15

Dejamos atrás Greenville, Brashear, Saltillo y Mount Vernon cruzando suaves colinas cultivadas y salpicadas de árboles. Laura se quedó dormida con la cabeza en la ventanilla. Había poco tráfico y la carretera producía un efecto hipnótico. Dos veces desperté con un sobresalto de un microsueño pasajero. Para mantenerme despierta, repasé mi personal Atlas histórico de Texarcana, descubriendo en el proceso que el fichero contenía sólo dos informaciones. Primera, que la frontera entre Arkansas y Texas pasa por el centro urbano de Texarcana, de tal modo que media población es de Texas y la otra media de Arkansas. Y segunda, que en la ciudad había una cárcel del Estado de la que no sabía nada. Pero basta de gimnasia mental.

Ya en las afueras de la ciudad, aparqué en una gasolinera de servicio las 24 horas y bajé a estirar las piernas. Ray seguía en brazos de Morfeo y cambié de sitio con Laura, que se puso al volante. Sacó cinco dólares y llenamos toda la gasolina que nos dieron por ellos. Eran casi las diez y media cuando cruzamos la frontera del estado y nos faltaban unas dos horas de carretera para llegar a Little Rock. Me acomodé en el asiento del copiloto, doblé el espinazo, levanté las rodillas y apoyé los pies en el salpicadero. Crucé los brazos para abrigarme. La humedad que aún quedaba en la chaqueta me envolvió en una vaporosa nube de olores de lana. El zumbido del motor, combinado con los ronquidos de Ray, tenía un efecto tranquilizante. Desperté con la saliva resbalándome por el cuello. Bajé los pies y me enderecé, sintiéndome confusa y desorientada. Dejamos atrás un indicador que decía que habíamos salido de la Nacional 30 y que nos dirigíamos al norte por la Nacional 40.

—¿Cuánto falta para Little Rock?

—Ya hemos pasado Little Rock. Estamos llegando a Biscoe.

—¿Que hemos pasado Little Rock? Te dije que quería bajarme —dije con voz áspera y susurrante.

—¿Qué querías que hiciera? Tú tenías el mapa y dormías como un lirón. No sabía dónde estaba el aeropuerto y no me apetecía ponerme a dar vueltas para encontrarlo.

—¿Por qué no me despertaste?

—Lo intenté. Te llamé por tu nombre, pero no respondiste.

—¿No estaba señalizada la carretera?

—No vi ningún indicador. Además, a estas horas no hay vuelos. Estamos en el campo. Que no te enteras —susurró a su vez. Recuperó el tono normal, aunque mantuvo el volumen bajo por deferencia a Ray—. Ya es hora de buscar un motel para dormir un par de horas. Estoy medio muerta. En la última hora me he salido de la carretera más de una vez.

Inspeccioné el terreno con un giro de trescientos sesenta grados, aunque vi muy poco en la oscuridad, aparte de granjas y algunas arboledas densas.

—Elige tú —dije.

—Pronto llegaremos a una ciudad —dijo sin interés en la voz.

Efectivamente, llegamos a un pueblo que tenía un motel al lado de la carretera, con el rótulo de Habitaciones Libres parpadeando. Laura estacionó el coche en un pequeño aparcamiento de grava y bajó. Se puso de espaldas al coche y metió la mano bajo el chaquetón, al parecer para sacar un puñado de billetes de la hinchada faja que llevaba. Di un codazo a Ray y este emergió de las profundidades como un buzo en proceso de descompresión.

—Laura quiere parar —dije—. Estamos rendidas.

—Por mí, de acuerdo —dijo. Se incorporó en el asiento, parpadeando para despejarse. ¿Estamos todavía en Texas?

—Estamos en Arkansas. Hemos pasado Little Rock y tenemos delante Memphis.

—Creía que ibas a dejarnos.

—Yo también.

