Cuando regresé a mi habitación eran ya las nueve menos cuarto. Me sentía sucia y agotada de tanto trabajo manual, tensiones y comida grasienta, y encima con el sueño cambiado. Me quité el uniforme, me metí en la ducha y dejé que el agua caliente me cayera como si estuviese debajo de una cascada. Me sequé y me puse una de las dos batas unisex que proporcionaba el hotel. Las bragas estaban secas ya, aunque algo tiesas, y pendían del colgador de la toalla como el pellejo de un animal del bosque. Al salir del cuarto de baño vi parpadear la lucecita del contestador automático. Sin duda me habían llamado mientras estaba en la ducha, Henry probablemente, puesto que era el único que conocía mi paradero. A menos que la dirección del hotel estuviera tras de mí. Intranquila hasta cierto punto, llamé a la centralita del hotel.
—Soy Kinsey Millhone. El piloto de mi contestador automático parpadea.
Me dejó a la espera y poco después volvió al aparato.
—Han dejado un recado para usted. A las nueve menos diez llamó un tal señor Pitts: «Urgente. Llama, por favor».
—Gracias. —Marqué el número de Henry. Descolgó antes de que yo oyese el primer timbrazo—. Qué rápido —dije—. Seguro que estaba usted sentado encima del teléfono. ¿Qué ocurre?
—Me alegro de oírte. No sé qué hacer. ¿Sabes algo de Ray Rawson?
—¿Por qué tendría que saber nada? Creía que había desaparecido.
—Bueno, sí, pero ha vuelto y me temo que hay complicaciones. Nell y yo nos fuimos de compras esta mañana, poco después de que llamases. William y Lewis se habían ido al local de Rosie, para ayudar con los preparativos de la comida, y Charlie se quedó solo en casa. ¿Estás ahí?
—Sí, aquí sigo —dije—. No sé adónde quiere ir a parar, pero le escucho.
—Ray Rawson se presentó en casa de Chester y Bucky le dijo lo que pasaba.
—¿Qué exactamente? ¿Que yo había visto al individuo que le dio la paliza?
—No sé lo que le diría, sólo que te habían contratado. Bucky sabía que te habías ido de la ciudad, pero no dónde estabas. Parece que Ray vino a mi casa y mareó a Charlie hablándole del peligro en que estabas.
—¿Peligro? Qué interesante. ¿Qué peligro?
—Charlie no llegó a oír bien esa parte. Algo relacionado con una llave, eso es lo que dijo.
—Ya. Seguramente la que Johnny tenía en la caja de seguridad. Iba a enseñársela a un amigo que sabe de cerraduras. Sospecho que, por desgracia, está ahora en prisión por culpa de sus habilidades.
—¿Dónde está la llave? Bucky le dijo a Ray que la última vez que la había visto la tenías tú.
—Así es. La tengo en el fondo del bolso —dije—. Parece usted preocupado.
—Bueno, sí, pero no es por eso. —Percibía el nerviosismo pegado a la base de la entonación de Henry—. Preferiría no decírtelo, pero Charlie le contó a Ray dónde estabas porque este lo convenció de que necesitabas ayuda.
—¿Y cómo sabía Charlie dónde estaba?
Henry suspiró, atribulado por la necesidad de confesarse totalmente.
—Anoté el nombre y el teléfono del hotel en un cuaderno que tengo aquí, junto al aparato. Ya conoces a Charlie. Oye menos que un mueble. Se le metió en la cabeza que Ray era un buen amigo y que no te enfadarías si le daba la información. Sobre todo porque estabas en apuros.
—Pues estamos buenos. ¿También el número de habitación?
—Me temo que sí —dijo Henry. Parecía tan culpable y compungido que no pude quejarme, aunque no me gustaba la idea de que Rawson supiera dónde estaba—. No puedo creer que ese hombre haya tomado el avión de Dallas, pero seguramente te llamará y querrá ponerte sobre aviso. Este asunto me ha puesto nervioso, Kinsey, pero no puedo hacer nada más.
