El abrir la puerta y sonar los alaridos metálicos fue tan seguido que pensé que Gilbert había accionado alguna clase de trampa. Los aspersores del techo empezaron a soltar agua. Percibí un lejano olor a humo, tan inconfundible como el rastro del perfume que deja una mujer cuando pasa. Volví a las ventanas que daban al salón de los banquetes. No vi rastro de llamas ni hilachas de humo negro. El salón parecía vacío, iluminado y aséptico. Por los altavoces se oyó una voz que daba instrucciones o consejos sobre lo que tenían que hacer los huéspedes del hotel. Lo único que entendí fue el amordazado apremio del anuncio. El punto exacto del incendio había que adivinarlo.
Se apagaron las luces y quedé sumida en la más absoluta oscuridad. Avancé palpando hacia la puerta de madera, ajena a las riquezas del mundo. Me estaba despojando de todo hasta quedarme con lo más esencial, y me sentía ligera y libre, y al mismo tiempo nerviosa. El bolso era un talismán, tan tranquilizador como una manta eléctrica. Su peso y volumen formaban parte de mi cotidianidad y su contenido era la garantía de que ciertos elementos totémicos estaban siempre al alcance de la mano. El bolso me había servido de almohada y de arma. Me producía una impresión extraña abandonarlo, pero sabía que no había más remedio. Medí en la oscuridad la anchura de la pasarela, intuyendo el profundo abismo de mi izquierda cuando de pronto hundí la mano en la nada.
Todo estaba oscuro como boca de lobo, pero oía un ruido seco y crujiente. Soplaba un viento helado que desviaba el aguacero hacia mí. Percibí un olor a madera seca y caliente mezclado con el aroma penetrante de los productos del petróleo cuando cambian de estado químico. Me puse en camino con cautela. Empecé a distinguir delante un suave resplandor rojizo que perfilaba la pared donde el pasillo torcía a la izquierda. Una alargada nube de humo dobló la esquina y avanzó hacia mí. Si el fuego me sorprendía en la pasarela, seguramente pasaría sin alcanzarme, pero la nube de humo tóxico que se levantaría me dejaría tan frita como las mismas llamas.
Aunque el agua de los aspersores manaba sin parar, no parecía tener efecto visible alguno sobre el incendio. El reflejo de las llamas anaranjadas se extendió bailoteando por las paredes, empujando ceniza en polvo y humo y devorando el oxígeno disponible. La pasarela metálica estaba resbaladiza y la cadena que hacía de pasamanos oscilaba frenéticamente mientras yo seguía avanzando. Volví a oír los altavoces. Se repitió el anuncio de antes, un barbotar de consonantes confusas. Llegué a la escalerilla. Temía ponerme de espaldas al fuego invasor, pero no tenía alternativa. Busqué el primer peldaño con el pie derecho, midiendo la distancia cuando comencé a bajar. Descendí con cuidado, deslizando las manos por los pasamanos laterales, metálicos y mojados. Las cadenas que colgaban del techo se habían vuelto de oro con el resplandor, las chispas subían titilando como luciérnagas intermitentes en una noche de verano. El fuego daba ya luz suficiente para ver que el aire se volvía gris mientras el humo se acumulaba.
Llegué a la base de la escalerilla y me dirigí hacia la izquierda. El incendio caldeaba el aire poniéndolo a una temperatura agradable. Oí chasquidos secos, cristales rotos, el alegre rugido de la destrucción que producían las llamas. A pesar de la abundancia de cemento, el hotel contenía material combustible de sobra para alimentar el fuego que se propagaba con rapidez. Oí un trueno sordo cuando algo que había a mis espaldas cedió y se vino abajo. Toda aquella parte del hotel había quedado destruida, por lo visto. Vi una puerta a mi izquierda. Palpé el pomo, que estaba frío. Lo giré, empujé y sin previo aviso me encontré en un pasillo de la segunda planta.
