Miércoles, 31 de julio de 2002
De vuelta a Jefatura, Falcón se detuvo a tomar un café solo en la avenida de la República Argentina. Se sentía adormilado y alicaído, como todos los demás clientes del bar. El calor había desecado la alegría natural de los sevillanos, que se habían convertido en una versión introvertida de sí mismos que erraba por las calles y poblaba los bares.
En el despacho no había señal de Ferrera ni de Ramírez. Cogió las cintas de las entrevistas con los incendiarios y la cinta de vídeo original de la finca de Montes y subió al despacho de Elvira. Se encontró con Ramírez, que bajaba.
—He vuelto a hablar con los incendiarios y les he preguntado cómo conocieron a Montes —dijo Ramírez—. Hace veinte años, Montes dirigía un equipo de fútbol juvenil para niños desfavorecidos. Los dos estaban en su equipo. Lo he comprobado con el inspector del GRUME y he leído atentamente sus fichas. Montes los ayudaba en todos sus roces con la ley.
—¿Sabían que Montes se había suicidado?
Ramírez negó con la cabeza y le deseó buena suerte con Elvira.
No le permitieron entrar a ver al comisario, ni siquiera pudo pasar a la oficina de la secretaria, que tuvo esperándolo en el pasillo con una sola palabra por explicación: Lobo.
Diez minutos después lo hicieron entrar. Lobo miraba por la ventana, los brazos cruzados sobre el pecho, tenso, furioso. Elvira estaba sentado a su mesa, ojeroso, como si llevaba allí toda la noche.
—¿Qué tiene para nosotros? —preguntó Lobo, saltándose la cadena de mando de tan furioso como estaba.
—Dos cintas con el interrogatorio de los incendiarios…
—¿Han mencionado a Ignacio Ortega?
—No, han mencionado a Alberto Montes.
Lobo pegó tres demoledores puñetazos sobre la mesa de Elvira, e hizo saltar los lápices, que se desparramaron.
—¿Qué más? —dijo Lobo.
—Una cinta de vídeo con imágenes de una cámara oculta en la finca, que muestran a cuatro adultos participando en actos sexuales con menores.
—¿Conocemos a alguno?
—Hay un abogado y un presentador de televisión.
—Joder —dijo Lobo.
—Ramírez ha identificado a uno de los otros dos. Es un empresario de su barrio. El cuarto es un desconocido.
—¿Quién conoce la existencia de esa cinta?
—Ramírez y yo.
—Pues que siga así —dijo Lobo, con un tono brutal de rabia.
—¿Qué me dice de los incendiarios? —preguntó Elvira.
—No creo que sepan lo que robaron.
—O sea, que el único vínculo entre Ignacio Ortega y la finca de Montes es que Ortega instaló los aparatos de aire acondicionado —dijo Elvira—. No tiene ninguna prueba de que consiguiera niños de los rusos para prostituirlos en la finca. Y no tiene ninguna prueba de que llevara clientes a la finca para participar en actos sexuales con menores.
—Correcto —dijo Falcón, sabiendo que la cosa había salido mal incluso antes de empezar—. La única manera de probar que llevaba clientes a la finca es hablar con los hombres que aparecen en la cinta.
—¿Hay algo en el vídeo que demuestre que las imágenes proceden de la finca de Montes? —preguntó Lobo.
—Es difícil decirlo, ahora que el edificio ha sido completamente devorado por el fuego.
—¿Tiene algún informe de lo que han averiguado Felipe y Jorge?
—Todavía no. Probablemente han pasado la noche en la sierra. Cuando yo me fui, a las siete de la tarde, aún estaban trabajando. Los técnicos del laboratorio deben de estar analizando la primera remesa de pruebas. Espero que encuentren alguna huella…
—Ayer por la noche le llamé —dijo Lobo.
—Tenía el móvil apagado —se disculpó Falcón—. Estaba trabajando en mi otro caso… el de Rafael Vega.
—¿Algún progreso?
Falcón le informó de su encuentro con Mark Flowers.
—Creo que debería tener una reunión con el cónsul estadounidense para hablar del tema —dijo Lobo.
—¿En qué situación deja eso su investigación? —preguntó Elvira.
—El juez Calderón me dio cuarenta y ocho horas —dijo Falcón—. Mi tiempo se ha acabado. No tengo ningún sospechoso y, a no ser que aparezca Serguei, el jardinero, no tengo testigos ni pistas.
