Capítulo 23

Lunes, 29 de julio de 2002

Eran más de las tres. Falcón tenía hambre. Ramírez se iba a comer, y le dijo que Ferrera estaba en la sala de interrogatorios número 4 con Salvador Ortega y que Elvira había llamado para decirle que había obtenido autorización del director de la prisión para que Alicia Aguado hiciera una evaluación psicológica completa de Sebastián Ortega.

—También he llamado al juez Calderón —añadió Ramírez—. Me dije que debíamos recordarle lo de la orden de registro de la caja de seguridad. Ha desaparecido, nadie lo ha visto, no se le espera de vuelta, y en cuanto a lo de la orden, que nos den por ahí. Buen provecho.

Mientras se dirigía a la sala de interrogatorios, Falcón llamó al director de la cárcel para concertar una hora y la persona con quien contactar. Su secretaria le dijo que podían empezar cuando quisieran, y que la mejor hora era entre las 18:00 y las 21:00 horas. Falcón llamó a Alicia Aguado al tiempo que, a través de la cristalera, contemplaba la cara destruida de Salvador Ortega. Quedaron a las 18:30, y el inspector llamó a la cárcel para concertar una cita para las 19:00. Iba a ser un día muy largo. Cristina Ferrera salió y le dijo que mientras el agente de Narcóticos buscaba a Salvador, ella había estado preguntando por Nadia en su edificio de apartamentos.

Nadie había visto nada. Ni siquiera la gente que había visto cómo se la llevaban podía recordar nada. Fue a buscar tres cafés a la máquina.

Salvador Ortega fumaba mientras se miraba el dorso de sus dedos amarillos.

Lanzaba alguna mirada fugaz hacia Cristina Ferrera, que estaba sentada a su lado y que de vez en cuando conseguía que prestara algo de atención. Ortega tenía el pelo encrespado, y la barba y el bigote ralos ocultaban su belleza. Vestía una camiseta descolorida en la que sólo se distinguían unos colores borrosos y la palabra «Megadeath». Llevaba unas bermudas, y tenía las pantorrillas recubiertas de pústulas. Fumaba ávidamente mientras se tomaban el café.

—¿Cuándo fue la última vez que hablaste con tu padre? —preguntó Halcón.

—No hablo con mi padre —dijo—. Ni él me habla a mí.

—¿Has leído algún periódico últimamente?

—En mis circunstancias, las noticias no tienen importancia.

—¿Te relacionabas con tu tío Pablo?

—Siempre fue muy divertido cuando yo era niño —dijo Salvador—. Lo que era un alivio.

—Un alivio, ¿de qué?

Salvador dio una fuerte calada y exhaló el humo hacia el techo.

—Tío Pablo era divertido —dijo—. Pero sólo lo traté de pequeño.

—¿Vivías aún con tus padres cuando llevó a Sebastián a vivir con vosotros mientras estaba de gira teatral o rodando películas? ¿Qué edad tenías en esa época?

Salvador movió la boca, pero no articuló ni una palabra. Era como ni masticara el aire a cachitos. Ferrera le dio unos golpecitos en la espalda.

—Esto no es un examen, Salvador —dijo Ferrera—. Ya te he dicho cuando veníamos que no habrá repercusiones. No eres sospechoso de nada. Sólo queremos hablar contigo por si puedes ayudar a tu primo.

—Tenía dieciséis años —dijo—. Y nadie puede ayudar a mi primo.

—¿Has seguido lo que le pasó a Sebastián?

El cigarrillo le tembló en la mano. Asintió y respiró profundamente para calmar algo que le removía.

—¿Eres consumidor de heroína? —preguntó Falcón, para llevarlo a un terreno más seguro.

—Sí.

—¿Desde cuándo?

—Desde que tenía quince años.

—¿Y antes?

—Fumé hachís desde los diez hasta que… dejó de funcionar. Entonces pasé a algo que funcionara de verdad.

—¿Y cómo funciona?

—Me evade de mí mismo… a un lugar en el que mi mente y mi cuerpo se sienten a gusto.

—¿Y dónde es eso?

Parpadeó y le lanzó una fugaz mirada a Falcón. No estaba preparado para esas preguntas.

—Donde me siento libre —dijo—. O sea, en ninguna parte.

—¿Ya consumías heroína cuando Sebastián fue a vivir con vosotros?

—Sí, recuerdo que… me gustó que viniera.

—¿Qué recuerdas de Sebastián?

—Era un chaval encantador.

—¿Eso es todo? —preguntó Falcón—. ¿No hablabas ni jugabas con él? Su madre lo había dejado y su padre estaba lejos. Debía de considerarte un hermano mayor.

—Cuando eres heroinómano y tienes dieciséis años, se tarda un poco en reunir el dinero para una dosis —dijo Salvador—. Yo estaba demasiado ocupado dando tirones a los turistas y escapando de la Policía.

