Capítulo 1

Siena 1630

Matteo Argenti caminaba por una oscura calle de la ciudad italiana, muy cerca de la Piazza del Campo. Aún podían observarse los estandartes de las contadas participantes en la carrera del Palio colgadas de los balcones. El joven giró en Via della Fonte y entró en una de las casas. Allí, junto a dos camastros y una mesa como único mobiliario, podían verse varias páginas dispersas pertenecientes a un extraño libro cuyo texto nadie entendía.

Mientras se quitaba el sombrero y la capa, una mano enguantada lo sujetó desde atrás, tapándole la nariz y la boca para evitar que pudiese gritar y respirar. Con un hábil movimiento, el misterioso visitante cogió con la mano derecha una fina y larga daga de misericordia y se la introdujo por la nuca hasta el cerebro. Ahora sólo quedaba esperar al segundo objetivo.

El hombre dejó caer el cuerpo de Matteo, con la daga aún hundida en la nuca, y lo acomodó en uno de los camastros tapándolo con una manta. Seguidamente, el asesino hizo la señal de la cruz, y tras pronunciar las palabras Fractum nec fractuem, silta nec silto, favor por favor, silencio por silencio, se sentó a esperar mientras limpiaba con la capa la sangre que había quedado en el filo de la daga.

Entrada la noche, Marcello Argenti, el segundo objetivo, llegó a la casa. Sin darle tiempo a reaccionar, utilizando la misma técnica, el asesino agarró a su presa por la espalda, pero Marcello era más fuerte que su hermano. Tras conseguir reducirlo, el atacante sujetó a la víctima por la frente y boca abajo. Mientras pronunciaba las palabras Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios, le clavó en el cuello, en dirección ascendente, atravesándole la lengua y el paladar, la misma fina y larga daga que había utilizado para su primer objetivo. Ésta era una técnica que empleaban los asesinos en Constantinopla y el hombre sabía ejecutarla a la perfección debido a sus muchos años de práctica.

Tras ejecutar a los dos hombres, el asesino guardó en una bolsa de cuero las páginas de un extraño manuscrito cifrado y arrojó sobre ambos cadáveres una especie de tela con forma de octógono. Después hizo la señal de la cruz con la mano derecha, a modo de bendición, y salió a la calle, donde desapareció entre las sombras con el mismo silencio con el que había matado a aquellos dos desdichados.

Los hermanos Matteo y Marcello Argenti habían aprendido de su tío Giovanni Battista Porta el estudio y la magia de los códigos y encriptados. Ambos habían redactado uno de los mejores tratados sobre criptografía del siglo XVII y sobre cómo aplicar determinados sistemas de seguridad para evitar que los mensajes y cartas de los poderosos pudieran ser vulnerados.

Matteo había conseguido descifrar parte de un misterioso libro mediante la aplicación de símbolos, sustituyéndolos por letras del alfabeto. Por su lado, Marcello había logrado descodificar otra parte importante del libro, sustituyendo cada letra sin cifrar por un número del 1 al 99 y utilizando frecuencias variables. El jesuita Athanasius Kircher, gran erudito y miembro de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, propietario del misterioso manuscrito cifrado, había copiado varias páginas de dicha obra y se las había enviado a los hermanos Argenti.

El cardenal François Lienart, consejero de los sumos pontífices Gregorio XV y Urbano VIII, sintió miedo ante los descubrimientos que los hermanos Argenti habían hecho del texto cifrado. Mediante un asesino del Círculo Octogonus, el poderoso cardenal consiguió silenciar en el nombre de Dios nuestro Señor a dos científicos que podrían haber desentrañado lo que aquel peligroso y misterioso texto significaba. Pero no lo logró por mucho tiempo…

* * *

New Haven, Connecticut, tres siglos y medio después

El anciano bibliotecario y su ayudante entraron en la pequeña pastelería, muy cerca de Greene Street. El tintineo de la campana situada sobre la puerta de madera daba la bienvenida a todo un paraíso de olores. Seguramente era el único lugar de Estados Unidos en el que se podía comprar por cincuenta centavos un sabroso Vegyes Rétes. Al anciano le gustaba el aroma que desprendían los pequeños hornos y que invadían su nariz. Aún recordaba aquellos pasteles de masa dulce rellenos de mermelada de manzana que hacía su madre en su Hungría natal.

El hombre entregó una moneda de cincuenta centavos a la joven del mostrador, que llevaba una especie de atuendo de campesina. Al extender el dinero, la muchacha observó el brazo izquierdo del anciano. Aunque lucía un color violáceo, aún era visible el número que le habían grabado cuando traspasó las puertas del infierno del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau. El profesor Aaron Avner recordó, como si hubiera sido ayer, el día en que sus padres, en la cocina de su casa de Budapest, murmuraban entre sí mientras leían con preocupación el periódico: Adolf Hitler, el líder de Alemania, expande su poder a Hungría.

El padre de Aaron había sido un valiente combatiente del ejército del káiser, pero, en aquel momento, las amenazas de intervención militar obligaron al gobierno húngaro a apoyar la política del régimen nazi, incluyendo las leyes contra los judíos. Aaron recordaba claramente aquel día de 1935 cuando el partido fascista más importante de Hungría, liderado por Ferenc Szálasi, entró en la escena política. El entonces primer ministro, Kálmán Darányi, intentó contentar a antisemitas y a nazis imponiendo restricciones a la participación de ciudadanos judíos en negocios y actividades profesionales en Hungría.

—No me había hablado nunca de ello —dijo Milo Duke, el joven ayudante de Aaron.

—No hay nada de qué hablar —respondió tajantemente el anciano. Parecía que no quería que el joven continuase con sus preguntas, pero al mismo tiempo deseaba poder contarle su historia a alguien—. Un político jamás entregará su vida por un ciudadano. Siempre preferirá que sea el ciudadano quien entregue su vida por él. Así son los políticos —concluyó.

Mientras seguían caminando hacia Chapel Street bajo el sol de la tarde, los tristes recuerdos seguían agolpándose en la cabeza de Aaron, como si quisiesen aflorar en una memoria que él consideraba perdida desde hacía décadas. El joven rompió el silencio una vez más.

—¿Por qué los húngaros no hicieron nada contra los fascistas?

—Nadie deseaba ayudar a los judíos. Fue entonces cuando mi padre se dio cuenta de que las cosas no iban a ser nada fáciles para nosotros. Cuando Pál Teleki se alzó con el poder, aprobó leyes más restrictivas para nuestra comunidad. Definió a los judíos por su sangre, no por sus creencias religiosas. Muchos amigos que no eran practicantes se convirtieron, pero, aun así, se les seguía considerando judíos y, por lo tanto, estaban sujetos a persecución —explicó Aaron mientras le temblaba la voz.

