17

Ya no llevaba el Stetson. Iba despeinado y se le notaba el surco que le había dejado el sombrero. Llevaba un chaquetón vaquero forrado de piel y el tejido parecía tieso y manchado de rojo oscuro en algunos puntos.

—Marla os envía saludos. Habría venido conmigo si hubiera estado en condiciones.

Al oír aquella alusión a su madre, Laura se echó a llorar. Lo hizo en silencio, con la cara congestionada y roja, y los ojos anegados en lágrimas. De su garganta brotó un gemido estrangulado. Se dejó caer en una silla.

—Hey, tú, ponte en pie y levanta las manos donde yo pueda verlas.

La pistola se movió para exigir diligencia. Yo no tenía la menor intención de discutir. Laura se levantó despacio y sin mirar a Gilbert. Soltó el aire de los pulmones con un suspiro audible y las lágrimas le rodaron por las mejillas. Nos encontrábamos en aquella situación por su culpa, porque todo lo que había hecho, lo había hecho mal. Ella se la había jugado y las consecuencias las pagábamos nosotros. Los veía a todos con claridad meridiana: Ray con el chaquetón puesto y las llaves del coche en la mano; había conseguido ponerle el abrigo a su madre; esta estaba cerca de donde había estado sentada a la mesa, con los brazos levantados, envuelta en lana como una niña durante una nevada. Cinco minutos más y ya no habríamos estado allí. Pero seguro que Gilbert nos había estado espiando un rato, de manera que tampoco tenía importancia. Que los cuatro estuviéramos con los brazos levantados no dejaba de tener su lado cómico. Era como si nos hubieran sorprendido en medio de un spiritual, agitando las manos al cielo. En una película de vaqueros, ya habría saltado alguien sobre Gilbert y los dos estarían forcejeando por la pistola. Allí no. Lo miraba con fijeza, esforzándome por adivinar sus intenciones. Helen se volvía a todas partes con la mirada desenfocada, barriendo con los ojos la niebla gris de la habitación y sus sombras inmóviles. No sé si estaba confusa o alterada, pero no hizo ningún comentario, intuyendo tal vez que la situación no estaba para preguntas. Empezó a tiritar de manera casi imperceptible, tal como suelen hacer los perros en la mesa del cuidador canino.

El aire olía aún a carne de cerdo y bechamel. Los restos de la cena seguían en los platos y fuentes, y los cacharros de cocinar estaban amontonados en el fregadero. Puede que Freida Green quisiera pasar unos días más tarde para fregar todo aquello… cuando hubieran retirado el cordón protector de la escena del crimen y quitado el precinto de la puerta de la calle.

Gilbert empuñaba la pistola con la derecha y se introdujo la izquierda en el bolsillo del chaquetón. Sacó un rollo de cinta aislante.

—Os diré lo que vamos a hacer —dijo en tono coloquial—. Tú, Ray, siéntate en aquella silla. Laura te atará con la cinta aislante. Eh, eh, eh, criatura. Maldita sea. Deja de llorar. No ha pasado nada todavía. Yo sólo procuro que todo esté bajo control. No quiero que nadie se me eche encima. No quiero que se me dispare la pistola porque entonces habría heridos. La abuela tendría un aspecto espantoso con un agujero en la cabeza, los sesos chorreándole, y Ray con un boquete en el pecho. Vamos, vamos. Colabora, aunque sólo sea para demostrar que aún tienes sentimientos.

Le arrojó el rollo de cinta aislante y Laura lo recogió al vuelo. Pareció quedarse congelada y pasaron varios segundos sin que hiciera el menor movimiento. Después volvió a suplicarle:

—Gilbert, te pido por favor…

—¡¡Átalo con la cinta!!

Lo repentino del grito me hizo dar un respingo. Laura ni siquiera parpadeó, pero se puso en movimiento, acercándose a Ray. Despacio y sin bajar las manos, Ray se sentó en la silla que le había señalado Gilbert. Laura lloraba con tanta intensidad que me costaba creer que viese lo que hacía. Las lágrimas le limpiaron el maquillaje de las mejillas y dejaron al descubierto las viejas magulladuras como si fuese otra capa de pintura que había debajo. Se le habían soltado algunas mechas de pelo rojo que le colgaban alrededor de la cara.

