Capítulo 22

Lunes, 29 de julio de 2002

Cuando Falcón volvió a Jefatura, encontró a Ramírez sentado en la oficina. Le dijo que Cristina Ferrera estaba a punto de llegar con Salvador Ortega, al que habían encontrado en una zona del polígono San Pablo donde iban los yonquis a inyectarse.

También le informó que Virgilio Guzmán, el redactor jefe de sucesos del Diario de Sevilla, le esperaba pacientemente en su despacho. Eso le desconcertó, pues Virgilio Guzmán ya no escribía artículos.

Virgilio Guzmán era unos años mayor que Falcón, pero su vida y su trabajo lo habían envejecido considerablemente. Antes había trabajado en Bilbao y Madrid, cubriendo la actividad terrorista de ETA. Su ambición y tenacidad le había costado su matrimonio, y la constante tensión le había legado una presión sanguínea por las nubes y una arritmia cardíaca. Guzmán también creía que no ver a su hijo de seis años le había provocado cáncer de colon, del que se había recuperado del todo a costa de perder una buena longitud de intestino. Si antes era su trabajo lo que le hacía vivir con miedo, ahora era su anatomía.

Todo eso lo había cambiado. Su mujer lo había dejado antes de que le diagnosticaran el cáncer porque era un hombre demasiado duro. Guzmán se había ablandado, no hasta el punto de volverse sensiblero, sólo un hombre de carne y hueso, pero no había perdido su intuición periodística. Contaba con una herramienta vital para su trabajo: un infalible olfato para detectar cualquier anomalía. Y sabía que el primer suicidio cometido por un inspector jefe en Jefatura significaba que algo, en alguna parte, estaba podrido. Fue amable. Preguntó si podía utilizar el dictáfono. Lo colocó sobre el escritorio de Falcón, lo puso en marcha y sacó su libreta.

Falcón no dijo una palabra. Al instante decidió que Guzmán era alguien en quien podía confiar, y no sólo por su reputación. También pensó, y despreció su propio candor al respecto, que ya que sólo le quedaban cuarenta y ocho horas para conseguir que la muerte de Vega se convirtiera en un caso de asesinato, Guzmán, con su larga experiencia, podría aportar alguna nueva información que pudiera desembocar en distintas pistas y direcciones. Para ello tendría que contarle algo de la investigación del caso Montes, pero exponer a la luz la corrupción para luego callarse sería algo bueno, ¿o no?

—Si no he entendido mal, inspector jefe, dirige usted la investigación de la muerte de su colega, el inspector jefe Alberto Montes.

Falcón no dijo nada durante dos largos minutos, durante los cuales Guzmán lo miró fijamente, parpadeando como un animal subterráneo.

—Lo siento, inspector —dijo, encogiéndose de hombros dentro de la chaqueta protectora de su dureza periodística—, pero ésa es la primera pregunta más fácil que se me ocurre.

Falcón se inclinó hacia delante y apagó el dictáfono.

—Ya sabe que con ese aparato en marcha sólo puedo contarle los hechos del caso.

—Eso es un buen inicio —dijo Guzmán—, yo ya sacaré mis propias conclusiones. Así son las cosas en el periodismo.

—Los hechos ya los sabe —dijo Falcón—. Es el suceso, digno de ser cubierto por la prensa, de que un agente de policía se ha tirado por la ventana. La historia de interés humano es por qué.

—¿Y qué le hace pensar que busco una historia de interés humano y no, digamos, «un catálogo de corrupción que salpique de pleno al gobierno autonómico»?

—Es posible que acabe teniendo una historia así, pero para llegar tendrá que empezar con la historia de interés humano. Tendrá que comprender los motivos que impulsaron a un respetado agente, que jamás había mostrado ninguna tendencia suicida, a tomar una decisión tan drástica.

—¿De verdad? —dijo Guzmán—. Normalmente los periodistas o, mejor dicho, los periodistas de mi reputación, nos ceñimos a los hechos. Contamos hechos, vamos juntando hechos, creamos un hecho más grande de los hechos más pequeños que descubrimos.