Bostezó y se pasó las manos por la cara. Miró el reloj entornando los ojos, esforzándose por vez la esfera a la escasa luz reinante.

—¿Qué hora es?

—La una pasada.

Vi a Laura en la puerta del motel. Dentro había muy poca luz y la puerta tenía que estar cerrada porque la vi golpear varias veces y luego pegar la cara al cristal con la mano por visera. Por último, un alma de aspecto desdichado salió de la oficina de recepción. Mucha conversación animada, ademanes con la mano y giros de cabeza para mirar en dirección a nosotros. Dejaron pasar a Laura, a quien vi poco después ante el mostrador, rellenando la ficha de hospedaje. Supongo que el embarazo le daba cierto aire de fragilidad, en particular a aquella hora. El par de billetes no le restó puntos. Momentos después salía de la oficina y volvía al coche con las llaves de dos habitaciones, que me entregó cuando se sentó otra vez al volante.

—Ray ocupará una habitación. Yo no podría dormir en el mismo sitio que ese bandido.

Arrancó y aparcó en la parte trasera del motel. Nuestras habitaciones eran las dos que quedaban en el extremo. Sólo había otro coche y tenía matrícula de Iowa, por lo que supuse que por el momento estábamos a salvo de Gilbert. Ray sacó una maleta del portaequipajes, Laura recogió el petate y yo recuperé el montón de ropa húmeda. Puede que se secara del todo si la tendía toda la noche.

Ray se detuvo ante su puerta.

—¿A qué hora por la mañana?

—Yo creo que deberíamos ponernos en camino a las seis. Si vamos, que sea cuanto antes. No tiene sentido entretenerse —dijo Laura—. Levanta la persiana cuando te levantes, nosotras haremos lo mismo. —Me miró—. ¿De acuerdo?

—Claro, claro.

Ray se metió en su habitación y yo entré en la nuestra detrás de Laura: dos camas de matrimonio y un interior donde no faltaba el moho. Era uno de esos sitios donde no apetece salir de la cama sin hacerla crujir antes, no sea que sin darnos cuenta pisemos un bicho corredor de caparazón duro. El diminuto sinvergüenza que vi estaba atrapado en el rincón, cuyas paredes arañaba como un perro que quiere salir. Nadie aplasta estos bichos sin quedarse con un pegote de budín de limón en la suela del zapato. Colgué mis enseres en el armario después de una cautelosa inspección. No había pardas arañas cavernícolas ni roedores peludos.

El cuarto de baño tenía baldosas pardas de vinilo, una ducha cerrada con láminas de fibra de vidrio, dos vasos de plástico en una bolsa de celofán y dos jabones envueltos en papel del tamaño de una caja de cerillas. Saqué el cepillo de dientes plegable y el dentífrico, y mientras me cepillaba caí en un éxtasis inenarrable. A falta de camisón, dormí en bragas (prestadas), tapándome con medio edredón. Laura entró en el cuarto de baño y cerró religiosamente la puerta antes de quitarse la faja del embarazo. Puesto que me quedé dormida al cabo de unos minutos, no la oí meterse en la crujiente cama.

Aún era de noche cuando me zarandeó a las seis menos cuarto.

—¿Quieres ducharte primero?

—Hazlo tú.

