Laura dio un gemido e hice amago de sujetarla como si estuviera a punto de desmayarse. Quiso apoyar la cabeza en las rodillas, pero el bulto de la barriga se lo impidió. Se recostó de lado sobre las almohadas, encogiendo las rodillas como una criatura con dolor de vientre.
—¿Qué pasa? —preguntó Ray.
—Joder, pensaba que habría más. Pensaba que sabías dónde estaba —susurró, echándose a llorar otra vez. Pero no me iba a impresionar. Me pregunté por qué a veces decimos gimotear en vez de llorar. Yo jamás he visto que una persona que llora articule bien las palabras.
Ray se acercó a Laura y se sentó a su lado.
—¿Estás bien?
La mujer negó con la cabeza mientras se mecía.
—Laura está perfectamente —dije, harta ya de todo. Me di cuenta de que hablaba con rudeza, pero sabía lo que se proponía y aquellas lágrimas de niña me ponían fatal. Ray le acarició la espalda y le dio en el hombro unas palmadas, enfrascándose en una serie de movimientos que, pese a todo, expresaban su simpatía y su preocupación.
—Vamos, vamos. No pasa nada. Dime qué te ocurre y te ayudaré, te lo prometo. No llores.
—Perdona, Ray, pero puede que te convenga ser discreto. Laura ya está traicionando a Gilbert y eso que en teoría está enamorada de él. No digamos lo que hará con las personas que no le importan un pimiento. Por ejemplo, nosotros, por si no sabes de qué hablo —dije.
Ray la miró con el entrecejo fruncido.
—¿Es verdad eso? ¿Quieres dejar a Gilbert?
—Pegándose a nosotros —dije con retintín. Ninguno de los dos me hizo caso. No sé por qué me molestaba.
Alargué a Laura otro puñado de pañuelos y la mujer repitió las operaciones destinadas a sonarse la nariz. Se pasó un pañuelo por los ojos para bloquear el desbordamiento de las lágrimas. Barbotó una explicación fragmentada, pero como no conseguía hacerse entender, me encargué de traducirla.
—Laura y Farley se han hecho socios. Y ella quiere escaparse con el dinero. Sólo es una suposición.
—¿Se la vais a jugar tú y Farley? —preguntó Ray. Se esforzaba por aparentar calma, pero me di cuenta de que estaba muy alarmado. Conocía demasiado bien a Gilbert para saber el tamaño del problema en que estaba su hija. Laura asintió con las mejillas arrasadas de lágrimas.
—Por el amor de Dios, criatura. Ojalá lo hubiera sabido antes. No es buena idea, en absoluto.
—No puedo remediarlo. Farley me quiere. Me dijo que me ayudaría. Sabe que Gilbert me pega. Tengo que huir o me matará.
—Te comprendo, pequeña, pero Gilbert está loco. No le va a gustar. Si lo averigua, no quiero ni pensar lo que hará para vengarse. Vamos a hablar. Puede que demos con una forma de sacarte de esto.
Me encantaban sus plurales.
Laura dio un suspiro y se incorporó. Sin el contrapeso del maquillaje parecía que los ojos se le hubieran subido un centímetro. Tenía la nariz congestionada y hablaba en un registro menos agudo. La piel se le había puesto de color rosa apagada y los ojos color avellana resaltaban entre el rojo del pelo. El chaquetón verde de pana se le había arrugado y el cuello del jersey blanco se le había manchado de crema.
—No pensaba en nada, sólo en que tenía que escapar. —Se subió la manga—. Mira, estoy llena de magulladuras. Tengo peor aspecto que tú y esto se ha venido repitiendo durante meses.
—Tienes que alejarte de él. No le des más vueltas. ¿Cómo has podido tolerarlo?
