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Seguí a Bucky mientras este salía por la puerta trasera y bajaba los peldaños del porche.

—¿Existe la posibilidad de que tu abuelo tenga una caja de seguridad en algún sitio?

—No, no era su estilo. No le gustaban los bancos y no confiaba en los banqueros. Tenía una cuenta corriente para pagar las facturas, pero ni valores negociables, ni joyas, ni nada parecido. Los ahorros, unos cien dólares en total, los guardaba en el fondo del frigorífico, en una vieja lata de café.

—Es que se me ocurrió de pronto.

Cruzamos el área de aparcamiento, con el suelo de cemento resquebrajado, llegamos al garaje, subimos los empinados peldaños de madera sin pintar y accedimos a un pequeño descansillo del primer piso, el espacio imprescindible para que cupieran la puerta de la vivienda de John Lee y una estrecha ventana que daba a las escaleras. Mientras Bucky buscaba la llave, me puse las manos en las sienes y escruté por la ventana el amueblado interior. No parecía gran cosa: dos habitaciones con el respectivo techo que bajaba en pendiente desde la misma viga cimera. Entre ambas habitaciones había un marco de puerta sin hoja. En una pared había un armario empotrado y cerrado por una cortina.

Bucky abrió la puerta y entró. Una muralla de calor parecía bloquear el vano como una barrera invisible. Aunque estábamos en noviembre, el sol que caía a plomo sobre el pésimo aislamiento del tejado había caldeado el interior hasta alcanzar los treinta grados centígrados. Me detuve bajo el dintel y olisqueé el ambiente como un animal. Olía a cerrado, a madera seca y a cola de empapelar vieja. A pesar de los cinco meses transcurridos, detecté humo de tabaco y frituras. Si hubiera invertido otro minuto, habría determinado el contenido de la última comida que se había cocinado el viejo. Bucky se dirigió a una de las ventanas y levantó la guillotina. El aire no pareció moverse. El suelo, cubierto por una antigua capa de linóleo agrietado, estaba desnivelado y crujía a cada paso. Las paredes estaban empapeladas con acianos azules sobre fondo crema, un papel tan antiguo que parecía quemado por los bordes. Las ventanas, dos en la fachada y dos en la parte trasera, tenían sendas persianas amarillentas que defendían a media asta del mustio sol de noviembre.

La habitación principal tenía una cama de soltero con cabecera metálica pintada de blanco. Había una cómoda pegada a la pared del fondo y una zona para sentarse con muebles viejos de mimbre, propios de un porche. En otro rincón había un escritorio pequeño con una silla delante. En el suelo, en total desorden, diez o doce cajas de cartón de todos los tamaños. Unas estaban llenas, cerradas y apartadas. Se habían vaciado dos estanterías y los libros que quedaban estaban medio caídos hacia un lado.

Me abrí paso entre el laberinto de cajas para acceder a la otra habitación, que disponía de cocina doméstica y frigorífico, y un microondas que estaba en el mármol que había entre los dos. Se había instalado un fregadero encima de un armarito de madera con bisagras y manijas de aspecto barato. Las portezuelas del armarito tenían todo el aspecto de quedarse encajadas cuando quisieran abrirse. Al otro lado de la cocina había un pequeño cuarto de baño, dotado de pila, taza y una bañera pequeña con patas. Todos los apliques de porcelana estaban cubiertos de manchas. Me vi en el espejo de encima de la pila y advertí la mueca de asco que me curvaba la boca. Bucky había dicho que el piso tenía su encanto, pero yo me pegaría un tiro antes que acabar en un lugar así.

Miré por una de las ventanas. En la puerta trasera de la casa principal estaba Babe, la mujer de Bucky. Era redonda de cara, de grandes ojos castaños y nariz respingona. Tenía el pelo moreno y liso, y lo llevaba recogido con vulgaridad en las orejas. Llevaba zapatillas playeras, pantalón negro de ciclista y camiseta negra de algodón, corta y sin mangas, tirante sobre los pechos caídos. Tenía los brazos regordetes y unos muslos que tenían que frotarse con fuerza al andar. Todo en ella parecía desagradablemente mustio.

—Creo que te llama tu mujer.

En aquel punto oímos la voz de Babe.

—¿Bucky?

El joven salió al descansillo.