—¿Por qué empezaste a fumar hachís tan joven?

—Todo el mundo fumaba. En aquella época podías comprarlo en un bar con una Coca Cola.

—Pero diez años, eso es empezar muy joven.

—Probablemente era infeliz —dijo, sonriendo sin convicción.

—¿Tenías problemas en casa?

—Mi padre era muy estricto —dijo Salvador—. Nos pegaba.

—¿Qué quieres decir con «nos»? ¿A ti y a tu hermana?

—A mi hermana no… Ella no le interesaba.

—¿Que no le interesaba? —repitió Falcón.

Salvador aplastó el cigarrillo y metió las manos entre los muslos.

—Mire —dijo—, no me gusta que me atosiguen.

—Sólo quiero aclarar lo que me estabas contando, eso es todo —dijo Falcón.

—Ella podía hacer lo que quería, a eso me refiero.

—Entonces, ¿quiénes son «nos», cuando dices «nos pegaba»?

—Mis amigos —dijo Salvador, encogiéndose de hombros—. Así eran las cosas entonces.

—¿Qué decían los padres de tus amigos de que tu padre pegara a sus hijos?

—Él siempre les decía que no les contaría a sus padres lo mal que se habían portado, así que mis amigos no decían nada.

Falcón le lanzó una mirada a Ferrera, que enarcó las cejas y miró a Salvador. El sudor corría por la frente del joven, a pesar de lo fuerte que estaba el aire acondicionado.

—¿Cuándo te has metido el último pico? —preguntó Falcón.

—Estoy bien —dijo Salvador.

—Tengo una noticia triste que darte —anunció Falcón.

—Ya estoy triste —dijo Salvador—. No puedo estarlo más.

—Tu tío Pablo se suicidó el sábado por la mañana. Se quitó la vida.

Cristina Ferrera encendió un cigarrillo y se lo ofreció. Salvador se encorvó y apoyó la frente en el borde de la mesa. Le tembló la espalda. Al cabo de un minuto volvió a incorporarse. Las lágrimas le caían en silencio por la cara. Se las secó. Ferrera le dio un cigarrillo. Dio unas caladas, se tragó todo el humo.

—Voy a preguntártelo otra vez: ¿te llevabas bien con tu tío Pablo?

Esa vez Salvador asintió.

—¿Os veíais a menudo?

—Unas cuantas veces al mes. Teníamos un trato. Él me daba dinero para heroína si yo controlaba la adicción. No quería que robara y acabara en la cárcel.

—¿Cuánto tiempo duró eso?

—Los últimos tres años desde que salí y antes de que volvieran a encerrarme.

—Te encerraron por traficar, ¿verdad?

—Sí, pero no estaba traficando. Sólo que cuando me cogieron llevaba mucha encima. Por eso sólo me cayeron cuatro años.

—¿A Pablo le decepcionó?

—La única vez que tuvimos una diferencia fue cuando le robé algo de su colección —dijo Salvador—. No era más que un dibujo, unos manchurrones en un papel. Lo vendí por veinte mil pesetas de jaco. Pablo dijo que ese dibujo valía trescientas mil.

—¿No se enfadó?

—Se puso hecho una furia. Pero nunca me pegó y, según el criterio de mi padre, tenía todo el derecho a despellejarme vivo.

—¿Y después de eso hiciste el trato?

—En cuanto se hubo calmado y recuperado el dibujo.

—¿En esa época veías mucho a Sebastián?

—Cuando Sebastián empezó Bellas Artes, bastante. Luego estuve un tiempo sin verlo, hasta que me enteré de que Pablo le había comprado un pequeño apartamento en Jesús del Gran Poder. Solía ir allí para no inyectarme en la calle. Cuando Pablo se enteró, introdujo otra cláusula en nuestro trato. Tenía que prometerle no ver a Sebastián hasta que estuviera limpio. Pablo dijo que era una persona frágil, y no quería que encima consumiera drogas.

—¿Respetaste el trato?

—A Sebastián nunca le interesaron las drogas. Tenía otras estrategias para aislarse del mundo.

—¿Como qué?

—Él lo llamaba «el retiro a la belleza y la inocencia». En su apartamento tenía una habitación insonorizada y donde no entraba la luz. Yo solía chutarme allí. Había pintado puntos luminosos en el techo. Era como estar rodeado de una noche de terciopelo. Se echaba allí y escuchaba música y cintas en las que había grabado su voz leyendo poemas.

—¿Cuándo preparó esa habitación?

—En cuanto Pablo le compró el apartamento… hace cinco o seis años.

—¿Por qué le compró el apartamento?

—Les resultaba difícil vivir juntos. Se peleaban a menudo… verbalmente. Y luego dejaron de hablarse.

