Lunes, 29 de julio de 2002
Falcón se despertó de la siesta y apagó el despertador de un golpe. Se quedó tendido en la oscuridad con los brazos abiertos, jadeando como si acabara de emerger a la superficie de un lago profundo con los pulmones a punto de estallar.
Algo se había afianzado en su mente. Lo que antes había sido una inconcreta aversión hacia Ignacio Ortega había tomado forma y se había convertido en la determinación de meter en chirona el mayor tiempo posible a ese pedófilo.
Disfrutaba de la cólera como había hecho Ferrera cuando se hizo policía y recorría las calles de Cádiz con la esperanza de encontrar a los animales que la habían violado.
Se duchó sin dejar de pensar en Ignacio Ortega. Era un tipo astuto. Cómo había mentido abiertamente en su primer encuentro. Esa estudiada presentación de medias verdades. Se preguntó si todo había sido producto de la envidia: «Yo sólo era un electricista, y él un actor famoso». Dos hombres que han compartido la misma infancia brutal. Uno se convierte en actor famoso y se evade interpretando papeles distintos, mientras que el otro, anónimo y lleno de odio, mancilla la inocencia de los niños. ¿Acaso en la mente de Ignacio eso constituía una especie de compensación?
Mientras se vestía, Falcón recordó algo que le había venido a la mente mientras hablaba con Ramírez de los nombres que había en la libreta de direcciones de Vega.
Sólo había un Ortega, sin inicial. Cuando llegó a Jefatura, fue a buscar la libreta a la sala de pruebas. Era cierto, no había ninguna inicial, y el número, de un móvil, era de Ignacio. Se le ocurrió otra idea. Llamó a Carlos Vázquez.
—¿A quién utiliza Construcciones Vega para instalar los sistemas de aire acondicionado de sus edificios?
—Se saca a concurso —dijo Vázquez—. Hay cuatro o cinco empresas que compiten entre sí.
—¿Hay alguna que consiga más contratos que otra?
—Yo diría que el setenta por ciento de los contratos se los lleva AAC, Aire Acondicionado Central de Sevilla. Pertenece a un hombre llamado Ignacio Ortega, que sólo pone un precio excesivo cuando no puede hacer el trabajo.
Llamó a Construcciones Vega y preguntó por Marty Krugman; aún no había llegado. Lo llamó al móvil y Krugman contestó. Por el ruido, parecía estar en medio de un denso tráfico. La cobertura era mala.
—No debería hablar con usted, inspector, ¿recuerda? —dijo en tono jovial—. Aún no he hablado con nuestros fríos amigos de Europa oriental.
—Sólo una pregunta sobre los proyectos de los rusos: ¿a quién contrató para instalar los sistemas de aire acondicionado?
—A nadie. Yo no me encargaba de eso. Rafael me dijo que había contratado a una empresa que se llamaba AAC.
—¿Le dieron un presupuesto competitivo?
—Rafael dijo que el cliente ya lo había autorizado.
—¿Y cómo lo explica?
—Normalmente significa que a AAC se le debe un favor, probablemente porque han hecho otro trabajo para ellos muy barato.
—¿Conoce a Ignacio Ortega, de AAC?
—Claro. Trabaja mucho para la empresa. Un tipo tozudo. ¿Tiene algo que ver con Pablo?
—Son hermanos.
—Pues no lo parecen.
—¿Qué puede decirme de Ignacio y el señor Vega? ¿Qué relación tenían?
—Nada.
—¿Eran amigos íntimos?
—Ya se lo he dicho, inspector, no sé… —Falcón no oyó el final de la frase, porque empezaba a fallar la cobertura.
—¿Podemos hablar de esto en persona? —preguntó Falcón, pensando en ese momento en lo que Guzmán había dicho.
—Le diré lo mismo —dijo Krugman—. Y además, ahora estoy ocupado.
—¿Dónde está? Iré a verlo. Tomaremos una cerveza antes de cenar.
—Ahora me quiere, inspector. ¿A qué debo el placer?