La mirada de Gilbert se posó en Ray.

—Dame problemas y la mato —le dijo.

—No lo hagas —dijo Ray—. Tranquilo. Cooperaré.

Gilbert me miró a mí a continuación.

—Si me dieras las llaves, te lo agradecería —dijo.

Así las llaves, que seguían en la mesa de la cocina. No me gustaba desprenderme de ellas, pero no se me ocurría ninguna otra alternativa. Las puse sobre la palma izquierda de Gilbert. Este las miró por encima y se las guardó en el bolsillo del chaquetón.

—Escucha, Gilbert, este asunto viene de muy lejos. No tiene nada que ver con ellas tres. Haz conmigo lo que quieras, pero deja que se vayan.

—Haré lo que se me antoje. Ya lo estoy haciendo. No me preocupan estas dos, la vieja y esa —dijo señalándome—. Pero a esta otra tengo que ajustarle las cuentas. Huyó de mí. —Se quedó mirando a Laura con el entrecejo fruncido—. ¿Quieres hacer lo que te he dicho?

—Gilbert, por favor, eso no. Por favor.

—¿Quieres callarte? No estoy haciendo nada —dijo con indignación—. ¿Qué hago en este momento? Sólo estar aquí, hablando con tu padre. Ve y haz lo que te he dicho. No quiero que Ray juegue sucio.

—¿Por qué no nos vamos? Subimos al coche y nos vamos los dos solos.

—No estás preparada. Ni siquiera has empezado —dijo Gilbert. En su voz se habían colado unas notas de exasperación y eso era mala señal.

Ray miraba a Laura con ternura.

—Tranquila, pequeña, no pasa nada. Acércate y haz lo que dice. Lo importante es que nadie pierda los estribos.

—Totalmente de acuerdo —dijo Gilbert con una sonrisa—. Todo el mundo tranquilo. Quiero que le ates los tobillos a las patas de la silla. Y las manos en la espalda, con un nudo bien fuerte. Voy a vigilarte, de manera que no lo ates mal fingiendo que lo atas bien. No soporto que me engañen. Ya me conoces. Suénate la nariz y deja de lloriquear.

Laura metió la mano en el bolsillo, sacó un pañuelo de papel y obedeció. Tiró el pañuelo y estiró una cantidad de cinta, que crujió al despegarse. Pasó la cinta por el tobillo derecho de Ray, pegándole primero al tobillo el dobladillo de la pernera y luego pasando varias veces la cinta por la pata de la silla.

—Que esté tirante. Si no tiras más, le meteré una bala en la pierna.

—¡Ya lo hago! —Laura fulminó a Gilbert con la mirada y durante unos segundos no hubo miedo en sus ojos, sino violencia pura.

La reacción pareció gustar a Gilbert, que sonrió ligeramente.

—¿Por qué te pones así?

—¿Dónde está Farley? —preguntó Laura con voz sombría.

—Ah, ese. Lo dejé en California. Vaya montón de mierda resultó el muchacho. Se derritió como la mantequilla. Me revienta la gente así. Te lo diré en pocas palabras: te ha traicionado. Es la verdad. Te delató. Me lo contó todo para salvar el pellejo. Un comportamiento poco loable. Más bien apestoso. —Se acercó a la silla donde estaba sentado Ray. Sin quitarnos el ojo de encima, se agachó junto a la silla y comprobó la cinta aislante. Se incorporó, satisfecho al parecer del trabajo de Laura—. Cuando lo hayas atado, repite la operación con ella —dijo, refiriéndose a mí.

Laura estiró otra cantidad de cinta y se puso a atar la pierna izquierda de Ray al travesaño de la silla.

—¿Qué le has hecho? —preguntó.

Gilbert se había alejado un par de pasos.

—¿Qué le he hecho? No hablábamos de lo que le había hecho. Yo no le hice nada. Es lo que hiciste tú. Me traicionaste, pequeña. ¿Cuántas veces te lo dije? No me escuchaste, ¿verdad? Me he esforzado, Dios sabe que me he esforzado por que entendieras lo que yo esperaba.

—¿Está muerto?

