Al salir de la casa de Bucky me fui a la mía, donde dormí una breve pero reparadora siesta que sospechaba, incluso entonces, que iba a ser uno de los momentos más atractivos de mi periodo de vacaciones. A las cinco menos cinco me pasé el peine y bajé corriendo la escalera de caracol.
El cielo encapotado creaba un clima de ocaso prematuro y los semáforos parpadeaban ya cuando cerré la puerta de la calle. Aunque la temperatura descendía a media tarde, la puerta trasera de Henry estaba abierta. Por el cancel de tela metálica salían risas estruendosas junto con una tentadora variedad de aromas culinarios. Henry tocaba en el piano de la sala un aire de ragtime. Crucé el patio de guijarros y llamé al cancel. Ya estaban en marcha los preparativos para el banquete de cumpleaños de Lewis. Le había comprado un juego de útiles de afeitar de plata, un cuenco y una brocha que había encontrado en una tienda de antigüedades. El juego era más «coleccionable» que antiguo, pero pensé que o lo utilizaría o lo admiraría.
Lewis estaba limpiando cubiertos, pero me hizo pasar. Se había quitado la chaqueta y estaba con los pantalones del traje, chaleco y una almidonada camisa blanca con las mangas subidas. Charlie se había ceñido en la cintura uno de los delantales de Henry y se dedicaba a ultimar los detalles de la tarta de cumpleaños de su hermano. Henry me había dicho que Charlie se estaba volviendo inseguro a causa de su mal oído. Hacía cinco años se había hecho un reconocimiento médico oficial. El otorrinolaringólogo le había recomendado entonces que llevara audífono y Charlie había seguido el consejo. Lo había llevado durante una semana aproximadamente y luego lo había guardado en un cajón. Dijo que los que había probado le sentaban como si le metieran un dedo en cada oído. Que cada vez que tiraba de la cadena del retrete, sonaba como las cataratas del Niágara. Pasarse el peine por el pelo era como si alguien pisase grava. No le parecía tan grave que los demás hablasen en voz alta para que los oyese. Casi siempre estaba con la mano abierta detrás de la oreja. Y no paraba de repetir «¿Qué?». Los otros tendían a no hacerle caso.
La tarta que preparaba se caía hacia un lado y estaba echando una gruesa capa de azúcar glaseado para apuntalarla. Levantó la vista para mirarme.
—No hay que permitir que quien cumple años prepare su propia tarta de cumpleaños —dijo—. Nell prepara las distintas capas, menos cuando es su cumpleaños, como es lógico, y yo me encargo del azúcar glaseado, que según ella nunca me sale en su punto.
—Pues todo huele que da gloria. —Levanté la tapa de una olla. En el interior había una masa grumosa y blanca con algo parecido a pimientos, huevos duros y una fina lluvia de productos a la vinagreta—. ¿Qué es esto?
—¿Podrías repetirlo?
—Al principio —dijo Lewis en voz alta— tenía que ser una ensaladilla rusa, pero Charlie puso el reloj de la cocina, no lo oyó y en vez de patatas hervidas salió puré. Decidimos echarle los ingredientes habituales y ahora es la Famosa Ensaladilla de Puré de Charlie Pitts. Hay también pollo frito, guisantes al horno, ensalada de col, pepinos y tomates con vinagre. Vengo comiendo lo mismo cada cumpleaños durante los últimos ochenta y seis años, desde que cumplí dos —dijo—. Todos tenemos un menú especial y la norma de nuestra familia es que cocinen los hermanos. A unos les sale mejor que a otros, como siempre —añadió, mirando a Charlie de reojo.
Me volví hacia Charlie.
—¿Qué le dan a usted en su cumpleaños?
—¿Qué pasa, qué?
Repetí la pregunta en voz alta.
—Ah, salchichas, chiles, pepinillos y patatas fritas. Nuestra madre ponía el grito en el cielo porque me negaba a comer verduras normales, pero yo repetía que quería patatas fritas y al final me las daba. En vez de tarta de cumpleaños, siempre pido una bandeja de pastas de Henry y por lo general me la envía desde aquí.
—¿Y Henry?
Charlie se llevó la mano al oído y Lewis respondió por él.
