Capítulo 27

Martes, 30 de julio de 2002

Fuera de la ciudad aún hacía un calor brutal, que se agazapaba en forma de calima detrás de Falcón como una bestia en su propia hediondez, pero el espacio abierto de la llanura que se desplegaba ante él, las hierbas marrones al mecerse, las lejanas colinas, le hicieron desembarazarse del malestar de su cuerpo. La temperatura fue bajando a medida que se adentraba en la sierra y, aunque no bajó la temperatura de la sangre, librarse del febril cemento de la ciudad y adentrarse en aquella alta vegetación de castaños le produjo un suave delirio. ¿O fue oír a Elton John cantar por la radio «Benny and the Jets»?

Era imposible creer que algo horrible pudiera suceder allí. Mientras la ciudad atraía a los pobres, los extraviados, los corruptos y los depravados a la teta agotada de su hirsuto vientre, el campo parecía virgen. Las hojas se agitaban y filtraban la luz del sol hasta el recuerdo puro y moteado de tiempos menos confusos. Hasta que Falcón se desvió de la carretera principal para dirigirse a Almonaster la Real.

El hedor a carbón de bosque calcinado le llegó antes de ver los tocones ennegrecidos y los árboles carbonizados y sin hojas, con sus ramas despojadas de corteza tendidas con el sufrimiento de las víctimas de quemaduras graves. El suelo del bosque, de carbones negros y grises, aún humeaba, como si jadeara a causa de la enorme devastación. El cielo blanco proporcionaba un implacable telón de fondo, como para enfatizar ante los incrédulos que pasaban por delante de ese horror monocromo que lo que había pasado allí era tan espantoso como la guerra.

Los policías y los bomberos con quienes se reunió en el bar de Almonaster la Real tenían una expresión lúgubre, y la gente del lugar estaba consternada y desesperada, como si fueran supervivientes de alguna atrocidad bélica. Sabían cosas que Falcón aún ignoraba.

Lo llevaron hasta la finca, que estaba a varios kilómetros del pueblo, aislada en medio del bosque. Había un kilómetro de irregular camino de tierra hasta la casa, cuya estructura sin ventanas ni tejado, ennegrecida, parecía un cráneo humano gigante partido.

Todo lo que había de madera en la casa se había consumido. La primera planta ya no existía, pues se había quemado o hundido bajo el peso del tejado. En la planta baja se amontonaban tejas de terracota negras, vigas y muebles carbonizados, colchones humeantes, televisores sin pantalla y charcos de plástico fundido y ahora endurecido.

Lo llevaron al sótano, que estaba muy chamuscado, pero intacto. No se parecía a ningún otro sótano que hubiera visto. Había cuatro puertas metálicas, dos a cada lado de un corto pasillo. Las puertas tenían cerrojos por fuera, que también podían cerrarse con candado. Ninguna de las habitaciones tenía ventanas. En todas había camastros de madera y colchones que se habían quemado. Eran celdas que se utilizaban para encerrar gente.

En una de las celdas, cuyas paredes estaban sin revocar y dejaban a la vista la piedra original, había unas letras garabateadas en una roca, en la esquina, junto a la cama. Era alfabeto cirílico. En el suelo, boca abajo, había una placa metálica esmaltada.

Volvieron a la planta baja y salieron de la casa, a una zona de hierba que se había quemado y convertido en una pelada extensión de tierra batida marrón, y que parecía la piel de un perro enfermo. Al final del terreno, dentro de lo que antes era la línea de árboles, había dos montones de tierra.

—Después de que ardiera vimos dos montículos —dijo un agente—. Excavamos más o menos un metro y encontramos estos…

Falcón bajó la mirada hacia los huesos de dos personas amontonados en la tierra oscura.

—No quisimos cavar más hasta que llegara la Policía Científica, pero el médico los midió y opina que son un niño y una niña de unos doce o trece años. Cree que debían de llevar enterrados entre ocho meses y un año, dado que no queda nada de tejido.

—¿Qué sabe de la utilidad que se daba a esta casa? —preguntó Falcón, que necesitaba sacarse algo de dentro, pues su cólera estaba alcanzando niveles incontenibles.

—Sólo se usaba los fines de semana, y no todos. Sobre todo las noches del viernes y del sábado.

