Capítulo 31

Jueves, 1 de agosto de 2002

—¿Una mala noche? —preguntó Ramírez, contemplando el aparcamiento de Jefatura.

—Malos sueños. Mala noche —dijo Falcón—. He estado despierto imaginándome que trincaba a los rusos.

—Cuéntamelo.

—Imaginé que iba a ver a Ignacio Ortega y le pedía que me pusiera en la nómina de los rusos. Le decía que me gustaba la pinta que tenían los ciento ochenta mil euros con que habían pillado a la señora Montes.

—¿Tanto?

—Eso es lo que Lobo me dijo. Le contaría una bola a Ortega… que estaba dirigiendo el Grupo de Menores mientras encontraban un sustituto adecuado para Montes…

—Para empezar, eso sería imposible —dijo Ramírez.

—Entonces lo convencería de que organizara una reunión con los rusos.

—¿Y te creería?

—No, pero la organiza de todos modos, y entonces yo averiguo dónde va a tener lugar la reunión y te lo hago saber en secreto.

—No creo que esto llegue ni a película de serie B.

—La reunión tiene lugar en un garaje en mitad de ninguna parte. Yo estoy con Ortega. Estamos sentados en torno a un barril de petróleo esperando a los rusos.

»Oímos un coche a lo lejos. Llegan Ivanov y Zelenov. Tenemos una agria conversación en la que queda claro que no creen una palabra de lo que yo les digo. Y cuando están a punto de reírse de mí, se abre la puerta del garaje, entras tú y los liquidas a todos.

—Creo que a mis hijos se les ocurriría algo mejor que eso.

—Quizás, en lugar de que tú entrases pegando tiros, podríamos pensar en algo más sutil. La puerta del garaje se abre. Eso siempre pasa. Pero tú sólo les apuntas, y yo los desarmo. Entonces se abre la persiana metálica de la entrada principal del garaje y aparecen coches de policía, con las luces intermitentes… otra cosa que siempre pasa. Uno de los coches de policía entra marcha atrás. Esposamos a los rusos, y mientras los meten en el coche, se vuelven y nos ven dándole golpecitos en la espalda a Ortega, estrechándole la mano, y piensan que los ha entregado. Cuando llegan a Jefatura ya les espera su abogado. El mismo que aparece en la cinta de la finca de Montes. En cuatro horas están en la calle. En ese momento hay un corte y pasamos a la casa de Ortega. Ignacio está sentado a su escritorio, escuchando a Julio Iglesias en su perfecto aparato de alta fidelidad, los ojos cerrados hasta que los abre a causa de un ruido desconocido y… horror. Dos tiros con silenciador. Flores de sangre en su camisa blanca y la cara destrozada.

—El público se habría ido a tomar una cerveza antes de que salieran los créditos —dijo Ramírez.

Ferrera asomó la cabeza por la puerta para dar los buenos días.

—Charlemos un poco —dijo Falcón.

Ferrera retrocedió hacia la oficina de Ramírez. José Luis fue a cerrar la puerta.

—Tú también, agente Ferrera —dijo Falcón, y Ramírez lo miró arrugando los ojos—. Cierra la puerta.

Se sentaron en torno a la mesa de Falcón.

—Aquí Ramírez y yo somos la voz de la experiencia —dijo Falcón—. Y tú, agente Ferrera, eres la voz de la moral.

—¿Porque fui monja?

—Estás metida en esto —dijo Ramírez—. Eso es todo lo que importa. Así que calla y escucha.

—Creo que ya os habéis dado cuenta de que están tapando el asunto —dijo Falcón—. Los delitos cometidos en la finca de Montes van a ser ocultados desde los dos extremos. A causa de la implicación de Montes, la Jefatura es vulnerable ante un ataque de los políticos. Nuestros amos temen que un escándalo mayúsculo, en el que estarían implicadas unas cuantas figuras de la vida pública, podría causar una pérdida de fe en las instituciones, y están decididos a mantener su dignidad e integridad. Nosotros tres sabemos que lo que pasó en la finca de Montes estuvo mal, y que los autores deberían enfrentarse a la justicia y a la vergüenza pública. El comisario Lobo me ha dicho que todo lo que ha pasado en la finca quedará documentado. No ha sido capaz de garantizarme que se hará público. Sólo ha podido mitigar mi indignación asegurándome que ninguno de los implicados en lo que pasó en la finca quedará impune. Perderán su posición social, su prestigio y su riqueza.

