Capítulo 26

Martes, 30 de julio de 2002

No se necesita mucha fuerza para apartar una sábana de algodón, pero Falcón no fue capaz de reuniría. Tenía los brazos débiles por los fracasos de la noche anterior. Le alegró haber escrito ya su informe; sus dedos tenían la textura del calamar. El comisario Elvira le había insistido en que le mandara el informe por fax, y antes Falcón le había hecho una descripción verbal de los hechos mientras llevaba a Calderón de vuelta a su apartamento.

Recorrían su mente imágenes de la noche anterior. El primer plano de la luz apagándose en los ojos de Marty Krugman. Calderón paralizado en el sofá, la cara llena de horror ante la sangre que se extendía por la blusa de seda de Maddy Krugman. El joven agente que examinaba aquella carnicería y se tapaba las arcadas con la boca. García abriéndose paso a empujones para negar con la cabeza ante aquel desastre. Los tres al bajar, Calderón aferrado al pasamanos. El tirador de la Policía, sin estrenarse, sentado delante en el coche de García, con la funda del arma en las rodillas. El viaje en coche con Calderón hablando por el móvil, contándoselo todo a Inés con monosílabos. Inés calzada con unos zapatos de tacón alto, tiras y punta estrecha, iluminada por los faros de los coches, de pie delante del edificio de apartamentos. Calderón con los brazos caídos a los lados, como si le pesaran treinta kilos cada uno, mientras Inés lo rodeaba con sus brazos. Las caras de ambos cuando Falcón se alejó: la de ella con el labio inferior tembloroso, los ojos brillantes por las lágrimas, y los de él sin vida, a excepción de una mirada de reojo a Falcón que decía:

«Ya me has visto, Javier Falcón; ahora vete, lárgate, déjame en paz».

La distancia que siete horas de sueño profundo y anestésico le habían acercado a los hechos hacía que su relato pareciera la crónica de un crimen cometido en los años cincuenta. Falcón se sentía distinto, como si un cirujano le hubiera extirpado un órgano que nunca le hubiera dado ningún problema y el resultado fuera a cambiar su vida.

Evocó su conversación con Consuelo. Falcón la había llamado desde la cama, momentos antes de dormirse. El último diálogo había sido:

—No hay duda de que Marty Krugman estaba loco —dijo Consuelo.

—¿Tú crees?

Falcón fue en coche hasta Jefatura, con el estómago sucio y revuelto, como si hubiera bebido café en plena resaca. Apretaba con fuerza el volante. Cuando entró en la oficina, vacía, vio a Ramírez asomado a la ventana, inclinado hacia delante, apoyándose en las manos.

—Me he enterado del desastre de ayer por la noche —dijo Ramírez—. ¿Te encuentras bien?

Falcón asintió, más o menos.

—Ya me ha llamado Elvira. Quiere verte en cuanto llegues.

Con las manos a la espalda, el comisario miraba por la ventana, desde la cual, al otro lado de la calle Blas Infante, se veía el Parque de los Príncipes. Su predecesor, Lobo, solía hacer lo mismo: contemplar ese dominio les producía una ilusión de poder.

—Siéntese, inspector —dijo Elvira, colocándose detrás de su escritorio con un movimiento veloz y ágil, y pasándose el pulgar y el índice por el bigote—. He leído su informe y el del juez Calderón, que llegó a primera hora de la mañana. Ya me he puesto en contacto con el cónsul estadounidense y ha pedido una copia de cada uno.

»No creo que tarden en llamarnos por esa absurda historia de la CIA. No querrán que esa idea tenga la menor autoridad entre nosotros.

—Entonces, ¿no le otorga ninguna credibilidad, señor?

—Me parecen los desvaríos de una mente desquiciada —dijo Elvira—. Pero claro, cuando me enteré de que nuestro Gobierno había enviado escuadrones de la muerte para que acabaran con las células terroristas de ETA, tampoco me lo creí… no podía creérmelo. De modo que, oficialmente, podría considerarme un escéptico, mientras que en privado opino que es una historia totalmente fantasiosa.

—El hombre estaba desquiciado —dijo Falcón—. De eso no hay ninguna duda. Pero eso no significa que lo que contó sea falso. Estoy seguro de que el FBI no suelta a una presa tan fácilmente, y lo que me contó de Reza Sangari encaja con lo que yo averigüé por mi cuenta. No veo por qué iba a contar que había matado a un hombre si era mentira… a no ser, claro, que eso fuera una fantasía que, en su mente perturbada, le hiciera creer que podría volver a recuperar a su esposa. Todo eso que contó de la Agencia… Quién sabe. Estoy seguro de que su mujer no creyó una palabra. Será interesante ver qué nos cuenta Virgilio Guzmán de ese tal Miguel Velasco.

