Miércoles, 31 de julio de 2002
La extraña siesta dejó a Falcón curiosamente descansado, pero con el cerebro colocado incómodamente en la cabeza, como un bebé en mala posición en el vientre de la madre. Los acontecimientos de la mañana pasaron por su cabeza lentos como la neblina de un río. Había sido todo tan desastroso que un positivismo histérico asoló ligeramente su cabeza. Se sentó al borde de la cama, negando con la cabeza, en busca de algo que le hiciera reír, y se le ocurrió una idea que lo impulsó hacia la ducha, donde cobró forma, aclarándole la mente.
Fue en coche hasta San Bernardo, dando golpecitos en el volante de vez en cuando, pensando que lo suyo con Consuelo aún no había acabado. Ella no iba a desaparecer de su vida tan fácilmente. Aún se podía hablar, podría convencerla.
Subió hasta el despacho de Carlos Vázquez y se vio en el espejo del ascensor: le poseía una determinación irracional.
—Me gustaría hablar con los rusos —dijo Falcón, entrando en el despacho de Vázquez—. ¿Cree que podría arreglarlo?
—Lo dudo.
—¿Por qué?
—No creo que tengan nada que decirle… Es usted el inspector jefe del Grupo de Homicidios.
—Invítelos a venir… por algo relacionado con los proyectos… y yo me apuntaré a la reunión.
—No creo que eso sea posible.
—Camélelos, señor Vázquez.
—Construcciones Vega ya no tiene nada que ver con sus proyectos —dijo Vázquez—. No tienen ninguna razón para venir a verme. Han vendido los edificios.
—¿Que los han vendido?
—Eran suyos y podían venderlos.
—¿Y no cree, señor Vázquez, que, dadas las complicadas relaciones de su difunto cliente, habría sido sensato informarnos?
—Me dijeron que no informara a nadie a excepción de la tercera persona implicada en la venta.
—¿Y no cree que merecíamos que se nos notificara?
—En circunstancias normales, se lo habría dicho —dijo Vázquez, entrelazando las manos, los nudillos blancos.
—¿Y qué tienen de anormales estas circunstancias?
Vázquez abrió un cajón de su escritorio y sacó un sobre.
—Las navidades pasadas les compré un perro a mis hijos —dijo Vázquez—. Un cachorro. Se lo llevaron de vacaciones a la costa con ellos. A finales de la semana pasada me llamaron para decirme que el perro había desaparecido. No dejaban de llorar. El lunes por la mañana recibí un paquete remitido desde Marbella que contenía una pata del perro y este sobre.
Falcón sacó el contenido: una foto de la familia Vázquez, sentados en la playa, felices. En el reverso estaba escrito: «Ellos son los siguientes».
—¿Cree que entienden de psicología, inspector?
Falcón condujo hasta Jefatura. Se le ocurrió que desde el domingo no había habido más amenazas de los rusos, y ahora sabía por qué. Ya habían conseguido lo que pretendían. Habían dejado de participar en los proyectos de Vega, y la investigación de Falcón había acabado oficialmente. Y la acción más delictiva de los rusos había sido asesinar a un cachorro.
Ramírez y Ferrera estaban sentados en la oficina, mudos.
—¿Qué pasa? —dijo Falcón—. ¿No deberíais estar en el laboratorio, con Felipe y Jorge?
—Les han dicho que trabajen a puerta cerrada y sólo le comuniquen lo que descubran al comisario Elvira —contestó Ramírez.
—¿Y la hoja de afeitar que les entregué?
—No les dejan hablar de nada con nosotros.
—¿Y los incendiarios?
—Siguen con nosotros —dijo Ramírez—. No sabemos por cuánto tiempo. En tu ausencia llamé a Elvira para preguntarle si podíamos hacerles redactar sus declaraciones. Me dijo que no hiciéramos nada. Y en eso soy un experto. Así que aquí estamos. Con los putos brazos cruzados.
—¿Alguna llamada?
—Lobo quiere verte. Y Alicia Aguado quiere saber si esta tarde vas a poder llevarla a la cárcel.
—Esto aún no ha acabado, José Luis.