—Ya me están dando ganas de llorar por ellos —dijo Ramírez—. ¿Qué pasa con la prensa?

—Virgilio Guzmán dijo que no sacaría a la luz el asunto a no ser que otro se le adelantara —explicó Falcón—. Está enfermo y ha tenido que medicarse.

—¿Qué te dije de ese tipo? —dijo Ramírez.

—Los rusos son intocables. Han sacado todo su dinero de los proyectos de Vega. Han amenazado a la familia de Vázquez. Sólo podemos acceder a ellos a través de Ignacio Ortega, y no es probable que les entregue nuestra tarjeta. No tenemos ninguna prueba, ni siquiera de sus operaciones de blanqueo de dinero, que pueda presentarse ante un tribunal. No podríamos justificar su detención ni aunque llegáramos hasta ellos.

—¿Qué oportunidades tenemos de cargarnos a Ortega? —preguntó Ramírez.

—Está protegido. Así es como sobrevive. Por lo que hemos visto de sus filmaciones secretas en la finca, tiene a todo el mundo cubierto de mierda. Por eso no nos tienen al corriente de la información forense y todo tiene que pasar por el comisario Elvira. Todo lo que tenemos ahora es la cinta.

—¿Qué cinta? —preguntó Ferrera.

—Los incendiarios robaron una tele y un vídeo de la finca antes de quemarla —dijo Falcón—. Dentro del vídeo había una cinta en la que se ve a cuatro adultos teniendo relaciones sexuales con menores. El original lo tiene Elvira. Nosotros nos hemos guardado una copia.

—¿Y qué me dices de los periódicos de Madrid? —preguntó Ramírez.

—Es una posibilidad, pero tendremos que darles toda la historia, y tendrá que estar respaldada por información a la que no tenemos acceso. El anonimato quedaría descartado. Nos pondríamos en contra de la Jefatura y estaríamos solos, y probablemente significaría el fin de nuestras carreras. Además, cuando te sirves de la prensa siempre hay un elemento imprevisible, incluso en la de nuestra ciudad.

»Cuando acorralas a alguien, siempre acaba jugando sucio. Podríamos acabar sufriendo algún daño, y también nuestras familias, y aun así no conseguir el resultado que buscábamos.

—Enviemos una copia a sus esposas y sigamos con nuestra vida —propuso Ramírez.

—Y seguiríamos sin habernos cargado a Ortega —dijo Falcón.

Hubo unos momentos de silencio, roto sólo por el metrónomo del dedazo de Ramírez, moviéndose arriba y abajo golpeando el borde de la mesa.

—Algo que realmente me encantaría —dijo Ramírez, levantando la mirada al techo como en busca de inspiración divina— sería hacerle un pase privado de la cinta a mi viejo amigo del barrio. Así le vería la cara, y luego le diría que no podemos hacer nada al respecto, pero que puede tener unas palabras con Ignacio Ortega.

—¿Palabras? —preguntó Falcón.

—Lo mataría —dijo Ramírez—. Conozco a ese tipo. No dejaría que nadie que tuviera algo así contra él quedara vivo.

Silencio de nuevo. Cristina Ferrera levantó la mirada y se encontró con las miradas de ambos hombres fijas en ella.

—No habláis en serio, ¿verdad?

—Y luego podríamos detenerlo por asesinato —dijo Ramírez.

—No puedo creerme que me pidáis que considere siquiera algo así —replicó Ferrera—. Si habláis en serio, no necesitáis una guía moral, sino un trasplante completo.

Falcón se echó a reír. Ramírez también soltó una sonora carcajada. La cara de Ferrera mostró una expresión de alivio.

—Bueno, nadie podrá decir que no hemos considerado todas las posibilidades —dijo Falcón.

—Me vuelvo al ordenador —concluyó Ferrera, y salió, cerrando la puerta a su espalda.

—¿Hablabas en serio? —preguntó Ramírez, inclinándose sobre el escritorio.

Falcón no movió ni un músculo de la cara.

—Joder —dijo Ramírez—. Eso habría sido la hostia.