—¿Cómo acabó usted en Auschwitz, profesor? —preguntó tímidamente el joven.

—En abril de 1944, Hitler pidió a las SS, a través de Himmler y sus carniceros de la Totenkopf, que consiguieran más trabajadores, esta vez cien mil judíos de Hungría. Para julio de 1944, casi cuatrocientos cuarenta mil judíos húngaros habíamos sido deportados y conducidos a Auschwitz. A la mayoría de los deportados los llevaron directamente a las cámaras de gas o los fusilaron.

El anciano profesor y el joven estudiante se sentaron en un pequeño banco del parque situado en New Haven Green, en la esquina de Church Street, a degustar su pastel.

—¿Quieres saber cómo sobreviví? El 7 de octubre de 1944, una organización húngara fascista y antisemita llamada la Cruz Flechada desencadenó el terror contra los judíos de Budapest. Aquello supuso el comienzo del fin para muchos de nosotros. La llegada al poder del criminal Ferenc Szálasi puso fin a nuestros sueños de no ser enviados a los campos de exterminio. —El relato se interrumpió mientras el anciano, con los ojos cerrados, saboreaba un pequeño trozo del pastel, que le traía recuerdos de su muy querida Hungría natal—. Una tarde, los comandos de la Cruz Flechada obligaron a todos los judíos que permanecíamos todavía en Budapest a concentrarnos en la plaza Kálmán Tisza. Por la tarde, cuando regresé a mi casa, vi cómo una unidad de la Cruz Flechada detenía a mi madre y a mis dos hermanas. Mi padre había conseguido esconderse en una casa segura, una especie de refugio bajo protección del gobierno sueco y de un diplomático llamado Raoul Wallenberg. Intenté advertirlas con gritos, pero ellas no me vieron —dijo cerrando los ojos y, con la voz quebrada, suspiró—. Aquélla fue la última vez que las vi con vida. Las tres fueron trasladadas esa misma noche a Auschwitz y enviadas a las cámaras de gas. A mí me detuvieron la tarde siguiente mientras buscaba a mi padre.

—¿Y lo enviaron a Auschwitz?

—Sí, como a todos. Creo que fui con el último envío de judíos húngaros a Auschwitz. Me salvé de la cámara de gas porque el 25 de noviembre, ante el rápido avance de los rusos y de los aliados, Heinrich Himmler ordenó la destrucción de las cámaras de gas y de los crematorios de Auschwitz-Birkenau. Dos meses después, las SS nos forzaron a evacuar el campo en una dura marcha hacia el oeste, hacia la Alta Silesia. En Wodzislaw, los que aún quedábamos con vida, unos cuarenta y cinco mil prisioneros de los sesenta mil que dejamos Auschwitz, fuimos de nuevo introducidos en vagones de carga y deportados a campos en Alemania. Yo acabé en Dachau y sobreviví, hasta abril del 45, cuando llegó al campo de concentración la primera unidad estadounidense y nos liberó.

—¿Y no buscó a su familia? —interrumpió nuevamente Milo el relato del anciano.

—Sí. Durante meses. La Cruz Roja y una organización sionista me ayudaron a investigar el paradero de mi madre y mis hermanas para saber cuál había sido su destino. Mi padre consiguió escapar de Hungría e ir a Suecia, y desde allí viajó a Londres. En aquella ciudad nos encontramos nuevamente. Pero el hombre altivo, culto y refinado que yo conocía era ahora una sombra de lo que fue. Nos trasladamos a Estados Unidos a comienzos de los años cincuenta, pero mi padre continuó encerrado en sus recuerdos y sintiéndose culpable por no haber podido salvar a mi madre y a mis hermanas. Se sentía completamente culpable. Una mañana, cuando regresé de la universidad, lo encontré muerto en el baño. Se había disparado en la cabeza. En realidad, era cuestión de tiempo: mi padre fue una víctima más del nazismo. Tal vez una de las últimas.

—¿No ha sentido nunca ganas de vengarse? —preguntó incrédulamente el joven.

—No. Todos los responsables de la muerte de mis familiares fueron ejecutados o murieron cuando acabó la guerra. Ferenc Szálasi fue ahorcado por crímenes de guerra en Hungría el 12 de marzo del 46, Himmler y Hitler se suicidaron, pero ¿qué conseguimos los judíos con ello? ¿Quién puede devolver la vida a los cuatrocientos cincuenta mil judíos húngaros asesinados? ¿Quién puede devolver la vida a mis padres o a mis hermanas? ¿Quién puede devolver la vida a los seis millones y medio de judíos de Europa asesinados por la maquinaria nazi? Nadie, absolutamente nadie. Hay un poema judío que expresa muy bien lo que sentimos aquellos que sobrevivimos al Holocausto:

He hablado con la muerte

y así sé la inutilidad de las cosas que aprendemos

un descubrimiento que hice a expensas de un sufrimiento tan intenso

que sigo preguntándome si merecía la pena.

—¿Y merecía la pena? —preguntó Milo a su maestro.

—No lo sé. Sinceramente, no lo sé. Aún sigo preguntándomelo cuando me miro este número grabado en el brazo izquierdo.

Tal vez los nazis lo hicieron indeleble para evitar que pudiésemos borrarlo. Creo que los judíos no nos borramos los números de los brazos por una cuestión de decencia, decencia y respeto por los millones de los nuestros que murieron en Europa. Quién sabe…

La tarde caía fría sobre el parque en New Haven. Aaron cogió del brazo a su joven ayudante y se levantó del banco.

—Vamos, Milo, regresemos a la biblioteca. Me queda todavía mucho trabajo pendiente y se acerca la fecha clave —dijo el anciano.

Los dos mantuvieron un absoluto silencio mientras caminaban por las limpias aceras, invadidas por universitarios con libros en los brazos. Para Aaron Avner, superviviente del Holocausto y entusiasta de los libros antiguos, New Haven, un pequeño paraíso de ciento veintitrés mil habitantes en el corazón del estado de Connecticut, entre las bulliciosas ciudades de Nueva York y Boston, se había convertido en su particular refugio durante los últimos treinta años.

Disfrutaba recorriendo las calles de la ciudad, decorada con elegantes edificios estilo Nueva Inglaterra y cuya vida cultural no se detenía jamás. Le gustaba visitar a sus viejos amigos, como Ari Benissario, un comunista italiano judío que escapó en los años treinta de las persecuciones del régimen de Mussolini huyendo de su Módena natal para instalarse en New Haven.

Era propietario de una de las mejores sombrererías del país, DelMonico Hatters, situada en el número 37 de Elm Street.