—Entonces ponga en marcha el aparato y le contaré los hechos totalmente comprobados de la muerte de un colega que era enormemente admirado por sus hombres y sus superiores.

Guzmán dejó su cuaderno y su bolígrafo en la mesa y se recostó en la silla, mirando fijamente a Falcón. Intuyó que se le abrían algunas posibilidades sólo con que pudiera encontrar las palabras adecuadas, y que esas posibilidades a lo mejor no sólo tenían que ver con el trabajo. Había llegado a Sevilla solo, admirado y, él creía, respetado por sus colegas periodistas. Pero solo. Le iría bien tener un amigo, y ésa era la posibilidad que veía al otro lado del escritorio.

—Siempre he trabajado solo —dijo, tras pensarlo un minuto—. He tenido que hacerlo así, porque trabajar con alguien, que siempre sería imprevisible en situaciones de riesgo, era demasiado peligroso. Siempre he querido ser responsable de mis propios pensamientos y actos, y no la víctima de los demás. He pasado demasiado tiempo en compañía de hombres violentos como para ser irreflexivo.

—En una historia de interés humano como ésta, siempre hay una tragedia —dijo Falcón—. La gente se siente herida y traicionada, mientras que otros sufren pérdida y dolor.

—No sé si lo recuerda, inspector, pero trabajé en la historia de los escuadrones de la muerte de la Guardia Civil que el Gobierno envió para acabar con las células terroristas de ETA. Entiendo la tragedia de la traición a los valores a gran escala y a escala humana. Las repercusiones afectaron a todo el mundo.

—Las conjeturas son algo que los policías han de permitirse para encontrar una dirección en su investigación —dijo Falcón—, pero es algo que delante de un tribunal no sirve de nada.

—Le he mencionado mi fe en los hechos —dijo Guzmán—, pero no me ha parecido que le gustara demasiado.

—La información es un camino de dos direcciones —dijo Falcón, sonriendo por primera vez.

—De acuerdo.

—Si descubre algo explosivo, me lo dirá siempre antes de que aparezca en el periódico.

—Se lo diré, pero no lo cambiaré.

—Los hechos: antes de la semana pasada, no había hablado nunca con Montes. Estaba y sigo investigando la muerte de Rafael Vega.

—El sospechoso suicidio de Santa Clara —dijo Guzmán, cogiendo su cuaderno y apuntando con el bolígrafo a Falcón—. El vecino de Pablo Ortega. Crisis en el barrio residencial… Eso no es un titular, que se diga.

—Me topé con un par de nombres en una libreta de direcciones, uno de los cuales era el de Eduardo Carvajal —explicó Falcón.

—El cabecilla de una red de pedófilos que murió en un accidente de coche —dijo Guzmán—. Siempre me acuerdo de las cosas que huelen mal. ¿Su investigación también va a volver a abrir ese pozo negro?

Falcón levantó una mano…, nervioso al pensar que quizás había hecho un pacto con el diablo.

—Conocía el nombre de una investigación anterior, de modo que fui a ver a Montes y le pregunté por Carvajal. Él fue quien investigó la red de pedofilia de Carvajal.

—Muy bien. Lo entiendo. Muy interesante —dijo Guzmán.

Falcón se quedó aterrado por la rapacidad de su cerebro.

Falcón intentó frenar su propia mente mientras le relataba su conversación con Montes acerca del papel de proxeneta que hacía Carvajal en connivencia con la mafia rusa, del tráfico de seres humanos y su influencia en la industria del sexo. Le habló de los dos proyectos de los que eran propietarios Ivanov y Zelenov y que dirigía Construcciones Vega, y que había hablado dos veces de los rusos con Montes, por si sus nombres le sonaban, y que en una de las ocasiones Montes estaba muy borracho.

—Iba a hablar con él esta mañana —dijo Falcón—, pero no llegué a tiempo.

—¿Cree que era un policía corrupto? —preguntó Guzmán.

—No tengo pruebas de ello, aparte del momento que escogió y la nota que dejó, que, en mi opinión, deja entrever algo sucio —dijo Falcón, entregándole la carta—. Esto es confidencial.