—Jamón, tortitas con salsa de pescado, brécol, habas y queso rallado. Nell, bueno, ella siempre quiere filete de ternera, puré de patatas, guisantes y pastel de manzana con un buen trozo de queso cheeder encima. Nunca varía.
William entró en la cocina y oyó la última frase de Lewis.
—¿Qué es lo que nunca varía?
—Le contaba a Kinsey lo de nuestros banquetes de cumpleaños.
Sonreí a William.
—¿Y el de usted?
Lewis volvió a intervenir.
—William siempre pide un cocido de Nueva Inglaterra, pero los demás votamos en contra.
—Pues a mí me gusta —dijo William con determinación.
—Qué te va a gustar. A nadie le gusta el cocido de Nueva Inglaterra. Lo dices porque de ese modo nos obligarías a comerlo nosotros también.
—¿Y qué le dan al final?
—Lo que nos apetezca preparar —dijo Lewis con satisfacción.
Oímos un repiqueteo en la puerta trasera. Me volví y vi que había llegado Rosie. En cuanto ella y William se vieron, se les iluminó la cara. Muy pocas veces se daban muestras de afecto en público, pero no podía dudarse de la devoción que se tenían. Él era inmune al mal genio de ella y ella sabía torear la hipocondría de él. El resultado era que él se quejaba menos de presuntas dolencias y el mal humor de ella se había dulcificado.
Aquella noche se había presentado con un sayo granate y un mantón de seda morado y azul marino, colores cuya viveza e intensidad ponían una pizca de emoción a un pelo teñido de rojo chisporroteante. Parecía serena. Siempre me la había figurado muy tímida, incómoda ante los extraños e insoportable con los amigos. Coqueteaba a menudo con los hombres, toleraba poco a las mujeres y se olvidaba de la existencia de los niños. Al mismo tiempo, tiranizaba al personal de su casa de comidas y pagaba los salarios más bajos que podía. William y yo no dejábamos de decirle que fuera un poco más generosa. En cuanto a mí, se había puesto a darme órdenes desde el día en que me había mudado al barrio. No era una persona mezquina, pero siempre quería tener la razón y no dudaba en decir lo que pensaba. Desde que comía en su establecimiento con regularidad, sistemáticamente me decía lo que tenía que comer, haciendo caso omiso de mis gustos y necesidades. Aunque creo que soy dura de pelar, nunca he tenido ovarios para plantarle cara. Mi única defensa ante su dictadura era la resistencia pasiva. Hasta la fecha me había negado a tener perro o marido, dos elementos (al parecer) intercambiables que ella consideraba esenciales para mi seguridad.
Ya en el umbral de la vida de casada, parecía en paz consigo misma: retozona, deshecha en sonrisas. Los hermanos de William la habían aceptado sin vacilar… todos menos Henry, claro, que se había quedado atónito al ver cómo ligaban. Yo empezaba a tomarme la boda no como una unión entre ella y William sino como la ceremonia oficial que permitiría a Rosie ingresar en la tribu.
Henry, aún en la otra estancia, se puso a aporrear en el piano para Lewis su versión del «Cumpleaños feliz», cantada a pleno pulmón. Nos unimos a él en una ronda de canciones a coro que duró una hora. Después de cenar, Henry me llevó aparte.
—¿Qué historia es esa de que han entrado a robar?
—No lo sé con exactitud. Chester piensa que se trata de una intriga infernal, pero me cuesta creerlo. Alguien entró en el piso, de eso no hay duda. Pero no estoy segura de que tenga que ver con su padre.
—¿Chester cree que hay relación?
—Chester cree que todo está relacionado. Lo que yo creo es que ha visto demasiadas películas baratas. Sospecha que Johnny era agente doble durante la segunda guerra mundial y que tiene en algún sitio un alijo de documentos robados. Cree que la reclamación a la Oficina de Veteranos alertó al gobierno y que este entró por la fuerza en el piso.
Henry parecía confuso.
—¿Quién dices que entró?
—La CIA, supongo. Las personas que al final averiguaron dónde se escondía el viejo. Bueno, es su teoría y se aferra a ella con terquedad.
—Lamento haberte metido en esto. Me parece que Chester está chiflado.