—Sólo quiero hablar —gritó Falcón a través de la cobertura quebradiza.
—Ya le he dicho que los rusos aún no se han puesto en contacto conmigo.
—No quiero hablar de los rusos.
—Entonces, ¿de qué quiere hablar?
—No puedo decirlo… Es decir, de lo que quiero hablar es de Estados Unidos.
—Me está entrando nostalgia de la época de la Guerra Fría —dijo Krugman—. ¿Sabe?, es interesante… los rusos son una fuerza mucho más eficaz como mafia que como comunistas.
La señal se perdió del todo. Falcón volvió a llamar. El número no estaba disponible. Ramírez asomó la cabeza por el despacho. Falcón le informó de lo de Salvador e Ignacio Ortega mientras Ramírez lo escuchaba con la cara apoyada en la mano, la boca abierta, una expresión inteligente. Antes de que pudiera formular ninguna pregunta, Falcón le informó de la conversación con Guzmán, que lo dejó con los párpados a media asta.
—Joder —dijo al cabo de unos momentos, no especialmente impresionado por los acontecimientos—. ¿Has hablado con Krugman de eso?
—Acabo de perder la señal de su móvil y, de todos modos, tenemos que vernos cara a cara si voy a hablar con él de sus actividades paralelas para la CIA.
—Yo no me lo creo —dijo Ramírez—. Creo que Virgilio Guzmán vive en un mundo fantasioso de teorías conspiratorias. Estamos en Sevilla, no en Bilbao. Creo que tanto espiar a ETA y a la Guardia Civil le ha aflojado los tornillos.
—Vamos, José Luis, es un profesional respetado.
—También lo era Alberto Montes —dijo Ramírez—. ¿Qué crees que está haciendo aquí Guzmán?
—Algo con menos presión que lo que hacía en Madrid.
—En mi opinión —dijo Ramírez, haciendo un gesto en la sien con el dedo—, el tipo está chiflado.
—¿Se trata de algo basado en una investigación empírica, o es sólo algo que notas en las tripas? —preguntó Falcón—. ¿Qué me dices de la teoría de Guzmán con relación al papel que Vega tenía en la mano? ¿Eso también es una chorrada?
—No, eso me parece acertado. Me gusta. No nos ayuda, pero me gusta —dijo Ramírez.
—Sí nos ayuda; limita el campo de investigación para el FBI —aseguró Falcón—. ¿Aún no has tenido noticias de ellos?
Ramírez negó con la cabeza.
—Quiero encontrar a Krugman —dijo Falcón.
—Estás empezando a pensar que fue él quien mató a Vega.
—No descarto nada. Tuvo la oportunidad, dado que Vega le habría dejado entrar en su casa a cualquier hora de la mañana. Y ahora tenemos un posible móvil, aun cuando te parezcan fantasías de Guzmán. También me preocupa Krugman. Cuando fui a verlo, después de que habláramos con Dourado, me pareció inestable. Miraba por la ventana con unos binoculares.
—Probablemente quería ver si su esposa se estaba follando al juez Calderón, motivo por el cual no tenemos nuestra orden de registro.
—Así que crees que, de alguna manera, Vega llevaba a cabo una «operación» —dijo Falcón—. Y crees que lo que guarda en su caja de seguridad va a ser importante para nosotros. Y no crees que Krugman…
—Yo no utilizaría a Krugman para nada, joder, y mucho menos para una «operación» —dijo Ramírez—. Es un tipo demasiado imprevisible. Tiene demasiadas cosas en el cerebro. Pero si me das su número de móvil, tendré a los chicos de la centralita llamando sin parar, y si contesta, localizaremos la llamada.
—¿Algo nuevo con la investigación del caso Montes?
—Aún estamos esperando a que Elvira nos asigne un par de agentes más.
—¿El abogado ha recordado algo de la propiedad que añadió a la lista de bienes en el testamento de Montes?
—Sí, he pedido al Ayuntamiento de Aracena que investigue si había algún proyecto de urbanización en la zona.