—¿Qué tiene que ver Guzmán con todo esto?

—Es chileno. Tiene contactos con expatriados que pueden ayudarnos a averiguar quién era Velasco —dijo Falcón—. Una cosa que sé acerca de esas caras imaginarias que mencionó es que Pablo Ortega vio una vez a Vega en El Corte Inglés y estaba muy asustado. Imagino que había tenido una de sus visiones.

—Tenga cuidado con ese Virgilio Guzmán —dijo Elvira—. Hay gente que dice que es incapaz de aceptar las cosas tal como son. Que ve conspiraciones por todas partes.

—Me aclaró lo del nueve once de la nota de suicidio, y eso ayudó a identificar a Rafael Vega.

—Pensaba que había venido a verlo por lo del suicidio de Montes.

—Y así fue. Si fui a ver a Montes fue porque el nombre de Eduardo Carvajal figuraba en la libreta de direcciones de Vega —dijo Falcón—. Montes mencionó que la mafia rusa estaba implicada en el negocio del sexo, y lo siguiente que descubro es que Vega también estaba relacionado con los rusos. Le pregunto a Montes por esos rusos y muy poco después se mata.

—¿Habló de eso con Guzmán?

—Se lo presenté como contexto, pero acordamos que no revelaría nada circunstancial, sólo hechos probados. Y de momento todavía no tenemos nada que relacione a Montes con los rusos.

—Está poniéndome muy nervioso, inspector. Por el momento, el suicidio de Montes es un asunto interno. Si existe corrupción dentro del cuerpo, tendremos que ser muy cuidadosos con la forma de abordar el tema.

—Un periodista vino a verme porque estaba al frente de la investigación. Nadie me informó de lo que podía o no podía decirle. Creo que, con alguien de la reputación de Virgilio Guzmán, la transparencia es la mejor política. ¿Ha leído el Diario de Sevilla de hoy?

—Sí. Hay un artículo extenso sobre la carrera del inspector Montes.

Falcón asintió, esperó, pero Elvira no dijo nada más.

—Creo que debería registrar la casa de los Krugman antes de que nos llamen los estadounidenses —dijo Elvira—. Ya le he pedido una orden.

Falcón fue hacia la puerta. Elvira le habló cuando ya le daba la espalda.

—Si Virgilio Guzmán le pregunta por lo ocurrido la noche pasada, preferiría que no le dijera por qué el juez Calderón estaba en el apartamento. No quiero un escándalo sobre que el juez de instrucción tuviera un lío con la difunta.

—¿Lo ha admitido?

—Le pedí que me redactara un informe aparte sobre el tema. Al parecer estaba obsesionado con ella —dijo Elvira, que, sin levantar la vista de sus papeles, añadió—: Me ha sorprendido que usted no mencionara en su informe su valerosa acción final.

—¿Su valerosa acción? —preguntó Falcón.

—«Cuando Krugman levantó su arma para disparar —dijo Elvira, leyendo el informe de Calderón—, me lancé hacia él esperando poder desviar la trayectoria. La bala impactó en el pecho de la señora Krugman. El inspector Falcón fue incapaz de impedir que el señor Krugman se metiera la pistola en la boca y se matara».

—Registraré la casa de los Krugman —dijo Falcón, saliendo del despacho.

—García tampoco lo vio —dijo Elvira cuando la puerta se cerró.

De nuevo en su despacho, Falcón mandó a Cristina Ferrera al laboratorio para que recogiera las llaves de casa de los Krugman. Las tenían Felipe y Jorge, que las habían recogido en la escena del crimen de la calle Tabladilla. Ramírez seguía encorvado en su escritorio.

—¿La CIA? —preguntó, incrédulo.

Falcón levantó las manos.

—O no la CIA. Quizás alguna asesoría misteriosa relacionada con la CIA —dijo.

—Pura fantasía —dijo Ramírez.

—Supongamos que la teoría de la conspiración de Guzmán es correcta. Si formaras parte de la Administración estadounidense responsable de algunas cosas muy feas que ocurrieron en América del Sur durante los setenta, y te preocupara que Rafael Vega tuviera en su poder algo que pudiera demostrar que algunos altos cargos de la Administración habían estado personalmente implicados… ¿qué harías?

—Matarlo.