Todos los años, Ari le regalaba un panamá y el bibliotecario sabía llevarlo con orgullo, casi como una corona.

Para confeccionar los sombreros, Benissario utilizaba los brotes de una planta llamada Carludovica palmata, de la cual se usan tan sólo una docena de sus hojas, de alrededor de un metro de largo y pocos milímetros de ancho. La elaboración de los sombreros más finos requería además una temperatura especial. A los tejedores —principalmente mujeres y niños— no les debían sudar las manos, porque de hacerlo podían manchar la valiosa paja. Un sombrero de alta calidad, como los que vendían en DelMonico Hatters, necesitaba de tres a cuatro días de trabajo. A Ari Benissario le gustaba hacer una prueba con los sombreros que regalaba a Aaron; consistía en llenar el panamá de agua como si fuera una bolsa. Si no se filtraba ni una gota, significaba que el tejido era de máxima calidad. Cuando Aaron llegaba a casa, su esposa, Martha, colgaba el sombrero junto a la ropa recién lavada para que se secase.

Otra de las personas que conformaban el estrecho círculo de amistades del bibliotecario era Alexandria Blackman, una bella dama de Boston que se había instalado en New Haven en los años cuarenta y había convertido su negocio de tabacos, Owl Shop Cigars, ubicado en el 268 de College Street, en uno de los mejores establecimientos de cigarros de toda Nueva Inglaterra. A Alexandria le gustaba contar historias a los amigos en la trastienda del negocio sobre sus nobles orígenes bostonianos, fruto de su imaginación. En realidad, Alexandria era hija de una camarera de Ohio y de un dentista de la profunda Nebraska y su único origen noble, según le gustaba explicar a Aaron para diversión de todos, se remontaba a un miliciano a las órdenes de George Washington al que le gustaba arrancar cabelleras inglesas.

Su tercer amigo era Mihail Goldberg, un judío de origen checo con el que almorzaba una vez a la semana en el Slifka Center for Jewish Life, en el 80 de Wall Street, a muy pocos metros de la Biblioteca Beinecke, donde trabajaba Aaron. Mihail era un judío ortodoxo al que le gustaba seguir al pie de la letra las estrictas normas de la Torá y que sólo comía comida kosher. Su hija Dana era una de sus ayudantes en la Biblioteca Beinecke, trabajo que compaginaba con sus estudios de Ciencias Políticas e Historia Contemporánea.

La vida de los habitantes de New Haven, también la suya, se articulaba en torno a la institución centenaria de la Universidad de Yale. Todos los restaurantes, los teatros, los museos y los clubes giraban alrededor de esa gran constelación llamada Yale. Aaron era una pieza más del gran engranaje cultural del que hacía gala la ciudad y estaba orgulloso de ello.

Aún recordaba su llegada a New Haven en la década de los cincuenta, gracias a la ayuda de la familia Goldman, en cuyo honor está erigida la Lillian Goldman Law Library, en la Universidad de Yale.

Todavía se acordaba, como si hubiera sucedido el día anterior, de la primera vez que había visto a aquella joven pelirroja que olía a lilas: los zapatos blancos y azules con cordones, los pantalones remangados y la chaqueta de cuadros rojos que la envolvía, dos tallas más grande que la suya. Durante semanas intentó establecer contacto con ella, sin mucho éxito.

Finalmente dio la misión por perdida, hasta que una noche, durante una fiesta en casa de los Goldman, la vio aparecer con un precioso vestido de tul de color azul. Fue precisamente Lillian Goldman quien los presentó y, desde ese mismo día, aquella estudiante de historia medieval llamada Martha y aquel judío húngaro superviviente del Holocausto y experto en códices medievales llamado Aaron ya no se separarían ni un solo día durante los siguientes treinta años.

Martha lo animó a terminar sus estudios de historia medieval y lo obligó a especializarse en tratados y códices hasta que se convirtió en una de las máximas autoridades de la materia en Estados Unidos. Lo alentó a hacer el doctorado en códices del siglo XV y a dar clases en la universidad, y tras llamar casi de forma clandestina a la familia Goldman, los convenció para que recomendasen a Aaron para el cargo de bibliotecario de libros raros de la universidad. Todo lo que era se lo debía a ella. Su ascenso al tan ansiado puesto de responsable de la Biblioteca Beinecke llegó en 1972, tras una serie de polémicas generadas por la adquisición de unos documentos que después resultaron ser falsos y que habían sido avalados por el anterior director, Sterling Ayers.

A finales de 1965, la Universidad de Yale adquirió por un millón de dólares un supuesto y valioso mapa de Vinlandia, una región cercana a la actual Terranova. El mapa, fechado en el siglo XVI, parecía demostrar que un pequeño grupo de vikingos habían sido los primeros europeos en pisar suelo americano. La polémica estaba servida y Ayers no pudo, o no supo, aguantar la tormenta que cayó sobre la institución por parte de sectores partidarios de Cristóbal Colón. En 1972, un equipo de expertos descubrió que en la tinta se habían utilizado sustancias químicas propias del siglo XX. Sterling Ayers se vio obligado a dimitir y Aaron Avner, un judío húngaro nacionalizado estadounidense, se convirtió en el nuevo director de uno de los mayores tesoros de la Universidad de Yale: la Biblioteca Beinecke de Libros Raros y Manuscritos.

Poco a poco su vida fue volcándose en aquellos códices con olor a pergamino viejo que se almacenaban de forma aséptica en la biblioteca, cuidando de que la humedad y la temperatura en las kilométricas estanterías fueran las adecuadas. A imagen de los antiguos frailes que se hacían llamar scriptores y que realizaban copias a mano de libros en oscuros monasterios europeos, Aaron Avner se convirtió en una especie de guardián de las palabras, en el protector de los más de medio millón de incunables, códices y manuscritos. Todos aquellos legajos eran como hijos. Se sabía casi de memoria cuál era la enfermedad que afectaba a cada uno de ellos, cómo se llamaban, cuál era su número de registro e incluso cuándo se habían redactado. No necesitaba ningún ordenador para saber de qué trataba cada uno de ellos: eran sus hijos.

El edificio revestido de mármol blanco de Vermont, cristal y acero, diseñado por el arquitecto Gordon Bunshaft, se había convertido en el único mundo conocido de Aaron Avner, en su único planeta, un lugar al que sólo unos pocos elegidos podían acceder. De hecho, el bibliotecario había dedicado más horas de su vida a aquel elegante y aséptico edificio y a todo su contenido que a su esposa, Martha.

Aaron todavía recuerda vivamente el día en que se encontraba en Ginebra, en un Congreso Mundial de Biblioteconomía, y recibió una llamada urgente desde el Yale Hospital. Al otro lado de la línea, una voz le informó de que su esposa, tras vivir los últimos seis años con la lacra del cáncer, acababa de fallecer.

