Capítulo 25

Lunes, 29 de julio de 2002

Falcón le explicó el problema a Consuelo. Ella le escuchó como si diagnosticara una enfermedad: comprendiéndolo sin asimilarlo. Le preguntó si había tenido noticias de su hermana y los niños. Consuelo dijo que a última hora de la mañana había aparecido un agente para vigilarlos. Falcón la besó y volvió al coche. Antes de que él se alejara, Consuelo cerró la puerta con llave.

De Jefatura le informaron que habían enviado tres coches más al incidente de la calle Tabladilla, en el cruce con la calle Cardenal Ilundain.

—No quiero que haya aparcado ningún coche, ni aglomeraciones —dijo Falcón—. Quiero hombres en todas las salidas, incluyendo la subterránea del garaje, si es que hay alguna. No hay que permitir que nadie entre en el edificio. Pon dos hombres en el tejado y dos más en la escalera, en el piso de arriba y en el de abajo del apartamento. Evacúa a la gente que vive encima, debajo y delante del apartamento.

»A los habitantes de los demás apartamentos hay que decirles que no se muevan. Y que alguien con binoculares entre en algún apartamento del edificio de enfrente desde el que pueda verse claramente el lugar de los hechos.

Le repitieron las órdenes para confirmarlas y le dijeron que el apartamento pertenecía a la hermana del juez Calderón, que en ese momento estaba de vacaciones en Ibiza.

Los anuncios de la avenida de Kansas City parpadeaban mientras Falcón entraba de nuevo en Sevilla. Tuvo que cruzar toda la ciudad, pero había poco tráfico, y en veinte minutos había atravesado el cordón policial y aparcado en la calle Tabladilla, delante de un edificio del Gobierno, a unos cincuenta metros del lugar de los hechos.

La calle estaba vacía, aparte de algunos agentes que no se apartaban de las tiendas de la larga recta de la calle. Uno de los agentes le dijo que todo estaba tranquilo. Llamó por radio a su compañero del bloque de delante, que buscaba un punto de observación. Estaba en el apartamento 403 que daba a la calle Tabladilla.

Era una noche agobiante, y a Falcón se le llenó el pelo de sudor mientras cruzaba la calle hacia el bloque de pisos de color gris y recubierto de piedra con balcones cromados. Era la clase de sitio que compraría una joven y próspera profesional.

Cogió el ascensor hasta la cuarta planta, y le dejó entrar un joven vestido con pantalón corto que no sentía el menor interés por lo que estaba pasando. Por la televisión daban una película. El joven estaba sentado en el sofá con su novia, bebiendo cerveza.

El agente estaba en el balcón, y con los binoculares miraba al otro lado de la calle.

Se los entregó a Falcón. Había mucha vegetación colgando de los balcones de los apartamentos de enfrente. Casi todos tenían las persianas echadas. El lugar de los hechos fue fácil de encontrar. Era el único apartamento iluminado. No había persianas echadas ni cortinas corridas. Había un metro y medio de muro entre el ventanal y las puertas correderas que daban al balcón. Calderón y Maddy estaban sentados en el sofá, uno junto al otro. El juez estaba rígido, los pies y las rodillas juntos, los brazos cruzados y apretados delante del pecho. Maddy Krugman estaba casi recostada en el sofá, de una manera absurdamente relajada. Los dos iban vestidos como si fueran a salir a cenar. A juzgar por la dirección hacia donde miraban, Marty Krugman estaba delante de ellos, de espaldas a la pared que separaba la ventana del balcón. Falcón pudo verlo un instante. No llevaba chaqueta, y una franja oscura de sudor le bajaba por la parte de atrás de la camisa arrugada.

También llevaba una pistola en la mano izquierda.

Se acabó la película que daban por la tele y siguieron los anuncios. El joven se acercó a las puertas que daban al balcón.

—¿Qué ocurre?

—Una situación doméstica que se ha desmadrado —dijo Falcón.

—Oímos el disparo. Pensé que era la película.

—¿A qué hora?

—Poco después de las diez.

En ese momento eran las 10:40. Falcón inspeccionó las paredes del apartamento.

Encontró el agujero de la bala en la pared encima de la cabeza de Maddy Krugman.

