Capítulo 28

Martes, 30 de julio de 2002

Cristina Ferrera estaba sentada a su mesa en el despacho, los pies rodeando las patas de la silla, mirando las dos copias en papel de las fotos de Marty Krugman junto al río. Giró las dos copias en A4 para que Falcón les echara un vistazo.

En la primera se veía a Marty a la izquierda del encuadre, sentado en un banco junto al río. No era el motivo central. Ni Marty ni Falcón conocían al hombre que estaba sentado a su lado.

—La segunda es una ampliación de lo que se ve al fondo de una foto más grande —dijo Ferrera.

En ésa Marty Krugman estaba girado hacia un lado en el banco, y hablaba con un hombre que Falcón identificó inmediatamente como Mark Flowers.

—¿Esto lo has sacado del disco duro? —preguntó Falcón—. ¿No hay negativos?

Ferrera le entregó un cede en su caja.

—Maddy Krugman utilizaba dos cámaras. Si veía algo que creía que le gustaba, utilizaba película de treinta y cinco milímetros. Si sólo sacaba instantáneas de gente, generalmente usaba una cámara digital. El único registro que hay de estas fotos está en este cede y en su portátil.

—Entiendo que todo esto ha sido un trabajo arduo y aburrido.

—Sé que habría sido mejor tener negativos —dijo Ferrera.

—Con esto basta —dijo Falcón—. Nada de todo esto acabará ante un tribunal.

¿Dónde está el inspector Ramírez?

—Está abajo, preparando las salas de interrogatorios —respondió Ferrera—. Está muy nervioso. Ha encontrado algo en el apartamento de los incendiarios.

—Quiero que lleves esto al laboratorio —dijo Falcón, entregándole la hoja de afeitar que había encontrado en la finca—. Hay pelos en la hoja. Sé que es una posibilidad muy remota, pero quiero que saquen una muestra de ADN y lo comparen con el de Rafael Vega.

—Por cierto, el portátil de la señora Krugman está en la sala de pruebas —dijo Ferrera—, pero todo lo demás está en la casa.

—¿Qué me dices de las llaves?

Estaban encima de la mesa, y Ferrera las empujó hacia él.

—Otra cosa —dijo Falcón, entregándole el papel con las letras en cirílico—. ¿Te acuerdas de la traductora rusa que utilizamos con Nadia Kouzmijeva? Pídele que te traduzca esto. Con que esté mañana me basta.

Ramírez estaba sentado en la sala de interrogatorios número 4, con los codos en las rodillas y la cabeza gacha. De los dedos de la mano derecha salía humo de cigarrillo. No se movió cuando Falcón entró en la sala. No se movió hasta que Falcón le tocó el hombro. Se incorporó lentamente, como si le doliera.

—¿Cuál es el problema, José Luis?

—He estado viendo una cinta.

—¿Qué cinta?

—He cambiado de opinión acerca de los incendiarios. Eran tontos del culo. Entraron en la casa con mentalidad de raterillos, y antes de quemar la finca robaron una tele y un vídeo. Y dentro del vídeo…

—… había una cinta —dijo Falcón, sin poder ocultar su nerviosismo.

—Y era lo que yo pensaba: pornografía infantil. Lo que no esperaba era reconocer a uno de los participantes.

—¿No estaba Montes?

—No, no… gracias a Dios. Eso habría sido demasiado horrible. Era un tipo del barrio. ¿Te acuerdas de que te hablé de uno al que le había ido muy bien, pero que nunca tenía bastante? Siempre volvía para decirnos lo rico e importante que era… nos lo restregaba por las narices. Es el cabrón que sale en la cinta.

—¿Así que en la cinta hay grabado lo que pasaba en la finca?

—Eso creo, pero no he pasado del primer minuto. Me dio náuseas.

—Tendremos que contárselo a Elvira —dijo Falcón—. Pero ¿hay alguna manera de hacer una copia antes de mandarla arriba?

Ramírez le lanzó una mirada dura y prolongada.

—No me digas lo que creo que vas a decirme —dijo.

—Elvira está de nuestro lado.

—Seguro —dijo Ramírez—. Hasta que alguien empiece a retorcerle las pelotas.

—Por eso quiero la copia… porque ya están retorciéndoselas. Sólo que por el momento con guante de seda.

—Espera —dijo Ramírez—. Cuando se enteren de que existe esta cinta, sobre todo si en ella aparece alguien importante, se las estrujarán con un guante de hierro.