El aire era allí mucho más fresco. Las duchas del techo rociaban el vacío pasillo con chorros irregulares. Me estaba acostumbrando a la oscuridad, que me parecía ya menos densa, una tiniebla harinosa y no la impenetrable negrura del pasillo circular. La alfombra estaba empapada y mis pies formaban charcos mientras avanzaba dando traspiés por el oscuro pasillo. Insegura de mi capacidad visual, alargué los brazos y me puse a dar manotazos delante de mí como si estuviera jugando a la gallinita ciega. La alarma contra incendios seguía emitiendo su alarido metálico, mientras una bocina daba ronquidos al fondo. En una película de submarinos ya nos estaríamos hundiendo. Adelanté la mano hacia otra puerta. También aquel pomo estaba frío, lo que quería decir que, por el momento, el fuego no se había propagado a aquella zona. Giré el pomo y empujé la puerta. Me encontré ante las escaleras de incendios, que ya conocía íntimamente. Bajé en medio de la oscuridad, tranquilizada por la confianza que me producía la escalera. El aire era frío y olía a limpio.
Cuando llegué a la planta baja, los generadores de emergencia se pusieron en marcha y volvieron a encenderse las luces. El pasillo estaba vacío, las puertas cerradas. Allí no había el menor signo de movimiento, ni rastro de humo, y los aspersores del techo estaban secos. Todas las habitaciones ante las que pasé estaban vacías de huéspedes. Vi una puerta con un rótulo que decía SALIDA DE EMERGENCIA, con un barrote flexible cruzándola por el centro y la superficie cubierta de advertencias. Mientras cruzaba la puerta se puso a aullar a mis espaldas otra sirena más. Anduve con rapidez, sin mirar atrás, hasta que llegué al aparcamiento lateral donde estaba el coche de Ray.
La entrada del hotel estaba rodeada de coches de bomberos y grupos de huéspedes evacuados. El cielo nocturno era de un amarillo tórrido, estrangulado por columnas de humo blanco allí donde el fuego y el agua de las mangueras estaban en contacto. A un lado del edificio, dos chorros de agua se cruzaban en el aire como si fueran reflectores de un monumento turístico. Algunas partes del hotel eran pasto del fuego, los vidrios saltaban hechos pedazos y las llamas se agitaban como látigos escupiendo nubes de humo negro. El sector del camino de entrada que podía ver estaba bloqueado por los coches de bomberos y las mangueras, y los vehículos de auxilio despedían relámpagos de luz ambarina. Un helicóptero sobrevolaba el punto donde un equipo de televisión filmaba el siniestro, dando en vivo la noticia.
Saqué de la chaqueta las llaves de Ray y subí al coche. Encendí el motor y la calefacción. Tenía la ropa empapada y el agua me corría aún por las mejillas, cayendo del pelo que se me pegaba al cráneo. Olía a humo, a lana mojada, a algodón y a calcetines mojados. La noche de Texas era fría y no tardé en ponerme a tiritar. Dejé que el motor se calentara. El vehículo era un Ford «tamaño familiar», un cuatro puertas automatizado, blanco con el interior rojo. Puse la marcha atrás y salí reculando de la plaza, recorriendo con los ojos el vacío aparcamiento, en busca de algún rastro de Gilbert.
Mantuve las luces apagadas mientras recorría el perímetro interior del aparcamiento, hacia la izquierda. La salida estaba bloqueada por un policía que empuñaba una linterna y obligaba al tráfico a desviarse. Elegí un punto del seto corrido, subí a la acera y me abrí paso con el coche entre los arbustos hasta salir a la calzada de acceso, a unos cien metros del control de carreteras. El policía tuvo que verme, pero no podía impedirlo. Tenía las manos ocupadas en contener y desviar los coches llenos de mirones. Giré a la derecha en dirección a la autopista. Al pasar junto a la pequeña torre de piedra, reduje la velocidad y toqué el claxon. Ray y Laura salieron corriendo de las sombras, Ray cargado con los tres bultos igual que una acémila. Laura llevaba todavía la faja del falso embarazo, con los ocho mil dólares pegados al vientre igual que un niño. El falso embarazo era tan convincente que Ray se movía con ademanes protectores. Oí que abrían el maletero, a continuación el impacto sordo de los bultos y por fin el golpe que produjo al cerrarse. Ray abrió la puerta del copiloto y se sentó a mi lado mientras Laura se instalaba detrás. Pisé el acelerador y salimos con un gemido de neumáticos, deseosa de poner kilómetros entre nosotros y el enemigo.
—Ya creíamos que te habías perdido —dijo Ray—. Estábamos a punto de marcharnos. —Se giró para mirar el hotel en llamas por la ventanilla trasera—. ¿Lo ha hecho Gilbert?
—Eso creo —dije.