Obviamente no se había tomado a su marido lo bastante en serio, y él le había recordado que aquello no era un juego ni la pistola era de broma. Falcón llamó al comisario Elvira y lo informó.

—¿Cuál era el estado mental de Krugman las veces que habló con usted?

—Es un intelectual con una vena obsesiva, propenso a las peroratas pero controlable. Sabe escuchar. Normalmente es una persona civilizada y culta, pero en estos últimos días está un poco alterado, probablemente por el lío de su mujer con el juez Calderón. Si es un psicótico, son los celos incontrolables los que le han hecho perder el control. Nuestra relación es buena. Existe respeto mutuo. Me gustaría entrar e intentar calmarlo.

—Muy bien. Primero llámelo por el teléfono fijo. Dígale que llamará a la puerta. Nada de sorpresas. García, de la brigada antiterrorista, va para allí acompañado de un tirador experto. Espere a que aparezcan.

—Krugman no es ningún terrorista.

—Ahora lo sé, pero no lo sabía cuando los mandé. Alerté a García cuando la información no era completa. De todos modos, tiene experiencia en esas situaciones.

García llegó unos minutos después. Falcón mandó a un agente para que lo acompañara hasta el apartamento. Salió al balcón con el tirador, que pareció satisfecho con ese ángulo y entró a montar el fusil.

—¿Va a entrar? —preguntó García.

—Conozco al hombre que está armado.

—Ustedes serán tres, y él está solo. No podrá perderlo de vista, lo que nos da más posibilidades.

—Creo que conseguiré calmarlo. Ese tipo no está loco ni drogado.

—Eso es bueno, pero si pierde el control, un tirador no tiene muchas oportunidades desde aquí sin poner en peligro la vida de los rehenes.

—¿De qué está hablando?

—Creo que sería mejor irrumpir en el apartamento y desarmarlo.

—No creo que lleguemos a ese extremo.

Convinieron algunas señales de emergencia y Falcón telefoneó al apartamento.

Maddy contestó antes de que Marty pudiera controlar la situación. Falcón le dijo que quería hablar con su marido.

—Es para ti —dijo irónicamente Maddy, y le entregó el teléfono a Marty.

—Aún no he hablado con los rusos —dijo Krugman, riendo entre dientes—. Estoy ocupado.

—Estoy aquí fuera, Marty —dijo Falcón saliendo del apartamento y bajando las escaleras.

—Ya me pareció que el disparo llamaría la atención —dijo Krugman—. Se suponía que esto era un asunto privado, pero Maddy puede llegar a ser muy cabezota, y tuve que demostrarle que no era un juego. De todos modos, ¿qué puedo hacer por usted, inspector?

Falcón cruzó la calle y comenzó a subir las escaleras hasta el apartamento de la hermana de Calderón.

—Quiero entrar y hablar con usted. Estoy al otro lado de la puerta del piso. ¿Quiere dejarme entrar?

—Y supongo que ahí fuera, con usted, hay una brigada de operaciones especiales.

—No, estoy solo.

—No pasa nadie por la calle.

—La hemos despejado para seguridad de todo el mundo, eso es todo —explicó Falcón—. No queremos que nadie resulte herido.

—Algunos ya han resultado heridos —dijo Krugman.

—Comprendo que…

—No, quiero decir heridos… físicamente —aclaró Krugman—. Esto no es lo que usted piensa.

—Entonces ¿qué es?

—Algo privado. Ya es tarde para mediaciones.

—No he venido a hacer de mediador.

—Entonces ha venido a ser testigo de la destrucción de las vidas de las personas.

—No, desde luego tampoco he venido para eso —dijo Falcón—. Sólo he venido a escuchar su historia.

—Ya le dije a Maddy que en nuestro país no hay policías como usted —dijo Krugman—. Allí les gusta la gente de cabeza cuadrada que encaja perfectamente en un torno. Así pueden estrechársela más fácilmente. No ven los colores ni los matices, sólo el blanco y el negro.

—Sólo nos metemos en las vidas de la gente en momentos de crisis —dijo Falcón—. A veces tenemos que simplificar, eliminar el gris. Intento no hacerlo, eso es todo. Voy a llamar al timbre y me gustaría que me dejara entrar.