—Sí, está muerto —dijo Gilbert con solemnidad—. Siento tener que darte yo la noticia.

—Era tu sobrino. De tu misma sangre.

—¿Qué tiene que ver una cosa con la otra? El dato no rompe el hielo. Tener la misma sangre no significa una mierda. Lo que importa es la lealtad. ¿Tanto te cuesta entender una idea tan sencilla? Escucha, quiero decirte algo. No me eches la culpa de lo que pasa. Si alguien sale herido, caerá sobre ti, no sobre mí. Te he dicho cientos de veces que hay que hacer lo que yo digo. No quieres obedecerme, luego yo no soy el responsable.

—Hago lo que me has dicho. ¿En qué te he desobedecido?

—No me refiero a eso. Hablo del dinero. Hablo de lo de Río. ¿Vas entendiendo? Presta atención. No fuiste a Río como convinimos y mira ahora las consecuencias de tu conducta. Farley… bueno, no importa. Creo que ya hemos hablado bastante de él.

Helen, al igual que yo, había estado manos arriba y sin rechistar, pero en aquel punto tomó la palabra.

—Por favor, joven, quítese el abrigo y siéntese.

Gilbert frunció el entrecejo, irritado por la interrupción. Saltaba a la vista que le gustaba rentabilizar la eficacia en todo, hacerse el sensato y señalar los mil defectos de los demás. Helen no lo miraba. Tenía la vista fija en un punto situado a la derecha de Gilbert, a quien seguramente confundía con el quicio de la puerta. A Gilbert le hizo gracia la confusión y perdió el hilo durante unos instantes. Agitó los brazos.

—Eh, aquí, tesoro. Parece que no ve usted muy bien. Me ha confundido con la percha.

—Veo de sobra. Es que se me cansan los pies —dijo la anciana—. Tengo ochenta y cinco años.

—¿Es verdad? Se le cansan los brazos, ¿es eso?

Helen no dijo nada. Su húmeda mirada iba de un lado a otro. Me puse a inspeccionar la habitación, en busca de armas y deseosa de trazar un plan. No quería que nadie corriera más riesgos. Las intenciones de Gilbert parecían estar claras. Nos ataría y amordazaría uno por uno y al final nos mataría sin que pudiéramos evitarlo. Yo estaba más cerca de él que Laura, pero si me arrojaba sobre él podía ponerse nervioso y darle al gatillo. Tenía que actuar pronto, pero no dar pasos en falso, no hacerme la heroína cuando podía empeorar la situación.

—Voy a sentarme. Si no está de acuerdo, dispare —dijo Helen.

Gilbert agitó la pistola.

—Siéntese exactamente donde está. Baje las manos, pero no toque nada de la mesa.

—Gracias —dijo la anciana. Apoyó las manos en la mesa y se dejó caer en la silla. Se quitó el abrigo. Vi que doblaba los dedos con cuidado para estimular la circulación y que al final apoyaba las manos en el regazo.

Gilbert se movió de lado para vigilar los progresos de Laura, que estaba ya atándole las manos a Ray. Este tenía los brazos en la espalda. Para unir las muñecas se arqueó ligeramente hacia delante y forzó los hombros hacia atrás.

A Gilbert pareció gustarle la incomodidad de Ray.

—¿Dónde está la faja? —preguntó a Laura.

—En la otra habitación.

—Cuando hayas terminado, tráela y veremos lo que tenemos.

—¿No me dijiste que la atara a ella?

—Traes la faja y después la atas, so desgraciada —dijo Gilbert.

—Sólo hay ocho mil dólares. Dijiste que había un millón —exclamó Laura irritada.

Dejó a un lado el rollo de cinta aislante y entró en la habitación contigua. Si he de ser franca, yo no me habría atrevido a hablarle de aquel modo. A Gilbert no pareció sorprenderle lo del dinero, por lo que deduje que Farley le había contado lo de los ocho mil y todo lo demás. Laura volvió con la faja en la mano, Gilbert la recogió y la puso en el mármol que tenía al lado. Miró el contenido, sacando los fajos de billetes. Miró a Ray.

—¿Dónde está el resto? ¿Dónde están las joyas y las colecciones de monedas?