Jamás me reprochó haber dedicado más tiempo a estos viejos libros y manuscritos que a ella. Jamás oí una sola palabra de reproche en contra de mi trabajo con estos libros. Tanto para ella como para mí, estos viejos papeles eran los hijos que nunca pudimos tener, pensó el bibliotecario con cierta melancolía y lágrimas en los ojos. Aquello había sucedido hacía siete años.

Sentada en su viejo sofá y envuelta en una manta, Martha solía escuchar apasionadamente las historias de Aaron sobre cualquier descubrimiento nuevo realizado en alguno de los códices. Disfrutaba viendo cómo su esposo bailaba de felicidad alrededor de la mesa mientras relataba los pasos seguidos para descifrar algún nuevo dato aparecido en alguno de los libros de la Biblioteca Beinecke de Libros Raros y Manuscritos. En la etapa final de su enfermedad, aquellos cuentos la animaban, sobre todo cuando veía la cara radiante de su esposo al descubrir el significado de algún símbolo o signo escondido en alguna de las páginas de los miles de libros que conformaban el valioso fondo de la biblioteca.

Desde la esquina de College Street y Elm Street, se levantaba el edificio de la Biblioteca Beinecke, rodeada de la prestigiosa Facultad de Derecho, el Berkeley College y la Sterling Memorial Library.

Una puerta giratoria de cristal brindaba acceso al público. Si los recién llegados alzaban la vista, podían divisar la torre de cristal que se elevaba en el interior, como si fuera el verdadero corazón del edificio. Desde el entresuelo ascendían dos escaleras, una a cada lado. En la entrada estaban expuestas las piezas más valiosas de la Beinecke.

Aaron entró en el espacioso hall y colocó su tarjeta magnética sobre el lector láser. La luz verde indicó que podía acceder al interior. Milo Duke hizo lo mismo y siguió de cerca a su profesor. Sólo Aaron respondió al saludo de George, el canoso vigilante uniformado que estaba sentado tras un gran mostrador de granito y madera.

—Cualquiera podría entrar aquí, llevarse la Biblia de Gutenberg, salir del edificio, tomar un taxi al aeropuerto, coger un avión a Londres, venderla en Sothebys y regresar a cenar a New Haven sin que George se hubiese dado cuenta de nada —dijo Milo con cierto sarcasmo.

—Dentro de unos años, cuando te empiece a temblar el pulso, tampoco te dejarán tocar ninguno de estos manuscritos y códices. Serás demasiado viejo y torpe como para que los cerebros grises de Yale te dejen siquiera acercarte a ellos —respondió Aaron, intentando defender la edad y la experiencia ante la juventud arrolladora de su ayudante.

Antes de entrar en la zona reservada para el personal, una voz llamó la atención del responsable de la biblioteca. Era Melva Davies, la secretaria de Clark Maynard, el altivo decano de la universidad.

—Profesor Avner, el decano Maynard desea hablar con usted —aclaró con voz estridente la secretaria—. ¡Ah! Y ha vuelto a llamar para pedir una cita con usted ese periodista del Boston Globe. Un tal Jack Brown.

—Dígale al decano Maynard que en dos o tres días podré decirle algo más, y si vuelve a llamar ese Brown, dígale que no estoy. Que estoy de viaje —replicó a modo de excusa mientras empujaba la puerta blindada que daba acceso a la zona de oficinas y al departamento de restauración. Ya a salvo de Melva Davies, el profesor Avner se dirigió hacia su despacho con paso rápido, saludando entre dientes a todos con los que se encontraba en su camino.

Desde el seguro refugio de su despacho, a través de un gran ventanal, se podía contemplar el gran corazón del edificio: una torre central interior con estructura de acero y cristal templado donde se alineaban ciento ochenta mil códices y manuscritos perfectamente etiquetados en sus lomos. Otro medio millón de cartas, documentos y libros se almacenaban pulcramente ocultos en el subsuelo del edificio. Un poco más a la derecha se divisaban las dos urnas de cristal que atesoraban dos de los ejemplares más valiosos de la colección Beinecke: una Biblia de Gutenberg, el primer libro occidental impreso con caracteres tipográficos móviles, y Los pájaros de América, de John James Audubon, de 1820.

Aaron cogió el teléfono y llamó a su ayudante. Cuando éste acudió a su despacho, pidió a la señora Hollingsworth que le llevase el volumen número 2002046.

Duke llevaba varios años colaborando con el profesor Avner y había seguido paso por paso los descubrimientos realizados por éste en el Manuscrito Voynich, un códice cifrado sin título llamado así por su descubridor, el librero Wilfred Michael Voynich, quien se topó con él en 1912 en Italia. Aaron sólo le contaba pequeñas pinceladas sobre lo que iba descubriendo en el valioso códice, nunca todas las claves. Sabía que eso podía ser peligroso para ambos. Milo Duke y su manoseada agenda negra, que siempre llevaba encima, eran las únicas fuentes y bases de datos sobre sus descubrimientos en las misteriosas páginas del Manuscrito Voynich. El bibliotecario no deseaba dejar el menor rastro de sus investigaciones o, al menos, no a la vista de ojos indiscretos.

Minutos después, mientras hablaban en el despacho, un sonido seco en la puerta cortó la conversación. La eficiente señora Hollingsworth entró empujando un pequeño carrito en el que llevaba el Manuscrito Voynich.

Con las manos enguantadas, tomó el viejo manuscrito y lo depositó en una gran mesa metálica con el mismo cuidado que el que habría tenido una enfermera colocando a un paciente en una mesa de quirófano.

El profesor Avner dio las gracias a la bibliotecaria, pero ésta dudó un momento antes de retirarse. Antes de cerrar la puerta, Gayle Hollingsworth se giró, dirigiéndose a Aaron Avner.

—Profesor, recuerde que debe ponerse los guantes, y no fume sus pestilentes cigarros cerca del códice —advirtió con una pequeña sonrisa entre los labios mientras cerraba la puerta tras sí.

El joven ayudante jamás había podido tocar el Manuscrito Voynich a pesar de llevar en la Beinecke casi cuatro años, los dos últimos junto al profesor. La señora Hollingsworth lo había impedido. Ahora, allí estaba aquel viejo libro lleno de misterios y códigos cuyo significado todavía no había sido posible descifrar. El anciano bibliotecario se colocó los guantes cuidadosamente mientras observaba el libro con deleite.

En la caja aparecía una pulcra etiqueta que indicaba:

MS 408

Europa Central (?), s. XVçexXVI (?)