—Muy bien, inspector jefe, puede entrar. Necesito un hombre justo que me escuche. Pero primero ha de saber una cosa. Si entra, lo único que conseguirá es ponerse en peligro. No afectará al resultado. Ya está escrito. El destino lo dictó hace algún tiempo.

—Entiendo —dijo Falcón, y llamó al timbre para mantener la presión.

Calderón abrió la puerta. Sudaba profusamente y temblaba en el frío del apartamento. Tenía los ojos hundidos y suplicantes de un mendigo. Maddy Krugman estaba de pie detrás de él con una expresión feroz y, detrás de ella, Marty apuntaba con la pistola a la nuca de Calderón.

—Entre, inspector. Cierre la puerta, dé dos vueltas con la llave y ponga la cadena.

Krugman estaba tranquilo. Mientras Falcón echaba la llave y la cadena, hizo que los otros dos se echaran en el vestíbulo, las manos detrás de la cabeza. Krugman cacheó el tronco y los muslos de Falcón, y a continuación quiso ver sus tobillos.

Luego entraron todos en la sala. Calderón y Maddy volvieron a sentarse en el lugar que ocupaban antes. Los movimientos de ella eran bastante lánguidos, como si nada de todo aquello le interesara, y no fuera más que una tediosa reunión familiar a la que se había visto obligada a asistir.

—Me sentaré aquí —dijo Falcón, eligiendo una butaca que quedaba cerca de las puertas correderas, para que García pudiera verlo con claridad.

—¿Por qué no viene con nosotros, aquí en primera fila? —preguntó Maddy.

—Está bien ahí —dijo Krugman.

—¿Cómo entró en el apartamento, Marty? —preguntó Falcón.

—A los amantes les gusta salir a cenar.

—No somos amantes —replicó Maddy, irritada.

—Los esperé fuera.

—Cree que somos amantes —dijo Maddy, intentando explicarle a Falcón lo absurdo de la idea.

—Si no lo sois, ¿qué coño haces aquí, entonces? —preguntó Marty en inglés—. ¿Qué coño haces en este apartamento, vestida así, saliendo a cenar… si no sois amantes?

—Su esposa quiere responder sus preguntas, Marty —dijo Falcón—, pero la gente se pone nerviosa si le acercan una pistola a la cara. Se ponen a la defensiva, se enfadan…

—O cierran la puta boca… —dijo Marty, moviendo el cañón de la pistola hacia Calderón.

—Está acusándolo de ser el amante de su mujer. A lo mejor cree que es mejor quedarse callado.

—Huelo su miedo.

—Esa pistola está cargada.

—Cuando haces lo que hace él, tienes que estar preparado para esto.

—No sé cuál es tu problema, Marty —dijo Maddy—. Desde el primer día supiste que Esteban venía por casa, como todos los demás, para llevarme a la cama. También sabías que no me interesaba. No es mi tipo.

—Te conozco, Maddy. Sé cómo funciona tu cabeza… acuérdate. Aquí tus relaciones públicas no van a servirte de nada, porque estos dos tipos no van a poder ayudarte… aun cuando crean lo que dices.

—¿Qué te ha pasado, Marty? —preguntó Maddy, su cara repentinamente convertida en una máscara de profunda preocupación.

—Que te he conocido —dijo él, los ojos muy abiertos y feroces.

—Aquí tiene mi problema —contestó Maddy, volviéndose hacia Falcón—. ¿Cómo se puede vivir así? Yo he vivido siempre así, y necesito algo que me relaje. Es demasiado intenso. Así que salgo con Esteban. Es encantador. Me halaga…

—Te halaga —dijo Marty—. ¡Por adulación! ¿Vas a decirme que haces todo esto por un poco de adulación? ¿Estás completamente loca?

—Cálmese, Marty —ordenó Falcón.

—Ahora la zorra quiere un poco de adulación —dijo Marty—. Va a tirar por la ventana casi doce años de matrimonio por un poco de adulación. Yo puedo adularte. Adularte está chupado. Haces que Man Ray parezca un jodido aficionado, cariño.

¿Qué te ha parecido esto? La gente no podrá pronunciar el nombre de Lee de los cojones Miller sin pronunciar el tuyo. ¿Quieres algo más?