Sonó el teléfono muy fuerte, lo que sobresaltó a los dos. Falcón se lo llevó a la oreja. Escuchó atentamente mientras Ramírez hacía girar entre sus dedos un cigarrillo sin encender.

—Ha tomado una decisión muy valiente, señor López —dijo Falcón, y colgó.

—¿Por fin una buena noticia? —preguntó Ramírez, llevándose el cigarrillo a la boca.

—Era el padre del chico que supuestamente sufrió abusos a manos de Sebastián Ortega. El chaval, Manolo, vuelve ahora a Sevilla. Vendrá enseguida a Jefatura y hará una declaración modificada y completamente fiel de lo que pasó.

—Eso no va a ser un regalo de boda del agrado del juez Calderón.

—Pero ya sabes lo que significa, ¿no, José Luis?

A Ramírez se le cayó de la boca el cigarrillo sin encender.

Volvió a sonar el teléfono. Esa vez era el juez Calderón, confirmando que ya tenía la orden de registro firmada para abrir la caja de seguridad que Vega tenía a nombre de Emilio Cruz en Banesto. Falcón cogió la llave de la caja y los dos se fueron al edificio de los Juzgados. De camino le dijo a Ferrera que Manolo López llegaría con su madre para hacer una nueva declaración en vídeo, y que quería que leyera el dossier de Ortega, preparara las preguntas y le interrogara.

Fueron en coche al edificio de los Juzgados. La secretaria de Calderón le entregó a Ramírez la orden de registro. Fueron a la sucursal de Banesto y preguntaron por el director, que era una mujer. Le enseñaron sus credenciales y la orden, y los llevaron a la bóveda de seguridad. Falcón firmó el registro y los acompañaron a las cajas. La directora insertó la llave, giró una vez y los dejó solos. Falcón utilizó su llave y sacaron la caja recubierta de acero inoxidable, que pusieron en una mesa en mitad de la sala.

Encima de los documentos había un viejo pasaporte español y algunos pasajes. El pasaporte había sido emitido en 1984, y la foto era la de Rafael Vega, aunque el nombre que figuraba era el de Óscar Marcos. Los pasajes estaban unidos con un clip, y ordenados por fechas. El primer viaje era de Sevilla a Madrid, el 15 de enero de 1986, y de vuelta a Sevilla el 19 de enero. El siguiente había tenido lugar el 15 de febrero de 1986, y era de tren para el trayecto Sevilla-Madrid-Barcelona-París. Había otro billete para el 17 de febrero de París a Fráncfort y luego a Hamburgo. Desde allí el 19 de febrero había ido a Copenhague, y el 24 entrado en Suecia y llegado a Estocolmo. El viaje de vuelta había empezado el 1 de marzo, día que había cogido un avión de Oslo a Londres. Había pasado tres días en Londres, y luego viajado en avión a Madrid y vuelto a Sevilla en tren.

—Todo esto —dijo Ramírez, que estaba hojeando los papeles que había debajo— debe de estar en clave, porque parecen las cartas de un niño a su padre.

Falcón llamó a Virgilio Guzmán y le preguntó si podía ir a su casa de inmediato.

Vaciaron la caja de seguridad y metieron todo el contenido en una gran bolsa de pruebas. Falcón le dijo a la directora de la sucursal que la caja quedaba vacía, le dio un recibo y le devolvió la llave. Fueron en coche a la calle Bailen y Falcón leyó las cartas mientras esperaban a Virgilio Guzmán. Todas las cartas tenían el sobre sujeto con un clip. Todas procedían de Estados Unidos, y la dirección era la del apartado de correos a nombre de Emilio Cruz. Las cartas tenían sentido individualmente, pero no en su conjunto.

Llegó Guzmán y se sentó a la mesa con los papeles. Echó un vistazo al pasaporte y luego comprobó los pasajes.

—Final de febrero de 1986, Estocolmo, Suecia —dijo—. ¿Sabe lo que pasó allí esos días?

—Ni idea.

—El 28 de febrero de 1986, el primer ministro Olof Palme fue asesinado de un disparo cuando salía del cine con su mujer —dijo Guzmán—. Nunca encontraron al asesino.

—¿Y estas cartas? —preguntó Ramírez.