—No se preocupe. Le agradezco el aviso.
—Si quieres, estrangulo a Charlie.
—Estoy convencida de que lo hizo con la mejor intención —dije—. En cualquier caso, no se ha hecho daño a nadie, espero. No creo que Ray Rawson represente ninguna amenaza.
—Ojalá sea así. Me siento fatal por haber dejado esos datos a la vista.
—No sea tonto. No tenía motivos para suponer que preguntaría nadie y menos para imaginar que Rawson iba a reaparecer de este modo.
—Sí, ya lo sé —dijo—, pero habría podido alertar a los muchachos. Le dije de todo a Charlie, pero el único culpable soy yo. Jamás se me ocurrió que haría una cosa así.
—No se preocupe, lo pasado, pasado está. No ha sido culpa suya.
—Te agradezco que digas eso. Lo primero que se me ocurrió fue llamarte enseguida. Creo que deberías irte o por lo menos cambiar de habitación. No me gusta la idea de que aparezca de pronto. Hay algo raro en toda esta historia.
—Tendría que seguir su consejo, pero no sé qué hacer. Por el momento, procuro asomar la nariz lo menos posible —dije.
Me di cuenta de que había puesto a Henry en alerta roja.
—¿Por qué? —preguntó.
—No tengo ganas de entrar en detalles. Digamos sólo que en este momento no creo que sea un movimiento inteligente.
—No quiero que te expongas. Para empezar, ya cometiste la torpeza de subir al avión. No es asunto tuyo, y cuanto más se prolonga, más se complica.
Sonreí.
—Chester me contrató. Estoy trabajando. Además, es divertido. Me arrastro por los pasillos y espío a la gente.
—No lo prolongues mucho. La boda está al caer.
—No pienso olvidarme. Estaré allí, se lo prometo.
—Llámame si crees que puedo serte útil.
Nada más colgar, corrí a la puerta y eché la cadena de seguridad. Pensé en colgar del tirador de la puerta el cartel de «No molestar», pero lo único que conseguiría sería anunciar que estaba yo dentro. Me puse a pasear, meditando seriamente la situación. Me sentía raramente indefensa ahora que Rawson conocía mi paradero, aunque no sabía por qué tenía que tener importancia ese detalle. Por lo que había dicho Chester, había quedado hecho unos zorros, de manera que el viaje tendría que resultarle incómodo como mínimo. Le costaría además un buen pellizco, y no tenía ninguna garantía de que yo siguiese en Dallas. Desde luego, si la policía de Santa Teresa lo buscaba para interrogarlo, largarse de la ciudad no era un mal movimiento. Yo no creía que corriese peligro alguno, pero tampoco desestimaba la posibilidad. Fuera cual fuese la relación de Rawson con los últimos acontecimientos, estaba claro que no me había contado lo importante. Estaría mucho más segura en otra habitación.
Por otro lado, no me gustaba la idea de solicitar el cambio de habitaciones. Los directivos del hotel no eran idiotas. Spitz había tardado menos de un minuto en adivinar que yo no tramaba nada bueno. Los hoteles no se toman a la ligera ni a los gamberros ni a los ladrones. Spitz me había visto de cerca y para entonces los guardias de seguridad seguramente tenían ya una descripción de mis rasgos más o menos exacta. La noticia se habría difundido entre el personal responsable, como cuando la central de la policía radia una orden urgente a todos los coches patrulla, pero en un hotel. Si Vikki Biggs, la encargada de noche, recordaba mi nombre, no tardaría en oír golpes en la puerta. Por el contrario, si la dirección del hotel no sabía nada, sería una imbécil si me pusiera a llamar la atención. Así que ni hablar de cambiar de habitación.