Ramírez tamborileó con los pies en el suelo de la sala de interrogatorios.

—¿Quién sabe que tienes la cinta?

—Nadie. El televisor y el vídeo estaban en casa de los incendiarios, nada más entrar. Sólo cuando los traje aquí se me ocurrió mirar si en el vídeo había cinta.

—Bien. Entonces sacamos una copia, entregamos el original y a ver qué pasa.

—¿Sabes copiar cintas de vídeo?

—Sé que necesitamos dos reproductores.

—Y no podemos hacerlo aquí —dijo Ramírez—. Y no podemos pedirle a nadie que nos explique cómo se hace con palabras sencillas y fáciles de comprender, o toda la Jefatura se enterará.

—Tú tienes un vídeo en casa, y yo también —dijo Falcón—. Que uno de tus hijos te explique cómo copiar una cinta, y luego traes tu aparato a casa. Allí estaremos más tranquilos.

Falcón preparó el vídeo para mostrarles a los interrogados lo que habían robado.

Ramírez le dio los detalles del vehículo, dónde se les había visto, una copia de la cinta de vídeo de circuito cerrado y el sombrero que llevaba uno de los incendiarios, llamado Carlos Delgado.

—¿Tenemos alguna foto de Ignacio Ortega para enseñarles? —preguntó Ramírez.

—Ninguna donde se le vea con claridad —contestó Falcón—. Pero conocerán su nombre y estarán demasiado asustados para pronunciarlo, estoy seguro. Llama a la puerta cuando tengas que usar la cinta.

—Gana el primero que consiga una confesión. El que pierda paga una cerveza —dijo Ramírez.

Trajeron a los dos incendiarios. Ramírez se quedó con Pedro Gómez. Falcón se sentó con Carlos Delgado e hizo las presentaciones de rigor ante la grabadora.

—¿Qué hiciste el sábado por la noche y el domingo por la mañana temprano, Carlos?

—Dormir.

—¿Estabas con tu amigo Pedro?

—Vivimos en el mismo apartamento.

—¿Estuvo contigo esa noche?

—Está en la sala de al lado, ¿por qué no le pregunta a él?

—¿Había alguien más?

Carlos negó con la cabeza. Falcón le enseñó una foto de la furgoneta.

—¿Es tuya?

Carlos bajó la mirada y asintió.

—¿Utilizaste este vehículo el sábado por la noche o el domingo por la mañana?

—Fuimos a ver a un tío de Pedro que vive en Castillo… el domingo por la mañana a eso de las once.

—¿Sabes quién utilizó tu vehículo el sábado por la noche y el domingo por la mañana?

—No.

—¿Este sombrero es tuyo?

—Sí —dijo Carlos. Luego, tras unos momentos—: ¿Qué queréis, tíos? Preguntáis por mi coche… mi sombrero. ¿De qué cono va todo esto?

—Estamos investigando un delito sexual muy grave.

—¿Un delito sexual? Nosotros no hemos cometido ningún delito sexual.

Falcón le pidió que se acercara a la pantalla del televisor mientras le pasaba la cinta del circuito cerrado de televisión de la estación de servicio. La pantalla mostró las grises imágenes de una furgoneta al llegar. Carlos salía de ella, llenaba los bidones e iba a pagar a la tienda. Falcón congeló la imagen.

—Esa furgoneta tiene la misma matrícula que la que está en la mesa, que has dicho que es tuya.

—No hemos cometido ningún delito sexual.

—Pero ¿es tu furgoneta?

—Sí.

—Y el que paga la gasolina, ¿eres tú?

—Soy yo, pero no…

—Muy bien. Eso es todo lo que quiero saber.

—¿De qué delito sexual está hablando? —preguntó Carlos—. ¿Alguien violó a la chica de la tienda?

—¿Qué hicisteis con los bidones después de llenarlos?

—Nos fuimos a casa.

—¿Directamente?

—Sí. Compramos la gasolina para el tío de Pedro.

—Pero ya habíais estado antes en la gasolinera, y en unas cuantas más, y en cada una llenasteis dos bidones. Y en las gasolineras que hay de camino al desvío de Aracena llenasteis unos cuantos más. ¿Para qué ibais allí?

Silencio.

—¿Por qué fuisteis a Almonaster la Real con toda esa gasolina en la furgoneta?

—No fuimos.