—No se preocupe. No me ha contratado, de manera que no tiene importancia.
—Estoy seguro de que hiciste cuanto estuvo en tu mano y te lo agradezco. Estoy en deuda contigo.
—No, por favor —dije, dando un manotazo al aire. Durante los años que nos conocíamos eran tantas las cosas que Henry había hecho por mí que nunca conseguiría estar en paz con él.
A las diez, cuando sacaron el tablero del Monopoly y los tazones llenos de palomitas de maíz, me disculpé y me fui a mi casa. Sabía que estarían jugando hasta las doce o la una y yo no estaba para aquellos trotes. Supongo que no era lo bastante mayor.
Dormí como un tronco hasta las seis y catorce minutos y pulsé el botón de la alarma segundos antes de que se disparase. Me levanté de la cama y me puse el chándal. En primavera y verano salgo a correr a las seis, pero en invierno no sale el sol hasta casi las siete. Me gusta estar ya en camino en ese momento. Vengo haciendo jogging desde que tenía veinticinco años, cinco kilómetros diarios, por lo general seis días a la semana, salvo que esté enferma, herida o más vaga que un colchón, cosa que no sucede a menudo. Mis horarios alimenticios son variables y el régimen que llevo es horroroso, así que correr es mi única forma de purgar los pecados. No me entusiasma el sufrimiento, pero me gusta el júbilo del ejercicio. Y me encanta el aire a esa hora del día, húmedo y fresco. Huele a mar, a pinos, a eucaliptos y a césped recién cortado. Cuando aflojo la velocidad y vuelvo a casa andando, el sol traza franjas en la hierba y dibuja sombras tras los árboles, convirtiendo el rocío en bruma. No hay momento más satisfactorio que el final de una carrera: el pecho que sube y baja, el corazón al trote, el sudor que corre por la cara. Me doblo entonces por la cintura y se me escapa un gemido de felicidad, sintiéndome libre de tensiones, de apremios y de los efectos secundarios de todas las hamburguesas dobles con queso.
Terminé la carrera del día y volví a casa a paso tranquilo, me duché y me vestí. Engullía la última cucharada de cereales fríos cuando sonó el teléfono. Miré la hora. Eran las ocho menos veinte, una hora a la que no espero que el mundo me venga con exigencias. Descolgué al segundo timbrazo.
—Sí.
—Oye, soy yo, Chester. Espero no molestarte —dijo.
—Tranquilo. ¿Qué haces a estas horas?
—¿Eras tú a quien he visto corriendo por Cabana hace un rato?
—Sí —dije con precaución—. ¿Me llamas para preguntarme eso o hay algo más?
—No, no, de ningún modo. Ha sido sólo por preguntar —dijo—. Hay algo que me gustaría enseñarte. Lo encontramos anoche.
—¿De qué «algo» se trata?
—Tú ven y échale un vistazo. Lo descubrió Bucky mientras limpiaba el piso del abuelo. Nadie tocará nada hasta que lo veas personalmente. Y prepara una buena disculpa. —Casi parecía contento.
—Dame cinco minutos.
Lavé el tazón y la cuchara, guardé los cereales y la leche y pasé una esponja húmeda por el mármol de la cocina. Una de las alegrías de vivir sola es que la única suciedad que limpias es la que tú misma acabas de dejar. Me guardé las llaves en el bolsillo de la cazadora, cerré la puerta y me puse en camino. El barrio se había reanimado en el tiempo transcurrido desde que había vuelto. Vi a Lewis media manzana más allá, dando su paseo matutino. Moza Lowenstein barría el porche delantero de su casa y un vecino con un loro en el hombro paseaba al perro.
Era uno de esos impecables días de noviembre en que hace sol y fresco, y se percibe en el aire el perfume de los incendios forestales declarados durante la noche. En nuestra calle, las palmeras y las plantas de hoja perenne son puntos de referencia inmutables en un paisaje que parece cambiar de manera imperceptible con el paso de las estaciones. Incluso en California tenemos nuestra modesta versión del otoño, una fugaz mezcla de colores creada por el gingko chino, el ocozol, el roble norteamericano y el álamo blanco. Un arce ocasional traza a veces al pie de las colinas un signo de admiración de rojo vibrante, aunque los matices más vistosos los proporcionan las llamas de los incendios que asolan los bosques todos los años. El presente año, los pirómanos habían atacado cuatro veces en sendas zonas del estado de California, dejando de color ceniza miles de hectáreas, tan fantasmales y estériles como la Luna.