En cuanto a ahuecar el ala, ya había quemado casi mil dólares entre el pasaje del avión y los gastos. No podía volver y decir a Chester que había abandonado la persecución porque Ray Rawson podía presentarse en mi puerta sin avisar. Lo mejor era quedarme donde estaba, sobre todo ahora que tenía un modo de acceder a la habitación de Laura Huckaby. Me vestí. Si echaban la puerta abajo a las tantas de la noche, quería estar preparada. Guardé en el bolso los enseres del aseo y añadí el dentífrico y el cepillo plegable, por si tenía que salir volando.
Saqué del bolso la llave de Johnny y me pregunté si habría un sitio más seguro para guardarla. Por la mañana la metería en un sobre y se la enviaría a Henry por correo. Mientras tanto, inspeccioné la habitación y los diversos muebles, en busca de posibles escondrijos. Dadas mis perspectivas, no acababa de decidirme. Si tenía que salir a toda velocidad, no me gustaría tener que detenerme para recoger la llave. Saqué del bolso la cajita de costura. Me quité la chaqueta, observé la confección, extendí las tijeras de la navaja de explorador e hice un pequeño corte en el forro, en la costura interior de la hombrera. No pasaría el detector de metales de ningún aeropuerto, pero siempre podía quitarme la chaqueta y enviarla a los rayos X.
Me dormí vestida, calzada, con los pies cruzados, tendida de espaldas y con el edredón encima.
Cuando sonó el teléfono a las ocho de la mañana me sentí como si me hubieran electrocutado. El corazón, que iba a cincuenta latidos por minuto, se lanzó a ciento cuarenta sin que mediara más actividad que el chillido que di. Así el auricular con la garganta llena de palpitaciones.
—Qué.
—Oh, vaya, la he despertado. Lo siento. Soy Ray.
Puse los pies en el suelo y me senté en la cama, frotándome la cara con la mano para despejarme.
—Lo suponía. ¿Dónde está?
—En el vestíbulo. Tenemos que hablar. ¿Le importa si subo?
—Sí, me importa —dije de mal humor—. ¿Qué hace aquí?
—Buscarla. Pensé que debería saber con qué está jugando.
—Nos veremos en la cafetería dentro de quince minutos.
—Gracias.
Volví a echarme en la cama y me quedé acostada durante un minuto, tratando de recomponerme. No sirvió. Tenía el interior irritado a causa de cierta dosis de temor. Conseguí llegar al tocador, me cepillé los dientes y me lavé la cara. Olisqueé el jersey de cuello alto; después de llevarlo dos días ya empezaba a oler. Tendría que hacer de tripas corazón y comprarme otra cosa. Si enviaba la ropa a la lavandería para que la lavaran y plancharan, tendría que vestir el uniforme rojo hasta las seis de la tarde. Si Laura Huckaby se iba mientras tanto, tendría que seguirla por todo Texas con aquel atuendo de camarera de casa de comidas. Eché colonia del hotel en las partes corporales implicadas, con la esperanza de que el perfume disimulara el olor rancio que tenían las prendas sin lavar.
Me guardé las dos llaves en el bolsillo, la de mi habitación y la que me había llevado de la mesa de Laura Huckaby, y espié por la mirilla de la puerta. Rawson, por lo menos, no estaba en el pasillo. Para eludir el ascensor, bajé por la escalera de incendios y fui a parar al otro extremo del vestíbulo.
Cuando llegué a la cafetería, me detuve en la puerta. Rawson no era difícil de localizar. Era el único de los presentes que tenía la cara hinchada y llena de moraduras. Tenía además una tirita en la nariz, un ojo negro, un labio partido, cortes diversos y tres dedos de la mano derecha vendados juntos. Se tomaba el café con la cucharilla, seguramente para que no le dolieran los dientes rotos, partidos o arrancados. La camiseta blanca que llevaba era tan nueva que aún se notaban los pliegues del empaquetado. O se compraba las camisetas pequeñas o era más fornido de lo que recordaba. Gracias a la manga corta, por lo menos, pude admirar el dragón que llevaba tatuado.