—Porque no he tenido elección. He ido a centros de mujeres maltratadas. Me he escondido en casa de amigas en dos ocasiones. Pero siempre me encuentra y me obliga a volver. Ahora me vigila para que no hable con nadie. Tengo que darle cuenta de lo que hago cada minuto. No me deja trabajar. No quiere que tenga ni un centavo propio. Cuando se presentó esto, supe que era la única oportunidad que tendría en la vida. Y me dije: si tuviera dinero, si pudiera huir con él…
—Entonces quédate con el dinero —dijo Ray—. Es tuyo. No podía creerlo cuando Kinsey mencionó tu nombre. Pregúntale a ella. Me quedé atónito…
—Yo no diría atónito, pero te quedaste muy callado.
—No sabía que estabas metida en esto —prosiguió Ray.
—Habría sido igual —dijo Laura, sonándose la nariz. Haber pillado desprevenido al padre parecía tranquilizarla.
—No habría venido. Habría dejado que te quedaras con los ocho mil. Ya te lo he dicho. Es tuyo. Quédatelo. Es un regalo.
—Olvídalo. No lo quiero.
—Me pareció que decías que no tenías otra salida.
—Pues la tengo.
—¿Cuál?
—No sé. Hablaré con Farley. Ya se nos ocurrirá algo.
—Laura, no seas idiota. Antes estabas dispuesta a quedártelo. ¿Por qué ahora no?
Se volvió hacia el hombre con brusquedad.
—Estaba dispuesta a quedármelo porque creía que habías traicionado a tus amigos para apoderarte de él. Pensaba que te lo merecías, que no tenías derecho a él después de lo que hiciste.
El melodrama empezaba a fastidiarme y ya tenía ganas de que llegaran a un acuerdo.
—¿Por qué no os repartís el dinero y dejáis de discutir?
Ray negó con la cabeza.
—Nada de repartirlo. Que se quede con los ocho billetes. Yo puedo volver a Louisville a buscar el resto.
—¿Qué posibilidades hay de encontrarlo al cabo de cuarenta años? —pregunté.
—Seguramente pocas, pero me sentiría mejor sabiendo que ella tiene lo suficiente para escapar.
—Ray, te dije que intervendría y pienso hacerlo —dije.
—¿Por qué no me dejas ser bueno?
—Es demasiado tarde.
Se me quedó mirando con expresión confusa.
—Habla con ella. Díselo tú. No sé a quién habrá salido esta hija.
—La idea es la siguiente, Ray, y te advierto que puedes creerme. Lo que ella quiere es tu afecto. Quiere estímulo. Quiere que le pidas perdón por la vida que le has dado. No quiere nada más de ti. Y está claro que no quiere tu ayuda. Antes moriría.
—¿Por qué?
—Porque no quiere deberte nada —le solté.
Ray miró a su hija.
—¿Es verdad lo que dice?
—No sé. Supongo. —Se detuvo para limpiarse los ojos y sonarse otra vez la nariz—. Creía que habría más. Creía que tendrías millones. Contaba con eso.
—Jamás hubo millones. ¿Es eso lo que te ha contado Gilbert?
—¿Cómo iba a saberlo yo? Durante estos años no ha hablado de otra cosa —dijo Laura—. Puede que el dinero creciera en su imaginación a medida que pasaba el tiempo. La cuestión es que con ocho mil dólares no se va a ninguna parte. Yo me imaginaba ya en el extranjero, escondida en algún lugar, pero ocho mil dólares duran muy poco.
—Durarán lo suficiente. Vete a otro estado. Cambia de nombre. Busca trabajo. Los ocho de los grandes te ayudarán por lo menos a instalarte.
En las facciones de Laura se pintó la desesperación.
—Me encontrará. Sé que me encontrará. Creía que con Farley habría una oportunidad, pero ahora estoy desolada.
—¿Y dónde está Farley en este momento? —pregunté.
—En Santa Teresa, con Gilbert. No queríamos que sospechara.
Levanté la mano.
—Un momento. Estoy confusa. ¿Cuál era el plan inicial?
—¿Cuando me fui de Santa Teresa? Tenía que ir a Palm Beach, estado de Florida, donde me esperaba un colega de Gilbert. Es un tipo al que contrató para que me vigilara. Gilbert quería sacar el dinero de California lo antes posible, pero pensó que si viajábamos los tres juntos se notaría mucho. Además, Farley y él tenían que esperar hasta recibir los pasaportes. Yo ya tenía el mío y en principio tenía que quedarme en Palm Beach hasta que se reunieran conmigo. Luego volaríamos a Río.