—¿Pablo pegó alguna vez a Sebastián?

—No, que yo viera o supiera.

—¿Y tu padre?

Silencio.

—Me refiero a cuando vivía con tu familia —dijo Falcón.

Pareció que a Salvador le costara respirar. Comenzó a hiperventilar. Ferrera se puso detrás de él y lo calmó poniéndole las manos en los hombros.

—¿Te gustaría ayudar a Sebastián? —preguntó Falcón.

Salvador asintió.

—Aquí no tienes nada de qué avergonzarte —dijo Falcón—. Todo lo que digas sólo se utilizará para ayudar a Sebastián.

—Pero sí tengo algo de qué avergonzarme aquí —confesó, repentinamente lívido, dándose un golpe en el pecho.

—No estamos aquí para juzgarte. Esto no es un juicio moral —dijo Herrera—. Cuando somos jóvenes nos pasan cosas, y no sabemos cómo…

—¿Y qué le pasó a usted? —dijo Salvador en un tono brutal, apartándose de ella—. ¿Qué cojones le pasó a usted? Usted es policía, joder. A usted no le pasó nada. No sabe nada de lo que pasa ahí fuera. Vive en un mundo seguro. Lo huelo en su… jabón. Sale de su mundo seguro y sólo roza la superficie del mundo en donde nosotros vivimos, coge a gente que comete sus pequeños delitos. No tiene ni idea de lo que pasa al otro lado.

Ferrera se apartó de él. Al principio Falcón pensó que estaba escandalizada, pero luego se dio cuenta de que Ferrera quería imponer su presencia. Estaba diciéndole algo a Salvador con su silencio, y él era incapaz de mirarla. La atmósfera de la sala de interrogatorios era más dramática que si Ferrera se hubiese desnudado.

—¿Crees, por mi aspecto y por el trabajo que hago, que nunca me ha pasado nada?

—Muy bien, cuénteme —dijo Salvador, provocándola—, dígame qué le ha pasado, señora policía.

Hubo un silencio mientras Ferrera sopesaba en su mente lo que iba a decir.

—No tendría por qué contártelo —dijo—, y no es algo que desee especialmente que mi superior sepa de mí. Pero voy a decírtelo porque debes saber que a los demás también les pasan cosas vergonzosas, incluso a las señoras policías, y que puede hablarse de ellas sin que la gente te juzgue. ¿Me estás escuchando, Salvador?

Se miraron a los ojos y él asintió.

—Antes de hacerme policía estaba preparándome para ser monja. Es algo que el inspector jefe sabe. También sabe que conocí a un hombre y me quedé embarazada. Así que dejé la preparación y me casé. Pero hay otra cosa que no sabe, de la que estoy muy avergonzada y que me costará mucho contar delante de él.

Salvador no reaccionó. El silencio se palpaba en la sala. Ferrera tragó aire. Falcón no estaba seguro de querer oírlo, pero era demasiado tarde. Ferrera estaba decidida.

—Soy de Cádiz. Es una ciudad portuaria donde vive gente peligrosa. Yo vivía con mi madre, que no sabía que había conocido a ese hombre. Llegó un momento en que tenía que contarles a las monjas lo que me había pasado, y decidí que antes iría a ver al hombre que amaba y hablaría con él. Yo aún era virgen, porque creía en la santidad del matrimonio y que debía llegar a él intacta. Aquella noche, mientras iba a su apartamento, dos hombres me atacaron y me violaron. Fue todo muy rápido. No me resistí. En sus manos era patéticamente pequeña y débil. Durante diez minutos hicieron lo que quisieron conmigo y me dejaron deshonrada. Regresé tambaleándome a casa de mi madre, que ya dormía. Me duché y me metí en la cama temblando, destrozada. Me desperté deseando que todo hubiera sido una pesadilla, pero me dolía todo y estaba muerta de vergüenza. Una semana después, cuando ya no me quedaba ningún moratón, me acosté con mi novio. Al día siguiente les dije a las monjas que lo dejaba. Aún no estoy del todo segura de quién es el padre de mi primer hijo.

Ferrera movió la pierna hacia atrás, hasta que tocó la silla que tenía a la espalda, y se desplomó en ella con tanta fuerza que se balanceó. Parecía agotada. Salvador apartó los ojos de ella y los llevó al cigarrillo que tenía en la mano, que temblaba.

—La razón por la que no veo a mi padre —dijo Salvador— es porque lo odio. Lo odio tanto que si lo viera cometería un acto violento grave. Lo odio porque traicionó la confianza, y no cualquier confianza, sino la más grande que existe entre los seres humanos: la confianza que hay entre padre e hijo. Me pegaba para tenerme asustado.