—Eso está en la sierra, ¿no?
Sonó el teléfono. Lo cogió Ramírez, escuchó, dijo que Falcón iba de camino y colgó.
—Alicia Aguado —dijo.
—Me gustaría que comprobaras dónde estaba exactamente Ignacio Ortega la noche que Rafael Vega fue asesinado.
—Creía que estaba en la playa.
—No entró en escena hasta que murió su hermano. Contacté con él por el móvil. Nunca comprobamos su coartada.
Falcón fue en coche hasta la calle Vidrio y esperó en los semáforos dando golpecitos nerviosos en el volante. Una sensación de fatalidad crecía en su interior, mientras fuera el calor implacable aplastaba a la ciudad agobiante.
Le puso a Alicia Aguado la cinta de la entrevista de Salvador Ortega mientras iban a la cárcel. Duró todo el viaje. Se quedaron en el aparcamiento escuchando el final y el silencio posterior, hasta que la cinta dejó de girar con un chasquido.
—Le pregunté si testificaría contra su padre —dijo Falcón—. Se negó.
—La gente como Ignacio Ortega conserva un tremendo poder sobre sus víctimas, que nunca dejan de temer a quien abusó de ellas —explicó Aguado mientras salían del coche.
Caminaron hasta la prisión. Ella se agarraba a su brazo.
—He hablado con un amigo mío que trabaja en la cárcel —dijo Aguado—. Evalúa a presos de comportamiento conflictivo. Aunque él no llevó el caso de Sebastián cuando le aplicaron la incomunicación, se enteró de lo que había pasado. No hubo signos de comportamiento conflictivo. Sebastián se mostró inteligente, amistoso y totalmente afable… lo que, me doy cuenta, tampoco significa nada. Pero mi amigo me dijo algo interesante. Todos pensaron que Sebastián no sólo se sentía feliz de estar donde estaba, sino también aliviado.
—¿De estar lejos de los otros reclusos?
—No podía decirlo. Sólo dijo que se sentía aliviado —respondió Aguado—. Y por cierto, me gustaría hablar con Sebastián a solas. Pero si hay una sala en la que puedas observar desde el exterior, me interesaría que presenciaras la sesión.
El director los recibió y dispuso que la entrevista se celebrara en una de las celdas «seguras», donde se tenía en observación a los presos que podían constituir un peligro para sí mismos. Disponían de circuito cerrado de televisión y grabadora.
Colocaron dos sillas en la celda, una junto a la otra en direcciones opuestas, imitando la butaca en forma de ése que Alicia Aguado tenía en su consulta. Ella se sentó de cara a la puerta. Trajeron a Sebastián, que se sentó de cara a la pared. La puerta estaba cerrada, pero había una gran cristalera reforzada de observación. Falcón se quedó sentado fuera.
Alicia Aguado comenzó explicándole su método. Sebastián le miraba un lado de la cara, apreciando sus palabras con la intensidad de un amante. Se remangó y le acercó la muñeca, y ella le puso los dedos en el pulso. Sebastián le acarició dos uñas con la punta del dedo.
—Me alegro de que haya vuelto —dijo—, pero no sé muy bien qué hace aquí.
—No es infrecuente que a los presos a quienes se ha comunicado alguna noticia perturbadora se les haga una evaluación psicológica.
—No creía que les hubiera causado ninguna preocupación. Me alteré, es cierto. Pero ahora estoy tranquilo.
—Fue una reacción muy fuerte, y está usted en régimen de aislamiento. A las autoridades les preocupa el efecto del dolor, las reacciones que pueda producir y las posibles repercusiones en la mente del preso.
—¿Cómo se quedó ciega? —preguntó Sebastián—. No ha sido siempre ciega, ¿verdad?
—No. Padezco una enfermedad llamada retinitis pigmentosa.
—En Bellas Artes conocí a una chica que la tenía —dijo Sebastián—. Pintaba, pintaba y pintaba como una loca… para plasmar todos los colores antes de quedarse ciega, porque después tendría que limitarse a lo monocromo. Me gusta esa idea, meter todo el color en los primeros años, antes de simplificarlo más tarde.