—Desde luego que ha sido él —dijo Laura de mal humor—. Seguramente esperaba en la puerta principal, preparado para salir a nuestro encuentro en cuanto cruzáramos las puertas giratorias.
La miré por el retrovisor. Al igual que Ray, se había vuelto a contemplar el incendio. El resplandor del horizonte variaba del rojo sangre al salmón y una nube blanca se elevaba en el punto donde el agua de las mangueras se convertía en vapor.
—Menudo infierno. ¿Cómo lo habrá hecho sin combustible?
—No lo subestimes. El tío tiene recursos. Corre mucho y sabe improvisar —dijo Laura.
Ray se volvió para mirar al frente y se abrochó el cinturón de seguridad. Vi que se volvía para contemplar mi lamentable estado. Me sentía como una gata que se ha quedado encerrada en el patio durante una tormenta. Se hizo a un lado, sacó un pañuelo y me lo alargó. Me sequé con alivio los riachuelos que me corrían por las mejillas.
—Gracias.
—¿Vuelves al aeropuerto?
—Yo diría que no. Además, ya he perdido el… ¡Mierda! —Me di cuenta con un sobresalto de que el pasaje del avión me lo había dejado en el bolso. Me palpé los bolsillos de la chaqueta, pero no tenía objeto. No me lo podía creer. Con las prisas había olvidado recoger el sobre de la compañía aérea. Ojalá me lo hubiera llevado o, mejor aún, ojalá no me hubiera dejado el bolso. Sólo me quedaban ya las cuatro cosas que llevaba puestas. Estuve a punto de desmayarme de tristeza. El pasaje de avión representaba no sólo el regreso, sino también casi la totalidad de mi capital líquido. Golpeé el volante—. Maldita sea —dije.
Laura se apoyó en el respaldo del asiento delantero.
—¿Qué ocurre?
—Me he dejado en el hotel el pasaje del avión.
—Pues a estas horas se habrá quemado —dijo, remachando lo evidente con algo parecido a una sonrisita de suficiencia. Si no hubiera estado al volante, habría saltado al asiento trasero y la habría mordido.
Ray tuvo que ver la cara que puse.
—¿Adónde vamos? —preguntó, sin duda con la esperanza de evitarse la inyección antirrábica.
—Ni siquiera sé dónde estamos —mascullé. Señalé la guantera—. ¿No habrá algún mapa ahí?
Abrió la guantera, donde no había más que el contrato de alquiler del coche y una brocha cuyas cerdas parecían masticadas. La cerró de golpe y buscó en el compartimiento interior de la portezuela. Metí la mano en el compartimiento de mi portezuela y saqué varios papeles, entre ellos un mapa de Estados Unidos doblado con pulcritud. Ray gruñó de satisfacción y encendió la luz interna. Una vez abierto, el crujiente mapa ocupó casi todo el espacio disponible.
—Yo diría que tienes que seguir la Nacional 30, dirección norte.
—¿Adónde exactamente?
Laura miró a Ray.
—Apuesto que a Louisville.
—¿Tienes algo que objetar? —dijo Ray, volviéndose hacia Laura.
—Gilbert no es tonto. ¿Adónde crees que irá?
—Bueno, supongamos que va a Louisville. ¿A quién le importa? Son doce horas de coche. Se pasará la vida buscando las carreteras.
—Oye, tú, Einstein —dijo Laura—. Sólo hay una carretera.
—Imposible. Eso es mentira. Tiene que haber media docena —dijo Ray.
Laura se adelantó y le arrebató el mapa.
—Has estado en la cárcel demasiado tiempo. —Oí que extendía ruidosamente el mapa en el asiento trasero y que lo doblaba para destacar la parte de Dallas y la zona oriental—. Fíjate. Puede que se pueda ir por otra carretera, pero la Nacional 30 es la que tomaría todo el mundo. Lo único que tiene que hacer Gilbert es conducir como un loco y llegar primero.
—No nos encontrará. En cuanto lleguemos, nos inscribiremos en un motel con nombre falso. Pagaremos en efectivo y pediremos por teléfono lo que queramos. ¿No es lo que tú hiciste?
—Sí y fíjate lo que ha pasado. Kinsey me encontró en un abrir y cerrar de ojos. Y lo mismo Gilbert, para el caso.
—Por chiripa. Encontrarte fue pura casualidad. Pregúntaselo —dijo Ray.
—Yo no lo llamaría chiripa —dije, ofendida.