—Eso es porque eres un cabronazo, José Luis —dijo Falcón—. El hecho es que no te servirías de la CIA, ¿verdad? No tendrías poder para utilizarla. Pero debe de haber antiguos agentes de la CIA con contactos e influencia que tienen «deudas». Ya entiendes lo que quiero decir sobre Krugman el Demente… no podemos tacharlo de orate y ya está.

—Yo sí —replicó Ramírez—. Era demasiado inestable para ese tipo de trabajo.

—¿Y si era la única opción que tenían? —dijo Falcón—. ¿Y qué me dices de lo que admitió al final, que la Agencia no quería a Vega muerto porque no habían encontrado lo que buscaban? Eso es una especie de anticlímax, ¿o no?

—¿Quieres decir que llevaba a cabo esa tarea secreta y vital, y que ninguna información que había obtenido hasta el momento era lo bastante importante como para matar a Vega? —dijo Ramírez—. Quizá lo que buscaban está a resguardo en la caja de seguridad de Vega, para la cual todavía no tenemos orden de registro.

—Estás comenzando a creer, José Luis. Más vale que se lo recuerdes al juez Calderón, si es que hoy aparece por la oficina.

El teléfono sonó en la oficina. Ramírez fue a contestar mientras Falcón seguía pensando en Krugman. «Ellos», si es que existían, no podían pensar que Marty iba a encontrar documentos ni una cinta de vídeo. Eso habría sido demasiado. Lo que querían era que les informara del estado mental de Vega. Por ejemplo, ¿estaba el hombre a punto de ir a ver a Baltasar Garzón o al sistema judicial belga y ofrecerles sus servicios?

—Acaban de llamar del Ayuntamiento de Aracena —dijo Ramírez, apoyándose en la jamba de la puerta—. Aprobaron un proyecto de reforma de la finca en ruinas de Montes valorado en veinte millones de pesetas. Una reconstrucción total, modernizada, electricidad trifásica… todo.

Falcón le transmitió la noticia al comisario Elvira, que reaccionó como si ya se lo esperara. Les dijo que procedieran a registrar la casa de los Krugman. Ferrera apareció con las llaves de la casa y los tres se dirigieron en coche a Santa Clara.

La casa estaba fría y silenciosa y, cuando los tres se enfundaron sus guantes de látex, parecía tranquila.

—Yo subiré al piso de arriba —dijo Falcón—. Venid conmigo cuando acabéis aquí abajo.

—¿Qué estamos buscando? —preguntó Ferrera.

—Una notita del doctor Kissinger que diga: «Buen trabajo. Siga así» —dijo Ramírez—. Con eso bastará.

Falcón subió. La puerta que daba a la exposición de Maddy Krugman estaba abierta. Habían quitado todas las fotos de las paredes, y la única que quedaba a la vista estaba en una peana, en el centro de la habitación. Consistía en un recorte de una versión ampliada de la foto que mostraba a Vega descalzo en el jardín. El recorte estaba dentro de una caja de plexiglás, y suspendidas dentro del bloque transparente, como las nervaduras de las hojas de otoño, había huellas espectrales de manos humanas. Todas parecían apretarse contra la figura solitaria, que permanecía encerrada por su propia historia, como un insecto en ámbar. Junto a esa cajita había una tarjeta en la que se leía en español: «Las manos desaparecidas».

Entró en la habitación de trabajo de Maddy. Ferrera tendría que pasarse todo un día con aquellas huellas, transparencias y negativos, repasándolo todo. Apoyadas contra la pared estaban las fotos enmarcadas que antes colgaban en la otra habitación. Las revisó, buscando la foto que había tomado de él. El marco estaba vacío. Comprobó el triturador de papel y vio su imagen colgando en trizas.

Marty Krugman había convertido en despacho uno de los otros dormitorios.

Había un escritorio, un portátil y una mesa de dibujo. En los rincones había planos enrollados. Falcón rebuscó en los cajones. Encontró un cuaderno escolar con lo que parecía ser una recopilación de los pensamientos de Krugman.

El aburrimiento es el enemigo de la humanidad. Por eso matamos.

El torturador aprende su oficio del sufrimiento de su propia mente, transformada por el poder.

La culpa define al ser humano, pero al consumir la mente, destruye todo lo que nos ha hecho humanos. Sólo admitiéndola públicamente podemos recuperar nuestra humanidad. Ésa es la medida de nuestra dependencia mutua.

Falcón buscó la última entrada.

Sé lo que estás haciendo. Voy a encadenarte, no te daré agua ni comida, veré cómo te marchitas y agrietas, te secas y te partes, y cuando mueras, por mi lengua correrá el vino tinto.