Guzmán leyó la carta, inclinando la cabeza de un lado a otro, como ni la parte objetiva de su cerebro no acabara de estar de acuerdo con la interpretación más creativa de Falcón. Se la devolvió.

—¿Cuál era el otro nombre de la libreta de Vega que llamó su atención? —preguntó Guzmán.

—El del difunto Ramón Salgado —dijo Falcón—. Podría ser completamente inocente, porque uno de los cuadros que había en el despacho de Vega lo consiguió a través de él. Pero después de la muerte de Salgado, el año pasado, encontramos pornografía infantil en su ordenador.

—Aquí hay abiertos muchos interrogantes —dijo Guzmán—. ¿Cuál es su teoría?

Falcón volvió a indicarle con la mano que esperara un momento. Dijo que había complicaciones, y le habló de la vida secreta de Rafael Vega.

—Tenemos la esperanza de que el FBI lo tenga fichado y puedan ayudarnos a identificarlo —dijo Falcón.

—¿Así que cree que tenía un pasado turbio que ha vuelto a buscarlo? —preguntó Guzmán—. ¿Sería una teoría distinta de su supuesto vínculo con la red pedófila de Carvajal?

—La situación ha ido complicándose a cada revelación de la vida secreta de Vega —dijo Falcón—. Mi teoría original surgió cuando vi los nombres en la libreta de direcciones. Después de hablar con Montes la primera vez, y descubrir una relación entre Vega y los rusos, comencé a pensar que a lo mejor Vega había sustituido a Carvajal en el papel de proxeneta de las redes pedófilas. Pero el principal problema de esta teoría es que no tengo ninguna prueba de que a Vega le interesara la pedofilia, sólo de su relación con gente metida en ese mundo, y de los tratos que ha hecho con los rusos, tremendamente ventajosos para ellos.

—¿Qué le pareció sospechoso del suicidio de Vega? —preguntó Guzmán.

—El método, lo limpia que estaba la escena del crimen y que, aunque hubiera una nota, no era lo que yo llamaría una nota de suicidio. En primer lugar estaba en inglés. En segundo, no era más que un fragmento de una frase. Y después descubrimos que la había escrito calcándola de su libreta, como si quisiera averiguar lo que él mismo había escrito.

—¿Cuáles eran las palabras?

—«… el aire enrarecido que respiráis desde el 11/9 hasta el fin…».

—¿El nueve once? —dijo Guzmán.

—Suponemos que había adoptado la manera estadounidense de escribir la fecha.

—Cuando me hablaba de su vida secreta, mencionó la conexión americana, que le hizo pensar que Vega probablemente había nacido en América Central o del Sur. La gente se olvida de ello desde lo ocurrido el 11S en Nueva York, pero hubo otro 11S. ¿Dónde cree que nací, inspector?

—Tiene acento madrileño.

—He vivido en Madrid casi toda mi vida —dijo Guzmán—, por eso casi nadie recuerda que soy chileno. El primer 11S, el que ya nadie recuerda, fue el 11 de septiembre de 1973. Fue el día que el general Augusto Pinochet bombardeó el Palacio de la Moneda, mató a Salvador Allende y se hizo con el poder.

Falcón se agarró a los brazos de su silla, miró a Guzmán a los ojos y supo, mientras sus órganos se realineaban saliendo de su caos planetario, que tenía razón.

—Yo tenía quince años —dijo Guzmán, cuya cara pareció por un momento la de un hombre a punto de ahogarse que ve pasar toda su vida ante él—. También fue el último día que vi a mis padres. Luego oí decir que los vieron por última vez en el estadio de fútbol, supongo que ya me entiende.

Falcón asintió. Había leído acerca de los horrores ocurridos en el estadio de fútbol de Santiago.

—Una semana después me había ido de Santiago y estaba viviendo en Madrid con mi tía. Sólo más tarde averigüé lo que había ocurrido en el estadio de fútbol. De modo que cuando la gente menciona el 11S, no pienso en torres gemelas ni en Nueva York, sino que me acuerdo del día en que un grupo de terroristas financiados por Estados Unidos y apoyados por la CIA acabaron con la democracia en mi país.