—Quédate ahí —gritó a la mujer; y a continuación a mí, en tono más modulado—: ¿Te importa si te dejo sola? —Vi que sacaba del llavero la llave de la vivienda.

—No te preocupes. Yo diría que has hecho todo lo que has podido.

—Eso me dije yo también. En realidad es mi padre quien tiene atravesado este asunto. Se llama Chester; lo digo por si vuelve antes que yo. —Me alargó la llave—. Cierra al salir y deja la llave en el buzón de la puerta principal. Si encuentras algo que te parezca importante, dínoslo. Volveremos a eso de la una. ¿Tienes alguna tarjeta?

—Claro. —Saqué una del bolso y se la di.

Se la guardó en el bolsillo.

—Muy bien.

Oí el ruido que hacía al bajar las escaleras. Me quedé inmóvil, preguntándome cuánto tiempo podía esperar honradamente antes de cerrar y salir corriendo. Tenía el estómago contraído por el curioso retortijón de inquietud y emoción que suelo sentir cuando entro en piso ajeno ilegalmente. Mi presencia allí era del todo legítima, pero notaba ya el cosquilleo del acto ilícito que iba a cometerse en alguna parte. Oí parlotear abajo a Babe y a Bucky mientras cerraban la casa y abrían la puerta del garaje que tenía yo debajo. Me acerqué a la ventana para espiar y vi aparecer el coche como si saliera de debajo de mis pies. Parecía un Buick, de 1955 aproximadamente, de color verde y con una gran reja cromada en la parte delantera. Bucky se puso a mirar hacia atrás al dar la vuelta al coche en el sendero del garaje, mientras Babe le hablaba sin parar, con una mano en la rodilla del cónyuge.

Habría tenido que irme en cuanto el vehículo salió a la calzada, pero pensé en Henry y me dije que el honor me obligaba por lo menos a fingir que buscaba algo interesante. No quiero parecer desaprensiva, pero Johnny Lee no significaba nada para mí y la idea de revolver sus pertenencias me daba grima. El lugar era deprimente, tórrido y sin ventilación. Incluso el silencio tenía allí algo pegajoso.

Pasé unos minutos yendo de una habitación a otra. El cuarto de baño y la cocina no contenían nada significativo. Volví a la habitación principal y recorrí su perímetro. Corrí la cortina que cubría el armario empotrado. Las escasas prendas de Johnny colgaban en muerta sucesión. Las camisas estaban gastadas de tanto lavarse, tenían el cuello raído y les faltaba algún que otro botón. Registré todos los bolsillos, miré en las cajas de zapatos ordenadas en el estante. No fue ninguna sorpresa para mí ver que las cajas de zapatos contenían zapatos viejos.

La cómoda estaba llena de calzoncillos, calcetines, camisetas y pañuelos deshilachados; nada de interés escondido entre los montones. Me senté ante el pequeño escritorio y me puse a abrir cajones de manera sistemática. El contenido era anodino. Bucky, supuse, se había llevado casi toda la documentación personal: facturas, recibos, cheques anulados, saldos bancarios, antiguos resguardos de declaraciones fiscales. Me levanté y revisé algunas de las cajas de cartón, que abrí para poder meter la mano entre el contenido. Casi toda la basura de interés la encontré en la segunda caja que abrí. Un vistazo rápido no puso de manifiesto nada del otro mundo. No había carpetas con papeles personales de ninguna clase ni oportunos sobres marrones con documentos relacionados con servicios militares prestados en el pasado. Volví a preguntarme a santo de qué iba a guardar los recuerdos de la guerra durante cincuenta años y pico. Si cambiaba de idea en lo de solicitar los servicios de la Oficina de Veteranos, lo único que tenía que hacer era dar la información que sin duda llevaba en la cabeza.