Cuando llegué a casa de Bucky, rodeé la vivienda principal y eché a andar por el sendero. La zona de aparcamiento, un espacio con cemento feamente resquebrajado, estaba cubierta de cajas de cartón de todas clases y deduje que el traslado de los efectos personales de Johnny estaba ya en marcha. Subí los peldaños de madera hasta la vivienda superior. La puerta estaba abierta y oí murmullo de voces. Me detuve en el umbral. Sin el laberinto ni el bulto de las cajas, el lugar parecía más pequeño y asqueroso. Los muebles seguían allí, pero las habitaciones parecían haberse encogido de manera imperceptible.
Bucky y Chester estaban junto al armario empotrado, que habían vaciado de la ropa que quedaba. Los dos vestían versiones diferentes de la misma camisa hawaiana de nailon y manga corta; la de Bucky de verde fosforescente, la de Chester de azul intenso. Babe estaba allí también, doblando y guardando ropa en un baúl antiguo. Amontonaba las perchas a su derecha conforme descolgaba las prendas. Calzaba las zapatillas playeras de siempre y llevaba pantalón corto y camiseta de tirantes. No tuve más remedio que admirar la comodidad con que daba ocupación a su cetáceo cuerpo. Yo me habría puesto a tiritar con aquella ropa, pero a ella no parecía afectarle.
Chester sonrió al verme.
—Ah, ya estás aquí. De ti precisamente estábamos hablando. Ven y míralo. A ver qué te parece.
Don Amable, me dije.
Bucky retrocedió para que pudiera ver la trampilla que había descubierto al fondo del armario. En un hueco abierto al parecer en un bloque de hormigón había empotrada una caja fuerte de pequeño tamaño. La portezuela de la caja tendría cuarenta centímetros de anchura por treinta y cinco de altura. La trampilla, de madera de contrachapado, se había construido con cuidado, con bisagras empotradas. El pestillo cerraba a presión, parecía de muelles y seguramente se abría tocando ligeramente la madera.
—Es impresionante. ¿Cómo lo habéis descubierto? —pregunté.
Bucky sonrió con timidez, evidentemente satisfecho de sí mismo.
—Vaciamos el armario y mientras barría golpeé la parte trasera con el mango de la escoba. Sonó de un modo raro, fui en busca de una linterna y me puse a mirar de cerca, quiero decir golpeando la pared. Sonaba hueco en esta parte, di un empujón y se abrió la trampilla.
Me acuclillé delante de la abertura, escrutando el hueco que quedaba entre los pilares de cemento. La parte delantera de la caja de seguridad era de las que imponen respeto, aunque no había que llamarse a engaño. Pocas cajas fuertes caseras se han construido para oponer resistencia a cacos profesionales armados con las herramientas de rigor y con tiempo suficiente para descerrajar lo que sea. La que miraba tenía que ser una caja contra incendios, de esas que parecen de acero macizo, pero que no tienen más que una chapa metálica exterior forrada con material aislante. Estas cajas sirven para proteger lo que sea de un incendio doméstico de poca duración. En las cajas antiguas no es extraño ver un material aislante tan básico como el cemento puro. Las cajas modernas prefieren la mica o la tierra diatomácea, cuyas partículas, encontradas en las herramientas y ropas de un sospechoso, permiten identificar al fabricante concreto de la caja.
Al mirar más detenidamente vi que la caja no estaba incrustada en el cemento, sino que este formaba un hueco en el que se había introducido aquella.
—Hemos llamado a un cerrajero —dijo Chester—. Me moría de impaciencia, llamé a un número de urgencia y dije que enviaran a alguien. Es posible que detrás de ese mecanismo de apertura esté la solución de todo. —Seguramente imaginaba planos y claves, un pequeño transmisor de radio, una Luger y fechas de emisión escritas con tinta invisible.