—No fuisteis —dijo Falcón—. ¿Sabes, Carlos?, provocar un incendio es un delito grave, pero no es sólo eso lo que nos interesa en este momento. Lo que queremos es meteros en la trena mucho tiempo por un delito sexual.

—Yo no he cometido ningún…

—Cuando os detuvieron en vuestro piso, el inspector Ramírez lo registró y encontró un televisor y un vídeo.

—No son nuestros.

—¿Qué hacían en vuestro piso con vuestras huellas?

—Eso no es nuestro.

—Ven conmigo.

—No quiero ir con usted.

—Sólo vamos a acercarnos a la televisión.

—No.

Falcón le acercó el televisor de un empujón. Quitó la cinta del circuito cerrado de televisión y puso otra. Subió el volumen y le dio al PLAY. El chillido que salió del televisor incluso le hizo dar un bote. Carlos Delgado tiró la silla al levantarse, agitó las manos delante de la pantalla y a continuación se agarró el pelo, tupido y rizado, como para no caerse.

—No, no, no. Basta. Esto no tiene nada que ver con nosotros —gritó.

—Estaba en tu casa.

—Apáguelo. Apáguelo, por favor.

Falcón paró la cinta. Carlos estaba muy afectado. Se sentaron.

—El abuso de menores es un delito muy grave —dijo Falcón—. La gente que es condenada por ese delito pasa mucho tiempo en la cárcel, y allí su vida es un infierno. La mayoría eligen estar en celdas de aislamiento durante toda la condena, que suele ser de siete a diez años.

—Robamos el televisor y el vídeo —dijo Carlos.

—¿Dónde?

Carlos se lo contó todo. Les habían pagado 1500 euros para comprar gasolina, les habían dado instrucciones y una llave de la finca. Incendiaron el lugar como les habían dicho, y cuando se iban robaron la tele y el vídeo. Eso fue todo. No tenían ni idea de lo que había. Sólo querían un poco de dinero extra vendiendo el equipo.

Falcón asintió, alentándole a darle más detalles que los exoneraran.

—¿Quién os pagó los mil quinientos euros? —preguntó.

—No sé cómo se llama.

—¿De qué lo conoces? ¿De qué te conoce? —preguntó Falcón—. No le pides que queme una casa al primero que pasa. Eso es algo serio, ¿verdad? Tiene que haber confianza. Y sólo confías en la gente que conoces.

Silencio de Carlos al tragar saliva.

—¿Le tienes miedo? —preguntó Falcón.

Carlos negó con la cabeza.

—¿Cuántos años tienes?

—Treinta y tres.

—Eres sevillano. ¿Nunca has vivido en otra parte?

—No.

—¿Sigues teniendo amigos de la infancia?

—Pedro. Pedro es el único.

—¿Sois de la misma edad?

Asintió, sin saber adónde quería llegar Falcón.

—¿Cuándo fue la última vez que viste a tu amigo de la infancia Salvador Ortega?

Carlos se quedó de piedra. Parpadeó, sin comprender.

—No conozco a nadie que se llame Salvador Ortega —dijo.

Falcón sintió que algo frío se le removía en el estómago.

—¿El hombre que te dio los mil quinientos euros para quemar la finca se llamaba Ignacio Ortega?

Carlos negó con la cabeza. Falcón lo miró fijamente a los ojos y supo que Carlos nunca había oído antes ese nombre, que no le inspiraba miedo, ni terror, ni espantosos recuerdos.

—Dime el nombre de la persona que te pagó para quemar la finca. Y claro, por favor.

—Alberto Montes.

Falcón salió de la sala y llamó a la puerta de Ramírez. Se apoyó en la pared del pasillo, sentía náuseas.

—¿Le tienes? —preguntó Ramírez, cerrando la puerta.

—Pero no he conseguido lo que quería —dijo Falcón—. Debería haberlo planeado mejor. He confiado demasiado en mi estúpido instinto. Sólo ha nombrado a Alberto Montes.

—Joder —dijo Ramírez, dando un puñetazo en la pared.

—Y ahora todo encaja —dijo Falcón—. Eso es precisamente lo que Montes había hecho. Se dejó llevar por el pánico, o la repugnancia que sentía por sí mismo pudo con él, o las dos cosas, y quiso librarse del problema. Quemar el lugar. Sólo que… toda la sierra se incendió, miles de hectáreas se destruyeron. Había vuelto a meter la pata. Por eso saltó. El día que vi a Ignacio Ortega supe que era un cabrón ladino y no lo pensé. Él se mueve en otro nivel. La razón por la que están presionándonos es que él le ha dicho a esa gente que nos presionen. Él nunca haría algo tan estúpido y tosco como provocar un incendio. Iría directamente al más importante de su lista de clientes y le diría que nos parara los pies o se atuviera a las consecuencias.