La tercera caja que inspeccioné contenía incontables libros sobre la segunda guerra mundial que indicaban un interés permanente por el tema. No sabía cuáles habían sido sus hazañas, pero al parecer había disfrutado leyendo lo que contaban otros. Los títulos eran repetitivos y la única excepción era el puñado de los que llevaban signos de admiración. ¡Cazas!, ¡Bombas fuera!, ¡Héroes del cielo!, ¡Kamikaze! Todo era «estratégico». Orden estratégica. Poder aéreo estratégico sobre Europa. Bombardeo aéreo estratégico. Táctica del caza estratégico. Acerqué la silla del escritorio a la caja de cartón, tomé asiento y fui sacando libros, sujetándolos por el lomo mientras pasaba las páginas. Siempre hago estas tonterías. ¿Qué pensaba, que iba a caerme en las rodillas el papel del licenciamiento? Lo cierto es que a casi todos los investigadores nos han adiestrado para que investiguemos. Es lo que hacemos mejor, incluso cuando el caso del momento no despierta el entusiasmo. Dadnos una habitación y diez minutos a solas y nos pondremos a fisgar automáticamente en las cosas del prójimo. Recordar las propias es casi igual de emocionante. Mi idea del reino de los cielos es quedarme casualmente encerrada durante toda una noche en los Archivos Nacionales.

Leí varias páginas de las memorias de un piloto de guerra y me saturé de escaramuzas aéreas, lanzamientos forzosos en paracaídas, ametralladoras de cola que vomitaban plomo, modelos Mustang, modelos P-40, cazas Nakajima y formaciones en V. La historia tenía garra y comprendí por qué los hombres se quedaban enganchados. También a mí me van las emociones fuertes, fue una adicción que contraje durante los dos años que estuve en la policía.

Levanté la cabeza al oír el roce de unos pasos en las escaleras. Miré la hora: sólo eran las diez y media. No podía ser Bucky. Me levanté y fui a la puerta a mirar. Un hombre de unos sesenta y tantos años llegaba en aquel momento al descansillo.

—¿Puedo serle útil? —pregunté.

—¿Está Bucky aquí? —Tenía poco pelo y llevaba muy corto el cabello gris que le rodeaba la calva. Ojos dulces de color avellana, nariz grande, hoyuelo en la barbilla, la cara recorrida por arrugas suaves.

—No, en este momento no. ¿Es usted Chester?

—No, señora —murmuró. Se comportaba de tal modo que si hubiera llevado sombrero, se lo habría quitado en aquel instante. Sonrió con timidez, dejando ver un pequeño hueco entre los dos incisivos superiores—. Soy Ray Rawson. Un viejo amigo de Johnny… es decir, antes de que nos dejara. —Llevaba pantalones de tela basta, camiseta blanca y limpia, calcetines blancos y zapatos deportivos.

—Kinsey Millhone —dije. Nos dimos la mano—. Vivo un poco más allá. —Señalé de un modo inconcreto, aunque en la dirección que correspondía.

Ray miró el interior, por encima de mi hombro.

—¿Sabe cuándo volverá Bucky?

—Dijo que a eso de la una.

—¿Piensa alquilarlo?

—No, Dios me libre. ¿Y usted?

—Bueno, eso espero —dijo—. Si consigo convencer a Bucky. Dejé un depósito y ahora me da largas en lo del contrato. No sé cuál será el problema, pero me preocupa la posibilidad de que lo alquile a mis espaldas. Al ver todas esas cajas he pensado durante un instante que se estaba usted mudando. —Tenía un acento sureño que no acababa de identificar. Puede que de Texas o de Arkansas.

—Creo que lo que quiere Bucky es despejar el piso. ¿Fue usted quien se ofreció a limpiarlo por una prórroga en el pago del alquiler?

—Pues sí, y pensaba que accedería, pero como ahora está su padre en la ciudad, han hecho otros planes. Primero, Bucky y su mujer dijeron que se instalarían aquí y que alquilarían la casa. Luego dijo el padre que el piso se lo iba a quedar él, para cuando viniera de visita. No quiero ser pesado, pero tenía intención de mudarme esta misma semana. Estoy en un hotel… no tiene muchas estrellas, pero cuesta dinero.

—Me gustaría ayudarle, pero tendrá que arreglarlo con él.

—Sí, ya sé que no es asunto suyo. Yo sólo quería explicárselo. Será mejor que vuelva cuando Bucky haya regresado. No quería interrumpirla.

—En absoluto. Pase, por favor. Sólo estaba mirando unas cajas —dije. Volví a la silla. Saqué un libro y pasé las páginas.

Ray Rawson cruzó el umbral con la cautela de un gato. Mediría un metro con setenta y cinco, pesaría unos ochenta y cinco kilos, y tenía un tórax y unos brazos macizos para su edad. En un brazo llevaba un tatuaje que decía «María» y en el otro un dragón rampante con la lengua fuera. Miró a su alrededor con atención, observando el orden de los muebles.