—Así que Farley se quedó a solas con Gilbert —dije—. Mal hecho. Yo ni siquiera conozco a Farley, pero apuesto a que no tiene mollera suficiente para pegársela a Gilbert.
—Tiene razón, pequeña —dijo Ray a Laura—. Gilbert está para que lo encierren y más si cree que lo han traicionado. Fíjate en lo que me hizo a mí. ¿Crees que no habrá más?
—¿Qué puedo hacer? Ya está hecho. Ya no tiene solución. He huido con el dinero. En cuanto llegué, me puse a contarlo. Creí que me moría al ver lo poco que había.
—Retrocedamos un paso —dije—. ¿Cuándo tenía Farley que reunirse contigo?
—En cuanto pudiera. Llamaron a la oficina de pasaportes y les dijeron que se los enviaban por correo. Farley sabe dónde estoy y acordamos que me llamaría desde la cabina telefónica que hay en la calle.
—¿No te ha llamado?
—Una vez. Esta mañana. Tuvo que esperar a que saliera Gilbert. Cuando le dije lo de los ocho mil, se quedó helado de miedo, fue como si lo viera. Dijo que pensaría algo y que me volvería a llamar al cabo de una hora.
—¿No has vuelto a saber de él? —dijo Ray.
Laura negó con la cabeza.
—Pero Gilbert ha tenido que saber que no bajaste del avión en Palm Beach. ¿No le llamó inmediatamente su espía para informarle de que no habías aparecido?
—Claro que llamó, pero Gilbert no sabe dónde estoy.
—La verdad es que es un plan muy complicado —dije—. ¿Y Farley? ¿Seguro que Gilbert no sospecha de él?
—¿Crees que lo habrá adivinado?
—¡Pues claro que sí! —exclamó Ray—. Ha esperado cuarenta años para echarle el guante a la pasta. Gilbert es un psicópata. Está tan paranoico que casi tiene poderes psíquicos. Tú eres una aficionada. ¿Crees que no adivina todo lo que piensas?
—Pero Dallas es grande. Nunca me encontrará —dijo Laura—. He abonado la cuenta en metálico y utilizo nombre falso.
—Farley sabe dónde estás.
—Bueno, sí, pero me fío de él —dijo Laura.
Ray cerró los ojos.
—Tienes que irte corriendo.
—Pero ¿adónde voy?
—¿Qué importa eso? Tú lárgate de aquí.
—¿Y Farley? No sabrá dónde estoy.
—De eso se trata —dije—. Estoy de acuerdo con Ray. No te preocupes por Farley. Lo que has de hacer es poner muchos kilómetros entre tú y Gilbert.
—Pues no quiero. Le dije a Farley que estaría aquí y aquí pienso estar —dijo Laura.
—¡Dios mío! —exclamé.
—Gilbert no es Supermán. No le salen rayos X por los ojos ni nada parecido.
—Sí, claro —dije. Miré en mi bolso hasta que encontré el pasaje de avión. Abrí los cajones de la mesita de noche en busca de la guía telefónica—. Bueno, pareja. No sé cómo resolveréis este pequeño conflicto, pero yo me largo.
—¿Nos dejas? —dijo Ray, sobresaltado—. ¿Y Chester?
—Me ha despedido —dije. Las páginas amarillas de la guía de Dallas formaban un volumen independiente que pesaría unos cinco kilos. Lo saqué del cajón, me lo puse en las rodillas y pasé las páginas en busca de la sección de Líneas Aéreas—. Decidáis lo que decidáis, será cosa de ambos. Yo vine para recuperar el dinero que repartes con tanto empeño. Me voy. No tiene sentido que me quede. Si a Chester no le gusta, que se entienda contigo. Está ya tan cabreado que probablemente no me abonará el pasaje, lo que significa que estoy en las últimas. Otra solución es irme a mi casa. Por lo menos procuraré remediar la situación hasta donde pueda. —Encontré el número de American y fui a apretar el primer botón mientras descolgaba el auricular.