—Tengo a alguien que puede ayudar a descifrarlas, pero imagino que eran las instrucciones de una última operación para su amigo Manuel Contreras —dijo Guzmán—. Tenía la tapadera perfecta. Estaba muy bien entrenado. Era una de las cosas que hacían constantemente en la «Operación Cóndor». No había nada que pudiera vincularlo con el régimen de Pinochet, y se elimina una dolorosa espina del pellejo del presidente. Es perfecto.

—¿Y por qué iba a guardar todo esto?

—No lo sé, aunque matar al primer ministro de un país europeo no es moco de pavo, y a lo mejor sintió la necesidad de cubrirse un poco las espaldas en caso de que las cosas cambiaran.

—¿Como ahora? —dijo Falcón—. El régimen de Pinochet ha acabado…

—Manuel Contreras está en la cárcel —dijo Guzmán—, tras haber sido traicionado por su amigo el general.

—Y Vega considera que ha llegado la hora de tomarse la revancha —dijo Falcón—. ¿Mostrando lo que era capaz de hacer el régimen de Pinochet? Es la estrategia del punto sin retorno. Puedes meter en la cárcel a Pinochet, pero tú también estás acabado.

—Y eso es lo que hizo —dijo Guzmán—. Murió con esa nota en la mano. Has hecho lo que él quería que hicieras. Al investigar el crimen encontraste la llave de su caja de seguridad, y ahora su secreto se revelará al mundo.

Fotocopiaron todas las cartas de la caja de seguridad y Guzmán se las llevó a su amigo para que descifrara el código. Les reveló que se trataba de un ex agente de la DINA que ahora vivía en Madrid.

—Conoce a tu enemigo —dijo Guzmán, justificando esa amistad—. Lo escanearé en el ordenador y se lo enviaré por e-mail. Para él esto no tiene ningún secreto. Esta tarde te comunicaré su respuesta.

Falcón y Ramírez volvieron a Jefatura a tiempo para encontrarse con la señora López y Manolo, que ya estaba haciendo su declaración en vídeo y disfrutando de la compañía de Cristina Ferrera. A la una, el chico acabó y Falcón llamó a Alicia Aguado. Le puso la declaración al teléfono y ella consintió en que Sebastián Ortega la viera.

Ferrera fue en un coche patrulla al polígono San Pablo a buscar a Salvador Ortega, mientras Falcón llevaba a Alicia Aguado a la cárcel. Le pasaron a Sebastián el vídeo de Manolo y el joven se derrumbó. A continuación escribió su propia declaración de quince páginas detallando los cinco años de abusos que había sufrido a manos de Ignacio Ortega. Ferrera llamó para decir que Salvador estaba en Jefatura. Falcón envió por fax la declaración de Sebastián para que Salvador la leyera. Salvador pidió ver a Sebastián.

Ferrera lo llevó a la cárcel, y él y Sebastián estuvieron hablando más de dos horas, después de lo cual Salvador escribió su propia declaración. También le entregó a Falcón una lista de siete niños, ahora ya adultos, que habían sufrido abusos a manos de su padre.

A las cinco, Falcón estaba comiendo un bocadillo de chorizo y bebiendo una cerveza sin alcohol cuando Virgilio Guzmán le llamó para decirle que ya había descifrado las cartas y que quería enviarle la traducción por e-mail. Resultaron ser instrucciones para Vega. Dónde y cuándo recoger su pasaporte en Madrid. La ruta que debía seguir hasta Estocolmo. Información de los movimientos de Olof Palme, y de que no llevaba escolta. Dónde recoger el arma en Estocolmo. Dónde desembarazarse del arma después del atentado, y por fin la ruta de regreso a Sevilla.

—Voy a incluir esta historia en el periódico de mañana —dijo Guzmán.

—No esperaba otra cosa, Virgilio —dijo Falcón—. Sólo va a perjudicar a gente que se lo merece.

A las seis, Falcón tenía un dossier con la declaración en vídeo de Manolo López y con las de Sebastián y Salvador.

—¿Y qué pasará si te bloquean esto? —dijo Ramírez al salir de la oficina.

—Que serás el nuevo inspector jefe del Grupo de Homicidios, José Luis.

—Yo no —dijo Ramírez—. Diles que tendrán que pedírselo al subinspector Pérez cuando vuelva de vacaciones.

Además de las tres declaraciones, Falcón cogió el contenido de la caja de seguridad de Vega e imprimió la versión descifrada de las cartas de Guzmán. Fue a ver al comisario Elvira, que volvía a estar reunido con el comisario Lobo. No le hicieron esperar.