—¿Sigue interesándole el arte?
—No hacerlo. Me gusta contemplarlo.
—Oí decir que era muy bueno.
—¿Quién se lo dijo?
—Su tío —dijo Aguado, y frunció el ceño, recolocando los dedos en la muñeca.
—Mi tío no sabe nada de arte. Su sentido estético es nulo. Si hubiera pensado que mi obra era buena, me habría preocupado. Es la clase de persona que tiene leones de cemento en los postes de la puerta de entrada. En las paredes de su casa tiene paisajes de colores chillones. Le gusta comprar aparatos de música carísimos, pero no tiene gusto musical. Cree que habría que santificar a Julio Iglesias y que Plácido Domingo debería aprender alguna canción decente. Tiene un oído tan fino que es capaz de percibir el menor defecto en los altavoces de su aparato de alta fidelidad, pero es incapaz de distinguir una nota —dijo Sebastián, que no había dejado de mirar a Alicia Aguado ni un momento—. Me gustaría saber su nombre de pila, doctora Aguado.
—Alicia.
—¿Qué se siente al estar siempre en la oscuridad, Alicia? Me gusta estar en la oscuridad. Tenía una habitación en la que podía aislarme de la luz y los ruidos, y me quedaba echado en la cama con un antifaz de dormir. Por dentro era de terciopelo. Me lo ponía sobre los ojos y era suave y cálido como un gato. Pero ¿qué se siente al no tener elección, al estar siempre a oscuras sin manera de poder escapar a la luz? Creo que me gustaría.
—¿Por qué? —preguntó Alicia—. Complica la vida.
—No, no, Alicia, no estoy de acuerdo. Simplifica las cosas. Nos bombardean demasiadas imágenes, ideas, palabras, pensamientos, sabores y texturas. Elimine un sentido y piense en cuánto tiempo libre le deja eso. Puede concentrarse en el sonido. El tacto será muy excitante, pues a sus dedos no les aburrirá lo que la mente les dice que han de esperar. El sabor será una aventura. Lo único que te llegará será el olor, el delicioso olor de la comida. La envidio, porque redescubrirá la vida en toda su riqueza.
—¿Cómo puede envidiarme eso —dijo Alicia—, después de lo que se ha hecho a sí mismo?
—¿Qué me he hecho?
—Se ha aislado del mundo. Ha decidido que rechaza la vida en toda su riqueza.
—¿De verdad están preocupados por mí ahora que se ha muerto mi padre? —preguntó.
—Yo me preocupo por usted.
—Sí, es cierto. Me doy cuenta —dijo Sebastián—. Y ésa es la cuestión. Si fuera ciego conocería su belleza, y la capacidad de verla sólo afecta a la pureza de ese conocimiento.
—Estaba usted muy afectado por la muerte de su padre, y sin embargo no quiso leer la carta que le escribió.
—No es raro que la mente albergue dos emociones en conflicto al mismo tiempo. Lo quería y lo odiaba.
—¿Por qué lo quería?
—Porque lo necesitaba. Mucha gente lo veneraba, pero casi nadie lo quería. Era adicto a la veneración, que tomaba por amor. Cuando no había adoración no se sentía amado. De modo que lo amaba porque necesitaba que lo amaran.
—¿Y por qué lo odiaba?
—Porque era incapaz de corresponder a mi amor. Me abrazaba y me besaba, y luego me abandonaba, como si fuera una muñeca, para ir a buscar lo que él consideraba el verdadero amor. Lo hacía porque era menos complicado. Por eso tenía a los perros, Pavarotti y Callas: le gustaba esa manera sin complicaciones de dar y recibir amor.
—Hemos hablado con su primo Salvador.
—Salvador —dijo—. El salvador que no pudo ser salvado.
—¿O el salvador que fue incapaz de salvar?
—No sé qué quiere decir con eso.
—¿Alguna vez piensa en su madre?
—Todos los días.
—¿Y qué piensa de ella?