—No lo sé. Y tampoco puedo jurar que falte nada —dijo Ray.

Gilbert cerró los ojos con la paciencia a punto de agotársele.

—Ray, yo también estaba allí, ¿lo recuerdas? Os ayudé a sacar todo el dinero y las joyas. ¿Y los diamantes y las monedas? Allí había una fortuna, por lo menos dos millones, y Johnny no llevaba nada encima cuando le echaron el guante.

—Mira, no quiero discutir, pero tú tenías entonces diecisiete años. Ninguno de nosotros había visto en su vida un millón de dólares, y menos dos. Nunca supimos en realidad cuánto había porque no tuvimos oportunidad de contarlo, esa es la verdad —dijo Ray.

—Había muchísimo más de lo que hay aquí. Siete u ocho sacas. Un botín así no desaparece en el aire. El muy cabrón tuvo que esconderlo. Así que dime dónde lo puso.

—Sé tanto como tú. Por eso estoy aquí. Para ver si adivino el lugar.

—¿No te lo dijo?

—Te juro por Dios que no. Sin duda confiaba en sí mismo, pero creo que no estaba totalmente seguro de mí.

—¿Cómo sabéis —dije, mirando a Ray— que no lo gastó?

—Siempre es posible —dijo Ray—. Sé que envió dinero a mi madre. Fue un acuerdo que hicimos.

—¿Que hizo qué? —dijo Gilbert, volviéndose hacia Helen—. ¿Es verdad eso?

—Sí, joven, sí lo es —dijo la anciana con actitud complaciente—. He estado recibiendo un giro mensual de quinientos dólares desde 1944, pero se interrumpió hace unos meses. En julio o agosto, creo.

—¿Desde 1944? No puedo creerlo. ¿Cuánto le enviaba? ¿Quinientos al mes? Absurdo —dijo Gilbert.

—Doscientos cuarenta y seis mil dólares —intervino Ray—. Estudié matemáticas cuando estuve en el penal de Ashland. Deberías intentarlo tú también, Gilbert. Mejorar tu conocimiento del vocabulario, de la gramática…

Gilbert seguía dándole vueltas al plan de pensiones de Johnny.

—Quieres engañarme. ¿Johnny Lee regaló a este saco de huesos doscientos cuarenta y seis mil dólares de mi dinero? No me lo creo. Es un crimen.

—Lo tengo todo apuntado, por si quiere comprobarlo. En un cuaderno rojo que hay en aquel cajón —dijo Helen, señalando con dedo tembloroso hacia el cajón donde había guardado la correspondencia de Ray.

Gilbert se acercó al cajón, lo abrió de un tirón y rebuscó entre los objetos con impaciencia. Sacó el cajón de las guías y vació el contenido en el suelo. Se agachó y recogió un cuaderno de espiral, que hojeó con la mano izquierda. Incluso desde donde yo estaba podían verse cantidades y fechas garabateadas y puestas en columna página tras página.

—¡Será cabrón! —dijo Gilbert—. ¿Cómo pudo hacer una cosa así, regalar el dinero? —Arrojó el cuaderno sobre la mesa de la cocina y aterrizó en la fuente del tomate.

Ahora le tocaba reír a Ray. No cometió la torpeza de sonreír, pero se notó la satisfacción que impregnaba su voz.

—Él se quedó otros quinientos para su uso personal, lo que, después de cuarenta y un años, nos da un total de cuatrocientos noventa y dos mil dólares —dijo Ray—. Haz las cuentas tú mismo. Si nos llevamos medio millón entonces, sólo pueden quedar unos ocho mil dólares.

Gilbert se acercó a Ray y le clavó el cañón de la pistola bajo la barbilla, con fuerza.

—¡Maldita sea! ¡Sé que había más y lo quiero! Y voy a volarte la cabeza en el acto si no me lo das.

—Matarme no te servirá de nada. Si me matas, pierdes la oportunidad —dijo Ray sin moverse—. Si falta algo, es posible que lo encuentre. Sé cómo trabajaba la cabeza de Johnny. Y tú no tienes ni idea sobre su forma de administrarse.

—Encontré la chapa, ¿no?