Enviaron a Carlos y Pedro de vuelta a las celdas sin redactar sus declaraciones.

Falcón cogió la cinta con la confesión de Carlos y se la guardó. Se llevó el portátil de Maddy Krugman de la sala de pruebas. Ramírez se fue a casa. Volvieron a encontrarse en casa de Falcón y copiaron la cinta. La imagen era muy mala, pero comprendieron que se había grabado con una cámara oculta en la pared de una habitación concreta. Aparecían cuatro clientes. El empresario del barrio de Ramírez, un conocido abogado, un presentador de televisión y un desconocido.

—Así es como hacen las cosas los rusos —dijo Ramírez, mientras lo recogían todo—. No sé por qué lo hacen. Yo no soy ni un abogado inteligente ni un empresario, pero no imagino ninguna excitación sexual que me indujera a exponerme a semejante riesgo.

—Esto no tiene nada que ver con el sexo —precisó Falcón—. Se trata de hacer daño. De que te hagan daño o de hacer daño a los demás. El sexo tiene muy poco que ver con lo que aparece en esta cinta.

—Lo que sea —dijo Ramírez, sirviendo otras dos cervezas—. Bueno, ya está. Ya hemos hecho una copia de la cinta. ¿Y ahora qué? Estamos jodidos, ¿verdad? Esto no va a ninguna parte. En cuanto se sepa que Montes pagó a los incendiarios, estaremos atados de pies y manos. Tenemos que mantener la boca cerrada o nos meterán por donde yo sé un enema de tachuelas.

—Elvira me echó un sermón sobre que en este caso no debíamos ser unos fanáticos de la justicia —dijo Falcón—. Las instituciones están protegidas por gente poderosa que quiere mantenerse en el poder y que se asegurarán de que yo no obtenga lo que quiero. Pero cuando ves algo así, y esa finca en la sierra, empiezas a comprender el nivel de corrupción que la hizo posible, y empiezo a pensar que quizá deberíamos hacer una buena limpieza y empezar de cero. Me he dado cuenta de que mi idea de las altas esferas es un tanto cándida.

—Bueno, ya sabes a quién incluirá eso, si quieres pasar la escoba —dijo Ramírez, dándose unos golpecitos en el pecho—. Mi pasado tampoco es muy limpio. Creo que cuando me confesé, el sacerdote envejeció diez años.

—¿De qué me hablas, José Luis? ¿De que unas putas te hicieron un par de favores?

—No es bueno —dijo Ramírez encogiéndose de hombros—. En este tipo de ambiente, no se libra nadie.

—Tú no eres de la misma calaña que esa gente.

—¿Y qué sabes tú de esa gente? —dijo Ramírez, mientras la cerveza caía en su estómago vacío—. Ese cabrón del barrio… tiene éxito, dinero, un par de casas, unas cuantas más en la costa, un yate, una fueraborda, más coches que pantalones, y sin embargo quiere más. Ya ves, llega un momento en que ya no puedes comer más langosta, ni beber más champán, ni follar con más chicas por dinero… y luego ¿qué?

—La emoción de la fruta prohibida —dijo Falcón—. Aunque a lo mejor yo también me he equivocado antes. A lo mejor a ese nivel ya no se trata de hacer daño. Quizás es más una cuestión de poder. El poder de hacer esas cosas con impunidad.

—Será mejor que me vaya. Ya veo adonde va a llevarnos esta charla —dijo Ramírez—. Pero te digo una cosa, cuando se enteren de la mierda en la que estaba metido Montes, van a meternos el miedo en el cuerpo.

—¿Has visto las fotos de Marty Krugman que encontró Cristina?

—No reconocí al tipo con el que hablaba.

—Se llama Mark Flowers —dijo Falcón—. Es funcionario de comunicaciones del consulado estadounidense.

—¡Ja! Así que Krugman no estaba tan loco.

—Probablemente haya una explicación razonable.

—Sí. Eran amantes —dijo Ramírez—. Buenas noches.