—Es un placer volver a verlo. No es tan grande como lo recordaba. La memoria juega malas pasadas, ¿verdad? Me lo imaginaba… no sé… con paredes más grandes, por ejemplo. —Se apoyó en el respaldo de la cama y miró lo que yo hacía—. ¿Busca usted algo?

—Más o menos. Bucky espera encontrar información sobre el servicio militar de Johnny. Pertenezco al equipo de rescate. ¿Estuvo usted con él en las Fuerzas Aéreas, por casualidad?

—No. Nos conocimos en el trabajo. Los dos estábamos entonces en los astilleros, Astilleros Jeffersonville, en las afueras de Louisville, estado de Kentucky. Hace mucho de eso, fue poco después de que comenzara la guerra. Construíamos lanchones de desembarco. Yo tenía veinte años. Él era diez años mayor que yo y en cierto modo parecía mi propio padre. Era una época de gran crecimiento económico. Durante la Depresión, allá por 1932, eran pocos los que podían ganar mil dólares al año. Los metalúrgicos ganaban la mitad, menos que las camareras. Cuando empecé a trabajar, las cosas estaban mejorando en serio. Bueno, todo es relativo; además, ¿qué sabía nadie? Johnny hacía de todo. Era un tío listo y me enseñó un montón. ¿Quiere que le eche una mano?

Negué con la cabeza.

—Casi he terminado —dije—. Espero que no le importe si continúo. Me gustaría acabar antes de irme. —Saqué el siguiente libro y lo hojeé antes de ponerlo con los otros. Si Johnny era contrario a los bancos, puede que hubiera tenido que esconder dinero entre las páginas.

—¿Ha tenido suerte?

—No —dije—. Estoy por decirle a Bucky que lo olvide. Lo único que necesita saber es la unidad de combate de su abuelo. Soy investigadora privada. Hago este trabajo en interés de la comunidad, aunque si he de serle sincera, no me parece muy productivo. ¿Conocía usted bien a Johnny?

—Bastante bien, creo. Estábamos en contacto… un par de veces al año, diría yo. Sabía que tenía familia aquí, pero hasta ahora no la conocía personalmente.

Me movía ya con cierto ritmo. Sacaba un libro asiéndolo por el lomo, sacudía las páginas, lo dejaba. Sacaba un libro por el lomo, lo sacudía, lo dejaba. Saqué el último de la caja.

—No consigo identificar su acento. Ha hablado usted de Kentucky. ¿Es de allí? —Me puse en pie y estiré los músculos hundiéndome los puños en los riñones. Me doblé y comencé a meter los libros en la caja.

Ray se agachó a mi lado para ayudarme.

—Exacto. Soy de Louisville, aunque hace años que no voy por allí. He estado viviendo en Ashland, pero Johnny decía siempre que si pasaba por California viniera a visitarlo. Y qué diantres. Tenía tiempo por delante y me puse en camino. Tenía la dirección y Johnny me había dicho que vivía en el piso del garaje de la parte trasera, así que lo primero que hice fue venir aquí. Como no contestaba nadie, llamé a la puerta de Bucky. No sabía que Johnny hubiese muerto.

—Tuvo que afectarle mucho.

—Sí. Fue un golpe espantoso. Ni siquiera llamé antes por teléfono. Me había escrito una nota hacía un par de meses y quería darle una sorpresa. La broma me la gastaron a mí, supongo. Si lo hubiera sabido, me habría ahorrado el viaje. Nada es gratis, ni siquiera conducir.

—¿Cuánto hace que está aquí?

—Poco más de una semana. No pensaba quedarme, pero había recorrido más de tres mil kilómetros y no tenía ánimos para dar media vuelta y volver. Creía que no me iba a gustar California, pero está muy bien. —Ray terminó de llenar una caja, la cerró y la arrinconó mientras yo comenzaba a llenar otra.

—Muchos piensan que cuesta acostumbrarse.

—Yo no. Espero que Bucky no piense que soy un ladrón de cadáveres por querer instalarme aquí. Detesto aprovecharme de las desgracias ajenas, pero qué diantres —dijo—. Algún beneficio ha de reportarnos. La zona tiene su encanto y me gusta estar cerca de la playa. No creo que a Johnny le importe. Permítame ayudarla. —Levantó una caja, la puso encima de la otra y las apartó a un lado.