—¿Conocía al dueño?

—¿Al inspector Montes? Claro. Vino a saludarnos. Dijo que había comprado la casa y que unos amigos vendrían a arreglarla y la usarían como refugio de caza.

Volvieron a la casa, y Falcón vio que había aparatos de aire acondicionado para las plantas superior e inferior.

—¿De manera que también venían en verano? —dijo Falcón, señalando las cajas ennegrecidas.

—No para cazar, claro —dijo el agente—. Por lo que se ve, tampoco cazaron mucho… Entonces no les prestamos demasiada atención. Y como el inspector Montes era el dueño, nunca se nos ocurrió que nada…

El agente no acabó la frase. «Ilegal» era una palabra que se quedaba corta para describir lo ocurrido en esa casa de los horrores.

—Quienquiera que provocó el incendio tuvo que traer mucha gasolina a la casa —dijo Falcón—. Probablemente utilizaron bidones de plástico, y necesitarían una camioneta. Puede ponerse en contacto con todas las gasolineras de la zona y… en fin, ya sabe lo que tiene que hacer.

Falcón llamó a Elvira y le informó de lo ocurrido. Le dijo que enviara a Felipe y Jorge y que llevaran una muda, pues probablemente tendrían que pasar la noche allí.

También pidió que algunos agentes telefonearan a las gasolineras de la zona de Sevilla y preguntaran si recordaban una furgoneta, probablemente con dos personas, que había llenado posiblemente diez bidones, la noche del sábado o a primera hora del domingo por la mañana. Colgó y le dijo al agente que acordonara la zona y la mantuviera bajo vigilancia. Que nadie tocara nada de la propiedad hasta que llegara la Policía Científica. Inspeccionó las cajas del aire acondicionado que había en la planta baja, pero no encontró lo que buscaba. Pidió una escalera. Mandaron un coche al pueblo. Falcón se quedó de pie en medio del paisaje ennegrecido, y la destrucción alimentó su furia.

El coche regresó con la escalera. Falcón la apoyó en la casa y se dio cuenta de que estaba rezando mentalmente. Sacó una bolsa para pruebas y unas pinzas y se subió a las unidades exteriores del aire acondicionado, una por una. En la tercera encontró lo que buscaba: quemada, pero no destruida, estaba la pegatina medio desprendida de la empresa que había instalado los aparatos: Aire Acondicionado Central de Sevilla.

La empresa de Ignacio Ortega.

Sacó otra bolsa de pruebas, bajó por el camino de tierra y recogió una muestra.

Esperaba que coincidiera con la encontrada en el viejo Peugeot de Vega.

Ortega. Vega. Montes, pensó. Y sólo quedaba uno vivo.

Cuando Ramírez contestó la llamada de Falcón en el móvil, estaba aburrido. Entre las copias en papel y las que estaban en el disco duro, había miles de fotos de Maddy Krugman, y la tarea no le emocionaba. El aburrimiento se esfumó cuando Falcón le informó de la finca que tenía Montes cerca de Almonaster la Real.

—¿Has comprobado la coartada de Ignacio Ortega? —preguntó Falcón.

—Sí, pero sólo la de la noche en que murió Rafael Vega.

—¿Dónde estaba?

—En la costa, en la cama con su mujer.

—Le informé de la muerte de Pablo el sábado por la noche, y no llegó a Sevilla hasta el domingo por la mañana.

—Si quieres le pido que pruebe dónde estuvo toda la semana.

—No quiero asustarlo.

—Bueno, si fue quien provocó el incendio, ya lo has asustado —dijo Ramírez—. ¿Cuánta gente sabe lo que pasó en la finca de Montes?

—Todo Almonaster la Real. No con detalle, pero sí saben que es algo desagradable. Probablemente pronto oirán hablar de los cadáveres que encontramos.

—De modo que todo saldrá en el Telediario de esta noche.

—No tenemos pruebas suficientes para relacionarlo con lo que ocurría en la finca de Montes —dijo Falcón—. Primero tendremos que encontrar a los que causaron el incendio, y luego hallar un vínculo. Que Cristina se quede en casa de los Krugman. Tú vuelve a Jefatura y encárgate de cogerlos, José Luis.