Desesperado por recibir alguna buena noticia, Falcón llamó a Alicia Aguado, y le alegró encontrarla eufórica tras su sesión con Sebastián Ortega. Habían dado un primer paso importante. Sebastián había revelado la magnitud de los abusos a los que lo había sometido Ignacio Ortega. A pesar del horror de lo que el muchacho había pasado, aquel avance la había hecho feliz: el proceso de curación había empezado. Falcón deseaba con todas sus fuerzas que su trabajo le proporcionara ese tipo de satisfacción. No obstante, en noches como ésa, con las flechas de la fortuna alzándose en el aire, su trabajo le parecía apenas poner parches a las averías, una tirita aplicada a los apestosos abscesos, grandes como calabazas, del cuerpo de la sociedad. Le deseó buenas noches y colgó.

Escondió el vídeo tras dos puertas cerradas con llave en el viejo estudio de Francisco. De nuevo en el suyo, recogió las llaves de la casa de los Krugman, el portátil, la foto de Mark Flowers y el revólver cargado. Fue en coche hasta Santa Clara y aparcó en la entrada de la casa de Consuelo. Entró para explicarle que esa noche tendría que trabajar y ella insistió en invitarlo a cenar. Consuelo no era la de siempre. Estaba apática, callada, distraída, incluso deprimida. Dijo que echaba de menos a sus hijos, que estaba preocupada por ellos aun cuando tuvieran protección policial, pero parecía haber algo más. A las 22:30, Falcón se dirigió a casa de los Krugman, entró, subió y colocó el portátil de Maddy de nuevo en su mesa de trabajo.

Fue al dormitorio, apagó el móvil, se estiró y echó alguna que otra cabezadita.

A las dos de la mañana se le abrieron los ojos al escuchar un agudo chasquido en el piso de abajo. Esperó y escuchó el completo silencio de un experto ladrón trabajando. No se oyó nada durante varios minutos. Entonces, en el pasillo, delante del dormitorio, apareció el haz de luz de una linterna. Era un ladrón de primera, metódico, no uno de esos vulgares y ruidosos que acaban defecando en el suelo. El ladrón entró en la habitación de trabajo de Maddy. Se oyó el ruido de una cremallera de nailon al abrirse en el momento en que el ladrón encendió el ordenador.

Incluso la respiración suena fuerte cuando un buen ladrón está trabajando. Pero mientras esperaba a que el ordenador arrancara, empleaba el tiempo en repasar los positivos. Falcón aprovechó el ruido para bajar de la cama, esperar a que se le despertara la mano derecha, sacar su revólver y recorrer el pasillo hacia la luz que se movía en el dormitorio.

—¿Buscas esto? —preguntó, mostrándole la pistola.

El ladrón levantó la mirada del portátil, cuya pantalla iluminó su irritación. Se incorporó en el taburete de trabajo de Maddy, puso las manos sobre la cabeza, de pelo casi al rape, con cara de aburrimiento.

—Tú no me interesas —dijo Falcón—. Me interesa lo que tienes que hacer cuando consigas lo que él quiere.

—Llamarle y encontrarnos junto al río.

—Llámale y dile que has tenido suerte —dijo Falcón—. Movimientos lentos.

El ladrón hizo la llamada, que le llevó diez segundos, pues sólo dijo una palabra:

«Romany». Bajaron al coche de Falcón y el ladrón condujo hasta la ciudad.

Aparcaron en Cristóbal Colón y bajaron las escaleras que llevaban al paseo al lado del río. Esperaron en la oscuridad. A los pocos minutos se acercaron unas pisadas.

Vieron a un hombre que miraba a un lado y a otro. Falcón se le acercó desde las sombras.

—¿Es esto lo que busca, señor Flowers? —dijo Falcón, entregándole la foto iluminada por su linterna de bolsillo.

Flowers asintió, estudiando la imagen.

—Creo que deberíamos sentarnos —dijo.

El ladrón se escapó escaleras arriba. Flowers le devolvió la foto. Sacó un pañuelo.

—Siento haberle infravalorado, inspector —dijo Flowers, secándose la frente y la cara—. Hace diez meses que estoy aquí, antes trabajaba en Madrid. Los madrileños tienen una imagen un tanto trillada de la mentalidad sevillana. Debería haber sido menos tosco con mis métodos.

—¿Hace diez meses?

—Desde el pasado septiembre nos interesamos más por nuestros amigos norteafricanos y la manera en que llegan a Europa.