—¿Dónde se hospeda actualmente?

—Un par de manzanas más allá. En el Lexington. Al lado mismo de la playa y ni siquiera se ve desde la habitación. No, exagero: puede verse una franja de océano si se mira entre los árboles.

Miré a mi alrededor con detenimiento, pero no vi ninguna otra cosa que valiera la pena examinar. Johnny no había tenido mucho y lo que poseía no revelaba nada.

—Bueno, me parece que voy a tirar la toalla. —Me sacudí los tejanos, sintiéndome sucia y sudorosa. Fui a la cocina y puse las manos bajo el grifo. La cañería chirriaba y el agua salía coloreada por el óxido—. ¿No quiere comprobar nada, ya que está aquí? ¿La presión del agua, las cañerías? Podría tomar las medidas de los visillos antes de que me vaya y cierre con llave —dije.

Sonrió.

—Prefiero esperar a firmar el contrato. Tal como se comporta Bucky, no puedo dar por hecha la mudanza. Si quiere mi opinión, ese muchacho no es muy inteligente.

Estaba de acuerdo, pero me pareció diplomático tener la boca cerrada por una vez. Volví a la habitación principal, recogí el bolso, me lo colgué del hombro y busqué la llave en el bolsillo de los vaqueros. Ray salió de la vivienda un paso por delante de mí y se detuvo en el primer peldaño mientras yo echaba la llave. Una vez cerrado el lugar, bajamos la escalera y fuimos juntos hacia la calle por el sendero del garaje. Di un rápido rodeo para subir al porche delantero y meter la llave por la ranura de la correspondencia que había en el centro de la puerta principal.

—Gracias por ayudarme. Espero que usted y Bucky lleguen a un acuerdo.

—Yo también. Hasta otra. —Se despidió agitando la mano y se alejó.

Cuando llegué a casa vi abierta la puerta de la cocina de Henry y oí rumor de voces, lo que significaba que Nell, Charlie y Lewis habían llegado ya. Antes de que cayera la noche ya estaban jugando al Scrabble, al pinacle, a las damas chinas y a las cartas, y discutían como niños alrededor del tablero de parchís.

Cuando entré en mi casa eran casi las once. La lucecita del contestador automático parpadeaba. Pulsé la tecla de repetición.

«¿Kinsey? Soy tu prima Tasha, de Lompoc. Anda, llámame». Deletreó un número que apunté religiosamente. La llamada se había efectuado hacía cinco minutos.

Malo, malo, me dije.

A los dieciocho años, mi madre se había rebelado contra los deseos de mi abuela, se había fugado con un cartero y su bienpensante familia la había repudiado. Los casó un juez de Santa Teresa y la testigo fue mi tía Gin, la única de las hermanas que se había atrevido a apoyarla. La familia las repudió a las dos, a mi madre y a mi tía Gin, y el destierro se mantuvo hasta que nací yo, unos quince años más tarde. Mis padres habían abandonado ya toda esperanza de tener descendencia, pero al llegar yo se tanteó la posibilidad de la reconciliación con las otras hermanas, que mantuvieron en secreto la reanudación del trato. Aprovechando que mis abuelos se habían ido de viaje para celebrar su aniversario de boda, mis padres fueron de visita a Lompoc. Yo tenía cuatro años entonces y no me acuerdo de nada. Un año después, mientras íbamos por la carretera hacia otra reunión clandestina, hubo un desprendimiento y cayó una roca sobre el parabrisas del coche, acabando con mi padre al instante. El vehículo se salió de la calzada y mi madre resultó gravemente herida. Murió poco después, mientras los enfermeros forcejeaban todavía para sacarnos de los restos del accidente.

Tía Gin se hizo cargo de mí y, que yo sepa, las relaciones con la familia se interrumpieron definitivamente. Tía Gin estuvo siempre soltera y me educó según sus particulares ideas sobre lo que debía ser una niña. El resultado fue una persona un poco extraña, aunque no tan retorcida como algunos piensan. Desde el fallecimiento de mi tía, ocurrido hace unos diez años, he acabado por firmar un acuerdo con mi condición solitaria.