Centelleó la luz en el cuarto de baño y me recorrió la cara durante unos instantes, mientras Laura cerraba la puerta. Había levantado las persianas, dejando entrar la luz artificial del aparcamiento. A través de la pared oí la ducha de la habitación contigua, lo que significaba que Ray estaba despierto. Cuando estaba en la cárcel, seguramente se levantaba todos los días a aquella hora. Ahora una ducha tenía que ser un lujo, puesto que se la podía dar solo y sin tener que preocuparse por las agresiones sexuales cada vez que se le cayera el jabón. Me incorporé apoyándome en el codo y me quedé mirando el taller de reparación de coches que había al otro lado de la calle. Una bombilla de cuarenta vatios brillaba sobre el área de servicio. Lunes por la mañana ¿y dónde me encontraba? Miré la caja de cerillas del cenicero. Ah, sí. Whiteley, Arkansas. Recordé el rótulo de las afueras que daba cuenta de una población de 523 habitantes. Seguramente exageraban. Sentí una repentina punzada de melancolía y nostalgia de mi casa. En los alocados años de mi juventud, antes del herpes y del sida, despertaba a veces en habitaciones parecidas. Hay cierto horror en no poder recordar bien quién silba alegremente en el cuarto de baño. Cuando lo averiguaba, solía cuestionarme mi gusto en materia de compañía masculina. No tardé en ver la moralidad como la forma más rápida de evitar el autodesprecio.

Cuando Laura salió del cuarto de baño, completamente vestida, la faja del embarazo en su sitio, me cepillé los dientes, me duché y me lavé la cabeza con la menguante pastilla de jabón. Los tejanos, aunque secos, seguían evocando ceniceros y rescoldos de hogueras campestres, así que volví a ponerme el vestido de Laura, el de tela vaquera. Sólo por sentirme limpia volvía a tener ánimos. Recogí la ropa del armario y la llevé al coche.

Habíamos estado subiendo hacia el norte en línea recta. El frío era allí más pronunciado. El aire estaba más enrarecido y el viento era más cortante. Ray se había puesto un chaquetón de tela vaquera con forro de pelo y al subir al coche nos lanzó una sudadera de chándal a cada una. Me puse aliviada la sudadera por la cabeza y encima me puse la chaqueta. Con lo que abultaba la sudadera, la chaqueta me quedaba tan estrecha que apenas podía mover los brazos, aunque por lo menos estaba caliente. Laura se puso la suya encima de los hombros, como un mantón. Me senté en el asiento trasero y esperé en el coche mientras Laura devolvía las llaves y Ray introducía monedas en la máquina que había al doblar la esquina donde estaba recepción. Volvieron al vehículo con una provisión de bolsas, paquetitos y refrescos, que Ray repartió entre los tres. Cuando llegamos a la autopista con Laura al volante, desayunamos la cola sin marca, los cacahuetes, las barras de chocolate, las galletas de crema de cacahuete y las galletas al queso, todo de elevado valor nutritivo.

Laura encendió la calefacción y el coche no tardó en oler al jabonoso aroma de la loción del afeitado de Ray. Al margen de la cara magullada y los dedos rotos, que tenían un aspecto de pena, era un hombre que se preocupaba por acicalarse. Parecía tener un surtido infinito de camisetas blancas y pantalones de tela basta. Para tener alrededor de sesenta y cinco años parecía en buena forma física. Laura y yo, en cambio, acusábamos el madrugón. Vista de medio perfil, se notaba que se había teñido de tono incendiario un pelo cuyo color natural era el caoba. Le había crecido por la raya una franja gris en trance de ensancharse. Las mechas que le envolvían la cara tenían un borde blanquecino, como el borde ondulado de las fotos antiguas. Me pregunté si el encanecimiento prematuro era un rasgo familiar.

El sol salió tras una montaña de nubes tempranas apelotonadas en el horizonte y el cielo cambió rápidamente del albaricoque al azul claro pasando por el amarillo mantequilla. La tierra que nos rodeaba era llana. Según el mapa, aquella sección del estado formaba parte de la cuenca del Missisipi, cuyos afluentes bajaban del este y el sur. Los lagos y las fuentes termales moteaban el mapa como salpicaduras de lluvia, y el rincón noroccidental del estado aparecía sobrecargado con los montes Boston y Ouachita. Laura tenía el pie pegado al acelerador, manteniendo una velocidad uniforme de cien kilómetros por hora.