—Por supuesto —dijo Falcón—. ¿Y cómo encaja Marty Krugman en todo eso?

—De ninguna manera —contestó Flowers—. El suicidio de Vega fue un asunto secundario, aunque nos asustamos al enterarnos de lo de su «nota de suicidio», hasta que averiguamos de dónde procedía.

—¿Qué era?

—Un estadounidense llamado Todd Kravitz lo escribió en la pared de una de las celdas del centro de tortura de Villa Grimaldi, en Santiago de Chile, donde pasó allí un mes en 1974 antes de «desaparecer». La inscripción completa dice: «Viviremos en el aire enrarecido que respiráis desde el 11/9 hasta el fin de los tiempos». Lo bastante poético como para que se le quedara en la memoria y volviera treinta años después para perseguirle.

—Le mencionó a su médico que tenía problemas de sonambulismo —dijo Falcón—, pero no que escribiera sin darse cuenta.

—Las presiones sobre una mente que no sabía que era culpable —dijo Flowers.

—Hablemos de Marty Krugman. ¿Por qué no empezamos con lo que hacía y para quién lo hacía?

—Me temo que resulta un poco violento hablar de eso.

—Esto no es Estados Unidos, señor Flowers. Yo no llevo ningún micrófono oculto. Mi único interés, como inspector jefe del Grupo de Homicidios, es saber quién asesinó a Rafael Vega y por qué.

—Tengo que tomar precauciones —dijo Flowers.

Falcón se puso en pie. Flowers lo cacheó expertamente y encontró la pistola de inmediato. Volvieron a sentarse.

—El asunto de Vega no era estrictamente una operación del Gobierno —dijo Flowers—. Era más un asunto de la Agencia… negocios de la compañía. Atar unos cabos sueltos.

—Pero hubo cooperación entre el FBI y la Agencia, hasta el punto de permitir que Krugman se librara sin castigo del asesinato de Reza Sangari.

—Para tener caso debían conseguir que Marty se viniera abajo y lo confesara todo, y ya le conté lo de sus viajes a Chile en los setenta. Lo que no le conté fue que las autoridades chilenas acabaron cogiéndolo y pasó tres semanas en la Clínica Londres, que era otro centro de tortura, en la calle Almirante Barroso. En tres semanas de castigo no delató a nadie. La única razón por la que no siguió el mismo destino que Todd Kravitz fue que lo cogieron en una época posterior, y las organizaciones de derechos humanos eran más activas. Ese tipo no iba a venirse abajo por mucho que lo interrogara el FBI.

—Y a usted le pareció que encajaba que informara sobre alguien que había sido un destacado miembro de ese régimen —dijo Falcón.

—Pocos europeos creen que los estadounidenses poseamos sentido de la ironía, inspector.

—¿Por eso no le dio ninguna información sobre la verdadera identidad de Rafael Vega?

—Una de las razones —dijo Flowers—. Si debe informar acerca del estado mental de una persona, es mejor que su percepción no se vea distorsionada por la historia.

—¿Por qué tenía tanta importancia el estado mental de Vega?

—Era un tipo al que perdimos la pista en 1982, cuando se escapó del programa de protección de testigos.

—¿De modo que era cierto que testificó en un juicio por tráfico de drogas?

—Ésa era la verdad aparente. Poseía información que podía perjudicar a oficiales del ejército estadounidense y a personal de la Agencia implicado en el intercambio de armas por drogas a finales de los setenta y principios de los ochenta, de modo que hicimos un trato. Él haría de testigo en un juicio falso y nosotros le daríamos una nueva identidad y cincuenta mil dólares. Cogió las dos cosas y desapareció. No pudimos encontrarlo por ninguna parte.

—Pero ¿sabían que tenía una mujer y una hija?

—Era todo lo que podíamos hacer, vigilarlas y esperar que volviera. Pero era muy cuidadoso. Ni siquiera regresó para la boda de su hija, cosa que todos esperábamos que hiciera, y supusimos que había muerto. Dejamos de vigilarlas, pero mandamos a alguien al funeral de su mujer.

—¿Cuándo fue eso?

—No hace mucho, unos tres años… no me acuerdo exactamente —dijo Flowers—. Fue en el funeral donde volvimos a encontrarlo. Por fin creía estar a salvo.

»Investigamos su vida. Descubrimos que era un próspero hombre de negocios y que creía que no tenía nada de qué preocuparse, hasta que la conexión con la mafia rusa salió a la luz hace dieciocho meses.

