar ejemplo y hacer como el Papa, que todas las noches se paseaba por los pasillos del Palacio Apostólico apagando las luces para ahorrar. Pobre diablo. El cáncer debe de haberle afectado el cerebro, pensó mientras se dirigía al patio de San Dámaso, donde ya lo esperaba Robert con la puerta abierta del Mercedes Benz negro. Mientras saludaba a los guardias suizos de la entrada y el coche se alejaba atravesando la plaza de San Pedro, Lienart no podía dejar de pensar en las palabras del cardenal Newton Metz.

Era su oportunidad, su gran oportunidad, y un viejo libro ya olvidado en una biblioteca de la Universidad de Yale no iba a interponerse en su camino hacia el poder: el poder de la Iglesia católica.

El futuro es mío. Post tenebras, lux, tras la oscuridad, la luz, pensó el poderoso cardenal mientras se perdía en el vibrante tráfico de la Ciudad Eterna con la sintonía de la Regina coeli de Mozart que Robert había puesto como música de fondo en el coche.

* * *

New Haven. Connecticut

En la madrugada, el timbre del teléfono rompió el silencio en la casa del profesor Avner. El bibliotecario intentó encender la luz y tiró con la mano el vaso de agua que todas las noches se servía para tomar las pastillas para conciliar el sueño. Alcanzó como pudo el interruptor y encendió la luz. El despertador marcaba las cuatro de la mañana. Entre protestas y maldiciones, Aaron alcanzó el teléfono, que no había dejado de sonar.

—Sí, ¿quién es? —preguntó.

—¿Aaron? Soy Gordon —dijo la otra voz.

—¿Qué Gordon? —volvió a preguntar el profesor Avner mientras se colocaba las gafas metálicas.

—Gordon Rugg, de la Universidad de Keele. —Cuando Aaron oyó el nombre, se enderezó en la cama mientras intentaba alcanzar un cuaderno y un lápiz.

—Dime, Gordon. ¿Qué tal estás? ¿Sabes qué hora es aquí? Son las cuatro de la mañana. Espero que sea importante —suspiró Aaron.

—Aquí son las once de la mañana. ¿Recuerdas lo que me enviaste por Fedex? Lo he analizado con un programa bastante complejo de la universidad. No puedes imaginarte lo que he descubierto, pero no creo que sea conveniente que te lo cuente por teléfono. Necesito hablar contigo tranquilamente, en persona si es posible. ¿Podrías venir a Staffordshire? Creo que has dado en el clavo con ese libro tuyo. Si confirmo lo que he descubierto, puedes estar seguro de que revolucionarás la historia de la cristiandad. ¿Es seguro el teléfono de tu despacho, Aaron? —preguntó Rugg.

—No me hagas tantas preguntas, Gordon. Necesito pensar un poco. No creo que mi teléfono en la Biblioteca Beinecke sea demasiado seguro. Y tampoco creo que en estos momentos pueda ir a Inglaterra. Tengo mucho trabajo. Podríamos vernos en Londres, puedo hacer una escala allí cuando vaya a Zúrich para asistir al Congreso Mundial de Biblioteconomía. Aunque, pensándolo bien, te puedo enviar a mi nuevo colaborador —respondió el anciano profesor.

—Si ese tipo es de fiar, hazlo y envíamelo. Busca un teléfono seguro y llámame a la universidad. Toma nota del número: 782583 632. Espero tu llamada. Buenas noches, Aaron. O mejor dicho, buenos días, Aaron.

—Buenas noches, Gordon —se despidió Aaron. La casa quedó de nuevo en silencio, pero se le había pasado el efecto de las pastillas para dormir. No dejaba de pensar en lo que le acababa de decir Gordon Rugg, uno de los mejores científicos informáticos del mundo. Tenía que atar, poco a poco, los cabos sueltos que rodeaban el misterioso libro: el Manuscrito Voynich. Las palabras de Rugg y las del periodista Jack Brown le rondaban en la cabeza. Aun así, apagó la luz e intentó volver a dormir.