Llegamos a Memphis a las siete. Busqué con la mirada un teléfono público, pues quería llamar a Henry, pero me di cuenta de que California llevaba dos horas de retraso con relación a nosotros. Solía madrugar, pero a las cinco de la mañana era realmente un atropello. Laura, leyendo mis pensamientos, me miró por el retrovisor.

—Sé que tienes ganas de volver, pero ¿no puedes esperar hasta Louisville?

—¿Qué tiene de malo Nashville? Llegaremos a eso de las doce, a lo cual no tengo nada que objetar.

—Nos retrasaría. Mira el mapa si no me crees. Tendríamos que salimos de la 40 y cruzar la frontera del norte por la 65. El aeropuerto de Nashville está en la otra punta de la ciudad. Perderíamos una hora. —Me entregó el mapa, doblado por la sección a la que se refería.

Calculé las distancias.

—No perderíais una hora. A lo sumo veinte minutos. Creía que no querías ir a Louisville, ¿a qué viene tanta prisa ahora?

—Jamás he dicho que no quisiera ir a Louisville. Es donde vivo. Ya te dije que Gilbert se dirigía allí. Quiero llevarme las cosas del piso antes de que aparezca.

—Olvídate de tus cosas —dijo Ray—. Ya comprarás otras. Mantente alejada de allí. Si vas al piso, te encontrarás con él.

—No si llegamos antes —dijo Laura—. Por eso no quiero perder tiempo llevándola al aeropuerto. Puede hacerlo en Louisville. No está tan lejos.

La cólera comenzó a subirme la temperatura del cuerpo.

—Otras tres horas de coche.

—No pienso parar —dijo Laura.

—¿Quién te ha dado el mando?

—¿Quién te lo ha dado a ti?

—¡Señoras, ya está bien! Me vais a poner enfermo de los nervios. Tenemos que enfrentarnos a Gilbert. Yo ya tengo bastante. —Ray se volvió hacia mí con actitud comprensiva—. Tengo una idea. Sé que tienes muchas ganas de volver a tu casa, pero unas horas de retraso no creo que tengan importancia. Vente a Louisville con nosotros. Te llevaremos a casa de mi madre y allí estarás segura. Te darás una ducha caliente y mi madre te lavará la ropa. —Miró a Laura—. Ven tú también. Le alegrará verte, en serio. ¿Cuánto hace que no ves a tu abuela?

—Cinco o seis años.

—Pues claro. Seguro que se acuerda de ti con cariño —dijo Ray—. Nos preparará una buena comida casera y luego te llevaremos al aeropuerto. Te pagaremos el pasaje.

Laura apartó los ojos de la carretera.

—¿Se lo pagaremos? ¿Desde cuándo?

—Vamos. Nosotros la hemos metido en esto. Chester no le dará ni un dólar, de modo que está sin blanca. ¿Qué nos cuesta? Es lo menos que podemos hacer.

—Eres muy generoso con un dinero que no tienes —observó Laura.

La sonrisa de Ray se alteró. Incluso desde atrás me di cuenta de que le cambiaba el ánimo.

—¿Insinúas que no tengo derecho a lo que hay ahí? —dijo, señalando la barriga de Laura.

—Pues claro que tienes derecho. No me refería a eso, sino a que esto nos está costando ya un riñón —dijo Laura.

—¿Y?

—Que podrías preguntarme primero. También yo tengo parte en esto. Lo último que dijiste fue que me ibas a dar los ocho mil.

—Los rechazaste.

—¡No los rechacé!

—Lo hiciste estando yo delante —dije, prácticamente sacándole la lengua.

—¿Quieres decirle que no se meta en nuestros asuntos? Esto no tiene nada que ver contigo, Kinsey, de modo que ocúpate de tus cosas.

Me subió a la boca una burbuja de risa.

—Sé deportiva. Yo lo encuentro divertido. Soy la hija adoptiva. Esto es «dinámica de familia», ¿no se llama así? Había leído algo sobre esto, pero hasta ahora no lo había vivido en directo. La rivalidad de «los hermanos» es una bagatela.