—Sólo porque te hablé de ella. Jamás la habrías encontrado sin mí —dijo Ray.

Gilbert apartó la pistola con cara de pocos amigos. Sus movimientos eran espasmódicos.

—Oye el plan. Me llevo a Laura conmigo. Preséntate mañana con algo o morirá, ¿me has entendido?

—Oye, vamos. Sé razonable. Necesito tiempo —dijo Ray.

—Mañana.

—Haré lo que pueda, pero no te prometo nada.

—Yo sí. O me traes el dinero o se va al otro barrio.

—¿Cómo te encontraré?

—No te preocupes por eso. Ya te encontraré yo —dijo Gilbert.

Helen hizo una mueca y se frotó las nudosas manos.

—¿Qué le pasa a usted?

—Otra vez me ha dado la artritis. Me duele.

—¿Quiere que se la cure? Yo se la curo en un santiamén con esto —dijo Gilbert, agitando la pistola. Se volvió hacia Ray. Helen levantó la mano para llamar su atención—. Qué.

—Ya llevo sentada demasiado rato. Lo malo de la vejez es que no puedes hacer lo mismo más de cinco minutos seguidos. Quisiera levantarme y espero que no le importe.

—Maldita vieja. Levántese, acuéstese o póngase a bailar por la habitación.

Helen se echó a reír, confundiendo al parecer la ira criminal de Gilbert con un simple enfurruñamiento. Una pompa de desesperación me subió por la boca del estómago. Puede que la senilidad se le manifestase en todos los aspectos de la vida. Gilbert la habría matado sin vacilar, nos habría matado a todos, pero Helen no parecía haberse dado cuenta. Las amenazas de Gilbert le traían sin cuidado. Puede que fuera mejor así. A la edad que tenía, habría sido una hazaña vencer el miedo. Un ataque de nervios habría bastado para provocarle un infarto. A mí también, para el caso.

Gilbert la apuntó con el arma.

—Póngase en pie, pero compórtese —dijo—. No quiero que salga corriendo para avisar a nadie. —Bajaba la voz cuando hablaba con Helen, adoptando una actitud parecida al coqueteo. También podríamos hablar de «condescendencia», pero la anciana no se enteraba de nada.

Helen dio al aire un manotazo de desestimación.

—Me temo que mis días de correr ya pasaron. En cualquier caso, no es por mí por quien tiene que preocuparse. Es por mi amiga, Freida Green.

Por lo menos había despertado el interés de Gilbert. Le vi reprimir una sonrisa, fingiendo que la tomaba en serio.

—Ja, ja, ¿quién es esa Freida, una alborotadora de tomo y lomo?

—Y que lo diga. Pero si es por eso, yo también. ¿Sabe cómo me llamaba mi difunto marido? Helena de Troya. ¿No lo entiende? Que armo la de Troya.

—Lo entiendo, abuela. ¿Quién es Freida? ¿Podría presentarse sin avisar?

—Es una vecina. Vive dos casas más allá con su amiga Minnie Paxton, pero ahora están fuera. No lo he comentado con nadie, pero para mí que las dos son amantes. Bueno, hace cosa de cuatro meses tuvimos una epidemia de robos. Así lo llamaron, epidemia, como cuando muchas personas contraen la misma enfermedad. Dos policías simpáticos vinieron al barrio y nos hablaron de la defensa personal. Minnie aprendió a dar coces de lado y Freida se dio una costalada cuando quiso imitarla.

Ray me clavó la mirada, pero no conseguí descifrar el mensaje. Seguramente era la desesperación pura que le producía la trivialidad de la conversación.

Gilbert se echó a reír.

—Ay, Señor, Señor, me habría gustado verlo. ¿Cuántos años tiene la vieja esa?

—Vamos a ver. Creo que Freida tiene treinta y uno. Minnie es dos años más joven y está en mejor forma física. Freida se partió la rabadilla y se puso como loca. ¡Uuuh! Dijo que para combatir el delito tenía que haber métodos mejores que dar patadas a las rodillas de la gente.

Gilbert cabeceó con escepticismo.

—Pues no sabría qué decirle. Joderle la rodilla a un tío duele que da gusto —dijo.