—¿Habéis buscado la combinación? Puede que la apuntara y la guardase por aquí cerca. La mayoría de la gente desconfía de su memoria y no creo que nadie quiera perder el tiempo buscando cada vez que necesite abrir la caja.
—Ya hemos pensado en eso y hemos buscado por todos los rincones. ¿Y tú? Ayer estuviste mirándolo todo a conciencia. ¿Encontraste algo que pudiera parecerse a una combinación?
Me encogí de hombros.
—No recuerdo haber visto números, aunque pudo recurrir a su fecha de nacimiento o su número de la Seguridad Social.
—¿Puede hacerse? —preguntó Bucky—. ¿Se puede preparar una combinación con las cifras que uno quiera?
—Que yo sepa, sí. No soy experta en el asunto, pero siempre he pensado que se puede hacer.
—¿Qué dices tú? ¿La sacamos? —preguntó Chester.
—No perdemos nada con intentarlo. Lo más seguro es que el cerrajero tenga que sacarla cuando venga —dije.
Me enderecé y salí del armario, dejando a Bucky y a Chester espacio suficiente para sacar la caja del hueco. Les costó muchos tirones y bufidos hasta que por fin la depositaron en el suelo, en el centro de la habitación. Una vez libre de su cárcel de cemento, la pudimos observar mejor. Los tres inspeccionamos las superficies exteriores como si fuera un objeto misterioso procedente del espacio exterior. Tendría unos cuarenta centímetros de profundidad, estaba pintada de color beige y gris, y tenía patas de goma. No parecía antigua. El disco de la cerradura estaba numerado del uno al cien, lo que quería decir que se podía formar casi un millón de combinaciones. Ponerse a marcar números al azar era absurdo.
Babe había dejado de empaquetar ropa y miraba lo que hacíamos.
—A lo mejor está abierta —dijo, sin dirigirse a nadie en particular. Los tres nos volvimos a mirarla—. Podría estarlo, ¿no?
—Salgamos de dudas —dije. Tiré de la manija, pero fue en vano. Giré la ruedecilla varias veces en ambos sentidos, sin soltar la manija, pensando en la posibilidad de que el disco se hubiera dejado cerca del último dígito de la combinación. No hubo suerte.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Bucky.
—Supongo que esperar —dije.
Antes de una hora llegó el técnico de cajas fuertes con una gran caja de herramientas de metal de color rojo. Dijo que se llamaba Bergan Jones y que era de Cerrajerías Santa Teresa. Primero estrechó la mano de Chester, luego la de Bucky y finalmente la mía. Babe se había puesto otra vez a doblar ropa, pero saludó con la cabeza al recién llegado cuando se lo presentaron. Jones era alto y huesudo, de pelo rubio rojizo, cargado de espaldas, de frente alta y sobresaliente, cejas pelirrojas y gafas grandes de montura de carey. Le eché cincuenta y cinco años, aunque habría podido tener cinco más o cinco menos.
—Espero que sepa usted abrir esto —dijo Chester, señalando la caja que ya había llamado la atención de Jones.
—No hay problema. Probablemente abro treinta cajas de caudales al mes. Conozco este modelo. Tardaré poco.
Los cuatro nos quedamos mirando con fascinación al cerrajero, que abrió la caja de herramientas. Había algo en sus movimientos que recordaba a un médico de cabecera visitando a domicilio. Y tras el diagnóstico inicial, la cosa no era grave, así que todos respiramos aliviados. Ya sólo quedaba administrar el remedio indicado. Sacó un aparato cónico, lo pegó al disco numerado y se puso a desatornillar este. Al cabo de dos minutos, desencajó el disco, lo puso a un lado y quitó los tornillos que sujetaban una pieza circular, apartó esta a su vez y la puso en el suelo, junto al disco. Sacó a continuación un taladro eléctrico y se puso a abrir un agujero en el metal, en la zona oculta hasta entonces por la pieza circular y el disco.
—¿Le hace un agujero y ya está? —dijo Babe. Parecía decepcionada. A lo mejor esperaba ver cartuchos de dinamita o nitroglicerina. Jones sonrió.