—Marty —dijo Falcón, y la cabeza de Marty se volvió bruscamente—. Merece respuestas, y las tendrá, pero esto es una situación doméstica. No hay por qué sacar una pistola. Deme la pistola y…

—En nuestro país tenemos derecho a usar pistola por cualquier motivo. Así es como nos educan. Está en nuestra Constitución.

—Déjalo ya, Marty —dijo Maddy, aburrida y estúpida.

—No entiende el motivo de todo esto, inspector —dijo Marty, agarrando la pistola con más fuerza—. No sabe lo que he hecho por ella.

—¿Qué, Marty? ¿Qué? —dijo Maddy—. ¿Qué has hecho por mí?

Marty vaciló. Toda lógica pareció disiparse en su interior. Sus conexiones nerviosas, tan cuidadosamente establecidas, sufrieron un cortocircuito. Una parte de él sabía por qué estaba allí; en su interior rompió una inmensa ola de incertidumbre.

Pero había otra parte de él que consideraba que todo eso era un completo misterio.

Era lo habitual. Quería salir, pero no podía. No quería estar con ella, pero no podía resistirse a su órbita.

—Estoy aquí por lo que hice por ti —dijo Marty—. Eso nos une eternamente.

—¿Qué hizo por ella, Marty? —preguntó Falcón.

—Es una larga historia.

—Tenemos tiempo.

—Tenga cuidado —dijo Maddy—. No sabe lo mucho que le gusta hablar a este tipo. Dele permiso y le hará el discurso del Estado de la Unión elevado a la décima potencia.

—Déjale hablar —dijo Calderón, con los labios tensos y blancos.

Silencio. Marty parpadeó para quitarse el sudor de los ojos. Pasaron los segundos y parecieron minutos.

—Vivíamos en Connecticut —dijo, como si relatara unos hechos históricos—. Yo trabajaba en Manhattan. Maddy trabajaba a tiempo parcial en la ciudad. Yo trabajaba mucho. Llegaba el fin de semana y tenía la sensación de haber estado de viaje, porque durante el resto de la semana sólo veía la casa de noche. Una mañana, en el trabajo, me desmayé y me golpeé la cabeza con la mesa. Me mandaron a casa. Maddy tenía que estar allí, pero cuando llegué había salido. Me fui a la cama y me dormí. Me desperté y me dije que había dejado que mi vida se descontrolara. Decidí que había llegado el momento de cambiar. De tomarme unas vacaciones. Nos iríamos a vivir a Europa. Estaba asomado a la ventana del dormitorio, pensando en todas esas posibilidades, cuando la vi llegar a casa. Nunca la había visto caminar de ese modo.

»Brincaba… como brinca una niña. Y me di cuenta de que estaba observando a una persona muy feliz.

»Bajé a recibirla. Cuando entró por la puerta, me di cuenta de que, en cuanto me vio, su cara se ensombreció. Toda su felicidad y alegría desaparecieron. Los pies se le volvieron de plomo. Me sonrió como si yo fuera un pariente enfermo mental. Y comprendí que quien la hacía feliz era otro.

»No le conté mis planes, sólo le comenté lo de mi accidente. Comencé a vigilarla, y me fijé en cosas que antes se me habían pasado por alto. No hay nada como la sospecha para aguzar la vista y afinar el oído. Comencé a delegar mi trabajo en los más jóvenes. Sacaba tiempo de donde podía. La espié y descubrí lo de Reza Sangari.

Marty utilizó el arma para secarse la frente. Le costó pronunciar ese nombre. Se pasó la lengua por los labios.

—Soy un buen espía, ¿sabe? —dijo—. No lo bastante bueno como para que la mujer con la que vivía no acabara descubriéndome, pero sí para averiguarlo todo de Reza Sangari. Muy pronto me enteré de que veía a otras mujeres. Las veía siguiendo una estricta agenda. Françoise unos días, Maddy otros, Helena otros, y muchas más en medio. Fue fácil.

—¿Qué fue fácil? —preguntó Maddy, que ya no fingía aburrimiento.

—Hacerte ir a la ciudad un día que no te tocaba ir a verlo. Comimos juntos, ¿te acuerdas? Y por la tarde supe que no serías capaz de resistirte. Era martes, y le tocaba a Helena. Yo estaba allí cuando ella salió de casa, y para ti fue como una bofetada.