—¿Qué me dice de la llave de la caja de seguridad que encontró en casa de Vega? —preguntó Elvira.
—Pertenece a una caja de Banesto a nombre de Emilio Cruz. El juez Calderón todavía no ha tenido tiempo de extender la orden de registro.
—Manténganos informado cuando lo haga —dijo Elvira.
—A lo mejor tiene que conformarse con el hecho de que Rafael Vega era un malvado que se castigó a sí mismo o recibió lo que se merecía —dijo Lobo.
—Supongo que el juez Calderón cerrará el caso cuando lo vea esta mañana —dijo Falcón—. Por lo que se refiere a la relación de Ignacio Ortega con la finca, tenemos una última oportunidad: los dos cadáveres que se encontraron enterrados.
—¿Alguna idea de lo que pasó?
—En el rincón de una celda, junto a la cama, encontré una inscripción garabateada en caracteres cirílicos. La están traduciendo. Sospecho que tiene algo que ver con la enorme mancha que hay en mitad del suelo, que no vi hasta que se llevaron todos los muebles. Es probable que la mancha sea de sangre. Me llevé una muestra de cemento para que la analizaran. En el colchón de la misma habitación encontré un cristal.
»Supongo que había otro cristal que utilizaron los ocupantes de la celda para cortarse las venas. Sospecho que esos dos cadáveres se suicidaron. En la escena del crimen apareció un juez de instrucción de la zona. Sugiero que se nombre un juez de instrucción para que supervise el caso en Sevilla, pues es aquí donde van a analizarse las pruebas y donde esperamos condenar a Ignacio Ortega.
—En este momento, eso se está tratando con el juez decano de Sevilla —dijo Elvira—. ¿Qué piensa hacer ahora, inspector?
—Lo más normal sería inculpar a Ignacio Ortega interrogando a uno o más individuos de los que aparecen en la cinta de vídeo. Una vez quede probado que es la figura central de una red de pedófilos, podemos acusarlo y avanzar en la dirección de los mafiosos rusos: Vladimir Ivanov y Mijail Zelenov —dijo Falcón—. Me doy cuenta de que el último elemento de esta fea ecuación puede ser el más difícil de cumplir.
Los rasgos demacrados de Elvira se apartaron de la intensidad de la mirada de Falcón. Los dos acabaron mirando la tez color comino de la furiosa cara de Lobo.
—Por el momento, inspector —dijo Lobo—, a la luz de lo que acaba de decirnos acerca de la implicación de nuestro inspector jefe en este caso, voy a tener que pedirle que no haga ni diga nada.
En medio del silencio que siguió a esa petición, que implicaba admitir algo muy serio, las preguntas comenzaron a amontonarse en la mente de Falcón. Fue incapaz de formular ninguna. Dijo buenos días y se acercó al escritorio a recoger las cintas.
—Mejor deje esto aquí —dijo Lobo.
Falcón retiró la mano como si un lobo hubiera intentado morderle.
Abajo, en su oficina, Ramírez estaba sentado con los pies en la mesa, fumando. Se llevó un dedo a los labios, señaló con la cabeza a la puerta de al lado y, en silencio, articuló las palabras «Virgilio Guzmán».
—Ahora no puedo hablar contigo, Virgilio —dijo Falcón, acercándose a la espalda de Guzmán y sentándose en su silla.
—¿De qué no puedes hablar?
—De nada.
—¿Qué me dices de Alfonso Martínez y Enrique Altozano?
—Uno está en Cuidados Intensivos y el otro ha desaparecido.
—Enrique Altozano reapareció milagrosamente esta mañana —dijo Guzmán—. ¿No te parece que es como si alguien le hubiera dicho que no hay moros en la costa?
—A una mente especulativa le puede parecer cualquier cosa.
—Muy bien —dijo Guzmán—. ¿Te hablo de Miguel Velasco?
—Ya sé quién es.
—¿Qué sabes?
—Que estuvo en el ejército chileno…
—Eso es un poco vago.
—¿Va a ayudarme saber algo más?