Falcón cogió el ascensor hasta el despacho de Lobo, en el piso superior. Llamó a Alicia Aguado y le dijo que pasaría a recogerla. Lobo, que estaba más calmado, no le hizo esperar. Se sentaron y se quedaron mirándose como si entre los dos hubieran trazado una estrategia de batalla que hubiera acabado en desastre, con miles de muertos.
—El trabajo de investigación que han hecho usted y su brigada ha sido excelente —dijo Lobo, y a Falcón el halago le pareció mala señal.
—¿Eso cree? —preguntó Falcón—. Para mí ha sido un extraordinario catálogo de fracasos. No hay vestigio del asesino pero sí un paisaje sembrado de cadáveres.
—Ha desmantelado una importante red de pedófilos.
—No me parece que la haya desmantelado precisamente yo. Ignacio Ortega me ha llevado siempre la delantera, como lo demuestra el hecho de que no tenga nada contra él, aparte de la instalación de los aparatos de aire acondicionado de la finca, y el difunto Alberto Montes ha estado poniéndome la zancadilla con todo lo que ha hecho. Ahora Ortega se ríe en mi cara y los rusos siguen sueltos, libres como pájaros, y continúan con su tráfico de niños y adultos como mercancía sexual.
—Ignacio Ortega está acabado. Es un hombre marcado. Nadie volverá a acercársele.
—Aplausos —dijo Falcón—. Sigue viviendo en una casa cómoda, dirigiendo su próspero negocio. Pasará unos años cabizbajo y luego, debido a la naturaleza de su particular obsesión, volverá. Esa clase de personas tienen una compulsión por profanar la inocencia, y no es menos fuerte que la de los asesinos en serie para sentir cómo un cuerpo sano lucha por su vida entre sus manos. Y no hace falta que le diga, comisario, que Ignacio Ortega no es más que un eslabón que hemos conseguido cortar temporalmente. El gran monstruo, la mafia rusa, sigue ahí fuera, extendiendo sus tentáculos por toda Europa. A pesar de lo que le diga la sección de relaciones públicas de su mente, éste es uno de nuestros fracasos más sonoros. Y es un fracaso que ha sido perpetrado por la mismísima administración que se supone debería apoyarnos.
—También podría decirle que cogimos a la esposa de Montes retirando de un almacén una caja que contenía ciento ochenta mil euros —dijo Lobo—. Por los interrogatorios que hemos hecho hasta ahora, pensamos que actuaba solo.
—Más aplausos —dijo Falcón—. ¿Qué le vamos a decir a la atónita población de Almonaster la Real de esos dos cadáveres, del niño y la niña que se encontraron muertos en la finca? ¿Qué va a pasarles a los cuatro hombres de la cinta? ¿Qué va a pasarles a los otros niños…?
—Felipe y Jorge elaborarán un informe completo de lo que descubran —contestó Lobo metódicamente—, y eso formará parte, junto con todos los demás aspectos de su investigación, de un dossier que el comisario Elvira me presentará. Ya estamos llevando una investigación interna dentro de Jefatura. Hemos identificado al cuarto hombre de la cinta. Todo está documentado.
—Y ese informe, ¿se leerá en el Parlamento andaluz?
Silencio.
—Y esa gente, ¿comparecerá ante un tribunal?
—La razón por la que tenemos una sociedad organizada, y no una anarquía caótica, es que la gente cree en nuestras instituciones —dijo Lobo—. Cuando Franco murió en 1975, ¿qué pasó con todas sus instituciones? ¿Qué pasó con la Guardia Civil? No puedes hacerlas pedazos y tirarlas a la basura, por la sencilla razón de que ellos son quienes saben llevar las cosas. ¿Qué haces, entonces? Limitas sus poderes, controlas a quienes reclutan, cambias la institución desde dentro. Por eso la gente cree en nosotros. Por eso ya no nos tienen miedo. Por eso la Guardia Civil ya no actúa como una policía secreta.
—Eso dígaselo a Virgilio Guzmán —dijo Falcón—. La cuestión es que en este caso nadie va a comparecer ante la justicia, no porque no lo merezca, sino porque nuestra institución tiene trapos sucios, y la administración que nos controla lo utiliza, porque los suyos están aún más sucios.
—Todos son hombres marcados —dijo Lobo—. Ya lo verá… perderán su poder, anularán los contratos que tengan con ellos, perderán su posición social… sufrirán.