—No puedes abandonarnos —dijo Ray.
—Yo no lo llamaría así —dije.
—¿Cómo lo llamarías?
—Ray, no somos compinches. Vine movida por un impulso y he pensado que voy a volver del mismo modo. —Me encajé el auricular en el cuello y marqué el número de American Airlines. En cuanto descolgaron, me pusieron a la espera mientras una voz mecánica me aseguraba que mi tiempo no tenía precio—. Además, es dinero robado —añadí en tono coloquial—, motivo más que suficiente para que no quiera enredarme en esto.
—Han pasado cuarenta años desde que limpiamos la cámara —protestó Ray—. El banco ya no existe. Remodelaron el edificio en 1949. Casi todos los clientes están muertos, así que, aunque quisiera jugar limpio, ¿a quién tendría que devolverle el dinero? ¿Al estado de Kentucky? ¿Con qué fin? Me he pasado la vida entre rejas por esa pasta y me he ganado hasta el último centavo.
—No deja de ser un delito —le dije con buenos modos, ya que no quería parecer pendenciera.
—¿Y la ley de sobreseimientos? ¿Quién va a hacer acusaciones después del tiempo transcurrido? Además, ya me procesaron y he pagado por mis pecados.
—Consúltalo con un abogado. Puede que tengas razón. Pero por si no la tienes, prefiero mantenerme al margen —dije.
Laura comenzaba a impacientarse. Por lo visto no le interesaba nuestro debate jurídico. Se acercó a mí y murmuró:
—Preferiría que no bloquearas el teléfono. ¿Y si llama Farley?
Levanté la mano como un agente de tráfico. El encargado de pasajes de American Airlines acababa de ponerse al aparato y se presentó.
—Hola, Brad —dije—. Soy Kinsey Millhone. Tengo un vuelo abierto de un pasaje de ida y vuelta de Santa Teresa, California, a Palm Beach, Florida, y quisiera reservar el viaje de vuelta. Ahora estoy en Dallas y sólo me interesa el trayecto Dallas-Santa Teresa.
—¿Y para qué día lo quiere?
—Cuanto antes. Hoy, si es posible.
Mientras el encargado Brad y yo hacíamos la transacción, Ray y Laura parecían pactar una tregua paternofilial, una especie de alto el fuego de índole económica. Por lo visto, ella le permitía que le regalara los polémicos ocho mil dólares. Percibí por encima que Ray le explicaba que tenía que bajar a su habitación de la cuarta planta para recoger su equipaje. Y pidió permiso a Laura para dejarlo en su habitación hasta que se le ocurriera algún lugar adonde dirigirse.
Laura, mientras tanto, empezó a pasear y su agitación no hizo sino aumentar mientras el encargado y yo gestionábamos mi itinerario. Había rutas alternativas que podían llevarme a Santa Teresa por San Francisco o por Los Ángeles, con unos cuantos desplazamientos cortos en la etapa final. Puesto que era domingo, los vuelos directos estaban al completo y sólo se le ocurría sugerirme que me pusiese en lista de espera. Antes de que le respondiese, me apuntó para dos vuelos, uno sin escalas y otro con. El primer vuelo estaba previsto para las dos y veinte. Miré mi reloj. Eran las doce y media pasadas, y con el transbordador del hotel o en un taxi probablemente llegaría al aeropuerto en treinta y cinco o cuarenta minutos.
Laura se había acercado a la mesita de noche, se agachó para ponerme la cara delante y dijo vocalizando:
—Cuelga. —Se sentó en la otra cama y comenzó a desatarse los cordones del calzado deportivo.
Sonreí a Laura como una tonta y reanudé la conversación telefónica para confirmar las notas que había tomado sobre los vuelos en cuestión. Cuando colgué, me di cuenta de que Ray seguía allí.
—Creí que ibas a bajar a buscar tu equipaje —dije.
—Tenía miedo de no encontrarte al volver.
—Buena premonición. ¿Qué has decidido? ¿Vas volver a California?