Falcón les detalló el contenido de la caja de seguridad y les leyó la versión descifrada de las cartas, con las instrucciones del asesinato y el objetivo. Los dos hombres se quedaron atónitos, en silencio.

—¿Y quién sabía todo eso, aparte de la gente del régimen informada? —preguntó Lobo—. Quiero decir, ¿cree que los estadounidenses sabían algo?

—Sabían algo de Vega —dijo Falcón—. Si estaban al corriente de esto, en todo o en parte, es algo que ignoro, aunque lo dudo. Ahora creo a Flowers cuando dijo que no sabían lo que estaban buscando. Sólo esperaban que no fuera nada que les perjudicara a ellos o a la Administración de la época.

—¿Cree que los estadounidenses podrían estar implicados en el asesinato de Vega, o se contenta con pensar que o bien lo asesinó Marty Krugman o bien se mató?

—Mark Flowers me ha dado muchísima información —dijo Falcón—. El único problema es que no sé lo que es cierto y lo que no. Por una parte creo que no están implicados en ese asesinato, pues lo que querían averiguar, precisamente, era qué contenía la caja de seguridad, que nunca encontraron. Pero también creo que quizá Flowers decidió eliminar la incertidumbre y participar en la eliminación de Vega.

—¿Caso cerrado?

Falcón se encogió de hombros.

—¿Qué más? —dijo Lobo, observando el dossier que estaba en el regazo de Falcón.

Falcón se lo entregó. Cuando Lobo acababa de leer una página se la entregaba a Elvira. Los dos hombres iban levantando la mirada nerviosos a medida que leían aquel catálogo de abusos. Cuando acabaron, Lobo miró por la ventana en dirección al parque, tal como solía hacer cuando ocupaba ese despacho. Le habló al cristal.

—Me lo imagino —dijo—, pero me gustaría que me dijera qué quiere.

—Mi exigencia mínima, teniendo en cuenta los delitos cometidos en la finca de Montes, era que Ignacio Ortega fuera a la cárcel. No fue posible. No estoy de acuerdo con usted, pero entiendo por qué. Éste es un caso distinto. Nada de lo ocurrido en la finca de Montes saldrá a la luz en este caso de abusos dentro de la familia. Quiero que se nombre a un juez de instrucción… que no sea el juez Calderón, por supuesto.

»Quiero detener a Ignacio Ortega, y quiero que tenga que hacer frente a estos cargos y a cualquier otro que podamos imputarle tras hablar con la lista de nombres que nos ha proporcionado Salvador Ortega.

—Lo discutiremos y le haremos saber lo que hemos decidido —dijo Lobo.

—No quiero ejercer una presión indebida en esta discusión, pero quiero recordarle lo que me dijo ayer en su despacho.

—Recuérdemelo.

—Me dijo: «Necesitamos hombres como usted y el inspector Ramírez, Javier. No le quepa ninguna duda».

—Entiendo.

—Al inspector Ramírez y a mí nos gustaría hacer la detención esta noche —dijo Falcón, y se fue.

Falcón estaba sentado solo en su despacho, consciente de que Ramírez y Ferrera esperaban noticias. Sonó el teléfono y los oyó saltar. Era Isabel Cano, que quería preguntarle qué le parecía el borrador de la carta que iba a enviar a Manuela por lo de la calle Bailen. Falcón dijo que no lo había leído, pero que tanto daba, porque había decidido que si Manuela quería vivir en esa casa tendría que pagar su precio de mercado, menos la comisión de la agencia, y que no había nada más que discutir.

—¿Qué te ha pasado? —preguntó Isabel.

—Me he endurecido por dentro, Isabel. Ahora la sangre corre veloz por mis venas frías de acero —contestó Falcón—. ¿Has oído hablar del caso de Sebastián Ortega?

—Es el hijo de Pablo Ortega, ¿verdad? ¿El que secuestró a aquel niño?

—Exacto —dijo Falcón—. ¿Te gustaría encargarte de su apelación?

—¿Hay pruebas nuevas e irrefutables?

—Sí —respondió Falcón—, pero debería advertirte que no dejarán en muy buen lugar a Esteban Calderón.

—Ya es hora de que aprenda un poco de humildad —dijo Isabel—. Le echaré un vistazo.