Había sabido que tenía parientes «perdidos hace mucho» mientras investigaba un caso el año anterior y hasta el momento me las había arreglado para mantenerlos a cierta distancia. Que ellos quisieran reanudar el trato no significaba que yo tuviera que complacerles. Admito que en este punto tal vez sea un poco mezquina, pero no puedo evitarlo. Tengo treinta y cinco años y me gusta sentirme sola en la vida. Además, cuando se nos «adopta» a estas edades, ¿cómo sabemos que no se desilusionarán y volverán a repudiarnos?

Descolgué el auricular y marqué el número de Tasha para no acabar cabreándome. Contestó ella misma y me identifiqué.

—Gracias por llamar tan pronto —dijo—. ¿Cómo estás?

—Bien —contesté, esforzándome por adivinar lo que querría de mí.

No nos conocíamos personalmente, pero en el curso de conversaciones anteriores me había contado que era abogada de la propiedad y que trabajaba con testamentos y actas notariales. ¿Buscaba un detective? ¿Quería darme su opinión sobre los fideicomisos?

—Mira, querida. Te llamo con la esperanza de convencerte de que vengas a Lompoc para pasar el día de Acción de Gracias con nosotros. Estará aquí toda la familia y se nos ocurrió que era una ocasión estupenda para conocernos.

El corazón me dio un vuelco. Mi interés por las reuniones familiares era nulo, pero opté por ser educada. Introduje en la voz un falso matiz de pesar.

—Ay, gracias, Tasha, muchas gracias, pero estoy ocupadísima. Unos buenos amigos van a casarse ese día y soy dama de honor.

—¿El día de Acción de Gracias? Pues sí que es raro.

—Es el único día que tienen libre —dije, pensando ja, ja.

—¿Y el viernes o el sábado de la misma semana? —preguntó.

—Ah. —Me había quedado sin ideas—. Veamos… Creo que tengo trabajo, pero lo comprobaré. —Nadie me gana a contar mentiras en las cuestiones profesionales. En el aspecto personal soy tan torpe como cualquiera. Alcancé el calendario de mesa, sabiendo que estaba en blanco. Durante una fracción de segundo acaricié la posibilidad de decir que sí, pero de las entrañas me brotó un primitivo aullido de protesta—. Ay, pues no. Estoy ocupada.

—Kinsey, se nota que te resistes y quisiera decirte lo mucho que lo lamentamos. Los conflictos que tuvieran tu madre y la abuela nada tenían que ver contigo. Nos gustaría repararlo, si nos lo permites.

Miré al techo con un suspiro. Había querido evitarlo, pero no iba a tener más remedio que afrontarlo.

—Tasha, eres muy amable y te agradezco lo que dices, pero no servirá de nada. No sé qué decirte. La idea de ir allí, sobre todo un día festivo, me es muy incómoda.

—¿En serio? ¿Y por qué?

—No sé por qué. No tengo experiencia con familias y no es algo que añore. Es lo que siento y basta.

—¿No quieres conocer a los demás primos?

—Mira, Tasha, no quisiera parecer grosera, pero hasta ahora nos las hemos apañado los unos sin los otros.

—¿Cómo sabes que no nos vamos a querer?

—Estoy segura de que sí —dije—, pero esa no es la cuestión.

—¿Cuál es entonces?

—Ante todo que no pertenezco a ningún grupo y no me entusiasma que me presionen —dije.

Se produjo un silencio.

—¿Tiene esto que ver con tía Gin?

—¿Con tía Gin? En absoluto. ¿Por qué lo preguntas?

—Nos han dicho que era una excéntrica. Supongo que pudo volverte contra nosotros de alguna manera.

—¿Y cómo? Si ni siquiera os mencionaba.

—¿Y no te parece raro?

—Pues claro que era raro. Mira, tía Gin era genial en la teoría, pero parece que el contacto humano no le hacía mucha gracia. No es un reproche. Me enseñó mucho, y me dio muchas lecciones que he sabido valorar, pero no soy como otras personas. Hablando con franqueza, en este momento prefiero mi independencia.

—Bobadas. No te creo. A todos nos gusta pensar que somos independientes, pero nadie vive aislado. Somos una familia. No puedes negar el parentesco. Es una condición biológica. Eres de los nuestros, te guste o no.

—Tasha, pongamos las cartas sobre la mesa, ya que estamos en ello. No quiero escenas familiares cálidas y jubilosas. No lo tengo previsto. Así que no nos reuniremos alrededor del piano para cantar a coro canciones pasadas de moda.