—No, no me seduce. Creo que me quedaré con Laura hasta que tenga noticias de Farley. En cuanto se aclare su situación, me iré a Louisville. Tengo abajo un coche alquilado. Si mientras tanto me escondo, la dirección no sabrá que estoy aquí.
—¿Y Chester? No quiero estropearte el pastel, pero la mitad del dinero le pertenece y tú lo sabes.
—¿Quién lo dice?
—Tú lo dijiste. Dijiste que ibas a devolvérselo.
—Tengo que darte una noticia. Chester se engaña. Jamás he tenido intención de incluirlo en el trato.
—Ya. Tendría que haberlo intuido, ¿verdad?
—Eres la única que se ha fijado en lo mucho que miento —dijo.
—¿Y por eso tengo que ser yo quien le dé la noticia?
Muchas gracias, Ray. Valiente basura. ¿Qué tengo que decirle?
—Ya se te ocurrirá algo. Alega ignorancia. Invéntatelo.
—Genial.
—De todos modos es un mierda. Apuesto a que no te ha pagado.
—Tu fe en él es conmovedora —dije.
Laura estaba todavía de morros, de modo que nos ahorramos las despedidas tiernas. Recogí el bolso, me lo colgué y salí de la habitación. Me dirigí a la escalera de incendios y bajé al vestíbulo.
Fui en taxi al aeropuerto. Habría podido esperar al transbordador, que era gratis, pero la verdad era que no quería arriesgarme a tropezar con el personal administrativo. Hasta el momento había conseguido despistarlo y era un alivio poder abandonar Texas sin haber tenido ningún roce con la ley. Inspeccioné la billetera en el taxi. Puesto que volvía a casa, supuse que para el viaje dispondría de efectivo suficiente… que ascendía a unos treinta y cinco dólares. Tendría que hacer algunos gastos circunstanciales, pero en términos generales me apañaría con lo poco que me quedaba. También debería tener en cuenta el pago del aparcamiento cuando llegase, siete dólares al día por los dos o tres días que había estado ausente, pero podía llamar a Henry y decirle que me llevara el dinero que necesitase. No me había ido formalmente del hotel, pero la recepcionista había tomado nota de mi tarjeta de crédito al inscribirme y estaba convencida de que la cuenta del hotel figuraría en el siguiente balance mensual que me enviasen. Los hoteles no se chupan el dedo en estos asuntos.
El taxi me dejó delante de las puertas de embarque de American Airlines. Entré en la terminal y crucé el vestíbulo para comprobar en el panel de movimiento el número de los vuelos que me habían dado. El primero partía a las dos y veintidós, el segundo a las seis y diez. Este último no constaba aún en el panel, pero sí el número de puerta de embarque en el avión de las dos y veinte. Viajar sin equipaje por lo menos simplificaba las operaciones hasta cierto punto. Dejé atrás el mostrador de venta de pasajes y me puse en la cola de los pasajeros que tenían que pasar el control de seguridad. El bolso pasó sin problemas por los rayos X, pero cuando crucé el detector de metales, sonó un zurrido revelador. Me palpé los bolsillos, que no contenían más metal que el sujetapapeles y las monedas con que había llamado por teléfono. Retrocedí, dejé los objetos en la bandeja de plástico. Volví a pasar. El zurrido fue esta vez de un agudo acusador. Ya veía a los zahoríes de seguridad pasándome por el cuerpo la vara inteligente, cuando recordé la llave que había cosido en la hombrera de la chaqueta.
—Un momento. Ya está. —Ante la confusión de los que estaban detrás de mí, retrocedí nuevamente, me quité la chaqueta y la puse en la cinta móvil. Esta vez pasé sin problemas. Medio esperaba que me interrogaran por la llave cosida en la ranura de la hombrera, pero nadie me dijo nada. Los funcionarios seguramente veían cosas más raras incluso las fiestas de guardar. Recogí el bolso y la chaqueta y me dirigí a la puerta de embarque.