—Te contaré su historia resumida y tú decides —dijo Guzmán—. Nació en 1944, hijo de un carnicero de Santiago. Fue alumno de la Universidad Católica y miembro de Patria y Libertad. Su madre murió en 1967 de un ataque al corazón. Ingresó en el ejército chileno en 1969. Después del golpe militar fue trasladado a la fuerza que acabaría convirtiéndose en la DINA en junio de 1974. Su padre, al que no le gustaba la política de Allende, pero tampoco estaba de acuerdo con el golpe de Pinochet, desapareció en octubre de 1973 y jamás se le volvió a ver. Mientras Velasco estuvo en la DINA, pasó a ser uno de los principales interrogadores de Villa Grimaldi, e íntimo amigo personal del jefe de la DINA, el coronel Manuel Contreras.
—Esa nota que tenía en la mano cuando murió, he oído que era una inscripción de la pared de una celda de Villa Grimaldi —dijo Falcón—. También me contaron que en el MIR se le conocía como El Perverso.
—A lo mejor no has oído hablar de su actividad en la Venda Sexy —dijo Guzmán—. Era el nombre de un centro de torturas situado en el 3037 de la calle Irán, en el barrio de Quilú, en Santiago de Chile. También se le conocía como La Discoteca, porque día y noche se oía desde fuera una música muy fuerte. Antes de que Miguel Velasco fuera trasladado a Villa Grimaldi, concibió las técnicas que practicó allí.
»Obligaba a miembros de la misma familia a contemplar y participar en actos sexuales tabúes, como el incesto y la pedofilia. A veces animaba a sus colegas torturadores a participar.
—Eso explica algunas cosas… o, mejor dicho, no las explica, pero…
—Dime.
—Acaba la biografía, Virgilio.
—Era un destacado interrogador, y de Villa Grimaldi fue trasladado a una de las células activas de la «Operación Cóndor», especializada en secuestros, interrogatorios y asesinatos en el extranjero. En 1978 fue trasladado a la embajada chilena en Estocolmo, donde dirigió operaciones encubiertas contra la comunidad expatriada chilena. Regresó al ejército a finales de 1979, y se cree que recibió adiestramiento de la CIA antes de desarrollar un lucrativo negocio de «drogas por armas». Esa transacción fue denunciada en 1981, y hubo un juicio en el que él actuó de testigo para la acusación. En 1982 entró en un programa de protección de testigos, del que desapareció casi inmediatamente.
—¿Estocolmo?
—El primer ministro sueco, Olof Palme, nunca se calló lo mucho que le disgustaba el régimen de Pinochet. En los días posteriores al 11 de septiembre, el embajador sueco en Santiago, Harald Edelstam, recorrió la capital ofreciendo asilo a cualquiera que se estuviera resistiendo al golpe, así que Estocolmo se convirtió en un centro del movimiento anti-Pinochet. Allí se instaló una célula de la DINA/CNI para llevar a cabo operaciones de tráfico de drogas en Europa y espiar a los expatriados chilenos.
—Interesante… pero nada de todo eso me sirve de ayuda —dijo Falcón—. El caso está a punto de cerrarse.
—Percibo cierta decepción, Javier.
—Puedes percibir lo que quieras, Virgilio, pero no tengo nada que hablar contigo.
—La gente me considera un plasta, porque muchas de mis frases comienzan con un «Cuando trabajaba en la historia de los escuadrones de la muerte…» —dijo Guzmán.
Ramírez, desde su oficina, emitió un gruñido que significaba que estaba de acuerdo.
—Debiste de aprender mucho…
—Durante aquella investigación, siempre conseguía aparecer en los despachos en el momento crucial —dijo Guzmán—. Llámalo espíritu de la época o conexión con el inconsciente colectivo. ¿Crees en toda esa mierda, Javier?
—Sí.
—No haces más que decir monosílabos, Javier. Es uno de los primeros signos.
—¿De qué?
—De que no he perdido mi sentido de la oportunidad —dijo Guzmán—. ¿Qué crees que es el inconsciente colectivo?
—No estoy de humor, Virgilio.
—¿Dónde he oído eso antes?
—En tu cama —gritó Ramírez desde su oficina.
—Inténtalo, Javier.
—Aquí no vas a salirte con la tuya —dijo Falcón, entregándole una nota con su dirección y las palabras «10 de la noche» escritas.
—¿Sabes por qué me fui de Madrid? —dijo Guzmán, sin hacer caso de la nota—. Me echaron. Si le preguntas a la gente, te dirán que había comenzado a vivir en una sala de espejos, que ya no distinguía lo real de lo falso, que estaba paranoico. Pero la realidad es que me empujaron porque me había vuelto un fanático. Y fue porque en las historias con que me encontraba siempre había algo que me hacía retorcerme de rabia. No podía controlarlo. Me había convertido en lo peor que se puede ser: un periodista emocional.