Recorrí el salón, llegué al reservado y me senté a su mesa, frente a él.
—¿Cuándo ha llegado?
En la mesa había dos menúes y me tendió uno.
—A las tres y media de la madrugada. El avión se retrasó por culpa de la niebla. Alquilé un coche en el aeropuerto. Quise llamarla en cuanto llegué, pero la telefonista no quiso pasar la llamada y esperé hasta las ocho. —Tenía los ojos inyectados en sangre a causa de la paliza y el detalle daba un aire demoníaco a unos rasgos por lo demás apacibles. El lóbulo izquierdo, habían tenido que cosérselo.
—Ha sido usted muy amable —dije—. ¿Tiene habitación?
—Sí, la 1006. —Esbozó una rápida sonrisa y se puso serio—. Mire, sé que no hay ningún motivo para que usted se fíe de mí, pero ya es hora de hablar claro.
—Habría podido hacerlo hace dos días, antes de meternos en esto… sea lo que fuere.
Llegó la camarera con la cafetera en la mano. Tenía cierto aire maternal, de las que abren la puerta a los perros y gatos callejeros. Se sujetaba el pelo gris y rizado con una redecilla que parecía una telaraña y su voz grave sugería una afición vitalicia por los cigarrillos sin filtro. Lanzó a Ray una mirada interrogante.
—¿Qué le ha pasado?
—Que naufragué en alta mar —dijo—. Si me trae una aspirina, le dejaré dinero en el testamento.
—Voy a mirar. Seguramente encontraré algo. —Se volvió hacia mí—. ¿Le apetece un café? Tiene usted cara de necesitarlo.
Sin decir palabra, levanté mi taza y la camarera me la llenó hasta el borde. Dejó la cafetera en la mesa y sacó el cuaderno.
—¿Piden ahora o prefieren esperar?
—Está bien así —dije, dándole a entender que a mí me bastaba con el café.
—Tomemos algo para desayunar —dijo Ray—. Yo pago. Es lo menos que puedo hacer.
Miré a la camarera.
—En ese caso, quiero café, zumo de naranja, beicon, salchichas normales, tres huevos revueltos y pan de molde, de centeno.
Ray le enseñó dos dedos.
—Lo mismo para mí.
Cuando se hubo ido la camarera, apoyó los codos en la mesa. Parecía un boxeador de peso semipesado veinticuatro horas después de perder el campeonato.
—Está molesta conmigo y no se lo reprocho, pero seré sincero. Después de entrar en el piso de Johnny, no creí que volviera. Supuse que allí se acababa todo y que por tanto no tenía sentido decir nada.
—¿De quién habla usted?
—A eso voy. Ah, antes de que me olvide. ¿Conoce la llave que Bucky sacó de la caja de Johnny?
—Sí —dije con cautela.
—¿La tiene aún?
Dudé durante una décima de segundo y mentí por instinto. ¿Por qué tenía que confiar en él? Hasta el momento no me había dicho nada.
—No la llevo encima, pero sé dónde está. ¿Por qué?
—He pensado en eso. Me refiero a que tiene que ser importante. ¿Por qué, si no, la tenía Johnny en la caja de seguridad?
—Creía que lo sabría usted. ¿No le dijo a Charlie que yo estaba en peligro por culpa de la llave?
—¿En peligro? Yo no. Jamás he dicho eso. ¿De dónde habrá sacado esa idea?
—Hablé con Henry anoche. Me ha contado que así convenció usted a Charlie para que le dijera dónde me encontraba. Dijo usted que yo estaba en peligro y que Charlie le dio la información por eso.
Ray negó con la cabeza, como confundido.
—Seguramente me malinterpretó —dijo—. La buscaba, eso sí, pero no dije nada de peligro alguno. Es extraño. El viejo no oye. Seguramente se confundió.