Manuscrito cifrado Texto científico o mágico en una lengua desconocida, en cifra, aparentemente basado en minúsculos caracteres romanos; algunos eruditos creen que el texto es obra de Roger Bacon, ya que las ilustraciones parecen representar temas que, según se sabe, eran del interés de Bacon.

Para el profesor Avner el Manuscrito Voynich era como la Gioconda de los libros. Antes de abrirlo con ambas manos, extrajo de la caja metálica una carpeta roja en cuyo interior se encontraba una misteriosa carta escrita en latín por alguien llamado Johannes Marcus Marci de Cronland, un erudito jesuita que pudo ser propietario del códice entre 1608 y 1637. La carta, manuscrita y fechada en 1666, se hallaba en perfecto estado, así como el códice. Aaron sabía que existían otras tres cartas más escritas por Marci de Cronland y dirigidas a la misma persona, el sabio Athanasius Kircher, otro jesuita cuya amplia correspondencia se encontraba archivada en la biblioteca de la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Para Aaron Avner la llamada Carta Marci, que desde hacía siglos formaba parte del archivo del Manuscrito Voynich, era la más importante de las cuatro, dado que se había guardado durante siglos en el interior del códice y porque gracias a ella se podía seguir el rastro del manuscrito hasta casi finales del siglo XVII. El Manuscrito Voynich llevaba anexa una etiqueta en su lomo con un código de barras con el número MS 408; la Carta Marci tenía el número MS 408A.

Aaron estaba al tanto de toda la información existente acerca de Johannes Marcus Marci de Cronland, antiguo rector de la Universidad de Praga.

—Sólo tienes que leer la carta entre líneas para saber quién era o, por lo menos, cómo era este sabio jesuita —explicó Aaron a su ayudante. Desplazando su dedo enguantado por las líneas escritas tres siglos antes, el profesor Avner comenzó a leer mientras traducía del latín—: Reverendo y distinguido maestro, Padre en Cristo: este libro, que heredé de un amigo íntimo, estuvo destinado a ti desde que llegó a mis manos, mi muy querido Athanasius, porque estoy convencido de que nadie más que tú será capaz de leerlo. El propietario anterior de este libro pidió una vez tu opinión por carta, copiando y enviándote un extracto del libro. Pensaba que serías capaz de leer el resto, pero en aquel momento no quiso remitirte el libro en sí —dice la carta.

—Entonces, ¿Johannes Marcus Marci de Cronland se creía propietario del códice? —preguntó el ayudante.

—Johannes Marcus Marci de Cronland fue el séptimo propietario del Manuscrito Voynich. Llevo casi veinte años, desde que el libro cayó en mis manos, intentando establecer una ruta hacia el pasado. Desde 1969, en que fue donado a la Biblioteca Beinecke por un coleccionista llamado Hans Kraus, hasta el mismísimo reinado de Enrique VIII de Inglaterra —respondió el profesor—. Ha sido como intentar hallar un código de ADN o, mejor dicho, reescribir un curriculum vitae de un premio Nobel desde que le dan el premio hacia su nacimiento. Esto es mucho más complicado debido a que para ello no se siguen pautas de investigación cronológica. El científico nace, crece, estudia, va a la universidad, se licencia, pasa por diferentes trabajos, realiza distintas investigaciones, publica sus descubrimientos y le conceden el premio Nobel. En el caso del Manuscrito Voynich no tuve más opción que seguir una pauta no cronológica, una pauta histórica, y eso es mucho más complicado.

—¿Por qué es más complicado? Los acontecimientos que rodearon al códice están en su mayor parte documentados —dijo Milo.

—En estas últimas dos décadas he conseguido seguir una ruta del códice. Y la Carta Marci me ha sido de gran ayuda.

Déjame que siga leyendo. A partir del segundo párrafo aparecen las primeras revelaciones importantes. —El profesor se ajustó las gafas metálicas en la punta de la nariz y buscó con el dedo el lugar en donde se había quedado anteriormente—: El maestro de lengua bohemia de Fernando III, el señor doctor Rafael, me ha informado de que el libro antedicho perteneció al emperador Rodolfo, que pagó por el libro a su anterior poseedor la suma de seiscientos ducados. Él creía que su autor era el inglés Roger Bacon, y la carta concluye así: Quedando a las órdenes de su reverencia, Johannes Marcus Marci de Cronland. En Praga, a 19 días de agosto del año del Señor de 1666.

—¿El monje franciscano del siglo XIII? Pero si vivió entre 1214 y 1294, ¿cómo pudo escribir entonces el Manuscrito Voynich si está datado en el siglo XV? —preguntó Milo.

—La Carta Marci me ha permitido seguir un rastro más o menos fiable del Manuscrito Voynich a través de los personajes que cita en ella Johannes Marcus Marci de Cronland —contestó el profesor haciendo una pausa y obligando a guardar silencio a su ayudante—. Marci de Cronland me dio las primeras pistas sobre el recorrido del códice. Fernando III, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico e hijo de Fernando II, que a su vez era primo de Rodolfo II…

—¿Pero cómo acabó en manos de Rodolfo II?

—El códice pasó de unas manos a otras entre los miembros de la Casa de Habsburgo. Fernando III fue coronado emperador en 1637, cuando la guerra de los Treinta Años asolaba Europa. Estoy seguro de que Fernando III se lo mostró a su profesor y tutor, Rafael, y éste, al estudiar el manuscrito, recomendó que lo adquiriese. Según Marci de Cronland, Rodolfo II pagó unos seiscientos ducados por él.

—¡Eso es una fortuna! Podrían ser unos treinta y cinco mil dólares de hoy —aseguró Milo acompañado de un pequeño silbido.

—Sí, podría acercarse a esa cifra. Si se comparan las cantidades de dinero que los poderosos de la época pagaron por otros famosos códices, como el Dioscórides vienés o Juliana Anicia, verás que la cifra del Manuscrito Voynich era demasiado elevada.

Por el Dioscórides vienés se pagaron tan sólo cien ducados. —El fuerte timbre del teléfono interrumpió la conversación. Aaron lo descolgó y al otro lado de la línea una voz le informó de que un periodista del Globe llamado Jack Brown lo esperaba en recepción. Al profesor le molestó la intromisión y le pidió a George, el vigilante, que se lo quitase de encima—. Haz lo que quieras con él —dijo Aaron mientras su ayudante continuaba mirando atentamente el libro.

El profesor Avner volvió a sentarse en la pequeña butaca y acercó una lámpara de tenue luz a la caja que contenía el códice.

—¿Por qué la biblioteca no ordenó un análisis de carbono 14? Eso tal vez nos sacaría de dudas respecto a la datación del códice —apuntó el ayudante.