—Quizá no alcancen sus ambiciones, y eso será su pequeña tragedia —dijo Falcón—, pero seguirán en libertad, y ésa será la nuestra.
—Así que cree que deberíamos sacarlo todo a la luz, revelar la corrupción que hay dentro de…
—Sí —dijo Falcón—. Y volver a empezar.
—Tantos años como policía, y no ha aprendido nada de la naturaleza humana —dijo Lobo—. ¿Cuánto tardará la mafia rusa en empezar a trabajarse a la siguiente generación?
—Sólo le digo lo que pienso, comisario, eso es todo —dijo Falcón, sintiendo otra vez debilidad en los brazos.
—¿Sabe, Javier?, esto no es algo que sólo pase en España —dijo Lobo—. Pasa en todo el mundo. Acabamos de tener a la CIA en nuestra puerta, ¿y qué han hecho?
»Preservar sus instituciones. Mantener la dignidad del cargo de presidente de Estados Unidos y del secretario de Estado.
—¿Eso es lo que le ha dicho el cónsul?
—Con esas palabras —contestó Lobo.
—¿Así que no ha visto la «constancia escrita» que según Flowers probaba la inocencia de Krugman?
—El cónsul me ha confirmado que existía.
—¡Qué confianza en los poderes institucionales! —exclamó Falcón—. No ha visto esa constancia escrita porque no existe. Flowers le dio a Krugman una coartada porque probablemente fue decisión suya acabar con la incertidumbre de los secretos que podría guardar Vega: el hombre se había vuelto demasiado inestable, y por consiguiente demasiado imprevisible. Creo que Krugman lo mató cuando Flowers le reveló la verdadera identidad de Vega y, guardemos un minuto de silencio por la olvidada Lucía, creo que también mató a su esposa, totalmente inocente.
—No puedo poner en entredicho la integridad del cónsul estadounidense en su cara, Javier —dijo Lobo, irritado.
—Ya lo sé, comisario. Soy iluso respecto al funcionamiento del poder, pero no soy un completo novato. Sin embargo, cada vez que pasa algo así… y recordemos el desliz financiero de su predecesor, que fue quien lo nombró para el cargo que ahora ostenta… cada vez que pasa algo así, parte de esa porquería se me queda pegada. Y froto y froto, pero la mancha nunca acaba de irse. Empiezo a pensar que tendré que ponerme traje otra vez, sólo para tener la ilusión de que el bien aún puede triunfar.
—Necesitamos hombres como usted y el inspector Ramírez, Javier —dijo Lobo—. No le quepa ninguna duda.
—¿De verdad? No estoy tan seguro. Las herramientas del bien, comparadas con las del mal, son patéticas y previsibles —dijo Falcón—. Si fuéramos de esas personas corruptas que conocen perfectamente la suciedad incrustada tras tantos años trabajando en esas instituciones manchadas, quizás aprenderíamos algo. Todo ese conocimiento de primera mano de las fuerzas de las tinieblas no debería desaprovecharse.
—Esa sí es una senda peligrosa en la que adentrarse —dijo Lobo.
Cuando llegó a la oficina, Ramírez y Ferrera levantaron la mirada en busca de un resquicio de esperanza. Falcón se quedó delante de ellos y abrió las manos para mostrar que estaban vacías. Entró en su despacho. Había un pedacito de papel encima de su escritorio, y supo que era la traducción de la inscripción encontrada en la finca. La cogió con las dos manos e hizo acopio de valor para leerla.
«Lo siento, mamá, pero no puedo seguir haciendo esto».
Salió de la oficina sin decir una palabra y fue a buscar a Alicia Aguado. Se sentía bien con ella. Alicia estaba feliz, y esperaba con impaciencia su siguiente sesión con Sebastián. Estaba contenta con los progresos del muchacho. La muerte de Pablo lo había liberado de su pasado, y en pocos días había revelado cosas que normalmente Alicia habría tardado meses en sacarle.
Cuando llegaron a la celda de observación, fue evidente que Sebastián se alegraba de verla. El chico se sentó y descubrió la muñeca, impaciente. Falcón apenas pudo concentrarse en lo que decían. La conversación con Lobo aún le rondaba por la cabeza, y formaba una triple hélice con Ignacio Ortega y los rusos. Todas las rutas de contacto con los rusos estaban cortadas: Vega, Montes y Krugman estaban muertos, y Vázquez paralizado de miedo. La única senda era la más incierta de todas, la de Ignacio Ortega, y ahí era donde se encontraban los tres ramales de su triple hélice: las últimas palabras que Lobo le había dicho.