—Bueno, sí —dijo Helen—, pero primero hay que acercarse para dar la patada y eso no siempre es fácil. Y encima yo no sé mantener bien el equilibrio.

—Tampoco el de Freida es bueno, por lo que cuenta usted. ¿Qué sugería ella?

—Se ofreció ella misma a clavar debajo de la mesa de todos los vecinos un par de hierros, para guardar allí una escopeta cargada. Fíjese.

Helen se inclinó un poco de lado mientras se levantaba, se apartó de la mesa y sacó una escopeta de dos cañones de noventa centímetros de longitud y doce milímetros de calibre. Sujetó la culata entre el antebrazo y el costado, apoyando aquella en la cadera derecha. Los cuatro nos la quedamos mirando, hechizados por la aparición de un arma tan peligrosa en manos de una persona que un nanosegundo antes parecía totalmente inofensiva y ajena a todo. El efecto, por desgracia, lo echaba a perder la edad, porque la pobre veía tan mal que apuntaba a la ventana, no a Gilbert, detalle que no se le escapó al interesado. Este hizo una mueca y exclamó:

—¡Oiga! Aparte ese arma.

—Aparte usted la suya si no quiere conocer el más allá —dijo Helen. Reculó hacia la pared, dueña totalmente de la situación de no ser por el asunto de la puntería, que no era para tomárselo a risa. La prieta carne de los brazos le temblaba y saltaba a la vista que apenas podía sostener el cañón del arma, incluso apuntando mal. El corazón me empezó a latir con fuerza. Esperaba que Gilbert disparase en cualquier momento, pero por lo visto no se había tomado en serio a Helen.

—Esa escopeta pesa mucho —dijo Gilbert—. ¿Seguro que la puede sostener?

—Un rato —dijo Helen.

—¿Cuánto pesa? Tres kilos y pico, ¿no? Parece una bagatela hasta que se soooostiene un buen rato. —Prolongó la primera sílaba de «sostiene» para recalcar el hecho y me sentí agotada sólo de oírla, pero no pareció hacer mella en Helen.

—Pienso apretar el gatillo mucho antes de que se me cansen los brazos. Quien avisa no es traidora. Un cañón está cargado con perdigones del nueve y en el otro hay un misil de precisión que se te llevará la cara por delante.

Gilbert volvió a reír. Por lo visto era verdad que le hacía gracia la actitud de la anciana.

—Vamos, Helena de Troya, esas no son formas. ¿Y la artritis? Creía que le dolía mucho.

—Es verdad. Me duele. Me afecta a todas las articulaciones, menos a la del índice. Fíjate. —Helen giró el cañón hacia la izquierda, apuntó a Gilbert y apretó el gatillo. ¡Bum! Vi un chorro de chispas amarillas. El estampido fue ensordecedor, llenó la cocina entera. De la boca de los cañones brotó una furiosa ola de aire y gas, seguida de un aro de humo. La masa de perdigones pasó rozando la oreja derecha de Gilbert, siguió su trayectoria ascendente e hizo añicos la ventana de la cocina. Los perdigones periféricos le arrancaron el lóbulo y la parte superior del hombro, y los haces del material proyectado le arañaron el cuello, pintándoselo de sangre. Laura dio un grito y se arrojó al suelo, pero yo llegué antes que ella. La sobresaltada reacción de Ray volcó su silla. Gilbert gritó de dolor e incredulidad, levantando las manos. La pistola que empuñaba dio un salto hacia delante y resbaló en el suelo.

El retroceso había lanzado a Helen contra la pared, mientras los cañones salían despedidos hacia arriba y la culata le asestaba un golpe en la cadera. Se recuperó y volvió a colocar la escopeta en posición, lista para hacer fuego. Gilbert tenía la mejilla derecha embadurnada de rojo como si sufriera una alergia repentina, y la sangre comenzaba a extendérsele por el pelo, encima de la oreja derecha. El aire olía al perfume acre de la pólvora y percibí al instante un sabor dulzón al final de la lengua.

—La próxima vez te volaré la cabeza —dijo Helen.

Gilbert emitió un rugido salvaje mientras se agachaba y asía a Laura del pelo. La puso en pie de un tirón y la apretó contra sí mientras se apoderaba de la faja del dinero con la otra mano.