—No importa. Olvidémoslo. Hablemos de otra cosa.
Miró hacia la entrada de la cafetería, donde empezaba a reunirse un heterogéneo grupo de adolescentes. Seguramente eran los mismos que había visto corriendo la víspera. Sin duda estaban en la ciudad por algún acontecimiento deportivo. Aumentó el nivel del ruido y la voz de Ray se elevó para competir con el alboroto.
—¿Sabe? La verdad es que el otro día me sorprendió usted en el hotel.
—¿Sí?
—Tenía razón en lo de Johnny. No estuvo en el frente. Tal como dijo usted, estuvo en la cárcel.
Me gusta tener razón. Siempre me estimula.
—Y en cuanto a lo de cómo se conocieron, ¿había algo de verdad en eso?
—A grandes rasgos —dijo. Hizo una pausa y sonrió, enseñando un hueco donde había tenido que encontrarse el primer molar. Se llevó la mano a la mejilla, donde tenía una contusión azul oscuro rodeada de una corona circular de color morado—. No mire, pero estamos rodeados.
El equipo de corredores parecía haberse extendido a nuestro alrededor como un líquido y llenaba ya los reservados que nos flanqueaban. La solitaria camarera distribuía menúes como si fueran programas de una competición deportiva.
—Déjese de subterfugios —dije.
—Perdone. Nos conocimos en Louisville, pero no en los Astilleros Jeffersonville. Tampoco fue en 1942. Puede que fuera en 1939 o 1940. Coincidimos en la celda de los borrachos y trabamos amistad. Yo tenía diecinueve años entonces y había estado en la cárcel un par de veces. Íbamos por ahí, ya sabe, de juerga. Ninguno de los dos estuvo en el ejército. No nos consideraron aptos para el servicio. He olvidado la incapacidad de Johnny. Algo relacionado con una fractura interdiscal. Yo tenía dos tímpanos rotos y una rodilla jodida. La maldita todavía me da guerra cuando hace mal tiempo. El caso es que teníamos que hacer algo, nos aburríamos como ostras, así que empezamos a robar en tugurios, a forzar la puerta de ferreterías, almacenes, ya sabe, cosas así. Nos entretuvimos demasiado en un trabajito y nos cogieron con las manos en la masa. Yo fui a parar a la prisión del condado y a él lo enviaron a la cárcel estatal de Lexington. Le cayeron cinco años, pero cumplió sólo veintidós meses de condena, y se trasladó con su familia a California en cuanto lo soltaron. Desde entonces, que yo sepa, no se metió en ningún fregado.
—¿Y usted?
Bajó los ojos.
—Sí, bueno, ya sabe, cuando se fue Johnny anduve con malas compañías. Me creía un listo, pero era sólo un mierda como cualquier otro. Un individuo me la jugó en otro trabajito que hicimos. Nos pescaron y me enviaron a la penitenciaría nacional de Ashland, estado de Kentucky, donde pasé quince meses. Estuve un año fuera y volvieron a encerrarme. No tenía dinero para pagar un buen abogado y tenía que conformarme con el rancho. Entre unas cosas y otras, he estado en la cárcel desde entonces.
—¿Ha estado usted en prisión más de cuarenta años?
—En total. ¿Creía que nadie había estado encerrado tanto tiempo? Pude haber salido antes, pero el carácter me jugaba malas pasadas, hasta que aprendí a comportarme —dijo—. Tenía lo que los médicos llaman «falta de control de impulsos». Lo aprendí en la cárcel. A hablar así. Cuando estaba dentro, si me concentraba en algo, lo hacía. Nunca he matado a nadie —añadió inmediatamente.
—Es un alivio —dije.
—Bueno, en la cárcel sí, pero fue en defensa propia.
Asentí.
—Ya.