Saqué el pasaje del bolso y se lo entregué a la empleada de la puerta, explicándole mi situación. Todas las plazas del avión estaban reservadas y no se mostró optimista a propósito de mis posibilidades de conseguir alguna. Me quedé en la zona de espera mientras pasaban otros pasajeros. Por lo visto éramos varios los que estábamos en la lista de espera de aquel buscadísimo vuelo. Miré a la competencia y algunos individuos se me antojaron de esos que arman un escándalo cuando algo les sale mal. Puede que también yo lo hiciera si me hubiera servido de algo. Que yo sepa, hay un número limitado de plazas. El avión o está en condiciones de volar o no lo está. Entre comprobaciones mecánicas y el control del tráfico aéreo, o despega o no despega. Jamás he conocido ninguna compañía aérea que organizara los vuelos en función de las quejas de los usuarios alborotadores, de manera que ¿por qué gritar y quejarse?
Saqué la novela y me puse a leer. Conforme se aproximaba la hora de partida iban subiendo los pasajeros en grupos ordenados, con los privilegiados en vanguardia. Por último llamaron a seis inscritos en la lista de espera, ninguno de los cuales era yo. Pues qué bien. La empleada de la puerta me dedicó una sonrisa de disculpa, pero nada podía hacerse. Me juró que en la lista de espera del siguiente vuelo me pondría la primera.
Mientras tanto tenía por delante casi cuatro horas de tiempo muerto. Según mis cálculos, la tripulación hacía diariamente dos vuelos completos entre Dallas y Santa Teresa, utilizando siempre la misma puerta, los siete días de la semana. Lo único que tenía que hacer era llenar el tiempo que faltaba y presentarme antes de que comenzara el proceso de embarque. Con suerte, conseguiría una plaza y volvería a Santa Teresa. Sin suerte, me quedaría empantanada en Dallas hasta las dos de la tarde del lunes.
Para estirar las piernas, anduve por el pasillo de la terminal hasta recorrer dos kilómetros. Utilicé el lavabo de señoras, donde fui toda una señora. Al salir y girar a la derecha pasé ante una especie de terraza de cafetería, en versión aeropuerto, con las mesas aisladas del pasillo por una pequeña valla metálica y plantas artificiales. Había vino, cerveza, combinados exóticos y, debajo del vidrio, marisco fresco sobre un montón de hielo picado. Aún no había comido y pedí una cerveza y una ración de gambas, que me sirvieron con salsa picante, galletitas saladas y gajos de limón. Pelé y mojé las gambas, y mientras comía, para entretenerme, me puse a mirar a la gente. Cuando terminé, volví a la puerta de embarque.
Me senté junto al ventanal. Me enfrasqué en la lectura de la novela y de vez en cuando miraba los aviones que aterrizaban y despegaban. Di un par de cabezadas, pero aquellos asientos no se habían hecho para dormir en serio. De cualquier modo me las arreglé para que cuatro horas me parecieran sólo una. Cuando se acercaba el momento, fui al quiosco y adquirí un periódico local. Volví a la puerta a las cinco, cuando aterrizaba ya el avión de Santa Teresa. Hablé con la empleada de la puerta para comprobar que mi nombre figuraba en la lista de espera.
En la sala de espera estaban ya ocupados casi todos los asientos, de modo que me apoyé en una columna y leí el periódico. Se abrieron las puertas y comenzaron a bajar los pasajeros de primera clase, que siempre tenían un aspecto más despejado que los que iban detrás. Los de clase turística aparecieron a continuación, recorriendo la multitud con los ojos para localizar a quienes habían ido a recibirlos. Muchos reencuentros alegres. Abuelas que estrechaban niños entre sus brazos. Un soldado que abrazaba a su novia. Maridos y esposas que se daban los besos de rigor. Dos adolescentes con un manojo de globos hinchables se pusieron a chillar cuando vieron bajar a un joven de expresión tímida. En conjunto era una forma muy agradable de pasar el tiempo y me hizo olvidar la ceñuda colección de noticias que traía la prensa. Iba ya a pasar a la página de las tiras cómicas cuando bajó del avión el último grupo de pasajeros. Fue el Stetson lo que me llamó la atención. Desvié los ojos y sólo los levanté un segundo cuando pasó Gilbert por mi lado.