Falcón estaba sentado en la terraza de La Bodega de la Albariza, en la calle Betis, tomando una cerveza y una tapa de anchoas fritas. Ese día hacía más fresco. Había bastante gente junto al río. Falcón había abandonado su lugar habitual, en el centro del puente de Isabel II. Le recordaba demasiado los malos tiempos y los fotógrafos entrometidos. El río ya no era un limbo estigio de desconocidos retorciéndose las manos pero, como siempre, seguía siendo la fuerza vital de la ciudad. Ahora Falcón se sentaba junto a otras personas que, en otras mesas, comían y bebían, veía a parejas de todas las edades besarse y pasear bajo el sol, a los corredores y a los ciclistas avanzando por el camino de sirga de la orilla contraria. El camarero se detuvo junto a él y le preguntó si quería algo más. Pidió otra cerveza y un plato de chipirones.
Había dos cosas de la tórrida semana anterior de julio que no podía olvidar. La primera era Rafael Vega y su hijo Mario, y su respuesta a la pregunta de Calderón: ¿qué es lo que no soportarías que tu hijo supiera de ti? Recordó la lástima que había sentido por Mario cuando su nueva familia se lo llevó, y habría querido que el niño supiera, no en ese momento, sino con el tiempo, una sola cosa del monstruo de su padre: que el amor y la pérdida habían hecho retornar a Rafael Vega al seno de la humanidad. Que se había enfrentado a su conciencia y ella lo había atormentado.
Que había muerto deseando hacer algo bueno que lo redimiera de su atroz existencia. ¿Cómo llegaría Mario a saber todo eso?
La segunda cosa que no podía y no quería quitarse de la cabeza era lo que había pasado entre él y Consuelo. Lo había dejado y se había ido a la costa para estar con sus hijos. Falcón había intentado averiguar dónde estaba, preguntando a los encargados de sus restaurantes, pero ellos tenían órdenes estrictas de no informar a nadie. Consuelo tenía el móvil siempre apagado. Falcón no había recibido respuesta a ninguno de los mensajes que había dejado en el buzón de voz. Soñaba con ella, la veía en la calle y cruzaba una plaza para agarrar del brazo a una mujer que resultaba ser una desconocida con cara de sorpresa. Vivía con ella dentro de su cabeza, extrañaba su olor, el roce de su mejilla en la suya, anhelaba ver su silla vacía delante de ella en un restaurante.
El camarero le trajo los chipirones y la cerveza. Los roció de limón y alargó el brazo hacia la copa helada. Asintió con la cabeza a una chica que le preguntó si podía coger una de las sillas de su mesa. Se recostó y dejó que las altas palmeras del perfil urbano de Sevilla se enturbiaran ante sus ojos. El día siguiente era el primer día de septiembre. Iría a pasar unos días a Marruecos. Se sentía feliz. El móvil le vibró en el muslo. En la languidez de la tarde, estuvo a punto de no contestar.
FIN