—A fines de los años cuarenta —prosiguió— me puse a escribir cartas a una mujer llamada María, que conocí por un anuncio de solicitud de correspondencia. Me escapé y estuve fuera el tiempo suficiente para contraer matrimonio con ella. Se quedó embarazada y tuvimos una niña que no veo desde hace años. Muchas mujeres se enamoran de presidiarios. Se sorprendería usted.
—Nada de cuanto se haga me sorprende —dije.
—Otra vez salí en libertad condicional, pero me la salté. A veces creo que Johnny se sentía responsable. Como si pensase que, de no haber sido por él, yo nunca me habría metido tanto en la delincuencia. No era verdad, pero creo que es lo que él creía.
—¿Me está diciendo que Johnny estuvo en contacto con usted todos aquellos años porque se sentía culpable?
—Sobre todo por eso —dijo—. Y quizá porque yo era el único que sabía que había estado en la cárcel, aparte de su mujer. Con los demás siempre fingía ser lo que no era. Las historias aquellas sobre Birmania y Claire Chennault. Las sacó de los libros. Sus hijos creían que era un héroe, pero él sabía que no. Conmigo podía ser quien era realmente. Mientras tanto, me compliqué en un robo a mano armada y acabaron facturándome para chirona. He cumplido condena en Lewisburg y en Leavenworth, pero casi todo el tiempo he estado encerrado en Atlanta. Toda una prueba para la capacidad de supervivencia. En Atlanta era donde encerraban a todos los delincuentes cubanos que nos mandaba Castro para hacernos compañía.
—¿Y qué ha sido de María? ¿Sigue casado con ella?
—Qué va. Se divorció al final porque yo no podía enderezarme e ir por el buen camino, pero era culpa mía, no suya. Es una buena mujer.
—Estar libre después de cuarenta años tiene que ser inquietante.
Se encogió de hombros y se puso a mirar el local.
—Se esforzaron en prepararme para el exterior. Cuando cumplí sesenta años, la Oficina de Prisiones se propuso concienciarme. Mi nivel de peligrosidad descendió hasta que entré en el umbral de los trasladados. Me enviaron otra vez a la penitenciaría nacional de Ashland y fue como una revelación. Hacía treinta y cinco años que no veía aquella cárcel. Y me puse a mirar a los que tenían una edad parecida a la mía. De pronto fue como si lo comprendiera todo, ¿me sigue? Como ver la imagen general. Cambié radicalmente en cosa de un año, saqué un certificado de escolaridad y me puse a estudiar el bachillerato. Me preocupé por mí mismo, dejé de fumar, me puse a levantar pesas y cosas por el estilo. Me puse como un toro. Esta vez fui a la junta de libertad condicional y me dejaron salir antes.
Se detuvo para echar un vistazo a los adolescentes más próximos. Se habían apelotonado en los reservados y alrededor de las mesas, que estaban totalmente cercadas de sillas. Los menúes iban de mano en mano, por encima de las cabezas, mientras el rumor de las risas nerviosas recorría los grupos como un oleaje. Me gustaba aquel rumor, vigoroso e inocente. Ray cabeceó.
—Tengo a los críos en mi planta, dos habitaciones más allá. Gritando y corriendo por los pasillos, joder. Sin parar, a todas horas.
—¿Sigue en contacto con María?
—De vez en cuando. Ha vuelto a casarse. Lo último que supe fue que seguía en Louisville, en alguna parte. En cuanto termine con esto, me gustaría ir a verla. También quiero ver a mi hija y ser amigo suyo. Sé que no he sido un buen padre, estaba demasiado ocupado estropeándolo todo, pero me gustaría intentarlo. También tengo ganas de ver a mi madre.
—¿Vive aún su madre? —pregunté con incredulidad.
—Desde luego. Tiene ochenta y cinco años, pero está fuerte como un roble.
—No es asunto mío, pero ¿cuántos años tiene usted?