Ése era el problema de Krugman. Era como un testigo poco de fiar que se sienta a declarar. La pureza de su intelecto siempre se contaminaba con la bacteria de la emoción.

Ramírez apareció en la puerta.

—¿Has visto la pieza que hay expuesta? —dijo Falcón—. Las manos desaparecidas.

—He subido para preguntarte en privado lo mismo que Cristina —dijo Ramírez—. ¿Qué coño estamos buscando?

—Esa pieza… ¿crees que era la interpretación artística de la señora Krugman de lo que había en la mente de Vega, o acaso sabía más? —preguntó Falcón—. Ese libro con los pensamientos de Krugman… hablan de la mente de un torturador.

—Son indicios, no pruebas —dijo Ramírez—. No pueden usarse.

—Estamos aquí porque Elvira se está cubriendo las espaldas. Es escéptico, pero quiere asegurarse de que no exista ninguna relación evidente entre Krugman y, ¿cómo llamarlo?, ese estadounidense misterioso. Lo que significa que tenemos que revisar todas las fotos de la señora Krugman y…

—Pero continuamente fotografiaba desconocidos.

—Buscamos a alguien que hable con su marido junto al río.

—¿Y si encontramos la foto?

—Ahora ya has dejado de ser un creyente, José Luis —dijo Falcón—. Si hace quince años te hubiera dicho que las bandas de la mafia rusa controlarían el setenta por ciento de la prostitución europea, te habrías reído en mi cara. Pero ahora todo es posible, cualquier cosa. La gente ha comenzado a ver los aviones como si fueran bombas. Puedes comprarte una identidad nueva en cualquier calle europea en cuarenta y ocho horas por mil euros. En pocos minutos, un AK-47 puede ser tuyo.

»Hay células de Al Qaeda en casi todos los países del mundo. ¿Por qué la CIA no iba a organizar una pequeña operación en Sevilla, si toda Europa se ha convertido en una civilización en la que impera la anarquía y la decadencia?

—Recuérdame que viva con miedo, Javier —dijo Ramírez—. La cuestión es: ¿qué pasa si encontramos una foto de Krugman con un misterioso estadounidense? El consulado lo niega todo. Krugman era un demente que mató a su mujer y luego se suicidó. ¿A qué nos lleva eso?

—En menos de una semana han muerto seis personas —dijo Falcón—. Cinco de ellas eran vecinas. Aunque no fuera policía, eso me parecería algo fuera de lo corriente. Quizá seamos testigos de una especie de implosión del inconsciente colectivo, donde cada muerte o suicidio presiona mentalmente a la siguiente víctima, o… a lo mejor es que simplemente somos incapaces de ver cuál es su relación porque no sabemos lo bastante.

Vibró el móvil en el bolsillo de Falcón. Elvira le ordenaba que volviera a Jefatura.

El consulado estadounidense iba a enviar a alguien. Falcón los dejó registrando la casa y volvió a la calle Blas Infante.

El hombre que enviaba el consulado estadounidense era un funcionario de comunicaciones llamado Mark Flowers. Tendría unos cincuenta años, era bien parecido, estaba moreno y tenía el pelo negro, probablemente teñido. Hablaba un castellano perfecto, y sabía perfectamente lo que tenía que hacer.

—He leído los informes del inspector jefe Falcón y del juez Calderón. Me han dicho que los escribieron por separado. Son admirablemente detallados y al parecer todo encaja y, en ausencia de ninguna contradicción importante, informé al cónsul que me parecían exactos y fidedignos. Por tanto, los dos informes se enviaron a la CIA, en Langley, por si tenían algo que comentar. Niegan categóricamente saber nada, no sólo de Marty Krugman, sino también del supuesto asesor, Foley Macnamara. El comisario Elvira también quiso saber si la CIA tenía constancia de que un tal Miguel Velasco, también conocido como Rafael Vega, ex militar chileno, hubiera recibido entrenamiento de la CIA. Me han informado que han buscado en todos los archivos, desde la creación de la CIA tras la Segunda Guerra Mundial, y que no han encontrado que nadie con ese nombre hubiera recibido entrenamiento.

»También opinaron que en ningún momento de la noche pasada Marty Krugman se refirió a Rafael Vega con el nombre de Miguel Velasco, y que la información que proporcionó era más bien su interpretación de los problemas mentales del señor Vega. Fue el propio Krugman quien dedujo que Vega había estado en el ejército chileno y había participado en torturas. Describen al señor Krugman como el clásico fantasioso, con una imaginación alterada por la psicosis que, dada su experiencia personal en la política de América del Sur en aquella época, no sería nada extraño…

—¿De qué experiencia personal en la política de América del Sur está hablando? —preguntó Falcón.