—En la Policía no podemos ser así… o todos comenzaríamos a derrumbarnos.
—Es una enfermedad incurable —dijo Guzmán—. Ahora lo sé, porque cuando leí lo que Velasco hacía en la Venda Sexy, sentí esa misma vena encendida de rabia. Eso es lo que hacía a los seres humanos. No sólo los torturaba, sino que los llenaba de su propia repugnante corrupción. Y a continuación me encuentro pensando en que eso era Pinochet. Eso era lo que Pinochet pensaba de los seres humanos. ¿Y por qué estaba en el poder? Porque Nixon y Kissinger lo querían allí. Preferían tener a alguien que promoviera los electrodos en los genitales, la violación y el abuso de menores a… ¿a qué? A un marxista rechoncho y con gafas que iba a hacerles la vida difícil a los ricos. Ahora entiendes mi problema, Javier. Me he convertido en lo que mis jefes me llamaban: mi peor enemigo. No se te permite tener sentimientos, sólo informar de hechos. Pero ya ves, es en ese sentimiento donde reside mi instinto, y no me ha fallado, porque sé que la rabia que sentí cuando me enteré de la especialidad de Miguel Velasco me ha traído aquí esta mañana. Y me ha traído aquí porque quiere que mi nariz esté en la puerta cuando se cierre para taparlo todo.
Guzmán cogió la nota, echó la silla hacia atrás y salió furioso.
Ramírez apareció en la puerta, mirando la estela de humo dejada por Guzmán en su oficina.
—Va a acabar perjudicándose si sigue así —dijo Ramírez—. ¿Tiene razón?
—¿Has visto que volviera con algo? —preguntó Falcón, abriendo las manos para que viera que no tenía ninguna cinta.
—Lobo es un buen hombre —dijo Ramírez, señalándolo con un dedo grande—. No nos decepcionará.
—Lobo es un buen hombre en un puesto distinto al nuestro —dijo Falcón—. No te conviertes en jefe superior de la Policía de Sevilla a no ser que la gente quiera que lo seas. Está recibiendo presiones políticas y tiene su propia casa hecha un desastre por culpa de Alberto Montes.
—¿Qué me dices de los cadáveres de esos dos críos en la sierra de Aracena? Los han visto. Todo el mundo sabe que existen. Nadie puede ocultar algo así.
—Si fueran chavales del pueblo, claro que no. Pero ¿quiénes son? —dijo Falcón—. Llevan un año muertos. La única prueba utilizable de que disponemos la hemos sacado de la casa y es una cinta de vídeo y, como señaló Lobo, ni siquiera podemos probar que lo que allí se ve ocurriera en la finca de Montes. Nuestra única oportunidad sería que nos permitieran interrogar a la gente que aparece en la cinta.
Ramírez se acercó a la ventana y apoyó las manos en el cristal.
—Primero tuvimos que escuchar la historia de Nadia Kouzmijeva sin poder hacer nada. ¿Y ahora también tenemos que presenciar cómo estos cabrones salen indemnes?
—No hay nada probado.
—Tenemos la cinta —dijo Ramírez.
—Después de lo que Montes ha hecho, hemos de ir con mucho cuidado con la cinta —dijo Falcón—. Con eso no podemos obrar a la ligera. Y ahora tengo que salir.
—¿Adónde vas?
—A hacer algo que espero que me haga sentir mejor conmigo mismo.
Mientras salía de la oficina se topó con Cristina Ferrera, que había ido a ver a la traductora rusa por lo de la inscripción de la finca.
—Déjalo en mi mesa —dijo Falcón—. Ahora no soportaría leerlo.
Falcón cogió el coche, cruzó el río y siguió por la calle Torneo. Cuando la carretera se desvió del río hacia La Macarena, giró a la derecha y se metió en La Alameda.
Aparcó y recorrió la calle Jesús del Gran Poder. Era el antiguo barrio de Pablo Ortega. Buscaba una casa de la calle Lumbreras, donde vivían los padres de Manolo López, la víctima en el caso de Sebastián Ortega. No había llamado antes porque no creía que los padres recibieran con los brazos abiertos esa nueva intrusión, sobre todo teniendo en cuenta lo que había oído de los problemas de salud del padre.