—Sesenta y cinco. La edad de jubilarme si alguna vez hubiera tenido un trabajo de verdad.
—Entonces ha salido hace muy poco —dije.
—Unas tres semanas. Después de Ashland estuve seis meses en un centro que se encuentra a mitad de camino. En cuanto me soltaron, me fui para la costa. Escribí a Johnny en abril y le dije cuándo me ponían en libertad. Me dijo que adelante, que me echaría una mano. El resto es tal como le conté. No supe que había muerto hasta que llamé a la puerta de Bucky.
—¿Qué clase de ayuda pensaba prestarle Johnny?
Se encogió de hombros.
—Un techo. Iniciativas. Tenía algunas ideas para una pequeña empresa que podíamos fundar. Yo trabajaba en la cárcel, todos los presos capacitados trabajan, pero allí sólo ganaba cuarenta centavos la hora y con eso tenía que costearme los dulces, los refrescos, el desodorante y esas cosas, de manera que no podía ahorrar.
—¿Con qué dinero ha venido a Dallas?
—Me lo ha prestado mi madre. Le dije que se lo devolvería.
—¿Quién forzó el piso de Johnny?
—Se llama Gilbert Hays y es un antiguo compañero de celda mío. Coincidí dos veces con él en sendas condenas. Me fui de la lengua tratando de impresionar al muy cerdo. No me pregunte por qué. Es un montón de mierda mal parida, todavía me doy de puntapiés por aquello. —La mueca le abrió la herida del labio inferior y manó un hilo de sangre. Se apretó contra la boca una servilleta de papel.
—¿En qué se fue de la lengua?
—Mire, estábamos en la cárcel. No teníamos nada que hacer, salvo contarnos estupideces. Él siempre estaba fanfarroneando por cualquier cosa, así que le hablé de Johnny. Que era un tacaño y que ahorraba todo lo que podía. Johnny no lo había dicho exactamente así, pero me había dado a entender que tenía un montón de billetes escondido en su casa.
—¿Pensaban desvalijarle?
—De ningún modo. Por favor, señora. Yo no le habría hecho una cosa así. Estábamos fanfarroneando. Hays y yo tuvimos ciertas desavenencias tiempo después. Seguramente pensaba que podía quedarse con un buen pellizco y que yo no me enteraría de la diferencia.
—¿Le dijo usted dónde vivía Johnny?
—Sólo le dije que en California. Seguramente me siguió, el muy cabrón.
—¿Cómo supo él que lo habían soltado a usted?
—Eso no lo sé. Puede que hablara con el juzgado que me concedió la libertad condicional. Me parece recordar que lo amenacé hace mucho tiempo. Supongo que diría que tenía miedo de que fuese a buscarlo. Cosa que aún puedo hacer.
—¿Cómo supo que era él?
—Al principio no lo sabía. En cuanto me enteré de que habían forzado el piso, intuí que algo andaba mal, pero no pensé en Hays. Cuando supe lo sucedido, entonces me convencí de que tenía que ser él. Simple proceso de eliminación, porque nunca dije una sola palabra sobre Johnny a nadie más. —Se apartó la servilleta del labio—. ¿Qué tal?
—Bueno, no le chorrea —dije—. ¿Retrocedemos un poco? Cuando se enteró de que Johnny había muerto, ¿por qué estaba usted tan seguro de que aún tenía dinero escondido en alguna parte?
—No estaba seguro, pero era lo más lógico. El tipo se queda frito de un ataque al corazón y no ha tenido tiempo de hacer nada. Al hablar con Bucky, me di cuenta de que el muchacho no tenía un céntimo, de manera que si había dinero, seguramente estaba escondido en algún punto de la vivienda. Y pensé que si la alquilaba, podría registrarla a mis anchas.
—Mientras tanto, usted no dijo nada a Bucky del asunto.