Parte de la intensidad que se vivía en la celda de observación consiguió llegar hasta él, y por un momento se concentró en el diálogo.
—¿Cuántos años tenías? —preguntó Aguado.
—Quince. No fue una época fácil. Tenía problemas en la escuela. Mi vida familiar se veía constantemente alterada. Era infeliz.
—Cuéntame cómo salió todo a la luz.
—Íbamos en coche a Huelva. Mi padre tenía que actuar en una obra de teatro, y luego íbamos a seguir hasta Tavira, en Portugal, y pasar el fin de semana en la playa.
—¿Por qué elegiste ese momento?
—No lo elegí. Me enfadé con él. Me enfadé con él porque me dijo que su hermano era una persona maravillosa. Tan considerado. Tan servicial. Mi padre era incapaz de llevar sus finanzas, e Ignacio lo ayudaba constantemente. También le enviaba electricistas y fontaneros a la casa para hacer reparaciones. Incluso le cambió la instalación eléctrica gratis. Eso no era nada para Ignacio. No le costaba nada. Lo cargaba a su empresa. Pero mi padre lo consideraba un gran hombre por hacerle todo eso. No veía lo que su hermano pretendía. No veía lo mucho que su hermano lo odiaba, lo mucho que lo despreciaba por su fama y su talento. Así que en uno de esos momentos en los que Pablo le sacaba brillo a la dorada imagen de su hermano, se lo conté.
—¿Recuerdas las palabras exactas?
—Lo recuerdo todo tal como pasó —dijo Sebastián—. Le dije: «¿Sabes?, cuando te ibas de gira y me dejabas con tu hermano…» y mi padre se volvió hacia mí y me sonrió, y su cara estaba llena de amor por lo que estaba a punto de oír: otra cosa maravillosa de Ignacio. Fue tan patético que estuve a punto de no poder contárselo, pero mi ira pudo más y se lo dije bien claro. Le dije: «… él abusaba sexualmente de mí todas las noches». Perdió el control del coche, que se salió de la carretera. Acabamos en la cuneta. Comenzó a pegarme, a abofetearme en la cabeza y en la cara, de modo que bajé la ventanilla y salté a la cuneta. Él me persiguió, abriendo con gran esfuerzo su portezuela, como quien sale de un tanque.
»Con mi padre nunca sabías cuándo estaba actuando. Podía estar furioso, darse la vuelta y mostrarse cariñoso. Pero aquella tarde su rabia era auténtica. Me atrapó en el campo que había junto a la carretera. Me agarró por el pelo y me zarandeó. Me abofeteó en la cara y en la cabeza, con la palma y el dorso de sus manazas, hasta que fui un muñeco de trapo. Acercó mi cara a la suya y vi su sudor y sus dientes y sus labios tensos y blancos, y me llegó el olor de su aliento mientras me obligaba a tragarme mis palabras. Me obligó a decirle que le había mentido. Me hizo implorarle perdón. Y cuando lo hice, me perdonó y dijo que nunca volviéramos a hablar de ese día. Y así fue. Después de ese día, nunca volvimos a tener una conversación de verdad.
—¿Crees que se lo mencionó a Ignacio?
—Estoy seguro de que no. Yo lo habría sabido. Ignacio me habría buscado y asustado para que guardara silencio.
Estuvieron unos momentos en silencio. Alicia sopesó en su mente la enorme importancia de ese día. Falcón estaba sentado fuera, recordando el sueño que Pablo le había contado, y que posteriormente se había derrumbado en el césped. Pudo ver los pensamientos de Alicia en sus ojos ciegos y temblorosos. ¿Era ése el momento adecuado? ¿Cuál debía ser la siguiente pregunta? ¿Qué pregunta desvelaría la lógica que había detrás del acto extremo de Sebastián?
—En los últimos días, ¿has pensado por qué tu padre se mató? —preguntó Alicia.
—Sí. He pensado mucho en la nota que me escribió —dijo Sebastián—. A mi padre le encantaban las palabras. Le encantaba hablar y escribir. Le gustaba su propia voz. Tenía tendencia a la verbosidad. Pero en esa carta se limitó a una línea.