Mientras llegaba hasta la casa donde vivían los padres del chico le salieron al paso los olores a aceite de oliva y ajo procedentes de las cocinas. Era una pequeña casa de pisos que hubiera agradecido unas reformas y una mano de pintura. Llamó al timbre.
Contestó la señora López, que miró fijamente su credencial de policía. No quería dejarle entrar, pero le faltaba aplomo para decirle que los dejara en paz. El apartamento era pequeño, mal ventilado y muy caluroso. La señora López se sentó a una mesa, con tapete de encaje y un jarrón de flores de plástico, y fue a buscar a su marido. En la habitación abundaba la devoción mariana: las vírgenes colgaban de las paredes, ocupaban rincones en las estanterías y bendecían pilas de revistas. Una vela ardía en una hornacina.
La señora López guio a su marido al interior de la sala como si el hombre fuera una vaca renga que necesitara que la ordeñaran. Parecía tener cuarenta y tantos, pero como su paso era muy vacilante, parecía mucho mayor. Su mujer lo sentó en una silla. Uno de los brazos le colgaba inerte a un lado. Cogió la credencial de Falcón con mano temblorosa.
—¿Homicidios? —preguntó.
—No en esta ocasión —dijo Falcón—. Quería hablarles del secuestro de su hijo.
—No puedo hablar de eso —dijo el hombre, y de inmediato comenzó a levantarse.
Su esposa lo ayudó a salir de la sala. Falcón observó el complicado proceso en un estado de creciente desolación.
—No puede hablar de eso —dijo la señora López al volver—. No ha sido el mismo desde… desde…
—¿Desde que Manolo desapareció?
—No, no… fue luego. Después del juicio perdió su trabajo. Sus piernas comenzaron a hacer cosas raras, sentía hormigueos. Su paso se volvió vacilante. Una mano comenzó a temblarle, la otra pareció dejar de moverse. Ahora no hace nada en todo el día. Va de la sala al dormitorio, y al revés… eso es todo.
—Pero Manolo está bien, ¿no?
—Está bien. Es como si nunca hubiera ocurrido. Está de vacaciones… de acampada con sus sobrinos y primos.
—¿Así que tiene otros hijos mayores?
—Tuve un hijo y una hija a los dieciocho y diecinueve años, y veintidós años después apareció Manolo.
—¿Manolo reaccionó de alguna manera a lo que le pasó?
—No exactamente a lo que le pasó a él —dijo la señora López—. Siempre ha sido un niño feliz. Le afectó mucho más lo que le pasó a Sebastián Ortega. Le cuesta imaginárselo en la cárcel.
—Entonces, ¿qué es lo que ha estado preocupando a su marido? —preguntó Falcón—. Se diría que es él quien ha reaccionado mal.
—Es incapaz de hablar de ello —dijo la señora López—. Tiene que ver con lo que le ocurrió a Manolo, pero no consigo que me diga lo que es.
—¿Está avergonzado? No es una reacción inusual.
—¿De Manolo? Él dice que no.
—¿Le importaría que hablara un momento a solas con él?
—No conseguirá nada.
—Tengo una nueva información que podría ayudarlo —insistió Falcón.
—La última puerta del pasillo a la izquierda —dijo la señora López.
El señor López estaba echado en una cama de madera oscura, bajo un crucifijo. Un ventilador de techo apenas importunaba el aire espeso y estadizo. Tenía los ojos cerrados. Una mano temblorosa descansaba sobre el vientre. La otra seguía inerte a un lado. Falcón le tocó el hombro. Sus ojos se abrieron mucho, revelando una mente asustada.
—Todo lo que tiene que hacer es escucharme —dijo Falcón—. No pretendo juzgar a nadie. He venido para aclarar las cosas, eso es todo.
El señor López parpadeó una vez, como en un lenguaje de signos inventado.
—Las investigaciones son una cosa rara —dijo Falcón—. Emprendemos un viaje para averiguar qué pasó, sólo para encontrar que por el camino pasan más cosas. Las investigaciones tienen vida propia. Creemos que las llevamos nosotros, pero a veces son ellas quienes nos llevan. Cuando me enteré de lo que había hecho Sebastián Ortega, no tenía nada que ver con la investigación que tenía entre manos, pero me fascinó. Me fascinó porque, en casos como ése, es muy poco habitual que a la víctima se le permita escapar y llevar a la Policía hasta donde se halla el autor del delito, y menos que éste esté esperando a que lo detengan. ¿Entiende lo que le digo, señor López?