—Inmigración ha investigado los viajes de Marty Krugman al extranjero, y ha descubierto que, debido a sus tendencias políticas liberales e izquierdosas, realizó cuatro viajes a Chile entre marzo de 1971 y julio de 1973. Como sabe, durante la Administración de Allende el Gobierno estadounidense estuvo muy preocupado por sus políticas marxistas y, en consecuencia, todos los ciudadanos estadounidenses que visitaban ese país eran vigilados de cerca.

—¿Qué me dice de la difunta esposa de Vega y de la familia de su hija? —preguntó Falcón.

—Como puede imaginar, eso les resulta bastante más difícil de comprobar. Todo lo que saben es que ni Miguel Velasco ni Rafael Vega se casaron en suelo estadounidense —dijo Flowers.

—Me refería a la afirmación de Krugman de que la angustia de Vega surgía de su paranoia de que sus enemigos pudieran matarlos.

—¿Quiénes son esos enemigos?

—Los que le proporcionaron un programa de protección de testigos del que pensó que más le valía escapar.

—Puede que le interese saber que la CIA ha investigado al personal militar chileno, y ha descubierto que Miguel Velasco fue un destacado miembro del régimen de Pinochet, conocido por sus muy poco convencionales y desagradables técnicas de interrogatorio. La oposición revolucionaria, el MIR, lo conocía con el sobrenombre de El Perverso.

—Pero ¿qué tiene que decir la CIA de la intervención del FBI en el asunto? —preguntó Falcón—. Con seguridad, que alguien se fugue de un programa de protección de testigos del FBI tras prestar declaración como testigo en un juicio por tráfico de drogas, debe de ser algo que interese a la CIA.

—La CIA sólo ha examinado esos documentos a la luz del comportamiento y las afirmaciones del señor Krugman. Sé que disponen de un dossier de Miguel Velasco por su actuación durante la Administración de Pinochet. Si hubiera algo más sería confidencial, por supuesto.

—Su respuesta ha sido rápida y concienzuda —dijo Falcón.

—Es algo de lo que se enorgullecen —asintió Flowers—. Desde el 11 de septiembre ha habido cambios en el servicio, sobre todo en el tiempo de reacción a todas las investigaciones en las que se menciona esa fecha, aun cuando se remonte a 1973.

—Añadí el sumario del caso Vega a los informes —dijo Elvira—. Para que todo quedara más claro.

—Ha sido de gran ayuda, comisario —dijo Flowers.

—¿Cuál sería la reacción de la CIA si aportáramos una prueba fotográfica de esos encuentros entre el señor Krugman y… funcionarios del Gobierno estadounidense? —preguntó Falcón, que comenzaba a considerar a Mark Flowers demasiado amistoso y cortés.

—De extrema sorpresa, imagino —contestó Flowers, sin cambiar el gesto.

—Como sabe, la esposa del señor Krugman era una conocida fotógrafa en activo que disfrutaba fotografiando a gente que paseaba junto al río, que es donde su esposo dijo que se encontraba con ese tipo de nombre en clave «Romany».

Flowers parpadeó una vez, pero no dijo nada. Le entregó su tarjeta a Elvira y se marchó.

—¿Dispone de esas pruebas fotográficas? —preguntó Elvira.

—No, comisario —dijo Falcón—. Es sólo una manera de poner fin a una línea de investigación. Si el señor Krugman era un fantasioso, no volveremos a saber de Mark Flowers. Pero si proporcionaba información, en el consulado alguien se pondrá nervioso. Si se pone en contacto con usted alguna autoridad superior, me gustaría que me lo hiciera saber.

Sonó el teléfono de Elvira. Falcón se levantó para marcharse, pero Elvira le hizo una seña para que se quedara. El comisario escuchó, tomó notas y colgó.

—Era el jefe de Policía de Aracena —dijo—. El departamento de bomberos acaba de informarle que el incendio forestal que asoló la zona de Almonaster la Real en los últimos días fue provocado, y que han localizado el origen del incendio en una finca aislada que pertenecía al inspector jefe Alberto Montes. Todo lo que había en la casa ha quedado casi totalmente destruido, pero han encontrado un rudimentario temporizador, que creen que estaba adherido a un dispositivo incendiario que prendió fuego a una gran cantidad de gasolina.