»Estabas de pie en el portal al otro lado de la calle. Podría haberme acercado a ti, ofrecerte un cigarrillo y fuego y no me habrías visto, de lo concentradamente que mirabas su puerta. Yo estaba allí cuando cruzaste la calle para subir y sacarle los ojos cuando te encontraste con otra. No sabía su nombre. No era una de las habituales…

—¿Estabas allí? —preguntó Maddy.

—Volví contigo en el tren. Te vi arrastrarte hasta casa. Estuve contigo todo el tiempo.

—Eres un puto enfermo, Marty Krugman —dijo Maddy.

—Te pagué con tu misma moneda —dijo Marty—. Seguí vigilándola, ¿sabe, inspector? Me convertí en un adicto. Me vi haciendo lo que ella hacía en sus fotos. Observándola cuando estaba dormida. Escuchándola cuando pensaba que estaba sola.

»Y cómo lloró. Nunca he oído a nadie llorar así. Lloraba como un perro enfermo que vomita. Lloraba con la cara contra el suelo del lavabo, como si los pulmones le fueran a salir por la garganta. ¿Alguien ha llorado así por usted, inspector?

Falcón negó con la cabeza.

—¿Alguna vez ha visto a alguien que ama llorar así por otra persona? ¿Llorar hasta perder el sentido, hasta que los órganos se agarrotan?

Falcón volvió a negar con la cabeza.

—No volvió con él —dijo Marty—. El orgullo que hay dentro de esa mujer es imposible de medir. Es más gordo que un Buda. Y a él recurrió desde aquel momento. Y el orgullo se transformó en furia. Solía subir al desván y chillar. Chillaba hasta destrozarse la laringe.

—¿Alguna vez habló con alguien de esto? —preguntó Falcón.

Marty negó con la cabeza.

—Entonces comenzó a escribir… y Maddy no es de las que escriben —dijo Marty—. Jamás en su vida ha llevado un diario. Sus fotografías son su diario. Pero unas semanas después de comprender de qué clase de hombre se había enamorado, comenzó a escribir. ¿Y por qué cree que comenzó a escribir, inspector?

Falcón se encogió de hombros.

—Porque sabía que yo la vigilaba. Sabía que me moría de ganas de verlo. Y era cierto. Tenía que verlo. Tenía que saberlo. Había invertido en su dolor y quería mis dividendos.

»Guardaba los cuadernos bajo llave, pero yo conseguí llegar hasta ellos. Sé que le interesa la psicología, inspector. Y lamento que esos papeles ya no existan, porque dudo que alguna vez haya visto algo más espantoso que los garabatos de Maddy Krugman. No sólo quería verlo muerto, inspector. Quería que muriera después de una tortura prolongada y asistida por un médico. Ya sabe, estoy seguro de que el sexo y la tortura de algún modo están conectados en el cerebro humano. Maddy lo creía, ¿verdad, cariño?

—No sé de qué estás hablando, Marty —dijo Maddy—. Desde luego éste es tu viaje, y lo haces tú solo.

—¿No te acuerdas de «la lengua del amante como un electrodo en el pezón»? ¿Ni del tacto de su pene «como una aguijada en la vagina»? Tú escribiste estas cosas.

—¿Y qué hizo al respecto, Marty? —preguntó Falcón.

—Hice lo que ella quería que hiciera. Lo planeé todo para un sábado por la tarde. Era otoño, oscurecía temprano, y los fines de semana la zona donde vivía Reza Sangari estaba casi en silencio. Fui a verlo. Me presenté. Me dejó entrar en su apartamento y escuché sus disculpas. Tenía una voz suave. Era seductora como la de un torturador que no quiere averiguar nada, sólo causarte dolor. Me quedé entre las carísimas alfombras de seda, donde se había follado a mi mujer, lleno de rabia por la facilidad con que pronunciaba sus excusas. Fue sorprendentemente fácil matarlo a golpes. ¿Lo ha oído, inspector? Yo, Marty Krugman, culto, intelectual, esteta, el hombre que encuentra detestable la sola idea del toreo, descubrí que era sorprendentemente fácil golpear a un hombre hasta matarlo. Y también descubrí otra cosa: la violencia que fluyó por mis venas en ese momento. Nunca había sentido un poder así.