—Ya sabes a qué me refiero. Porque no dedujiste lo que se proponía ni la localizaste a partir de aquí. Lo único que hiciste fue seguirla, ¿no?
—Sí, pero ¿y Gilbert? ¿Cómo lo ha averiguado él? —pregunté.
Ray se encogió de hombros.
—Seguramente convenció a Farley y Farley cantó.
Laura se quejó en el asiento trasero.
—Ay, no. ¿Es eso verdad? No se me había ocurrido. ¿Crees que Farley estará bien?
—No puedo ocuparme de eso ahora —dijo Ray.
Me volví para mirar a Laura, que todavía tenía el mapa.
—¿Cuál es la ciudad grande más cercana entre nuestra posición y nuestro destino?
Laura volvió a mirar el mapa.
—Primero pasaremos por Texarcana y luego por Little Rock. Después está Memphis, a continuación Nashville y luego todo seguido. ¿Por qué?
—Porque yo me voy a mi casa. Daremos un rodeo por el aeropuerto en Little Rock y tomaré un avión.
—¿Y tu billete? —preguntó Ray.
—Llamaré a un amigo mío. Me ayudará.
—¿Y qué tal si paramos antes de que me mee encima? —dijo Laura.
—Por mí, perfecto —dijo Ray.
Estuve al tanto de los indicadores de la autopista hasta que vi uno de salida, con los símbolos internacionales de la comida y los lavabos. A cien metros de la carretera encontramos una gasolinera independiente, mal iluminada, con una cafetería adjunta. Ni Gilbert, con toda su astucia, nos encontraría allí. Teníamos el depósito casi lleno, así que dejamos atrás los surtidores y aparcamos a un lado de la gasolinera, alejados de la calzada. Ray se dirigió a los lavabos de caballeros, mientras Laura abría el maletero y sacaba el petate.
—Te puedo dejar el vestido.
A la cruda luz del lavabo de señoras, me quité las Reebok y los calcetines mojados, y a continuación me despojé de la chaqueta, los tejanos y el jersey de cuello alto, que estaban empapados, y de las bragas, que estaban hechas una sopa. Me puse a tiritar otra vez, aunque la ropa seca de Laura me calentó apenas ponérmela. Aún llevaba el chaquetón verde de pana y el jersey blanco de cuello alto, y a mí me tocó el vestido de tela vaquera, unos leotardos y unas zapatillas de tenis que me quedaban un poco grandes.
—Enseguida vuelvo —dijo. Salió de los lavabos y me quedé sola unos minutos.
Dejé correr el agua hasta que salió caliente, me lavé la cara y sumergí la cabeza para quitarme el olor a humo. Me serví de las ásperas toallas de papel para secarme el pelo y de los dedos para poner en su sitio los mechones. De pronto, me entraron unas ganas locas de vomitar. Me apoyé en la pila para recuperarme. Domingo por la noche y estaba empantanada en un barrio sin nombre de las afueras de Dallas, con un expresidiario, su hija y un montón de dinero ilícito. Di un largo suspiro y me miré en el mugriento espejo. Tragué saliva con tristeza. Las cosas (probablemente) podían ir peor. Hasta el momento nadie había resultado herido y aún teníamos unos cuantos dólares. Tenía hambre, pero para pagar la comida dependía de mis compañeros. En cuanto llegáramos a Little Rock, llamaría a Henry para que acudiera a rescatarme. Me enviaría un giro telegráfico, me pagaría el pasaje de avión con la tarjeta de crédito, o al revés, era igual. Y por la mañana estaría tan ricamente en mi cama, soñando con los angelitos.
Volví al coche y metí casi todas mis mojadas pertenencias en el maletero, al lado de las maletas de Ray. La chaqueta, aunque todavía mojada, me la llevé a la cafetería, reacia a perderla de vista. El lugar estaba casi vacío y tenía un aire desagradable, de abandono. Hasta los lugareños parecían evitar el establecimiento, que seguramente había comenzado como negocio familiar y había ido decayendo hasta dar en su orfandad presente. No vi moscas, pero en el aire parecían flotar los fantasmas de la Historia del Mosqueo. Los ventanales exteriores estaban cubiertos de un polvo procedente de una construcción que había al otro lado de la calle. Hasta las plantas artificiales estaban forradas de mugre.