Falcón colgó y se sumió en el silencio.

—Estás muy seguro de ti mismo —dijo Ramírez, desde su oficina.

—Somos unos hombres que valemos mucho, José Luis.

Sonó el teléfono, esta vez en la oficina de Ramírez. José Luis se lo llevó al oído.

Silencio.

—Gracias —dijo Ramírez.

Colgó. Falcón esperó.

—¿José Luis? —dijo.

No hubo respuesta. Falcón se acercó a la puerta.

Ramírez levantó la mirada. Tenía los ojos llenos de lágrimas, la boca recogida, tensa, intentando contener la emoción. Movió una mano delante de Falcón. No podía hablar.

—Su hija —dijo Ferrera.

El sevillano asintió, secándose las grandes lágrimas con los pulgares.

—Está bien —dijo con un hilo de voz—. Le han hecho todas las pruebas posibles y no le han encontrado nada. Creen que es un virus.

Se hundió en la silla, secándose aquellos lagrimones con las manos.

—¿Sabes qué? —dijo Falcón—. Es hora de que vayamos a tomarnos una cerveza.

Se fueron los tres en coche al bar La Jota, y en su cavernoso frescor bebieron cerveza y comieron tiras de bacalao salado. Se les acercaron otros agentes e intentaron entablar conversación, pero no llegaron a nada. Los tres estaban demasiado tensos. Cuando dieron las ocho y media, el móvil de Falcón comenzó a vibrarle en el muslo. Se lo llevó al oído.

—Tenéis vía libre para detener a Ignacio Ortega por esos cargos —dijo Elvira—. Juan Romero ha sido nombrado juez de instrucción. Buena suerte.

Volvieron a Jefatura, pues Falcón quería hacer la detención llegando en coche patrulla y con las luces puestas, para que todos los vecinos de Ortega se enteraran.

Ferrera condujo y aparcaron delante de una gran casa del barrio de El Porvenir que, tal como había descrito Sebastián, tenía los pilares de la verja rematados por leones de cemento.

Ferrera se quedó en el coche. Ramírez tocó el timbre, que, igual que el de Vega, sonaba como el carillón de una catedral. Ortega fue a abrir. Le enseñaron las credenciales de policías. Ortega miró detrás de ellos, el coche patrulla aparcado, con las luces intermitentes puestas.

—Nos gustaría entrar un momento —dijo Ramírez—. A no ser que prefiera que lo hagamos en medio de la calle.

Entraron en la casa, en la que no se notaba el molesto ambiente gélido habitual del aire acondicionado muy fuerte, pero donde se estaba muy a gusto.

—Este aire acondicionado… —comenzó a decir Ramírez.

—Esto no es aire acondicionado, inspector —dijo Ortega—. Esto es lo último en sistema de control del clima.

—Entonces en su estudio debería estar lloviendo, señor Ortega.

—¿Puedo ofrecerle una copa, inspector? —preguntó Ortega, perplejo.

—Creo que no —dijo Ramírez—, no estaremos mucho rato.

—¿Usted, inspector? ¿Un malta? Tengo Laphroaig.

Falcón parpadeó al oír esas palabras. Era uno de los whiskies favoritos de Francisco Falcón. Todavía había mucho en su casa, que nadie bebía. Sus gustos no eran tan eclécticos. Negó con la cabeza.

—¿Les importa si bebo solo? —preguntó Ortega.

—Está en su casa —dijo Ramírez—. Por nosotros no se ande con cumplidos.

Ortega se sirvió un whisky barato sobre unos cubitos. Levantó el vaso hacia los policías. Les gustaba verlo nervioso. Cogió un grueso mando a distancia con el que controlaba el clima de la casa y comenzó a explicarle sus complejidades a Ramírez, que lo interrumpió.

—Somos malos perdedores, señor Ortega —dijo.

—¿Perdón? —dijo Ortega.

—Somos muy malos perdedores —insistió Ramírez—. No nos gusta ver que todo nuestro trabajo bien hecho se va al garete.

—Lo entiendo —dijo Ortega, disimulando su nerviosismo ante la presencia agresiva e intimidadora de Ramírez.

—¿Qué es lo que entiende, señor Ortega? —preguntó Falcón.

—Que su trabajo a veces debe de ser muy frustrante.