»Volví a casa en la oscuridad, el hombre de las cavernas con su garrote, y ella me recibió con un delantal. Preparó una cena especial y comimos a la luz de las velas. Fue otra de nuestras cenas sin palabras, sólo que ésa fue distinta, porque cuando acabamos se quitó la ropa y me pidió que la follara. Y yo, con esa nueva sangre en las venas, la complací. Y ése, inspector, fue un polvo para recordar. Por fin descubrí lo que le ponía a Maddy Krugman.

—No te lo creas demasiado, Marty —dijo ella llena de desprecio.

—Sea como fuere, se acabó la locura en aquella casa. Volvimos a vivir como seres humanos. Pocos días después en las noticias apareció la noticia del asesinato de Reza Sangari y ella permaneció totalmente impasible. Fumamos porros, comimos magníficamente, bebimos vino caro y follamos de manera muy violenta.

»El fin de semana, el FBI vino a casa. Querían hablar con Maddy en privado. Les dejé que hablaran. Luego quisieron hablar conmigo. Ella preguntó si podía antes hablar conmigo. Nos metimos en nuestro papel sin decir palabra. Entró en la cocina y me habló de Reza Sangari por primera vez. Mi interpretación fue impecable. Me comporté como si aquella noticia me dejara atónito, cuando, de hecho, lo que me dejaba atónito era la brillantez de nuestra actuación.

»Los policías se fueron, pero regresaron una y otra vez. Yo no tenía coartada. Tenía un móvil. Me habían visto entrar en la ciudad el sábado, aunque estaba casi seguro de que nadie me había visto volver. Vinieron a verme al trabajo. Me apretaron las tuercas.

—¿Y la única vez que usted y Maddy hablaron de Reza Sangari fue cuando los agentes del FBI fueron a su casa? —preguntó Falcón.

—Y nunca volvimos a mencionar el asunto —dijo Marty—. La investigación del asesinato terminó de repente. Descubrieron que Sangari tenía muchas deudas debido a su afición a la cocaína. Lo consideraron un asesinato relacionado con la droga. Vinimos a Europa. La sangre se me calmó.

Maddy Krugman farfullaba de incredulidad.

—Todo eso está sólo en tu cabeza, Marty —dijo—. Pura fantasía.

—Y ahora hace lo mismo con nuestro amigo el juez —dijo Marty, girando la pistola hacia Calderón—. Quiere que lo mate, señor Calderón. ¿Y sabe por qué?

La cabeza de Calderón se movió sobre su cuello tembloroso.

—Porque lo odia. Odia todo lo que usted representa: el macho errante y depredador que planta su semilla allí donde puede. Ahora la conozco, como no he conocido a nadie en mi vida. Cuando matas por otro se establece un vínculo muy profundo. Le digo, juez Calderón, que la idea de verlo muerto la excita sexualmente. Ahí tendido con los ojos abiertos y un agujero en su corazón de pedernal. Eso la pondría de verdad.

—¡Cállate, Marty! —bramó Maddy—. Cierra la puta boca.

—Descubrí ese plus inesperado. Duró bastante. Nos unió. Estimuló nuestra… vida sexual —dijo, como si estuviera perplejo por lo poco que eso significaba ahora.

—¿Hasta…? —preguntó Maddy, respirando pesadamente a causa de su arrebato.

—¿Hasta qué? —dijo Marty.

—Hasta que comenzaste a pensar otra vez, maldito idiota. Hasta que desapareciste dentro de tu puta cabeza. Yo estaba enamorada de Reza Sangari. Él se veía con otras mujeres. Dejé de verlo. Y luego lo mataste… ¿lo hiciste de verdad, Marty? Quizá todo sean imaginaciones tuyas. Tus extrañas fantasías. Yo no te enredé para que lo asesinaras. Si lo mataste, lo hiciste por tu cuenta y riesgo. Y cuando murió, te necesité y allí estabas, y eso fue lo que nos unió. Esa mierda que estás diciendo de Esteban, no sé de dónde…

—En esta historia falta algo —dijo Falcón—. Hay un gran intervalo entre el momento en que el FBI le presionaba y su aparición en Sevilla como vecino de Rafael Vega.