Ray y Laura estaban sentados frente a frente en un reservado del extremo. Me deslicé en la banqueta junto a Ray, ya que no quería tener a la vista sus magulladuras e hinchazones mientras trataba de comer algo. Laura no tenía mucho mejor aspecto. Al igual que yo, iba sin maquillar, pero así como la piel desnuda es la condición que prefiero, ella había tenido que camuflar con mucho cuidado los golpes que Gilbert le había propinado sistemáticamente. Inferí que casi todas sus magulladuras eran de hacía algún tiempo, porque los tonos más oscuros habían cedido el paso a los verdes y amarillos de la gama media. Ray, por el contrario, era un arco iris de agresiones, con costras, cortes y puntos aquí y allá. Me esforcé por mirar sólo el menú, que ofrecía los platos de costumbre: pollo frito, hamburguesas de pollo, hamburguesas de vacuno, patatas fritas, sándwiches de beicon con lechuga y tomate, bikinis y sopa «recién hecha» que sin duda sacaban de los bidones del patio. Pedimos hamburguesas con queso, patatas fritas y unas Coca-Colas grandes que llegaron casi sin burbujas. Sin las burbujas, los refrescos saben igual que aquellos jarabes que se preparaban antaño como remedio casero para las indisposiciones de las señoras. La camarera tuvo la gentileza de no preguntar a mis compañeros por sus heridas.
Mientras comíamos dije a Ray:
—Sólo por curiosidad. Una vez que llegues a Louisville, ¿cómo sabrás dónde está escondido el dinero?
Terminó de tragar un bocado de hamburguesa y se limpió la boca con una servilleta de papel.
—No lo sé aún. Johnny dijo que se lo tenía que contar a mi madre por si a él le ocurría algo por un casual, pero ve tú a saber si lo hizo. El plan era que cuando yo saliese de la cárcel, iría a California para reunirme con él. Los dos volveríamos entonces a Louisville y recogeríamos el dinero. Quería algo solemne, ¿sabes?, para conmemorar toda la espera y todos los sudores que nos había costado. En cualquier caso, por lo que sé, y se encuentre el dinero donde se encuentre, para llevárselo hace falta una llave.
—Que tengo yo —dije.
—¿Qué llave? —preguntó Laura. El dato, por lo visto, era nuevo para la hija de Ray. Pareció resentirse de que yo supiese más que ella. Ray no le hizo caso.
—¿La tienes aún?
—Casi al alcance de la mano —dije.
—Bien. Pues no desaparezcas sin devolverla.
—¿De veras crees que voy a ayudarte a robar a Chester lo que le corresponde en justicia?
—Oye, él me haría lo mismo a mí. Y a ti también, seguro.
—No quiero ni hablar de ese tema —dije—. ¿Crees que Johnny hizo lo que dijo?
—Lo que creo es que no pudo esconder en el limbo un alijo tan grande. Lo lógico es que tuviese un plan de seguridad, alguna medida de verificación, por si lo atropellaba un coche o algo por el estilo. ¿Por qué lo preguntas? ¿Se te ocurre algo?
Negué con la cabeza.
—Era sólo un planteamiento digno de tenerse en cuenta. ¿Cuál es tu estrategia?
—Mi estrategia es resolver el problema cuando lo tengamos delante —dijo.
Cuando estuvimos otra vez en la carretera, Ray pasó al asiento trasero para dormir mientras yo conducía y Laura se instalaba en el asiento del copiloto. Las dos mirábamos con fijeza la grisácea alfombra de la autopista que se perdía a toda velocidad debajo del coche. Las luces del salpicadero formaban una nube luminosa. Para no molestar a Ray mantuvimos la radio apagada y limitábamos la conversación a observaciones ocasionales. Ray se puso a roncar con salpicantes espiraciones espaciadas por silencios, como si le apretasen la nariz con los dedos cada tantos segundos. Cuando quedó claro que no lo iba a despertar nada que hiciese menos ruido que un batallón de motoristas, nos pusimos a hablar en voz baja.
—Tengo entendido que nunca te dieron ocasión de estar un tiempo con él —dije.
Laura se encogió de hombros.
—Pues no. Mi madre me obligaba a escribirle una vez al mes. Siempre se compadecía de los que eran menos afortunados que nosotros. Recuerdo que miraba a mi alrededor y me preguntaba de qué carajo hablaba. Luego se volvió a casar y pareció olvidarse de Ray. Yo me sentí culpable al principio, hasta que yo también me olvidé. Los niños no son conocidos precisamente por satisfacer las necesidades de los demás.