—¿Qué sabes tú de la familia?

—Nada en absoluto. Y ahí está la cuestión. Ahora que los he cogido el tranquillo, me gustan estas peleas.

—¿Es verdad? —dijo Ray—. ¿No tienes familia?

—Tengo parientes, pero ninguno cercano. Unas primas en Lompoc, pero nada cotidiano donde la gente se cabrea y se fastidia entre sí, y todos se hacen perrerías.

—Yo he vivido muchos años sin familia. Es lo que más siento —dijo Ray—. Bueno, ¿te vienes a Louisville o no? Te devolveremos a tu casa. Te lo juro.

Me vuelvo idiota cuando me lo piden con amabilidad, sobre todo si es un padre honorario que olía tan bien.

—De acuerdo. ¿Por qué no? Tu madre tiene que ser increíble.

—Es lo que yo digo.

—¿Cuánto hace que no la ves?

—Diecisiete años. Estaba en libertad condicional, pero no tardaron en pillarme haciendo un trabajito. Nunca fue a verme a la cárcel. Creo que no quería afrontarlo.

Firmado el acuerdo, seguimos el camino en paz. Llegamos a Nashville a las diez y media y con un hambre de lobo. Laura distinguió los arcos dorados de un McDonald’s en la avenida Briley. Tomó la salida siguiente. En cuanto estacionamos el coche en el aparcamiento, metió la mano bajo el chaquetón y retiró una modesta suma del Banco Nacional del Ombligo. Puesto que mi cara era la única que no había recibido golpes últimamente, se me eligió para entrar en el establecimiento y adquirir la comida. Para asegurar la variedad del menú, me llevé un surtido de hamburguesas, Big Mac y Súper con Queso. Me llevé además dos envases de patatas fritas, aros de cebolla y Coca-Colas suficientes para hacernos mear cada veinte minutos. Me llevé también tres cajas de galletas de animales, con estilizadas asas de cuerda, para los niños obedientes que no dejaban nada en el plato. Para demostrar nuestra educación, comimos con el coche estacionado al fondo del aparcamiento e hicimos una visita a los lavabos antes de reanudar el trayecto. Esta vez condujo Ray, Laura se pasó al asiento del copiloto y yo me estiré en el trasero para dar una cabezada.

Cuando desperté, Ray y Laura hablaban en voz baja. El murmullo me hizo recordar los viajes en coche de mi infancia, mis padres en el asiento delantero haciendo comentarios intrascendentes. Probablemente fue así como aprendí a escuchar a escondidas. Mantuve los ojos cerrados y presté atención a lo que hablaban.

—Ya sé que no he sido un buen padre —decía Ray—, pero déjame intentarlo.

—Ya tengo un padre. Paul se ha comportado como un padre conmigo.

—Olvídalo. Ese tipo es un mierda. Tú misma lo has dicho.

—¿Cuándo?

—Anoche, en el coche, mientras hablabas con Kinsey. Dijiste que cuando creciste se volvió dominante.

—Por eso mismo. Ya he tenido un padre. ¿Para qué quiero otro?

—Llámalo relación. Quiero ser parte de tu vida.

—¿Para qué?

—¿Para qué? ¿Qué clase de pregunta es esa? Eres mi única hija. Somos de la misma sangre.

—La misma sangre. Tonterías.

—¿De cuántas personas puedes decir lo mismo?

—De pocas, por suerte —dijo Laura con mordacidad.

—Olvídalo y ve a tu aire. No quiero imponerte mi existencia. Haz lo que te plazca.

—No tienes por qué ofenderte. No es nada personal —dijo Laura—. Son cosas de la vida. Seamos sinceros. Lo único que me han dado los hombres es sufrimiento.

—Te agradezco el voto de confianza.