Las tres caras se volvieron hacia Marty, que se cambió la pistola de mano, se secó la palma con los pantalones, y la volvió a coger con la izquierda.

—¿Qué pasó, Marty? —preguntó Falcón—. Los de Homicidios no suelen dejar escapar a alguien que tuvo la oportunidad, un móvil y ninguna coartada. Los del FBI no son diferentes. Cuando llevamos años en el oficio desarrollamos un instinto para detectar a los asesinos, y los apretamos hasta que se derrumban. ¿Por qué no nos cuenta por qué lo dejaron en paz?

Marty Krugman se encogió de hombros. Qué demonios.

—Conocí a alguien en un tren —dijo.

Maddy se incorporó y frunció el ceño.

—La gente no habla demasiado en los trenes de cercanías, y normalmente no te preguntan qué piensas de tu país pero, por alguna razón, ese tipo quería conocer todas las famosas teorías de Marty Krugman. Quería saber lo buen estadounidense que era. Quería saber lo intenso que era mi miedo, lo voraz que era mi codicia. Al pensarlo en retrospectiva, creo que fue el miedo lo que me hizo merecedor del trabajo. Le dije que quería que Estados Unidos siguiera siendo el país más poderoso de la tierra porque, si está al mando, sé a qué atenerme. Unos días más tarde volvimos a encontrarnos y fuimos a dar una vuelta por Bryant Park, detrás de la Biblioteca Pública de Nueva York. Hacía un frío que pelaba. Cerca hay un buen sitio para comer: el Bryant Grill. Y allí fue donde ese hombre me reveló que comprendía la naturaleza de mi problema y que podía solucionarlo.

—¿Cómo se llamaba ese hombre? —preguntó Falcón, mirando a Maddy.

—Foley Macnamara —dijo Marty sin inmutarse.

Maddy parpadeó, abrió ligeramente la boca.

—Nos hicimos habituales del Bryant Grill. Foley me contó lo importante que era la presentación para mantener el control. Que el fin justifica los medios, y que los medios deben ejecutarse necesariamente de manera brutal e implacable a fin de recordar a aquéllos que tienen afán de poder con quién se enfrentan. Dijo que eso era parte del trabajo de la Agencia: mantener la imagen, ser leal a la firma.

—¿La Agencia? —dijo Maddy, incrédula—. ¿Qué agencia, Marty?

—Fue entonces cuando le pregunté si era de la CIA, y me dijo que no.

—Oh, mierda, Marty… no —dijo Maddy—. Finalmente has perdido la chaveta del todo. La Agencia. Por Dios.

—Dijo que era asesor, y que proporcionaba información a ciertos departamentos. Dijo que sólo trabajaba en el sector financiero y político, nunca en el militar.

»Le gustó mi perfil: yo nunca había trabajado para el Gobierno, tenía una carrera bien documentada como arquitecto, ya hablaba un español casi perfecto. Lo único que tenía que hacer era ir a Sevilla y contactar con una inmobiliaria que nos instalaría junto a Rafael Vega.

—Para empezar, Marty, nuestra intención no era venir a Sevilla. Si lo recuerdas, alquilamos una casita en la Provenza. Era allí donde íbamos a pasar un año, íbamos a intentar vivir como cuentan en ese estúpido libro… si es que lo recuerdas.

—Pero fuimos a Barcelona, a ver a mi viejo colega Gaudí, y acabamos en Sevilla, Maddy —dijo Marty—. Todo lo que tenía que hacer era tenerlos informados de lo que hacía Vega: su situación, qué pensaba y qué planes tenía. A cambio, reencauzarían la investigación de Reza Sangari en otra dirección. Seríamos libres de dejar el país y comenzar una nueva vida. No se planteó que yo tuviera que admitir mi culpa.

—Esto es una locura —dijo Maddy, enterrando la cara en las manos—. No puedes contarle todo esto a esta gente.

—¿Sabía a quién estaba espiando? —preguntó Falcón.

—Sólo lo averigüé cuando comenzaron a pasar cosas en la vida de Rafael Vega. La teoría era que cuanto menos supiera yo, más convincente sería.

—¿Quién era su contacto en Sevilla?