—Ya sabes que no creo mucho en la tecnología… La prueba del carbono 14 muchas veces no es concluyente, según el período que se investigue y de si el objeto no ha sido manipulado convenientemente.

—¿A qué se refiere, profesor?

—Por ejemplo: la datación de material básico, como la vitela, no descartaría la utilización de material antiguo o nuevo en su fabricación. Por ejemplo, esto sucedió con el Leccionario del Evangelio, 1328. Se trataba de una recopilación de todas las lecciones que se habían leído en la iglesia a lo largo de ese año. Un ciclotrón, un acelerador de partículas, demostró que el pergamino utilizado era realmente papel revestido de plomo blanco teñido para darle el color amarillento clásico. Este tipo de papel, o mejor dicho, falsificación de pergamino, se fabricaba a finales del siglo XIX y principios del XX. Y así se descubrió que el Leccionario del Evangelio era falso —concluyó el profesor Avner.

—En un estudio reciente que he leído se aseguraba que las tintas suelen ser más concluyentes que el papel.

—Sí, así es. Las tintas pueden revelar la utilización de componentes químicos actuales. En ellas se puede ver incluso si los materiales están contaminados. No es lo mismo un manuscrito redactado en Florencia en 1478 que el mismo manuscrito redactado en Florencia en 1978. La polución y la contaminación son diferentes y eso se refleja en la tinta que se utiliza.

Aaron Avner y su ayudante comenzaron a abrir la gruesa cubierta de piel de cordero del códice. Ante ellos pasaron imágenes de constelaciones imposibles de situar, plantas difíciles de identificar, y ninfas o mujeres desnudas bañándose juntas en pequeñas piscinas interconectadas por conductos parecidos a tuberías.

Unas horas después, cuando la noche había caído ya sobre New Haven, Duke se despidió del profesor.

—¿Quiere que lo lleve hasta su casa? —preguntó Milo.

—No, gracias —contestó el profesor Avner—. Aún me queda mucho trabajo y debo guardar el códice en la caja fuerte.

Gracias de todos modos.

Tras despedirse de su ayudante, el profesor tomó la caja del códice y se dirigió al departamento de restauración, situado una planta más arriba. Allí se encaminó hacia la sección donde estaban los escáneres. Con sumo cuidado, depositó el libro sobre la plancha de cristal y comenzó a abrir el Manuscrito Voynich por diversos folios mientras conectaba el escáner. Un pequeño zumbido indicaba a Aaron que la imagen se había grabado en el disco duro. Durante horas el único sonido que lo acompañó fue el zumbido de la máquina, que eficientemente iba copiando las imágenes del valioso y misterioso libro. De repente, justo cuando se disponía a cambiar de folio, vio una sombra a través del cristal central de la puerta de emergencia. Alguien había estado vigilándolo en la oscuridad. Con temor, se acercó a la puerta y presionó la barra de apertura que daba acceso a la escalera de emergencia. Nadie. No había nadie. Tal vez hayan sido imaginaciones mías, pensó antes de regresar hacia el escáner.

Terminó de escanear las páginas y, tras colocar el libro en la caja fuerte de su despacho, comenzó a hacer copias en papel fotográfico de las imágenes escaneadas. Casi un centenar de imágenes se amontonaban a su lado. A continuación sacó de su maletín ocho sobres con direcciones escritas a mano e introdujo en cada uno de ellos varias copias de las páginas del Manuscrito Voynich. Los sobres amarillos, sin ningún tipo de identificación de la Biblioteca Beinecke, tenían escrito el nombre de diferentes ciudades del mundo: Staffordshire (Gran Bretaña), Florencia (Italia), Roma (Italia), Bruselas (Bélgica), Drogheda (Irlanda), Ámsterdam (Holanda), Fort Meade (Maryland) y Houston (Texas).

Una vez cerrados y con el nombre de sus destinatarios puesto, Aaron volvió a meter en su maletín negro los ocho sobres.

Descolgó el teléfono y marcó el 777-5725. Tras una pausa, una voz femenina respondió al otro lado de la línea.

—Federal Express, buenas noches —dijo la mujer.

—Buenas noches. Quisiera cierta información, el horario de envíos con destino internacional. ¿A qué hora es la recogida de los sobres? —preguntó pausadamente el profesor Avner.

—Tenemos tres recogidas, a las nueve de la mañana, a las tres de la tarde y a las doce de la noche —respondió la mujer.

—¿Quiere esto decir que dentro de cuarenta minutos tienen ustedes una recogida? —volvió a preguntar el bibliotecario para asegurarse.

—Déjeme mirar el reloj… Sí, así es.

—Muy bien, muchas gracias —dijo el profesor Avner antes de colgar.

El profesor Aaron miró el reloj y comprobó que tenía tiempo de sobra para llegar a la oficina de la compañía Fedex, situada en el 55 de Church Street, antes de la recogida de las doce. Ordenó pulcramente la mesa, se aseguró nuevamente de dar tres vueltas al disco de seguridad de su caja fuerte, apagó las luces y cerró la puerta de su despacho con llave. Poco después atravesaba el oscuro hall de la biblioteca para dirigirse hasta el aparcamiento. Tan sólo George, el vigilante, rompió el silencio reinante.

—Buenas noches, profesor.

—Buenas noches, George —respondió el profesor, pero antes de traspasar las puertas giratorias, Aaron se giró hacia él—: Perdone, ¿estaba usted haciendo una ronda hace unos minutos en el departamento de restauración?

El vigilante pareció sorprendido por la pregunta.

—No. Hace unos cuarenta minutos que no me muevo de aquí, ni siquiera he ido al baño… y eso que tengo problemas de próstata. En fin… la edad.

—¿Sabe si queda alguien trabajando todavía en el edificio a estas horas? —volvió a preguntar el bibliotecario.

—No, no hay nadie. La última persona que se marchó fue su ayudante, el señor Duke. Y de eso hace casi tres horas —dijo el guardia—. ¿Por qué lo pregunta? ¿Ha visto algo sospechoso?

—No, no se preocupe. No es nada —respondió Aaron para tranquilizar al vigilante—. Buenas noches, George —dijo mientras empujaba la puerta giratoria.

—Buenas noches, profesor.

Ya en el exterior, Aaron Avner, sujetando fuertemente su maletín, se dirigió hasta la primera fila del aparcamiento, donde tenía estacionado su viejo Ford. Mientras intentaba abrir la puerta del coche, un movimiento a su espalda lo alertó.

Temiendo por el contenido del maletín, se giró rápidamente para intentar sorprender al posible ladrón.