—¿Y por qué iba a pensar eso? —preguntó Falcón.

Después de captar el tono de los policías y encontrarlo desagradable, Ortega también se había puesto antipático. Los miró como si fueran patéticos especímenes de la humanidad… gente que daba pena.

—El sistema judicial no está en mis manos —dijo—. No soy yo quien decide qué casos van a los tribunales y cuáles no.

Ramírez le quitó a Ortega el mando a distancia de las manos, miró aquella cantidad de botones y lo arrojó al sofá.

—¿Qué me dice de esos dos niños que encontramos enterrados en la finca cercana a Almonaster la Real? —dijo Ramírez—. ¿Qué me dice de ellos?

Falcón se quedó aterrado al ver una leve sonrisa asomando a la cara de Ortega.

Ahora sabía de qué iba todo eso. Ahora sabía que estaba a salvo. Ahora iba a pasárselo bien.

—¿Qué pasa con ellos? —preguntó Ortega en tono suave.

—¿Cómo murieron, señor Ortega? —dijo Ramírez—. Sabemos que no podemos tocarle por ese motivo pero, como ya le he dicho, somos malos perdedores, y nos gustaría que nos lo contara.

—No sé de qué me habla, inspector.

—Nos imaginamos lo que pasó —dijo Falcón—. Pero nos gustaría que nos confirmara cómo y cuándo murieron, y quién los enterró.

—Sin trampas —dijo Ramírez, enseñándole las manos abiertas—. Con usted no hay trampa que valga, ¿verdad, señor Ortega?

—Me gustaría que se fueran ahora, si son tan amables —dijo Ortega, y les dio la espalda.

—Nos iremos en cuanto nos haya dicho lo que queremos oír.

—No tienen ningún derecho a irrumpir aquí…

—Usted nos ha invitado a entrar, señor Ortega —dijo Falcón.

—Vaya a quejarse a sus amigos importantes cuando nos hayamos ido —dijo Ramírez—. A lo mejor puede hacer que nos degraden, nos suspendan sin paga, nos echen del cuerpo… con todos esos contactos que tiene.

—Fuera —dijo Ortega con un gruñido hostil.

—Díganos cómo y cuándo murieron —dijo Falcón.

—No nos iremos hasta que lo haga —dijo Ramírez, en tono jovial.

—Se suicidaron —dijo Ortega.

—¿Cómo?

—El chico estranguló a la niña y luego se cortó las venas con un trozo de cristal.

—¿Cuándo?

—Hace ocho meses.

—Que fue cuando el inspector Montes comenzó a beber más de lo que ya lo hacía —dijo Ramírez.

—¿Quién los enterró?

—Enviaron a alguien que se encargara.

—Imagino que saben cavar buenas zanjas —dijo Ramírez—. Esos campesinos rusos. ¿Cuándo fue la última vez que usted cavó un agujero?

Ramírez estaba a menos de un palmo de Ortega. Le agarró la mano. Era fofa. Lo miró a la cara.

—Ya me lo imaginaba. No tiene conciencia… pero a lo mejor eso cambiará con el tiempo —dijo Ramírez.

—Ya les he dicho lo que querían saber —dijo Ortega—. Es hora de que se vayan.

—Ya nos vamos —dijo Falcón.

Ramírez sacó unas esposas del bolsillo y colocó una alrededor de la mano de Ortega que tenía cogida. Falcón le quitó el whisky de la otra. Ramírez le juntó ambas a la espalda y le dio unos golpecitos.

—Los dos estáis acabados —dijo Ortega—. Lo sabéis.

—Está detenido —dijo Falcón— por los repetidos abusos sexuales cometidos contra su hijo, Salvador Ortega, y su sobrino, Sebastián Ortega…

Cuando Falcón estaba a mitad de la frase, la sonrisa de Ortega desapareció.

—¿De verdad cree que un heroinómano y alguien que ha sido condenado por abusar de un menor tienen la menor oportunidad de meterme a mí en la cárcel? —preguntó Ortega.

—Las cosas han cambiado —dijo Falcón, mientras Ramírez ponía una de sus manazas sobre la cabeza de Ortega—. El motivo por el que queríamos que tuviera muy presentes en su cabeza al niño y la niña de la finca era para que supiera que le habían alcanzado unas manos desaparecidas.