—La verdad es que los críos se esfuerzan por complacer a todo el mundo —dije—. ¿Qué otra salida tienen? Cuando dependes de otros, lo mejor que se te ocurre es tenerlos contentos.
—Hablas como una neurótica. ¿Viven tus padres?
—No. Murieron en un accidente cuando yo tenía cinco años.
—Ya. Bueno, imagina que de pronto aparece uno. Has estado toda la vida deseando tener un padre. De repente lo tienes y te das cuenta de que no sabes qué hacer con él. —Dirigió una mirada nerviosa al asiento trasero, a Ray. Si fingía dormir, lo hacía muy bien.
—¿Estás muy unida a tu madre? —dije.
—Hasta que apareció Gilbert. No simpatiza con él, pero probablemente porque él no le ha prestado mucha atención a ella. Es una belleza del sur y le gustan los tipos atentos.
—¿Y tu padrastro? ¿Qué pinta en todo esto?
—Él y Gilbert son uña y carne. Siempre ha preferido creer que las palizas que me ha dado Gilbert han estado justificadas. Lo que no quiere decir que las apruebe. Siempre da por sentado que se puede ver de otro modo. Es de los que dicen: Bueno, esa es tu versión. Seguro que Gilbert dice otra cosa. Le enorgullece ser equitativo, no precipitar conclusiones. Como si fuera un juez, ¿entiendes? Quiere oír los alegatos de la defensa y la acusación antes de pronunciar sentencia. Dice que no quiere ser terminante, pero lo que en el fondo quiere decir es que no cree una palabra de lo que le digo. Haga lo que haga Gilbert, me lo merezco, ¿entiendes? Seguro que también a él le gustaría zurrarme.
—¿Y tu madre? ¿Se opone a que Gilbert te pegue o no lo sabe?
—Repite todo lo que dice Paul. Es como un acuerdo tácito. No quiere liarla. No le gustan los conflictos ni los enfrentamientos. Lo único que quiere es paz y tranquilidad. Le emociona tanto que alguien cuide de ella que no quiere que nada altere la situación. Paul se comporta siempre como si le hubiera hecho un favor grandísimo casándose con ella. Creo que mi madre tenía veinticuatro años cuando se conocieron. Yo tendría alrededor de cinco. Figúrate, con el exmarido en la cárcel y sin medios de vida. El único trabajo que había tenido en su vida era el de dependienta. No tenía suficiente para vivir y tuvo que recurrir a las ayudas sociales, que para ella era lo más vil de este mundo. La peor vergüenza de su vida. Pero qué caramba. Necesitaba ayuda. Yo no era hija ilegítima, pero a sus ojos nada podía empeorar la situación. No le gustaría repetir aquella experiencia. Además, con Paul no tiene que trabajar. Él no quiere que trabaje. Quiere que cuide de la casa y le complazca en todo. No es mal trato.
—Sí lo es. A mí me parece horrible.
Laura sonrió.
—Sí, supongo que sí. El caso es que conforme fui creciendo, Paul se volvió dominante y autoritario. Era el amo del corral. Casi se rompía el brazo dándose palmadas de felicitación por todo lo que había hecho por nosotras. A su manera, era bueno con mi madre. Yo nunca le he importado un rábano, pero para ser justa he de confesar que yo era insoportable. Puede que lo siga siendo aún, si vamos a ello. —Apoyó la cabeza en el respaldo—. ¿Estás casada?
—Lo he estado. —Le enseñé dos dedos.
—¿Has estado casada dos veces? Yo también. La primera con un tipo que tenía un problema de «abuso de sustancias estupefacientes» —dijo, moviendo los dedos para encerrar la frase entre comillas.
—¿Cocaína?
—Y heroína. Anfetaminas, hierba, porquerías así. El otro era un alfeñique. Dios mío, qué débil era. Era tan inseguro que me ponía los nervios de punta. No sabía hacer nada. Y encima necesitaba toneladas de confianza. Qué sé yo. Estoy en tales circunstancias que fastidio a todo el mundo.
—¿Y Gilbert?
—Al principio era genial. Su problema es que no se fía, ¿comprendes? No sabe intimar. Y puede llegar a ser muy dulce. A veces, cuando bebe, rompe a llorar como un niño. Me parte el corazón.
—Además de la nariz —dije.