—Su nombre en clave era «Romany». Me encontraba con él en el río, entre los puentes.

—¿Le reveló la verdadera identidad de Rafael Vega?

—No me diga que se traga este rollo, inspector —dijo Maddy—. Porque puedo decirle… Lo que quiero decir es que esto demuestra que estamos tratando con un demente.

—Yo sólito lo averigüé todo de él —dijo Marty, sin hacerle caso—. Lo que significa que durante meses no me enteré de nada. Hablábamos de todo, pero nunca contaba nada de sí mismo. Era completamente hermético hasta que, a final del año pasado, se emborrachó mucho estando conmigo y comenzó a hablar de su «otra vida». No me enteré de todo de una vez. Tuve que ir encajando las piezas a partir de una serie de conversaciones, pero la causa de su aflicción era que ya había estado antes casado, con una mujer que había muerto hacía algunos años en Cartagena de Indias. Tenían una hija, que se había casado y tenido hijos. Se mantenía en contacto con ella, y las noticias que había recibido a finales de año era que ella, su marido y sus hijos habían muerto al ser arrollados por un camión en la carretera. Fue un golpe demoledor y, claro, sólo me tenía a mí para hablar.

—¿Estaba convencido de que había sido un accidente? —preguntó Falcón.

—En el estado de confusión y congoja en el que vivía, afloró su verdadera paranoia —dijo Marty—. No sabía si se trataba de una venganza de sus enemigos o de un castigo divino.

—Entonces, ¿le contó lo que había hecho en su «otra vida»? —preguntó Falcón—. ¿Por qué tuvo que alejarse de su mujer y su hija?

—No exactamente —dijo Marty—. Me contó que había empezado a ver caras del pasado.

Maddy extendió las manos como si eso fuera una prueba del delirio de su marido.

—¿En sueños? —preguntó Falcón.

—Creo que empezaron siendo sueños, y que más tarde sueño y realidad comenzaron a confundirse, y que eso era lo que le asustaba. Mientras fueron caras soñadas, le intrigaba por qué su mente había elegido ésas. En cuanto comenzó a ver esas caras en personas vivas, creyó enloquecer. No le consultó a nadie su problema.

»Dijo que había comenzado a tomar algo para la ansiedad. Pero las caras seguían apareciéndosele en parques, cafés y tiendas, y seguía sin entender quiénes eran.

»Resultó que había estado en el ejército —dijo Marty—. Y mediante una sencilla deducción razoné que había estado implicado en el golpe militar chileno de 1973. Le dije que durante el levantamiento de Pinochet habían ocurrido cosas muy desagradables, y que quizás esas caras eran de gente que había sufrido a manos del régimen. Mientras lo decía, supe que había dado en el blanco. Se quedó ensimismado y empezó a hablar solo. Le oí decir: “Fueron los que no llamaron a sus madres”. Creo que se trataba de gente a la que había torturado.

—¿Por eso lo mató, Marty? —preguntó Falcón.

—Entiendo que tenga que dejar los cabos atados, inspector —dijo Marty—. Cuélgueme el muerto si ha de hacerlo. Pero era un hombre que iba a hacer el trabajo él mismo.

—¿Y qué me dices de la Agencia? —preguntó Maddy, esta vez más provocadora.

—Ellos no lo querían muerto —dijo Marty—. Todavía no habían averiguado lo que querían saber.

—¿Y qué era? —preguntó Falcón.

—No lo sabían. Sólo estaban seguros de que él tenía algo que podía perjudicarles a ellos o a sus intereses.

—¿Crees que esta gente va a tragarse todas estas chorradas? —dijo Maddy, en un tono agudo y chirriante—. ¿Mi marido un agente secreto de la CIA? Eres patético, Marty Krugman. Eres patético, joder, siempre lo has sido.

—Y ahora, caballeros —dijo Marty—, esto se acabó.

La bala entró por el lado derecho del pecho izquierdo de Maddy. Marty se dejó caer en el suelo deslizando la espalda contra la pared. Se llevó el cañón de la pistola a la boca. Falcón se lanzó a por él para intentar quitarle el arma, pero todo estaba calculado. Marty apretó el gatillo y la pared blanca que tenía detrás se salpicó de rojo.