Falcón volvió al sótano de la casa y, con una linterna de bolsillo en la boca, copió las letras en cirílico escritas en la pared. Mientras inspeccionaba las cuatro celdas, comprendió que los colchones habían sido rociados con gasolina e incendiados, pero que no había habido el suficiente oxígeno para que siguieran ardiendo.

Enviaron más gente al pueblo a buscar unos plásticos grandes, que depositaron sobre la tierra calcinada. Numeraron los camastros y los colchones, los sacaron del sótano y los colocaron encima del plástico. Falcón llevó a cabo un minucioso examen de las paredes de las celdas vacías.

En la segunda encontró una mancha oscura en el suelo, que comenzaba en la pared del fondo y llegaba al centro del cuarto. Rompió un trozo de cemento y lo metió en una bolsa. En la cuarta encontró una moneda de un euro y un trozo suelto de argamasa. Lo metió en otra bolsa.

Fuera habían comenzado a inspeccionar los colchones, arrancando la tela exterior y buscando dentro del relleno. El colchón de la celda dos tenía dentro un trozo de cristal curvo, la sección de una copa de vino rota. El colchón de la celda tres contenía un auténtico tesoro: una hoja de afeitar Gillette II usada, que aún tenía pegados algunos pelos.

A las tres hicieron una pausa para ir a comer. Felipe y Jorge habían llegado a Almonaster la Real, y mientras comían unas chuletas de cerdo, patatas fritas y ensalada, Falcón les dijo que se concentraran en el interior de la casa antes de exhumar los cadáveres.

—Palmo a palmo. Fotografiadlo todo. Buscad huellas en todas partes, aun cuando parezcan completamente quemadas: todos los televisores, vídeos, mandos a distancia. Hay un montón de plástico solidificado que debe proceder de los vídeos; comprobad si hay algún centímetro de cinta que pueda verse. También buscamos objetos personales: dinero, joyas, ropa. La gente que viene a lugares como éstos pierde cosas. Quiero que escudriñéis toda la tierra que rodea la casa. Sed meticulosos, ateneos estrictamente a las normas. Nadie, y quiero decir nadie, que haya estado en esta casa y haya estado mezclado en lo que pasaba aquí debe tener la menor oportunidad de librarse por culpa de un tecnicismo.

Todos los que estaban sentados a la mesa compartieron una sombría determinación. Llamaron a los pueblos vecinos de Cortegana y Aracena para pedir más ayuda en el peinado del terreno. Cuando regresaron a la finca eran treinta personas. Falcón puso a veintiséis de ellas a buscar entre la tierra quemada y cuatro para que ayudaran a Felipe y a Jorge a sacar cosas de la casa.

Todo lo que se encontraba era fotografiado in situ, anotado en un cuaderno escolar con el número de fotografía y metido en una bolsa. Todos los objetos grandes que mostraban huellas visibles se envolvían en plástico. Falcón le pidió a Elvira que tuviera a dos técnicos de laboratorio preparados para recibir el material y analizar las pruebas.

A las siete de la tarde habían acabado de peinar el terreno que rodeaba la casa y unos dos tercios del interior. Ramírez llamó.

—Hemos encontrado a los pirómanos —dijo—. Estoy reuniendo una brigada para ir a detenerlos. Viven en las Tres Mil Viviendas, y no quiero que se nos escabullan en ese agujero infernal.

—Has ido rápido, José Luis.

—He tenido suerte —dijo—. Supuse que debieron hacerlo de noche, de modo que empecé por todas las estaciones de servicio que abren hasta tarde en la carretera de Aracena. Pensé que no serían estúpidos, pero, con este calor, sí vagos. Deduje que no llenarían todos los bidones en una sola gasolinera para no llamar la atención, sino que irían llenándolos por el camino. Dos de las estaciones de servicio recordaban una furgoneta con dos tipos llenando bidones de plástico, pero ninguna tenía circuito cerrado de televisión. Fui llamando hasta dar con una gasolinera con circuito cerrado de televisión, y esta vez tuve suerte. Los tipos volvieron dos veces a llenar los bidones. Fui a ver las cintas. Los tipos llevaban sombrero, o sea, que sabían que había circuito cerrado de televisión, y no los vi a ellos ni al vehículo, porque lo habían aparcado al otro lado de los surtidores. Pero la segunda vez había un camión aparcado donde ellos querían dejar la furgoneta, así que tuvieron que parar entre la tienda y los surtidores, donde hay luz. Las cámaras de televisión apuntaban hacia allí y recogieron la actividad de esa zona. Las matrículas se veían claras y hermosas.