—Creo que fue incomprendida.
—¿Y no piensa en el amor maternal?
—Pienso en eso, sí, pero lo que pienso inmediatamente después es que fue incomprendida. Cuando oyes que la gente se refiere a tu madre llamándola puta, eso no se te olvida. No era una puta. Amó y admiró, a mi padre. Y él nunca la correspondió. Se fue a cultivar su fama por España y por el mundo. Y ella encontró a otra persona a quien amar.
—¿No pensaba que ella lo había abandonado?
—Sí, creía que me había abandonado. Yo sólo tenía ocho años. Pero luego me enteré de que no podía seguir con mi padre, y que no me llevó con ella porque él no lo consintió. Mi madre siempre estaba trasladándose. Su novio era director de cine. Pero no era eso lo que mi familia me contaba. Lo que ellos me contaban es que era una puta.
—¿Cómo encajó en su nueva familia después de que ella se fuera?
—¿Mi nueva familia?
—Su tío y su tía. Pasaba mucho tiempo con ellos.
—Pasaba más tiempo con mi padre que con ellos.
—Pero ¿le gustaba vivir con ellos?
A Falcón le vibró el móvil en el muslo. Recorrió el pasillo para atender la llamada de Ramírez.
—El FBI ha encontrado a alguien cuyos datos coinciden completamente con los de Vega —dijo Ramírez—. Estatura, edad, color de ojos, grupo sanguíneo, y es de nacionalidad chilena. Me han enviado una foto suya con más pelo y barba. Es de 1980, de cuando tenía treinta y seis años. Es un antiguo militar chileno, ex agente de la DINA, y fue visto por última vez en septiembre de 1982, cuando huyó de un programa de protección de testigos.
—¿Y por qué lo protegían?
—Aquí dice que testificaba en un caso de tráfico de drogas, eso es todo.
—¿Te han dado algún nombre?
—Su nombre original, anterior al programa de protección de testigos, era Miguel Velasco.
—Envíale toda esta información a Virgilio Guzmán, del Diario de Sevilla —ordenó Falcón—. Dijo que tenía contactos que podían proporcionarle un perfil biográfico de cualquier militar chileno o agente de la DINA. ¿Alguna noticia de Krugman?
—Todavía nada —contestó Ramírez—. Elvira te llamará, está buscándote.
Falcón esperó a que Elvira llamara antes de volver a la sesión. Le dijo que, después de discutirlo con el comisario Lobo, habían decidido que nadie de Jefatura iba a seguirle los pasos a la señora Montes. Enviarían de Madrid a un agente de Asuntos Internos que informaría directamente a Elvira. Falcón se sintió aliviado.
Desde la llamada de Ramírez, Alicia Aguado todavía no había conseguido que la entrevista se centrara en Ignacio. En ese momento estaban hablando de la muerte de la madre de Sebastián y del efecto que le produjo, y de que a su padre no le había afectado nada. La consecuencia fue que Sebastián se fue de casa y se trasladó al apartamento que su padre había comprado cerca.
—¿En esa época aún veía a su tío? —preguntó Aguado—. ¿No era alguien…?
—Jamás se me habría ocurrido hablar con él de mi madre. Nunca le tuvo ninguna simpatía. Se habría alegrado de saber que había muerto.
—No tiene a su tío en gran estima.
—Tenemos sensibilidades diferentes.
—¿Qué tal hizo de padre su tío?
—Pregúntele a Salvador.
—Él era como un segundo padre para usted.
—Me daba miedo. Creía en la disciplina y en la obediencia ciega de cualquier niño que cayera dentro de su órbita. Se enfadaba de una manera que le parecería increíble. Se le hinchaban las venas del cuello. Se le formaba un bulto en la frente. Entonces fue cuando aprendimos a escondernos.
—¿Le habló alguna vez a su padre del comportamiento violento de su tío?
—Sí. Dijo que había tenido una infancia difícil y que eso lo había marcado.
—¿Su tío se mostró alguna vez violento con usted?
—No.