La conversación naufragó. Esperé unos minutos y bostecé con ruido como si acabara de despertarme. Me senté y miré con los ojos entornados el paisaje que pasaba volando al otro lado de las ventanillas. El sol había salido, pero a la luz le faltaba solidez. Vi lomas onduladas, alfombradas por la opaca vegetación de noviembre. La hierba era verde todavía, pero los árboles de hoja caduca estaban ya pelados. Las ramas desnudas creaban una bruma gris que se extendía hasta el infinito. En algunas zonas veía pinos y abetos americanos. Supuse que aquella tierra sería de un verde intenso en verano y que las lomas estarían enteramente cubiertas de vegetación. Ray me miraba por el retrovisor.

—¿Has estado alguna vez en Kentucky?

—Que recuerde, no —dije—. ¿No es la tierra de los caballos? Esperaba alfalfa y cercas blancas.

—Eso está alrededor de Lexington, al noreste de aquí. Las cercas actuales son negras. En la parte oriental del estado están los yacimientos carboníferos del condado de Harían. Esto es el Kentucky occidental, donde se cultiva casi todo el tabaco.

—No quiere un cicerone, Ray.

—Sí, sí lo quiero —dije. No hacía más que darle cortes y Ray me despertaba el instinto de protección. Si ella quería ser la hija mala, yo quería ser la buena—. Señálamelo en el mapa.

Señaló una zona al norte de la frontera con Tennessee, entre Barren River Lake y Nolan River Lake.

—Acabamos de pasar Bowling Green y por la izquierda veremos enseguida el Parque Nacional Cueva del Mamut. Si tuviéramos tiempo, haríamos el recorrido. Aquello sí que está oscuro. Bajas a las grutas y el guía apaga las luces, ¿entiendes? No se ve un carajo. Está negro como la pez y hay un silencio de muerte. Doce grados centígrados. Es como una fábrica de conservas. Cien metros de túneles han encontrado hasta ahora. La última vez que estuve allí fue en 1932, creo. Una excursión escolar. Me impresionó mucho. Cuando estaba en la cárcel me acordaba de aquello. Algún día volveré para hacer otra vez el recorrido.

Laura lo miraba con extrañeza.

—¿Pensabas en eso? ¿No en mujeres, ni en whisky, ni en coches rápidos?

—Lo único que yo quería era huir de las luces del techo y del ruido. La cárcel te vuelve loco. Y cómo huele. Es otra cosa que tiene la Cueva del Mamut. Huele a musgo y a piedras mojadas. No huele a sudor ni a testosterona. Huele a la vida antes del nacimiento, cómo se dice… a primordial.

—Oye, pues qué lastima que tenga que volver tan pronto a California. Me estás convenciendo —dije con sequedad.

Ray sonrió.

—Tú ríete, pero te gustaría. Te lo aseguro.

—¿Primordial? —dijo Laura con incredulidad.

—¿Qué pasa? —dijo Ray—. ¿Te sorprende que sepa palabras así? Hice el bachillerato. Incluso seguí algún curso en la universidad. Economía, psicología y esas historias. Que haya estado en la cárcel no quiere decir que sea idiota. Hay muchos tíos inteligentes en la cárcel. Te quedarías boquiabierta.

—¿De veras? —dijo Laura sin acabar de creérselo.

—Sí, de veras. Por ejemplo, apuesto a que sé manejar una máquina de coser mejor que tú.

—Eso no es difícil —dijo Laura.

—Hablar contigo me está resultando muy edificante. Sabes hacer que una persona se sienta bien consigo misma.

—Vete a la mierda.

—Eres tú quien se queja de que tu padrastro te humillaba siempre. ¿Por qué no prosperas y mejoras la situación en vez de comportarte como él?

Laura no contestó. Ray contempló su perfil y volvió a posar los ojos en la carretera.

El silencio se prolongaba de manera incómoda y empecé a sentir hormigueo.

—¿Cuánto falta?

—Hora y media. ¿Cómo te va ahí atrás?