—Yo no hablaría con tanta ligereza. Esta es una caja doméstica contra incendios. Si fuese antirrobo, encontraríamos un blindaje, una coraza protectora detrás de la chapa exterior de acero. He traído brocas especiales por si acaso, pero aun así tardaría media hora en abrir un agujero de medio centímetro. Muchas tienen mecanismos adicionales con cierres de refuerzo. Agujereas donde no debes y a lo mejor se disparan. Cuando esto ocurre, hay que sudar tinta para conseguir algo. Esta es sencilla.
Nos mantuvimos en silencio mientras taladraba, ya que el agudo gemido del metal no invitaba a la conversación. Jones tenía el vello del dorso de las manos de un dorado muy bonito, los dedos largos, las muñecas delgadas. Sonreía para sí, como si supiera algo que a los demás no se nos había ocurrido aún. O puede que fuera un hombre a quien le gustaba su trabajo. En cuanto hizo el agujero, sacó otro aparato.
—¿Qué es eso? —pregunté.
—Un oftalmoscopio —dijo—. Los utilizan los oculistas para mirar dentro de los ojos. Permite ver las ruedecillas de la combinación y saber cómo se mueven. —Se puso a mirar por el agujero recién abierto, acercando la cara y girando una ruedecilla que había en el aparato y que servía para regular la longitud focal. Mientras miraba por el oftalmoscopio, se puso a girar con cuidado hacia la izquierda el extremo de la pieza que sobresalía—. Esto mueve el volante, que a su vez está engranado con la tercera rueda de la combinación. La tercera rueda mueve la segunda y esta hace girar la primera —dijo—. Hacen falta cuatro vueltas para que se mueva la primera rueda. La primera rueda es la más próxima a la superficie de la caja. Aquí está. Perfecto. La muesca está debajo mismo de la guía. Ahora invertiremos el sentido de las rotaciones, reduciendo el número de vueltas. En cuanto tenga las tres ruedas en línea, la guía caerá en el instante mismo en que el codo articulado entre en la muesca del volante. Seguimos girando, el codo articulado tira del pestillo y ya está.
Y al decir aquello, tiró de la manija y abrió la caja fuerte. Chester, Bucky y yo lanzamos una exclamación simultánea, como si estuviéramos contemplando fuegos artificiales.
—Pero si está vacía —dijo Babe.
—Seguramente se lo han llevado ya. ¡Maldición! —dijo Chester.
—¿Qué se han llevado? —preguntó Babe. Chester se limitó a mirarla de reojo y no respondió.
Mientras Bergan Jones tomaba nota de la combinación y guardaba las herramientas, Bucky se puso a mirar dentro de la caja, se tendió de espaldas como un mecánico de coches e iluminó el interior con una linterna.
—Papá, aquí han pegado algo.
Me incliné y miré junto a él. Había un objeto pegado en el techo de la caja de seguridad con un trozo de cinta adhesiva rugosa.
Chester pasó por encima de las piernas de Bucky, se agachó y contempló el objeto con los ojos entornados.
—¿Qué es? Arráncalo, quiero echarle un vistazo.
Bucky despegó con cuidado un extremo de la cinta y acto seguido le dio un tirón como si fuera una tirita. Pegada a la cinta adhesiva había una llave grande de hierro. Parecía una llave maestra de las de antes, con muescas sencillas en el extremo. La levantó.
—¿La reconoce alguien?
—Que me zurzan —dije, y me volví hacia Chester—. ¿Te suena?
—No, pero, ahora que lo pienso, el abuelo estaba siempre tonteando con cerraduras. Le entusiasmaban. Le gustaba sacarlas de las puertas y limar llaves para que entraran.
—Yo nunca se lo vi hacer —dijo Bucky.
—Hablo de cuando yo era pequeño. Durante la Depresión trabajó con un cerrajero. Recuerdo que decía que era divertidísimo. Tenía una colección de cerraduras antiguas, un centenar por lo menos, pero hace años que no sé nada de ellas.
Sostuve la llave en la palma y le di la vuelta. Se había construido con cierto gusto por los adornos, el mango tenía el borde lobulado y había un agujero en el otro extremo, como si fuera una ganzúa. Vista en posición vertical, la punta parecía un signo de interrogación.
—La cerradura y el ojo de la cerradura tienen que tener una forma como mínimo extraña. ¿No recuerdas haber visto nada parecido en la casa?