Silencio. A Sebastián le temblaba la cabeza.
—Y para ti, ¿qué significaba esa línea?
—Significa que me creía.
—¿Y por qué crees que llegó a esa conclusión?
—Antes de que me condenaran, mi padre había llegado a un punto de su vida en el que pensaba que siempre tenía razón. No sé si era porque se creía muy brillante o por los sicofantas que lo rodeaban. Pero jamás pensaba que pudiera equivocarse, o cometer un error… Hasta que me detuvieron. En cuanto me internaron aquí me negué a verlo, de modo que no estoy seguro, pero creo que fue entonces cuando las dudas comenzaron a asaltarle.
—Tuvo que dejar el barrio —dijo Alicia—. Le hicieron el vacío.
—En el barrio no lo apreciaban mucho. Él pensaba que todo el mundo lo quería con la misma veneración que le mostraba su público, pero jamás se preocupó por ninguno individualmente. Estaban ahí para mayor gloria de Pablo Ortega.
—Eso debió de darle motivo para dudar.
—Eso y el hecho de que ya casi no trabajaba motivaron que viviera cada vez más dentro de su mente. Y, como sé muy bien, cuando te pasa eso te encuentras con todo tipo de dudas y miedos, que con la soledad se hacen más grandes. Probablemente también habló con Salvador. Mi padre no era mala persona. Se compadeció de Salvador y le dio dinero para comprar droga. Dudo que Salvador se lo hubiera dicho directamente, por la fuerte personalidad de mi padre y el miedo que le tenía a Ignacio, pero en cuanto surgieron dudas en su mente, es posible que comenzara a comprender algunas cosas. Y cuando esas cosas se sumaron a sus dudas, es posible que encontrara la respuesta a esa horrible ecuación que había en su cabeza, y que era la suma de todos sus miedos. Para él debió de ser algo demoledor.
—Pero ¿no te parece una acción increíblemente drástica por tu parte… hacer que te metieran aquí?
—¿No pensará que fue sólo para llamar la atención de mi padre, verdad?
—No sé por qué lo hiciste, Sebastián.
Sebastián apartó la muñeca de la mano de Alicia y se tapó la cabeza con las manos. Estuvo meciéndose en la silla durante varios minutos.
—A lo mejor ya hemos tenido bastante por hoy —dijo Alicia, buscándole el hombro.
Él se calmó y se soltó. Volvió a acercarle la muñeca.
—Tenía miedo de lo que estaba creciendo en mi mente —dijo.
—Seguiremos con esto mañana —dijo Alicia.
—No, me gustaría sacarme esto de dentro —aseguró, acercando los dedos de Alicia a su muñeca—. Leí en alguna parte… No podía evitar leer esas cosas. Los periódicos están llenos de historias de abusos de menores, y mis ojos se fijaban en todas las historias porque sabía que tenían que ver conmigo. Leía cosas que me creaban dudas, y comencé a encontrar un rincón de mí mismo en el que ya no podía confiar. A partir de ahí fue creciendo, hasta que en mi mente se convirtió en una certeza. Era sólo una cuestión de tiempo antes de… antes de…
—Creo que esto es demasiado por hoy, Sebastián —dijo Alicia—. Estás forzando la mente demasiado.
—Por favor, déjeme contarle esto —suplicó Sebastián—. Sólo esto.
—¿Qué sacabas de esas historias? —dijo Alicia—. Sólo dime eso.
—Sí, sí, ése fue el principio —dijo Sebastián—. Lo que vi en esas historias que tenía que ver conmigo era que… todos los que habían sufrido abusos acababan abusando de otros. La primera vez que lo leí no me pareció posible… que yo pudiera acabar mostrando esa misma mirada maliciosa que tío Ignacio ponía cuando se sentaba en mi cama por la noche. Pero cuando estás solo, la duda crea más duda, y realmente comencé a pensar que era algo que podía llegar a pasarme. Que no podría controlarlo. Ya había descubierto que me gustaban los niños, y que yo les caía bien.