—No se asuste, por favor —dijo el recién llegado—. Soy Jack Brown, el periodista del Boston Globe. He intentado hablar con usted en varias ocasiones, pero me ha estado evitando, así que decidí montar guardia aquí fuera hasta que saliese de la biblioteca. Si le digo la verdad, prefiero que haya sido a esta hora para que nadie pueda vernos.

—Tengo mucho trabajo como para perder el tiempo hablando con un periodista —respondió agresivamente Aaron. Tal vez le molestaba la forma en que el periodista lo había abordado.

—Es muy importante que hable con usted. Tengo que contarle una historia que tal vez le interese, profesor. Está relacionada con un libro que pertenece a su biblioteca —dijo Brown misteriosamente.

Sujetando aún el maletín con fuerza, el profesor Avner se percató de que se acercaba la media noche y debía llegar unos minutos antes a la oficina de Fedex de Church Street si quería desprenderse cuanto antes de los ocho sobres que llevaba.

—Siento no poder hablar con usted ahora, pero tengo mucha prisa. Si quiere, podemos vernos mañana en mi despacho. Le diré a mi secretaria que le dé una cita —dijo Aaron para intentar librarse del periodista.

—Prefiero que nos veamos fuera de la biblioteca. Las paredes oyen y no me fío de nadie —respondió Brown.

—Muy bien, veámonos en otro lugar. ¿Conoce el hotel The Historie Mansión Inn, en el 600 de Chapel Street? —preguntó el profesor.

—Sí, sí lo conozco —respondió el periodista.

—Muy bien. Hay un bar inglés en el interior. Nos vemos allí mañana a las diez. Sea puntual si es que quiere contarme algo —dijo Aaron.

La cara del periodista se iluminó.

—¡Ahí estaré! —exclamó—. Se lo prometo, profesor Avner. La historia que le voy a contar le va a interesar mucho —aseguró el periodista. Aaron estaba ya en el interior de su automóvil dando marcha atrás hacia la salida del aparcamiento.

Minutos después de circular por las solitarias calles de New Haven, Aaron se detuvo ante la fachada de una oficina donde ponía en grandes letras: Fedex Courier. Mientras miraba el maletín negro, situado en el asiento trasero del coche, por el espejo retrovisor se acordó de las palabras de ese tal Brown. Bueno, mañana sabré de qué se trata, pensó el profesor al salir del coche.

Dio unas zancadas y abrió la puerta de la oficina. Una jovencita de aspecto universitario que estaba al otro lado del mostrador le dio la bienvenida.

—¿Cuánto falta para la recogida del envío internacional? —preguntó el profesor.

—Tan sólo unos minutos —respondió la empleada de Fedex—. La furgoneta viene de nuestra oficina de Whitney Avenue y desde aquí se dirige a la oficina de Orange y va al aeropuerto para entregar todas las sacas —explicó detalladamente la joven.

—Bien… Quiero enviar estos ocho sobres y, si no le importa, me quedaré esperando hasta que los recojan —dijo el anciano.

—De acuerdo. No tenemos sala de espera, pero puede sentarse aquí, a mi lado —dijo la amable joven sonriendo—. No creo que a esta hora pase mi supervisor. Si ve que hago esto, pueden despedirme.

Aaron Avner extrajo cuidadosamente los sobres y los depositó sobre el mostrador. La joven fue clasificándolos por territorios, países y continentes.

—Veamos. Uno es para Gran Bretaña, dos para Italia, otro para Bélgica, otro para Irlanda, otro para Holanda y dos se quedan aquí, en Estados Unidos —enumeró la empleada mientras colocaba de forma ordenada etiquetas con códigos de barras y unos números en la parte de abajo—. ¿Desea enviarlos en la categoría de urgente o alta prioridad? —preguntó la joven.

—Deseo que lleguen lo más rápido posible a sus destinatarios —respondió el bibliotecario mientras la joven colocaba nuevas etiquetas con las palabras alta prioridad. Cuando se disponía a colocar la última etiqueta en el octavo sobre amarillo, una voz irrumpió al otro lado del mostrador.

—Buenas noches, Anne —saludó el recién llegado. Era el conductor de recogidas de Fedex. Apiló cuidadosamente todos los paquetes y sacas en el interior de la furgoneta y segundos después partió hacia el aeropuerto con los misteriosos sobres.

* * *

Ciudad del Vaticano

Sobre las ocho de la tarde sonó uno de los teléfonos en la centralita telefónica de la Santa Sede. La voz de un fraile perteneciente a la Cofradía de los Seis Hermanos de Don Orione atendió la llamada. Esta hermandad era la encargada de controlar las comunicaciones telefónicas del Vaticano desde que, en 1886, el papa León XIII ordenó la instalación de la primera centralita.

—Buenas tardes —dijo el fraile.

—Buenas tardes —respondió una misteriosa voz al otro lado de la línea—. Deseo hablar con monseñor Przydatek.

—Muy bien, espere un momento, por favor —pidió el religioso.

A cientos de kilómetros de allí, una sombra aguardaba en una solitaria cabina telefónica situada a las afueras de New Haven, en el estado de Connecticut. La voz del fraile interrumpió la tensa espera.

—Un momento. Le paso con monseñor Przydatek.

Sonaron tres tonos y alguien descolgó el aparato.

Fractum nec fractuem, favor por favor —dijo la voz del desconocido.

Silta nec silto, silencio por silencio —respondió el religioso.

—¿Monseñor Przydatek?

—Sí, soy yo. ¿Qué desea? —preguntó el alto miembro de la curia.

—El Manuscrito Voynich ha sido despertado. —Inmediatamente, la persona anónima que había llamado colgó el auricular.

Al religioso se le mudó la expresión en el rostro cuando oyó el mensaje transmitido desde New Haven. A pesar de su experiencia como agente de la Entidad, el servicio de espionaje del Vaticano, aún no controlaba sus nervios ante aquel tipo de peligrosas noticias. Debía informar de ello cuanto antes a su jefe, el todopoderoso cardenal August Lienart, responsable de los servicios de espionaje y contraespionaje papales.

Vaclav Przydatek, secretario de su eminencia, se había convertido en una importante pieza dentro del aparato de poder creado por el propio cardenal Lienart, a quien muchos miembros del colegio cardenalicio calificaban con el apodo de Papa en la sombra. Przydatek entró a trabajar en los servicios de espionaje cuando Lienart era tan sólo el jefe del Sodalitium Pianum —la Sociedad de Pío—, el contraespionaje pontificio, y él, un simple sacerdote recién salido del seminario y con deseos de ganar puntos en la engrasada maquinaria de la curia.