Alicia Aguado finalizó la sesión en ese punto. Sebastián no quería dejarla marchar.
Falcón llamó al funcionario de prisiones y recogió la cinta de la sesión. Volvieron al coche en silencio. Alicia dijo que dormiría mientras volvían. No se despertó hasta la calle Vidrio. Subieron. Alicia estaba grogui.
—Te ha agotado —dijo Falcón.
—A veces pasa. El psicólogo siente más presión que el paciente.
—Al principio parecías desconcertada por su pulso.
—Para empezar, no reaccionó en el momento en que yo estaba segura de que debería haber experimentado alguna alteración emocional. Parecía capaz de separar lo mental de lo físico. Al principio pensé que estaba drogado. Más adelante la cosa irá mejor. Estoy segura de que podré hacer que se abra. Me aprecia lo bastante como para querer hacerlo.
Falcón le dio la cinta y volvió al coche. Cuando estaba a punto de arrancar, le llamó Inés. Estaba hecha un manojo de nervios.
—Sé que no debería llamarte por esto —dijo—, pero me he enterado de que hoy has visto a Esteban.
—Esta mañana tuvimos una reunión por el caso de Rafael Vega.
—¿Te fijaste en si le pasaba algo? —preguntó Inés—. No es asunto mío, lo sé, pero…
—Parecía cansado y ausente.
—¿Hablasteis de algo, aparte del caso?
—Yo estaba con el inspector Ramírez —dijo Falcón—. ¿Pasa algo?
—No lo he visto desde el sábado por la mañana. No ha vuelto al apartamento. Tiene el móvil apagado.
—Sé que el sábado por la mañana el juez Romero habló con él desde la escena del crimen en casa de Pablo Ortega —dijo Falcón.
—¿Y qué dijo? —preguntó Inés, apremiante—. ¿Dónde estaba?
—No lo sé.
—El domingo teníamos que comer con mis padres, pero lo canceló. Dijo que tenía mucho trabajo.
—Ya sabes lo que pasa cuando el lunes tienes una mañana liada —dijo Falcón.
—Su secretaria dice que no ha vuelto a la oficina desde la hora de comer.
—No me parece tan raro.
—En su caso sí.
—No sé qué puedo decirte, Inés. Seguro que está bien.
—Probablemente no sea nada. Tienes razón.
Inés colgó. Falcón fue a la calle Bailen, y una vez en casa se duchó y se cambió.
Consuelo lo había invitado a cenar. Cuando se fue ya era de noche; escuchó las noticias. El viento había dejado de soplar en la sierra de Aracena, y el incendio de Almonaster la Real estaba controlado. Habían ardido tres mil hectáreas, y cuatro casas aisladas habían quedado destruidas. Se sospechaba que había sido provocado.
Habían detenido a un pastor. Al día siguiente iba a comenzar una investigación exhaustiva.
Aparcó delante de la casa de Consuelo. La casa de los Krugman estaba a oscuras.
Mientras se dirigía a la puerta de la casa le sonó el móvil. Ramírez.
—No sé si esto es relevante, pero acabo de recibir una llamada de Jefatura. Saben que buscamos al señor Krugman. Una mujer ha llamado desde un edificio de apartamentos de Tabladilla. Cuando entró en el edificio vio que había un extranjero alto en el vestíbulo. Sudaba, estaba nervioso y miraba su reloj. La siguió escaleras arriba y se detuvo en la segunda planta mientras ella continuaba hasta el último piso.
»Se quedó delante de un apartamento que la mujer sabía que estaba vacío, porque la propietaria está de vacaciones. Veinte minutos después, la mujer oyó un disparo procedente del apartamento que quedaba debajo del suyo, el que había estado mirando el extranjero. Enviaron un coche patrulla.
—¿Sabemos el nombre de la propietaria del apartamento de donde procedía el disparo?
—Espera un momento…
Falcón, de pie en la calle, sudaba.
—Creo que sí es relevante —dijo Ramírez—. El apartamento pertenece a una tal Rosario Calderón.