—¿Del dinero? Ni hablar. ¿Y sabe por qué? ¿Y si estoy equivocado? ¿Por qué hacerles concebir esperanzas si luego no hay nada? En cambio, si encuentro dinero, puedo pedir una comisión.
—Claro, claro. Encuentra usted un dinero del que no saben nada ¿y quiere hacerme creer que lo devolvería?
Sonrió con timidez.
—Tal vez me quedara con una parte, pero ¿a quién perjudicaría? Aún les quedaría más de lo que les correspondería esperar en buena lógica.
—Y entretanto, el antiguo compañero de celda lo siguió hasta la casa de Johnny.
—Eso creo.
—¿Cómo supo ese hombre lo de la chapa del armario de la cocina?
Alzó las magulladas manos.
—Porque yo se lo dije. Si no, me habría roto todos los huesos de la mano. Me atacó por sorpresa. La próxima vez estaré preparado y sólo quedará en pie uno de los dos.
—¿Y cómo supo usted lo de la chapa?
Se tocó la sien.
—Sé cómo trabajaba la cabeza de Johnny. ¿Recuerda el día en que me presenté en la casa y estaba usted mirando los libros? Lo que hacía era inspeccionar. Ya había utilizado antes el truco de la chapa, hace mucho tiempo, y me dije que sería el primer lugar que miraría. —Se removió en la silla—. No me cree. Lo leo en su cara.
Sonreí.
—Es usted muy astuto. Miente tan bien como yo, pero tiene más práctica.
Fue a decir algo, pero la camarera acababa de llegar con dos platos humeantes en una bandeja. Parecía hecha polvo, por no decir algo peor. Dejó el zumo en la mesa, dos raciones de pan de molde con mantequilla y una serie de mermeladas. Sacó un par de sobrecitos del bolsillo del uniforme y los puso en la bandeja de Rawson.
—He encontrado esto —dijo.
Ray asió un sobrecito.
—¿Qué es Midol?
—Es para los calambres musculares, pero le pondrá bien. No tome demasiados. Le podría dar el SPM.
—¿El Síndrome Premenstrual? —dijo Ray sin expresión.
Ninguna de las dos dijo nada. Que lo averiguase. Volvió a servirnos café y se acercó a otra mesa, sacando el cuaderno. Ray abrió un sobrecito y se tomó dos tabletas con el zumo de naranja. Dedicamos a engullir la comida un breve y concentrado periodo de tiempo. Rawson se pasó una servilleta de papel por los labios con satisfacción.
—Si quiere un consejo, olvidemos lo ocurrido y pensemos en lo que se aproxima.
—Ah. Ahora somos socios. El truco de los amiguetes —dije.
—Claro, ¿por qué no? Gilbert Hays se llevó el dinero de Johnny y quiero recuperarlo. No sólo por mí. Pienso también en Bucky y en Chester. ¿No la contrataron para eso? ¿Para recuperar lo que Hays ha robado?
—Supongo —dije.
Se encogió de hombros sin ganas de soltar prenda.
—¿Qué hacemos entonces? ¿Cuál es el plan?
—¿Por qué me responsabiliza a mí? Usted ya tiene uno —dije.
—Pero es a usted a quien pagan. Yo sólo estoy aquí para ayudarla.
Lo miré con atención, calibrando la desaliñada historia que acababa de contarme. En el fondo creía que me había mentido, pero no lo conocía lo suficiente para saber qué clase de mentiras decía.
—Creo que hay una posibilidad y tal vez necesite ayuda —dije.
—Estupendo. ¿Cómo lo hacemos?
Saqué la llave de la habitación de Laura y la puse en la mesa.
—Es la llave de la habitación de Laura Huckaby.
La cara se le vació totalmente de expresión y en su frente se dibujaron los frunces de un interrogante. Se inclinó hacia delante y se me quedó mirando.
—¿Qué? —dijo.
—La mujer del petate. Utiliza el apellido Hudson, pero esta es la llave de su habitación.