—¿Tienes algún nombre?

—Sí, y todos tienen antecedentes por hurto y robo con allanamiento de morada, y uno de ellos también fue condenado por agresión, pero ninguno de ellos ha sido condenado por incendiario.

—Vuelvo con el primer cargamento de pruebas.

Colgó el móvil y el teléfono volvió a sonar al instante. Alicia Aguado le dijo que un amigo podía llevarla a la cárcel para la próxima sesión con Sebastián Ortega.

Uno de los policías de Aracena que tenía un pariente en Sevilla se ofreció a ir con el cargamento de pruebas. Falcón volvió a la ciudad solo, a toda velocidad, como lanzado a por una brillante conclusión. Tuvo que pararse tres veces para contestar a sendas llamadas.

La primera era de Cristina Ferrera, que le decía que, tras haber examinado las fotos en papel y en el disco duro de Maddy Krugman, había dado con dos de Marty Krugman, en cada una de ellas sentado con un desconocido distinto. En una hablaba animadamente, y en la otra parecía estar esperando. En las dos se le veía al fondo o a un lado de la foto. Aquélla en la que aparecía al fondo la habían sacado del disco duro, y Ferrera había ampliado para verificar que era Krugman.

La segunda llamada era de Ramírez, confirmando que habían detenido a los incendiarios y que estaban registrando el apartamento.

La tercera era de Elvira, justo cuando estaba a punto de coger la carretera principal a Sevilla. El comisario quería verlo en cuanto llegara a Jefatura.

Falcón fue directamente al despacho de Elvira. Su secretaria ya se había ido. La puerta del despacho estaba abierta. Elvira estaba sentado tras su escritorio, mirándolo como si contemplara una terrible pérdida.

—Ha pasado algo —dijo Elvira, señalándole una silla.

—Sea lo que sea, no tiene buena pinta.

—Están llegándome presiones políticas de… unos poderes invisibles —dijo Elvira—. Ese artículo publicado esta mañana en el Diario de Sevilla

—Esta mañana no parecía tan preocupado.

—La extensa necrológica que lo acompañaba era un texto concienzudamente sesgado. No da ninguna razón para el suicidio de Montes, y no hace ninguna afirmación, pero la gente que «sabe» no tenía duda alguna, al acabar de leer ese artículo, de que en él había insinuaciones… y graves. Gente de peso en el Ayuntamiento e importantes diputados del Parlamento andaluz han reaccionado a esas insinuaciones. Quieren conocer el estado de nuestra… casa.

Falcón fue a decir algo, pero Elvira levantó una mano.

—Acabo de oír otras dos noticias que podrían interpretarse como desgraciados accidentes de vacaciones o como siniestras coincidencias.

»El doctor Alfonso Martínez, diputado del Parlamento andaluz, está en cuidados intensivos después de que su coche se saliera de la autopista de Jerez de la Frontera a Cádiz y chocara contra un puente. Y la esposa de Enrique Altozano encontró las ropas de su marido amontonadas en una playa entre Pedro de Alcántara y Estepona y alertó a las autoridades. Están buscando en la costa, pero no lo han encontrado.

»Estaba en el Departamento de Urbanismo de Sevilla, y era el encargado de conceder licencias para obras nuevas.

Esta vez Falcón no hizo ademán de decir nada.

—Las personas poderosas son como chacales de la pradera —dijo Elvira—. Asoman la nariz por si huelen algún escándalo, y en cuanto algo hiede, aunque esté a kilómetros de distancia, acaba llegándoles. El trabajo de los políticos es mantenerse en el poder. Cuando ocurre algo vergonzoso no necesariamente quieren negarlo, pero procuran contenerlo, para que las instituciones no se desintegren completamente.

—Me está preparando para algo, comisario —dijo Falcón—. Espero que esas instituciones, o la gente que está al frente, no vayan a decepcionarnos.