Chester hizo un puchero.
—Yo no. ¿Y vosotros? Conocéis ya la casa mejor que yo.
Bucky negó con la cabeza y Babe se encogió ligeramente de hombros. Se la tendí a Jones.
—¿Se le ocurre algo?
Jones sonrió con discreción y echó los cierres de la caja de herramientas.
—Parece una llave de portalón. De esas grandes y antiguas verjas de hierro que suele haber en las casas señoriales. —Se volvió hacia Chester—. ¿Le mando la factura?
—Le extenderé un cheque. Vamos a la cocina y arreglaremos ese asunto. A estas alturas habrá deducido ya que mi padre murió hace unos meses. Todavía estamos poniendo en orden sus cosas. Encontrar la caja de seguridad ha sido una sorpresa. La gente debería dejar instrucciones. Qué es tal cosa y quién ha de quedarse con lo que sea. En cualquier caso, gracias por todo.
—Es mi trabajo.
Los dos hombres se marcharon, dejándonos a Bucky, Babe y a mí contemplando la llave.
—¿Ahora qué? —dijo Bucky.
—Tengo un amigo que sabe mucho de cerraduras —dije—. Puede que se le ocurra algo sobre la cerradura a que corresponde.
—Como quieras. A nosotros no nos sirve de nada.
Babe me quitó la llave y la observó con el entrecejo fruncido.
—Puede que el abuelo la guardara porque le gustaba su aspecto —dijo—. Es bonita. Y antigua. —Se la dio a Bucky y este me la devolvió.
—Sí, pero ¿por qué la guardaba en una caja fuerte contra incendios? Habría podido tenerla en un cajón. O colgada al cuello de una cadena —dijo Bucky.
—Si no os importa, veré lo que opina mi experto local.
—Por mí, de acuerdo —dijo Bucky.
Me guardé la llave en el bolsillo de los tejanos sin comentar que el experto local era el caco que además me había regalado el juego de ganzúas que llevo en el bolso de mano.
Mientras volvía a casa andando, me puse a repasar la película de los acontecimientos. He de confesar que me picaba la curiosidad por lo sucedido durante las últimas veinticuatro horas. No se trataba por fuerza de la teoría chesteriana de los espías, que seguía pareciéndome inverosímil. Lo que me cosquilleaba era la serie de preguntas inconcretas y sin respuesta que afloraban en relación con la vida del difunto. Me gustan el orden y la limpieza; detesto la confusión y las bolas de polvo debajo de la cama.
Nada más llegar, tomé asiento ante la mesa, saqué un puñado de tarjetas de fichero y me puse a tomar notas. Fue increíble la cantidad de detalles que pude recordar en cuanto comencé a ponerlos por escrito. Cuando hube agotado el tema, clavé las tarjetas en el tablón de corcho que tengo colgado en la pared, encima de la mesa. Apoyé los pies en esta, me retrepé en el sillón giratorio con las manos en la nuca y analicé el conjunto. Allí pasaba algo, pero no se me ocurría qué podía ser. Cambié de sitio algunas tarjetas para darles un orden diferente. Era algo que había leído. Birmania. Algo sobre el general Chennault y la Unidad de Voluntarios de Estados Unidos. La esencia de lo que era se me escapaba, pero sabía que estaba allí. Pensé en la identificación de la unidad en que había servido. ¿Se trataba de aquello solamente o había algo más en juego? Al revisar los libros de Johnny, había visto el nombre de varios pilotos de guerra. Aún tenía que estar vivo más de uno. ¿Podrían darme alguna pista para identificar la escuadrilla de Johnny? Sería como tener un grano en el trasero y no iba a ser yo quien lo hiciera, pero al menos podía decir a Chester dónde estaba el buen camino. Tendría que repasar otra vez los libros para encontrar la referencia y que el diablo me llevara, porque la verdad es que no tenía otra cosa que hacer. Además, cuando un nudo me preocupa, tengo que deshacerlo.
Llamé a mi amigo el caco, pero le habían cortado la línea. Empezábamos bien. Más tarde iría a la Jefatura de Policía de Santa Teresa. El inspector Halpern, de la Brigada Criminal, sabría seguramente dónde podría encontrarlo.