»Para que no se me ocurriera contarle a nadie lo que me hacía. Me pegaba porque sabía que la leyenda de sus palizas circularía por el vecindario, y los demás niños también le tendrían miedo. Y cuando venían a casa era tan amable con ellos que ellos le dejaban hacer lo que quería, y nunca se atrevían a contarlo. Unos hombres abusaron de usted. Mi propio padre abusó de mí hasta que tuve doce años. Entonces se acabó. Pensé que podría superarlo. Pensé que podría fumar para olvidarlo. Pensé que podría transformar mi infancia en humo y borrarla y empezar mi propia vida. A lo mejor habría sido posible. Pero entonces tío Pablo trajo a Sebastián a casa. Y ésa es mi vergüenza. Por eso soy así. Porque no dije nada mientras mi padre le hacía a Sebastián lo que me había hecho a mí. Debería… debería haberlo protegido. Como usted ha dicho, debería haber sido su hermano mayor. Pero no lo fui. Fui un cobarde. Y vi cómo lo destrozaba.

Tras unos minutos, la vida real regresó a la sala chirriando. Una de las luces emitió un zumbido. Se oyó el ruido de la grabadora al girar la cinta.

—¿Cuándo fue la última vez que viste a tu tío Pablo? —preguntó Falcón.

—Lo vi el viernes por la mañana, sólo media hora. Me dio algo de dinero. Charlamos. Me preguntó si sabía por qué Sebastián había hecho lo que había hecho.

Yo sabía adónde quería llegar, lo que quería de mí. Pero no podía contarle lo que acabo de contarles. No podía admitir que le había fallado al padre de Sebastián, mi tío, que tanto me había ayudado. Creo que él ya se lo imaginaba, o lo había sabido siempre y no había sido capaz de creerlo de su propio hermano. Lo que quería era que yo se lo corroborara. Debería haber sido capaz de decírselo, pero no pude. Al final de nuestra conversación me abrazó y me besó en la cabeza, algo que no había hecho desde que yo era niño. Lloré en su pecho. Fuimos hasta la puerta del apartamento y me dio unos golpecitos en la mejilla con una de sus manazas y me dijo: «No juzgues a tu padre con demasiada severidad. Tuvo una vida difícil. Cuando éramos niños se llevó todas las palizas, las suyas y las mías. Todas. Era un tipo duro, el cabronazo. Lo aceptó todo sin rechistar».

—¿Sabes por qué Sebastián hizo lo que hizo? —preguntó Falcón.

—Cuando pasó eso, llevaba mucho tiempo sin verlo. El acuerdo con mi tío, ¿lo recuerda? No quería romperlo. Una vez encuentras confianza, no quieres cargártela.

—¿Te sorprendió lo que hizo Sebastián?

—No podía creérmelo. No imaginaba qué podía haberle ocurrido a su mente todos esos años que llevaba sin verlo. Contradecía todo lo que sabía de él.

—Dos preguntas más —dijo Falcón, apagando la grabadora—, y hemos acabado. Le he pedido a una psicóloga clínica que hable con Sebastián y vea si puede desbloquear su mente. Sería de ayuda que pudiera dejarle escuchar esta cinta con lo que me has contado. Además de él, sólo la oirá la psicóloga, y a lo mejor quiere hablar contigo o que ayudes a Sebastián de alguna manera.

—Ningún problema —accedió Salvador.

—La siguiente cuestión es más difícil —dijo Falcón—. Tu padre ha hecho cosas muy malas…

—No —dijo Salvador, mientras su cara adquiría la dureza de la madera—, no puede obligarme a hacer eso.

Mientras volvían al polígono San Pablo, Falcón fue en el asiento trasero con Salvador. Acordaron una manera de ponerse en contacto con él en el caso de que Alicia necesitara su ayuda. Falcón también mencionó que Pablo le había dejado algo de dinero en su testamento, y que llamara a Ranz Costa.

Lo dejaron en la periferia del barrio. Ferrera lo besó en ambas mejillas. Falcón se sentó delante. Observaron cómo Salvador se alejaba con su paso nervioso. Llevaba desatado el cordón de una de sus ruinosas deportivas, que iba azotando sus pantorrillas cubiertas de costras.

—No tenías por qué hacer eso —dijo Falcón, mientras Ferrera rodeaba el coche.

—¿Besarle? Era lo mínimo que merecía.

—Me refiero a que no tenías por qué contarle tu historia para hacerle contar la suya —aclaró Falcón—. Hacerse monja, responder a esa vocación es, imagino, un proceso… confesarte y purificarte ante Dios. El trabajo de policía también es una vocación, pero no existe ningún Dios ante el que tengas que confesarte.

—Los inspectores jefes son seres bastante superiores —dijo Ferrera, sonriendo—. De todos modos, me ha servido de práctica para cuando llegue la hora de la verdad. Aún no se lo he contado a mi marido.