—¿Creyeron que estaba metido de nuevo en el tráfico de armas?

—Simplemente pensamos que valía más vigilar de cerca a Rafael Vega —dijo Flowers—, pero antes le mentí; sí lo entrenamos. Él conocía nuestros métodos. Sabía qué clase de personas eran nuestros agentes. De modo que buscamos otros candidatos, y ahí fue donde intervino el FBI. Marty Krugman era nuestro candidato perfecto… dejando aparte la inestabilidad de su matrimonio.

—¿Sabe cuál es mi impresión, señor Flowers? —dijo Falcón—. Que me está dando sólo la información justa para satisfacer mi curiosidad.

—La historia completa llevaría mucho tiempo.

—Primero me habla de atar cabos sueltos y luego me cuenta que Krugman debía informar de su estado mental.

—Eran las dos cosas.

—¿Y cuáles eran los «cabos sueltos» que los ponían nerviosos?

—Comenzamos a pensar que quizás era de nuevo operativo —dijo Flowers—. El Servicio Secreto es una profesión adictiva, inspector. Averiguamos que había comprado un pasaporte a nombre de Emilio Cruz y que tenía visados para Marruecos.

—Supuse que era una ruta de escape.

—¿Y de qué tenía que escapar?

—Quizá de usted, señor Flowers —dijo Falcón.

—Tenía el pasaporte de Emilio Cruz antes de que le pusiéramos a Marty Krugman de vecino, antes de que descubriéramos su relación con la mafia rusa.

—En primer lugar, ¿por qué escapó del programa de protección de testigos?

—Eso es una muerte en vida —dijo Flowers—. Yo habría hecho lo mismo.

—¿Tenía alguna razón para creer que la muerte de la familia de su hija no fue accidental?

—Eso ocurrió veinte años después de que hubiera escapado —dijo Flowers—. Es uno de los desdichados efectos secundarios de la adicción a esta profesión… siempre crees que detrás de todo se oculta algo más. Todos los días muere gente en accidentes de coche.

—¿Y pudo llegar a descubrir en qué consistía su vinculación con la mafia rusa?

—Les dejaba blanquear dinero a través de sus proyectos inmobiliarios y ellos le permitían satisfacer su inclinación pedófila. Tengo entendido que le gustaba mirar. El Perverso, ¿recuerda?

—Entonces, ¿cuál era el trabajo de Marty… si ya sabían todo eso?

El señor Flowers no dijo nada. Lanzó un gran suspiro, de aburrimiento.

—¿Cuándo le dijeron que Rafael Vega era Miguel Velasco? —preguntó Falcón.

—No, no, se equivoca, inspector —dijo Flowers—. No le estoy mintiendo en eso. Usted cree que se lo dijimos y que, como había estado metido en la política chilena, eso fue bastante para incitarlo al asesinato.

—Obligar a un hombre a beber ácido… —dijo Falcón.

—Una manera desagradable de morir —dijo Flowers—. Parece una venganza. Pero quiero dejárselo bien claro: no le revelamos la verdadera identidad de Vega. No queríamos a Vega muerto. Tiene que creer a Marty cuando le dijo…

—¿Qué querían saber entonces?

—No estamos seguros.

—Eso no suena muy convincente, señor Flowers —dijo Falcón.

—Probablemente porque es la verdad, y hemos creado el magnífico mito de la infalibilidad estadounidense.

—Pues yo voy a proponerle una teoría… —dijo Falcón—. Ustedes, querían conocer su estado mental porque les preocupaba que poseyera información que comprometiera a miembros más importantes de la Administración estadounidense de esa época. El secretario de Estado, por ejemplo.

—Nos preocupaba que, si tenía algo, pudiera buscar una manera de utilizarlo contra nosotros, pero no sabíamos qué podía ser.

—¿Quiénes son «nosotros»?

—Esto es todo lo que tengo que decir del asunto —dijo Flowers—. Usted me dijo que lo que le preocupaba era que Krugman lo hubiera matado, y yo le digo que no lo hizo. Conténtese con eso.

—¿Y cómo puedo estar seguro?

—Porque Marty Krugman estuvo conmigo la noche en que Rafael Vega murió, entre las dos y las cinco de la mañana —dijo Flowers—. Y hay constancia escrita de la fecha y la hora de esa reunión porque tuvo lugar en el consulado estadounidense.