El hombre volvió a parpadear. Falcón le habló de la Jefatura, de las historias que circulaban y de lo que, según se contaba, había ocurrido en realidad en el caso de Manolo. La petición de una declaración más contundente para que ayudara a la fiscalía no era algo que se saliera de lo corriente. Que Sebastián no se defendiera de esa declaración más contundente era algo que nadie esperaba, y había tenido como consecuencia una sentencia mucho más severa de lo que el delito merecía.
—No tengo ni idea de qué le pasa por la cabeza, señor López. Todo lo que sé es que, sin que sea culpa suya, y quizá debido a los problemas mentales de Sebastián, la justicia ha obrado con una severidad innecesaria. He venido a decirle que, si lo desea, puede ayudar a equilibrar la balanza. Todo lo que tiene que hacer es llamarme. Si no tengo noticias suyas, no volverá a verme.
Falcón depositó su tarjeta sobre la mesita. El señor López siguió echado en la cama, con la mirada fija en el lento ventilador. Al salir, Falcón se despidió de la señora López, que lo acompañó hasta la puerta.
—Pablo Ortega me contó que tuvo que irse del barrio porque nadie le dirigía la palabra, y que no le servían ni en los bares ni en las tiendas —dijo Falcón ya en el descansillo—. ¿Por qué, señora López?
La señora López pareció nerviosa y avergonzada; comenzó a mover las manos, a alisarse la ropa. Se deslizó tras la puerta y cerró sin contestar a la pregunta.
Bajo la luz cegadora del sol de la calle, Falcón recibió una llamada del juez Calderón, que quería verlo por el caso Vega. Antes de meterse en el coche, entró en un bar de La Alameda y pidió un café solo. Enseñó su credencial de policía y le hizo al barman la misma pregunta que le había hecho a la señora López. El barman era un hombre mayor, que tenía pinta de haber visto muchas cosas en su condición de propietario de un bar en la punta más sórdida de La Alameda.
—Todos conocíamos a Sebastián —dijo—, y lo apreciábamos. Era un buen chico hasta que… hizo algo malo. Cuando hizo lo que hizo, la gente comenzó a comentar que los que abusan de menores normalmente sufrieron abusos cuando eran niños.
»Todo el mundo sacó sus conclusiones, y no ayudó que nadie le tuviera mucho aprecio a Pablo Ortega. Era un gilipollas arrogante que creía que el mundo entero lo adoraba.
El sudor de Falcón se enfrió rápidamente mientras esperaba sentado en el despacho de Calderón a que el juez regresara de otra reunión. Cuando el juez se sentó, quedó claro que lo que le había preocupado en días anteriores se había disipado. Había recuperado su sólida personalidad habitual. Su seguridad en sí mismo volvía a acompañarlo.
Falcón le dijo que había acabado con el caso Vega, que había averiguado todo lo que había que saber, excepto quién lo había matado. Le hizo a Calderón un informe resumido de lo que Mark Flowers y Virgilio Guzmán le habían contado.
—¿Has comprobado esa «constancia escrita» de la presencia de Marty Krugman en el consulado estadounidense la noche en que murió el señor Vega?
—El comisario Lobo va a tratar el asunto personalmente con el cónsul estadounidense —dijo Falcón—. No creo que me informen de si existe o no esa constancia escrita.
—¿Crees que Marty Krugman mató a Rafael Vega?
—Sí —contestó Falcón—. Y a pesar de que el lunes por la noche su esposa lo negara, creo que ella lo indujo a matar a Reza Sangari.
—De no haber matado a Reza Sangari, ¿crees que habría sido capaz de matar a Rafael Vega?
—No creo que le hubiera cogido gusto, pero no hay duda de que le excitaba el poder que sintió en la primera experiencia —dijo Falcón—. Y cuando averiguó quién era realmente Vega, bien porque lo dedujo o porque se lo contó Mark Flowers, sintió que tenía poder para volver a hacerlo. Creo que mató a Sangari por razones pasionales y a Vega por razones intelectuales.
—¿Y la señora Vega?