—No es eso lo que nos gusta. Hacemos las cosas de otro modo.

—No me refiero a vosotros. Hablo de mí.

—¿No quieres nada de nosotros?

—¿Qué, por ejemplo?

—Creo que estás irritada.

—Dejémoslo en ambigua —rectifiqué—. La ira está un par de estratos más abajo. Aún no he llegado a eso.

Guardó silencio un instante.

—Está bien. Lo acepto. Entiendo tu reacción, pero ¿por qué tomarla con nosotros? Si tía Gin no fue como tenía que ser, deberías haber ajustado cuentas con ella.

Las defensas se me revolvieron.

—Tía Gin fue como tenía que ser. Yo no he dicho que no lo fuera. Tenía ideas absurdas sobre la educación infantil, pero hizo lo que pudo.

—Se nota que la querías. No he querido decir que fuera incapaz.

—Voy a decirte algo. Fueran cuales fuesen sus defectos, hizo más que la abuela en toda su vida. Estoy convencida de que dio la misma educación que recibió.

—Entonces es con la abuela con quien estás enfadada.

—¡Naturalmente! Ya te lo dije al principio —dije—. Mira, no me siento ninguna víctima. Lo hecho, hecho está. Fue como fue y lo he aceptado. Creer que podemos volver atrás y hacer que sea diferente es ridículo.

—Como es lógico, no podemos cambiar el pasado, pero sí el futuro inmediato —dijo Tasha. Cambió de táctica—. No importa. Olvídalo. No quiero provocarte.

—Busco pelea tanto como tú —dije.

—No estoy defendiendo a la abuela. Sé que está mal lo que hizo. Debería haberos buscado. Habría podido hacerlo, pero no lo hizo, ¿de acuerdo? Es agua pasada. Pretérito indefinido. Ninguno de nosotros tuvo nada que ver, de manera que no hagamos que otra generación cargue con ello. Yo la quiero. Es un encanto. También es una vieja malhumorada y roñosa, pero no es un monstruo.

—Nunca he dicho que fuera un monstruo.

—Entonces ¿por qué no lo olvidas y te vienes? Te trataron injustamente. Hubo algunos problemas, pero hace tiempo que terminaron.

—A mí me marcaron para toda la vida y tengo dos matrimonios fracasados para demostrarlo. No lo voy a negar. Pero lo que no haré es pasar la esponja sólo para tranquilizar su conciencia.

—Kinsey, me siento molesta con ese… ese resentimiento que arrastras. No es sano.

—Déjate de pamplinas, ¿quieres? El resentimiento es mío, así que deja que me preocupe yo —dije—. ¿Sabes lo que he acabado por aprender? Que no tengo obligación de ser perfecta. Siento lo que siento y soy como soy, y si eso te molesta, el problema es tuyo, no mío.

—Estás decidida a vengarte, ¿verdad?

—Eh, muñeca, yo no te he llamado, me has llamado tú —dije—. La cuestión es que es demasiado tarde.

—Estás muy amargada.

—No estoy amargada. Soy práctica.

Me percaté de que debatía consigo misma lo que hacer a continuación. La abogada que había en ella se inclinaba sin duda por acosarme como a un testigo de la parte contraria.

—En fin, ya veo que no tiene sentido continuar.

—Exacto.

—Dadas las circunstancias, parece que tampoco hay ningún motivo para comer juntas alguna vez.

—Seguramente no.

Dio un suspiro.

—Bueno. Si alguna vez piensas que puedo serte útil, llámame —dijo.

—Gracias. No se me ocurre en qué podrías serme útil, pero lo recordaré.

Colgué el auricular. Tenía la espalda húmeda a causa de la tensión. Di un grito y me sacudí de arriba abajo. Salí corriendo, preocupada por la posibilidad de que Tasha volviera a llamar. Fui al supermercado, donde compré lo básico: leche, pan y papel higiénico. Pasé por el banco, donde ingresé un cheque, retiré cincuenta dólares en efectivo, llené el depósito del VW y volví a casa. Estaba poniendo artículos en su sitio cuando sonó el teléfono. Descolgué con temor. La voz que me saludó era la de Bucky.

—Hola, ¿Kinsey? Soy Bucky. Será mejor que vengas. Han forzado el piso del abuelo y puede que te interese echar un vistazo.