—Voy a decirle cómo están las cosas —dijo Elvira—, para que llevemos este caso de manera que se maximice el número de condenas y se minimice el daño político. Si ven que sólo nos interesa cargarnos a todos los que están implicados, no nos dejarán hacerlo. Tenemos el ejemplo de nuestro propio Gobierno. Así fue, si no lo ha olvidado, como Felipe González sobrevivió al escándalo de los escuadrones de la muerte.

—¿Y le preocupa que yo pueda ser un zelota fanático?

—Sería comprensible, dado lo que sabemos hasta ahora de lo feo de este caso.

—Deje que le hable claro —dijo Falcón—. Dos personas poderosas han sido asesinadas o han intentado suicidarse. Eso ha alertado a otras personas poderosas, que han insinuado a Jefatura que, si llevamos este caso hasta su conclusión lógica, sufriremos una inspección exhaustiva del estado del cuerpo. En otras palabras, si mostramos su corrupción al mundo, ellos mostrarán la nuestra.

—El comisario Lobo dijo que lo entendería perfectamente.

—Nuestro problema es que, en este caso, el principal encausado es el que derribará todo el castillo de naipes —dijo Falcón—. Le contaré lo que creo que ocurrió, comisario. Ignacio Ortega se convirtió en el proxeneta de la red de pedófilos cuando Eduardo Carvajal desapareció del mapa, porque tenía contactos con los rusos. Esa relación es lo bastante fuerte como para que los rusos le dieran contratos sin consultar a Rafael Vega. Cuando Eduardo Carvajal murió, Montes ya estaba corrupto. Lo obligaron a incriminarse aún más al comprar la finca cercana a Almonaster la Real, que Ignacio Ortega ayudó a restaurar. Como la finca era de Montes, las autoridades jamás se molestaron en investigar para qué se utilizaba aquella casa. Estoy casi seguro de que Rafael Vega era cliente. Unos cuantos análisis nos lo confirmarán. Mark Flowers nos dio una pista de cuáles eran los gustos de Vega al revelarnos su apodo de la época del golpe chileno. Estas dos noticias que acaba de mencionarme podrían significar que Martínez y Altozano también eran clientes. Para acabar con esto, lo ideal sería coger a los rusos, pero no sé dónde encontrarlos. Después de ellos, el peldaño siguiente es Ignacio Ortega. El problema con él es que no se irá a la cárcel sin cantar. Exigirá a sus amigos que lo salven, o hundirá a todos los individuos de esas instituciones que tanto apreciamos.

—No permita que sus palabras se tiñan de resentimiento —dijo Elvira—. Entiendo cómo se siente, pero fuera de aquí le tacharán de «difícil» y nunca conseguirá lo que quiere. ¿Qué tenemos contra Ortega?

—Muy poco —respondió Falcón—. Lo que me hizo sospechar de él fue su comportamiento cuando murió su hermano. Interrogué a su hijo, que es heroinómano, y a regañadientes me habló del abuso sexual sistemático que él y su primo habían sufrido de niños, y también algunos de sus amigos. En el negocio de la construcción, Ignacio Ortega, Vega y los rusos se intercambiaban favores. Lo mínimo que hizo Ortega fue instalar el aire acondicionado en la finca de Montes. El inspector Ramírez ha cogido a los incendiarios que quemaron la finca. Esperamos que nos proporcionen una relación más concreta con Ignacio Ortega. Con eso al menos podremos acusar a Ortega de «complicidad en un incendio provocado». El siguiente paso será más difícil.

—La acusación por haber abusado sexualmente de su hijo es difícil que prospere, dados los problemas con la droga del chico. Sé que no es justo, pero ésa es mi impresión.

—De todos modos, Salvador Ortega dijo que no testificaría contra su padre.

—Y Sebastián Ortega ya ha sido condenado por un delito muy grave.

—Que esperamos poder demostrar que lo cometió, pero eso no nos ayudará con Ignacio Ortega. Necesitamos más tiempo.

—Muy bien —dijo Elvira, recostándose, cansado y exasperado—. Vea si existe alguna relación entre Ignacio Ortega y los incendiarios. Si la hay, tenemos que planear nuestro próximo movimiento. Y no hace falta que se lo diga, pero no puede hablar con Virgilio Guzmán de nada de todo esto.