Ray, en el suelo, estiró el cuello para ver lo que pasaba.

—¡No dispares, mamá!

—Aprieta el gatillo y esta morirá. Le retorceré el pescuezo —dijo Gilbert. Se notaba que sufría, respiraba jadeando, sin armas ya pero todavía descontrolado. Tenía a Laura sujeta por la barbilla con el antebrazo. La mujer no tenía más remedio que pegarse a él y retrocedía para que el antebrazo no la ahogase. Gilbert retrocedió de espaldas y accedió al comedor. Laura retrocedía igualmente, medio a rastras.

Helen titubeó, confundida sin duda por el caos de ruidos y sombras.

Gilbert desapareció en el comedor, retrocediendo entre los muebles amontonados. Laura emitía resuellos ruidosos, incapaz de vocalizar con la tráquea estrangulada. Oí un estrépito y rumor de vidrio astillado, Gilbert que abría de un puntapié la puerta de la calle. Después, silencio.

Me debatí entre el deseo de correr en pos de Gilbert y el impulso de ayudar a Helen, que tiritaba y estaba mortalmente pálida. Bajó la escopeta y se dejó caer medio desfallecida en la silla.

—¿Qué ocurre? ¿Adónde ha ido?

—Se ha llevado a Laura. Tranquilízate. Todo saldrá bien —dijo Ray. Este seguía en el suelo, caído de lado en la silla, y forcejeaba por soltarse de las ligaduras. Me acerqué a él casi a gatas y quise ayudarlo a ponerse en pie, pero con el estorbo de la silla pesaba demasiado para mis fuerzas. Cogí del mármol un cuchillo de trinchar y corté las capas de cinta aislante que le ataban manos y pies. El mismo Ray se quitó los restos de la cinta con la primera mano que tuvo libre, sin dejar de mirar a su madre—. Dame la mano —me gruñó.

—¿Qué le va a hacer?

—Nada hasta que consiga el dinero. Laura es su seguro de vida. —Así la mano de Ray, me sujeté y tiré de él hasta levantarlo del suelo. Se me quedó mirando—. ¿Estás bien?

—Estoy bien —dije. Nos volvimos para ayudar a Helen.

Tenía la escopeta cruzada en el regazo. Me acerqué a ella, recogí el arma y la dejé en la mesa de la cocina. Los hombros de Helen se habían hundido, las manos le temblaban mucho, y tenía la respiración superficial y silbante. Seguramente se había lesionado la cadera en el punto donde la culata la había golpeado. Había echado mano de todas sus reservas energéticas y me preocupaba la posibilidad de que sufriera una conmoción.

—Tendría que haberlo matado. La pobre Laura. No me atreví, pero habría debido matarlo.

Ray acercó una silla a su madre. Le tomó la mano, se la acarició y la habló con dulzura.

—¿Cómo está Helena de Troya? —dijo.

—Me pondré bien enseguida. Tengo que recuperar el aliento —dijo la anciana. Se dio ligeras palmadas en el pecho para reanimarse—. No soy tan idiota como he hecho creer.

—No podía imaginar lo que planeabas —dijo Ray—. Aún no me creo que lo hayas hecho tú. Te pusiste a hablarle y pensé que todo era invención tuya, hasta que empuñaste la escopeta. Estuviste impresionante. Qué valor.

Helen ahuyentó el elogio de un manotazo, pero parecía complacida y halagada en su amor propio.

—Que una sea vieja no quiere decir que pierda el temple.

—Yo creía que era usted corta de vista —dije—. ¿Cómo supo dónde estaba Gilbert?

—Estaba delante de la ventana de la cocina y me limité a calcular la anchura de su forma. Estaré medio ciega, pero aún oigo bien y ese hombre habló demasiado. Freida me ha iniciado en el levantamiento de pesas y puedo levantar diez kilos. ¿Oíste lo que dijo? Creía que ni siquiera podía sostener una escopeta de tres kilos. Fue indignante. El típico tópico sobre la tercera edad. Vosotros y vuestra fanfarronería. —Se llevó el dedo a los labios—. Creo que voy a vomitar. Ay, Dios mío.