El jesuita polaco comenzó a escalar posiciones poco a poco gracias a sus escasos escrúpulos y Lienart sabía cómo sacar partido de su ambición. En una ocasión, el ahora secretario privado del cardenal August Lienart había actuado como enlace entre su jefe y varios banqueros cercanos al Vaticano que habían invertido ingentes cantidades de dinero sucio de la mafia perteneciente a la familia Colombo. En otra, Vaclav Przydatek había transportado dos maletas con nueve millones y medio de dólares en su interior desde la Banca Católica del Véneto a la sede de los servicios de espionaje en el Vaticano. También había participado en el asesinato de un fiscal especial que se disponía a investigar las relaciones de Lienart con diferentes bancos y en el de dos investigadores especiales: el superintendente de las fuerzas policiales de Palermo y el jefe de seguridad de Roma.

El fiscal fue abatido a tiros en el portal de su casa por un asesino profesional cuya descripción dada por los testigos se asemejaba mucho a Przydatek: un hombre alto, de complexión fuerte, pelo castaño, con una cicatriz en la mano izquierda, que había sido visto en los alrededores de la residencia privada del fiscal desde hacía unas semanas. La cicatriz era un accidente de caza que había sufrido en su Polonia natal.

Dos días después, en un semáforo, el jefe de seguridad de Roma, el teniente coronel Giorgio Amico, fue ametrallado.

Raffaelle Giuliano, superintendente de las fuerzas policiales de Palermo, caería un mes después cuando se disponía a abonar su consumición en un bar. Un hombre alto, de complexión fuerte y pelo castaño se le acercó por la espalda y le disparó en la nuca. Curiosamente, la policía italiana descubrió en los tres cadáveres un círculo con un octógono dibujado en su interior, con el nombre de Jesucristo escrito en cada uno de sus lados y con un lema escrito en latín: Dispuesto al dolor por el tormento, en nombre de Dios, el mismo símbolo que portaba el sacerdote jesuita Jean-François Ravaillac cuando, por orden del papa Pablo V, apuñaló hasta la muerte al rey Enrique IV de Francia la mañana del 14 de mayo de 1610.

El jesuita Przydatek era un honorable descendiente del jesuita Ravaillac en su honesta labor de defender a la Iglesia y a sus altos representantes —el Papa y los miembros del colegio cardenalicio— de sus enemigos allá donde éstos se encontrasen.

La policía francesa descubrió entonces que Ravaillac había formado parte de un extraño grupo místico-católico llamado Círculo Octogonus, también conocido como Círculo de los 8. Sus miembros eran ocho fanáticos sacerdotes católicos que prestaban obediencia ciega al Sumo Pontífice de Roma, con preparación militar, hábiles sobre todo en el uso de determinadas armas especiales, y dispuestos a dar su vida en nombre de la verdadera religión. Para monseñor Vaclav Przydatek, el Círculo Octogonus era su única fe de vida ante Dios nuestro Señor, y sus oscuras y secretas normas, su único mandamiento.

Tal y como habían hecho siglos antes los ocho religiosos, el obispo Przydatek había jurado lealtad y honor, por la verdadera fe, arrodillado ante la tumba del primer Papa, san Pedro.

Con ocho cirios ardientes como única iluminación, cada miembro del Círculo Octogonus se postraba ante la tumba de Pedro y juraba guardar silencio sobre las decisiones tomadas por el gran maestro del Círculo, acatar todas las decisiones del Círculo Octogonus sin poner en duda la fe de Cristo nuestro Señor, salvaguardar al Sumo Pontífice reinante de las decisiones adoptadas en los consejos del Círculo Octogonus y morir, si fuera necesario, para proteger la identidad del gran maestro, del resto de los miembros del Círculo, sus decisiones u objetivos. Al final de la ceremonia, el nuevo miembro del Círculo Octogonus se levantaba tras pronunciar las palabras: Que Dios y nuestros santos me ayuden en esta labor. Juro, y con un soplido apagaba uno de los ocho cirios. Monseñor Vaclav Przydatek aún recordaba aquella noche de diciembre en que fue llamado para prestar juramento. Desde hacía más de veinte años guardaba los secretos del misterioso Círculo.

Sus años como religioso y miembro de la Entidad, a las órdenes de su eminencia el cardenal August Lienart, le habían hecho ganarse la confianza de los poderosos de la curia y merecedor de honores papales, y, mediante ascensos, había llegado a portar el hábito morado episcopal. Se había hecho con una buena cartera de relaciones y apoyos en su cada vez más vertiginosa carrera gracias a los importantes favores que había hecho a otros altos miembros de la curia durante su etapa en el contraespionaje. Przydatek había conseguido dos de sus más importantes apoyos políticos gracias a su sacro silencio en el caso de un cardenal que vendía de forma ilegal títulos de la Orden de Malta o en el asunto de otro cardenal acusado de haber dejado embarazada a una mujer de la alta sociedad de Boston. El agente jesuita polaco había descubierto los dos casos y, en lugar de denunciarlos ante el Tribunal de la curia, prefirió guardar silencio y utilizar a ambos cardenales como fiel apoyo a su propia causa.

Recuperándose de sus pensamientos, el religioso levantó el teléfono y pidió que le pasaran con el número privado del cardenal Lienart. El fraile que se encontraba de guardia en la centralita telefónica del Palacio Apostólico se dispuso a ello.

—¿Es segura esta línea? —preguntó el cardenal Lienart.

—Sí, eminencia. La he conectado al sistema de seguridad —respondió Przydatek.

—Bien, dígame. Me ha sacado de una recepción en la Embajada de Colombia. ¿Qué sucede?

—Eminencia, hemos recibido una comunicación a las ocho de la tarde hora Vaticano, dos de la tarde hora Costa Este de Estados Unidos. Nuestro informante nos ha comunicado que el Manuscrito Voynich ha sido despertado —respondió lacónico el religioso.

—Bien. Mañana le daré instrucciones al respecto. Ahora debo regresar a la recepción del embajador de Colombia. No haga nada ni adopte ninguna decisión hasta que no mantengamos una reunión. Lo espero mañana a las once de la mañana —dijo Lienart.

—¿No podríamos reunimos antes, eminencia? —insistió Przydatek.

—Lo intentaré, pero no sé si antes debo ver al secretario de Estado, el cardenal Newton Metz. Nos veremos en mi despacho.

De todas maneras, consulte antes mi agenda con sor Ernestina —sugirió tranquilamente el jefe de los servicios de inteligencia del Vaticano. Antes de colgar el aparato, Lienart se dirigió de nuevo a su secretario—: Recuerde, fiel Przydatek: ha llegado la hora de juzgar a los muertos y recompensar a los profetas. —Segundos después, el cardenal August Lienart colgó el auricular y regresó al bullicio diplomático de la legación sudamericana.