»Me encantaba compartir su inocencia. Me encantaba estar con ellos en su mundo de inconsciencia. Ni horrores pasados, ni preocupaciones futuras, sólo el maravilloso e inmediato presente. Y con el tiempo la idea de que acabaría haciendo algo atroz se hizo más grande, y vivía con un miedo constante. Y un día ya no pude soportarlo más y me dije que lo haría, sin más. De todos modos, cuando llegó el momento… no pude, pero ya daba igual, porque el miedo que había dentro de mí era enorme. Dejé que Manolo se fuera, y mientras esperaba a que llegara la policía me descubrí rezando para que me metieran en una celda y tiraran la llave.
—Pero no pudiste hacerlo, Sebastián —dijo Alicia—. No lo hiciste.
—Eso no era lo que me decía mi miedo. Mi miedo me decía que acabaría haciéndolo.
—¿Y qué sentiste cuando te enfrentaste a la realidad de tu intención?
—Sólo sentí repugnancia. Sentí que hacer eso era algo muy malo, antinatural y cruel.
Falcón dejó a Alicia en la calle Vidrio y siguió hasta su casa. Se fue a su estudio con una botella y un vaso lleno de hielo. Después del día que había tenido, el whisky le supo bien. Se sentó con los pies encima de la mesa, pensando en el hombre que había sido hacía sólo doce horas. No estaba deprimido, cosa que le sorprendió. Se sentía extrañamente fuerte, lúcido y decidido, y se dio cuenta de que la cólera era lo que le sostenía. Quería recuperar a Consuelo y enterrar a Ignacio Ortega.
Virgilio Guzmán llegó puntual, a las diez. Falcón le sirvió un whisky y se sentaron en el estudio. Tras el arrebato de la mañana, creía que Guzmán llegaría empeñado en desvelar aquella maniobra de encubrimiento que se había olido en Jefatura, pero parecía más interesado en hablar de sus vacaciones en Mallorca, que se iba a tomar una semana después.
—¿Qué ha pasado con el insobornable periodista que esta mañana salió hecho una furia de mi despacho? —preguntó Falcón.
—Drogas —dijo Guzmán—. La razón por la que dejé Madrid fue para venirme aquí y llevar una vida más relajada. Me llega el hedor de esa historia y me pongo como loco. Mi presión arterial se pone por las nubes. Ahora estoy tomando tranquilizantes y, ¿sabes?, la vida es bastante más bonita cuando te llega filtrada.
—¿Significa eso que dejas la historia?
—Órdenes del médico.
Se sentaron en silencio mientras Falcón decidía poner a prueba la veracidad de sus palabras.
—¿Alguien ha hablado contigo, Virgilio?
—Ésta es una comunidad muy cerrada —dijo Guzmán—. El periódico no va a publicarlo a no ser que alguien lo destape primero. ¿Y sabes una cosa, Javier? Me importa una mierda. Eso es lo que te hace la droga.
—¿Qué te parecería darme un consejo, como observador imparcial?
—No me hagas beber demasiado whisky —dijo Guzmán—. No se mezcla bien con los tranquilizantes.
Falcón le contó todo lo que habían descubierto: la finca de Montes, los cadáveres de la sierra, los incendiarios, la cinta: la original y la copia que tenía arriba. Guzmán escuchó y asintió sin interrumpir, como si se enterara de cosas como ésas todos los días.
—¿Qué quieres sacar de todo esto? —dijo Guzmán—. ¿Cuál es tu exigencia mínima?
—Meter a Ignacio Ortega en la cárcel por mucho tiempo.
—Comprensible. Parece un individuo bastante apestoso.
—¿Crees que soy un poco estrecho de miras? —preguntó Falcón—. ¿Debería enfrentarme a nuestras sacrosantas instituciones?
—Es el whisky quien te hace hablar —dijo Guzmán—. No tienes la menor oportunidad. Concéntrate en Ortega.
—Al parecer sus conexiones lo protegen muy bien.
—Entonces, ¿cómo debilitas esa protección para llegar hasta él?
—No lo sé.
—Ésa es tu preparación. Estás entrenado para pensar dentro de los límites de la ley —dijo Guzmán, dejando en la mesa su vaso de whisky vacío—. Me voy antes de que sea demasiado tarde.
—¿No tienes nada que decirme?
—No estaría bien que yo te dijera nada. No quiero esa responsabilidad. La respuesta está delante de ti, pero no quiero ser el que te caliente la cabeza.