—Ése era el problema. Como Krugman sabía que Mario estaba en casa de la señora Jiménez, no tenía por qué preocuparse del muchacho. También sabía que Lucía Vega no se despertaba con facilidad. Él y Rafael habían mantenido largas discusiones en casa de los Vega, y nunca la habían molestado, pero lo que no sabía era que ella tomaba dos pastillas para dormir todas las noches para quedarse grogui, la segunda cerca de las tres de la mañana. Así que probablemente ella bajó las escaleras cuando Rafael estaba agonizando, vio aquel horror y subió corriendo a su dormitorio, perseguida por Krugman. Por eso tenía la mandíbula rota. Se puso a chillar y él le dio un puñetazo. Entonces también tuvo que matarla, lo que explicaría por qué Krugman se mostró tan inestable desde el principio.
—¿Y todas esas amenazas de los rusos?
—Quizá sólo intentaban desanimarnos para que no investigáramos con profundidad y descubriéramos todo su montaje de blanqueo de dinero.
—¿Eso es todo? —preguntó Calderón—. Un poco chapucero, ¿no te parece?
—Son gente chapucera —dijo Falcón.
—Estás deprimido, Javier.
«Y tú no», pensó Falcón, pero dijo:
—He fracasado en el caso Vega. Fui incapaz de evitar que los Krugman murieran ante mis propios ojos y… sí, mi psicóloga me dice que es malo utilizar el verbo «fracasar» en primera persona del singular, así que me callaré.
—He oído ruidos sospechosos —dijo Calderón.
—Es hora de comer.
—Ruido de terremoto procedente de Jefatura —dijo Calderón—. Rodarán cabezas. Algunos se quedarán sin empleo. Adiós a la pensión.
—¿Porque Montes se tiró por la ventana?
—Eso fue sólo el principio —dijo Calderón, volviendo a disfrutar de la intriga del momento—. ¿Qué me dices de Martínez y Altozano?
Falcón se encogió de hombros. Que Calderón averiguara por sí mismo por qué los rusos eran de verdad amenazantes.
—Sabes algo, ¿verdad, Javier?
—Tú también —dijo Falcón, extrañamente irritado por el tono familiar.
—Sé que esta mañana el juez decano y el fiscal jefe tuvieron una reunión de una hora a puerta cerrada, y no son dos personas que encuentres a menudo en el mismo edificio ni en la misma habitación.
—Esos ruidos que has oído son el sonido de los poderes que nos controlan cerrando filas —dijo Falcón.
—Cuéntame —dijo Calderón.
—Hoy somos nosotros los ciegos, los sordos y los mudos, Esteban —dijo Falcón mientras se levantaba—. Aún me gustaría que me extendieras esa orden para registrar la caja de seguridad de Vega. Al menos satisfaríamos nuestra curiosidad.
—Esta tarde te la tendré preparada —dijo Calderón, mirando su reloj y acercándose a la puerta—. Bajaré contigo. Inés y yo tenemos que hacer algunas compras.
Bajaron las escaleras y cruzaron la cueva de osos de la justicia, donde la gente le hacía la pelota al joven juez. De nuevo estaba en su elemento. Los horrores se disipaban en el horizonte. Pasaron ante el control de seguridad. Inés estaba al otro lado. Falcón la saludó con un beso. Ella rodeó con un brazo la espalda de Calderón y él la atrajo hacia sí y la besó en la frente. Inés se despidió de Falcón moviendo los dedos de una mano antes de darse la vuelta con un leve golpe de talón de sus zapatos de tacón alto y una sonrisa grande y feliz que le dirigió por encima del hombro. El pelo le ondeaba sobre la espalda como en un anuncio de champú.
Falcón los vio marcharse e intentó imaginarse lo que había pasado entre ellos desde aquella fatídica noche del lunes. Y con la pregunta llegó la respuesta: nada. Se habían aferrado el uno al otro en el terror de su posible soledad, habían metido la cabeza bajo el ala y se habían lanzado con los brazos abiertos a su vida de antes. ¿Era ése el hombre del que Isabel Cano decía que iba a la caza de la diferencia? ¿Era ésa la mujer cuyo visto bueno Falcón había buscado tan desesperadamente? Los vio alejarse hacia la ciudad y una vida de pequeñas y dolorosas destrucciones.
Llamó Consuelo para quedar para comer. La encontró igual que la noche anterior, distante y preocupada. Quedaron en que se verían en casa de Falcón y que él cocinaría. De camino a su casa, Falcón compró comida en El Corte Inglés. Cocinar le despejó la cabeza. Cortó cebollas y las pochó a fuego lento en aceite de oliva. Hirvió patatas y vertió jerez oloroso sobre la cebolla y lo dejó reducir. Limpió y sazonó el atún y preparó una ensalada. Preparó las gambas con rodajas de limón y mahonesa.