—Bien —dije.

Llegamos a Louisville por la 65 poco antes de las doce. Vi el aeropuerto a la izquierda y casi me eché a llorar de frustración. Tomamos una carretera perpendicular hacia el oeste, por una zona llamada Shively, evitándonos así casi todo el centro comercial. A la derecha vi grupos de edificios altos, resistentes bloques de hormigón, casi todos de tejado plano. Delante teníamos el río Ohio, al otro lado del cual podía verse Indiana.

Salimos a una zona llamada Portland, donde había crecido Ray. Vi que hacía un amago de sonrisa al adentrarse en el barrio. Se volvió a medias hacia mí, apoyando el brazo en el respaldo.

—Por ahí se va al Canal de Portland. Hace cien años construyeron esclusas para que el tráfico fluvial salvara las cataratas. Mi bisabuelo trabajó en las obras. Te llevaré a que lo veas, si tenemos tiempo.

Me interesaba más tomar un avión que ver los monumentos locales, pero sabía que el ofrecimiento era parte de la emoción que sentía por estar de vuelta. Había pasado entre rejas la mayor parte de los últimos cuarenta y cinco años y seguramente se sentía como Rip van Winkle, que se maravillaba de todos los cambios acaecidos en el mundo. Si al barrio de su infancia no le había afectado el paso del tiempo, le resultaría gratificante. Las calles eran anchas y en los árboles oscilaban las últimas hojas de otoño. Casi todos los árboles estaban ya pelados, pero aún quedaban manchas de follaje rojo y amarillo. En la calle por la que íbamos, y que quedaba perpendicular a la carretera, había muchos comercios relativamente recientes, rótulos de centros de atención infantil, un salón de peluquería, una tienda de artículos de pesca donde vendían cebos vivos. Los jardines eran pequeños y tristones, y estaban separados entre sí por cercas de tela metálica y puertas desvencijadas. Las hojas secas, como papel de embalar arrugado, embozaban las bocas de las alcantarillas y alfombraban las aceras. En los bordillos había coches estacionados que tendrían entre diez y doce años de antigüedad. En los patios particulares vi modelos más antiguos con el rótulo de Se Vende en el parabrisas. Había más postes telefónicos que árboles y los cables cruzaban las calles como las cuerdas de sujeción de una carpa que no se hubiese levantado todavía. Por una calle lateral vi vagones estacionados en una vía muerta.

Habría apostado hasta la camisa a que el barrio tenía el mismo aspecto que en los años cuarenta. No había indicios de que se hubiera construido nada, ni señales de que se hubiesen derribado o vaciado edificios antiguos para construir otros. Los arbustos estaban demasiado crecidos. Los árboles eran grandes y robustos, e impedían ver porches y ventanas allí donde las frondosas ramas de antaño se habían limitado a dar sombra. Las aceras aparecían levantadas y agrietadas por las raíces. El clima de los últimos cuarenta años había afectado al revestimiento impermeable de algunas casas. Aquí y allá veía pintura reciente, pero para mí que todo había cambiado muy poco desde que Ray había salido del lugar.

Al aparcar delante de la casa de su madre, sentí que se imponía cierta gravedad en el ambiente. Fue como la nota baja y resonante que oímos en las películas de miedo, el breve acorde que aleja una forma oscura en el agua, o algo que no vemos y que aguarda en las sombras tras la puerta del sótano. Puede que fuera sólo una simple depresión causada por llevar ropa prestada, comer mal y dormir peor. Fuera cual fuese el motivo, supe que aún tardaría unas cuantas horas en subir a un avión rumbo a California.

Laura apagó el motor del coche y bajó. Ray bajó por su lado y se puso a inspeccionar la fachada de la casa con cara de pasmo. No tuve más remedio que reunirme con ellos. Me sentía como una prisionera y sufría un ataque temporal de claustrofobia tan fuerte que la carne se me puso de gallina.