Bebió manzanilla helada y se sentó en el patio a esperar a Consuelo.
Ella llegó a las dos en punto, y en cuanto entró, Falcón supo que algo pasaba.
Estaba callada, reconcentrada. Falcón ya había visto eso en otras mujeres, la sensación de que no van a decir nada hasta que el aire se purifique. La boca de Consuelo no reaccionó ante su beso. Su cuerpo mantenía las distancias. Sentía cómo le crecía en el estómago la plomada del amante al que están a punto de decirle algo muy amablemente. Falcón la llevó a la cocina como si fueran dos condenados y ésa su última cena.
Comieron las gambas y bebieron manzanilla mientras Falcón la informaba que el caso Vega estaba oficialmente cerrado. Se levantó para freír las rodajas de atún.
Volvió a calentar la salsa de jerez y la vertió sobre el pescado. Se sentó con la sartén entre ambos hasta que ya no pudo soportarlo más.
—Ya te has cansado de mí —dijo Falcón, sirviéndole el atún.
—Todo lo contrario —dijo ella.
—¿Es por mi profesión? Sé que has venido a decirme algo, porque ya me lo han dicho antes.
—Tienes razón, pero no es porque esté cansada de ti —aclaró Consuelo.
—¿Es por lo que pasó el domingo? Lo entiendo. Sé lo importantes que son tus hijos para ti. Debería haber…
—He aprendido a reconocer lo que quiero —dijo Consuelo, negando con la cabeza—. Me ha llevado una vida, pero he aprendido esa valiosa lección.
—Poca gente lo consigue —dijo Falcón, sirviéndose una rodaja de atún, que en ese momento, en su plato, parecía banal.
—Antes era una romántica. Estás hablando con una mujer que una vez se enamoró de un duque, ¿recuerdas? Incluso cuando acabé aquí, seguí albergando ilusiones románticas. Pero cuando tuve hijos comprendí que no tenía por qué seguir engañándome. Me dieron todo el amor, el verdadero e incondicional, que necesitaba, y yo se lo devolví con creces. Tuve una aventura para satisfacer mis necesidades físicas. Lo conociste. Ese idiota de Basilio Lucena, y entendiste la relación que mantuvimos. No era amor. Era algo mucho menos complicado y manejable.
—No tienes por qué suavizar el golpe —dijo Falcón—. Puedes decir simplemente: «No quiero verte más».
—Es la primera vez en mi vida que soy honesta con un hombre —declaró ella, mirándolo fijamente a los ojos.
—Pensaba que nuestra relación era algo bueno. A mí me gustaba —dijo Falcón, la emoción creciendo en su garganta—. Por primera vez en la vida, me parecía totalmente perfecta.
—Es algo bueno, pero no lo que quiero ahora.
—¿Quieres dedicarte a tus hijos?
—Eso por una parte —dijo Consuelo—. Y por otra es por mí. Ahora nuestra relación es algo bueno, pero cambiará. Y no quiero la intensidad, las complicaciones, la responsabilidad… Pero sobre todo, y éste es un defecto mío, no deseo tener que enfrentarme diariamente con mis flaquezas.
—¿Tus flaquezas?
—Tengo flaquezas. Nadie las ve, pero están ahí. Y ésa es mi mayor flaqueza. Tú lo sabes todo de mí, incluso cosas terribles, porque nuestra relación comenzó en el terrible terreno de una investigación por asesinato. Pero no sabes esto: estoy perdidamente enamorada y no lo soporto.
—¿Cómo lo sabes, si tus amores anteriores habían sido sólo una ilusión?
—Porque ya ha empezado —dijo Consuelo.
Se levantó, el atún intacto, la salsa solidificándose en el plato. Rodeó la mesa y se acercó a Falcón. Él intentó decir algo. Disuadirla. Ella le puso los dedos en los labios.
Con una mano le abarcó la cara, le pasó la otra por el pelo y lo besó. Falcón sintió la humedad de sus lágrimas. Ella se apartó, le apretó el hombro una vez y se marchó.
La puerta se cerró de un golpe. Falcón miró su plato. No había nada que pudiera atravesar lo que se le estaba formando en la garganta. Tiró el atún a la basura, miró la mancha marrón que quedaba en el plato y a continuación lo lanzó contra la pared.