—Espere un momento —dijo Falcón.

Fue a la oficina de al lado. Ramírez estaba encorvado sobre el teclado.

—¿Sabes si Elvira ya ha contactado con el FBI?

—Ahora estaba enviando la foto de Vega por e-mail —dijo Ramírez.

—Puedes añadir que creemos que era de nacionalidad chilena.

Falcón volvió a entrar en su despacho y se disculpó ante Guzmán, que estaba de pie, junto a la ventana, las manos a la espalda.

—Estoy haciéndome viejo, inspector —dijo—. Desde que llegué a Sevilla, mi cerebro parece haber cambiado. No recuerdo nada de mi vida cotidiana. Voy al cine y no sabría contarle lo que he visto. Leo libros de escritores que no recuerdo. Y sin embargo, los días que pasé en Santiago antes de marcharme se me han quedado grabados a fuego. Y se me aparecen como una película en la oscuridad. No sé por qué. Quizá porque estoy al final de mi carrera y todo eso, ¿sabe?, fue la razón por la que me convertí en la clase de periodista que era.

—Y que todavía es —dijo Falcón—. Aunque me sorprendió verlo aquí. Creía que ya no escribía artículos, que era el redactor jefe.

—Cuando me enteré de lo de Montes, al principio pensé en enviar a otro —dijo Guzmán—, pero luego me enteré de que usted iba a llevar la investigación, y de pronto me dije que quería conocer a Javier Falcón.

—Bueno, pues ha sido una suerte, así que me alegro.

—Es una frase un poco rara… la de la nota de Vega. Parece casi poética. Hay emoción en ella. Es como un espíritu amenazador —opinó Guzmán—. ¿Por qué cree que tengo razón en lo del 11-S?

—Aparte de la conexión suramericana —dijo Falcón—, también conocemos las discusiones que Vega mantenía con su vecino estadounidense, Marty Krugman, y algunas cosas que le mencionó a Pablo Ortega. Entre los dos me presentaron la imagen de un hombre de opiniones muy derechistas, anticomunista, pro capitalista y en gran medida pro estadounidense por lo que se refiere al espíritu de la libre empresa. Pero también tenía opiniones muy negativas sobre cómo los gobiernos estadounidenses se entrometían en otros países, y decía que eran tus amigos hasta que ya no les eras útil… cosas así. También encontré unos dossiers en su estudio sobre los tribunales internacionales de justicia y el trabajo de Baltasar Garzón. Contémplelo todo a la luz de su carácter reservado, del hecho de que al parecer era un hispano entrenado, con contactos, que conocía la sociedad estadounidense, y el hombre comienza a parecer un individuo políticamente motivado, decepcionado, que murió con lo que él consideraba una fecha importante en la mano.

—¿Y por qué cree que lo hizo?

—Personalmente creo que fue porque lo asesinaron, y quiso asegurarse de que su muerte se investigara como un asesinato, y que todos sus secretos se descubrieran y se revelaran al mundo.

—Entonces, ¿cuál es su teoría sobre Carvajal, los rusos y Montes?

—¿A qué se refiere?

—Usted parece creer que Montes reaccionó a las presiones a que usted lo sometía sin darse cuenta. La mención de Carvajal y los rusos, Ivanov y Zelenov. ¿Habría sido eso suficiente para llevarlo al borde del abismo? ¿O veía esos nombres en el contexto de la investigación de Vega, y fue eso lo que le hizo tener la certeza de que había descubierto algo?

—Esperemos a que nos conteste el FBI. Si Vega tenía antecedentes, eso podría indicar que aquí hay algo importante.

—Si es chileno, me da la impresión de que sería un partidario de Pinochet desencantado —dijo Guzmán—. Y había muchos en las filas de Patria y Libertad, la organización de extrema derecha que buscó desestabilizar a Allende desde el momento en que ganó las elecciones. Muchos de sus miembros hicieron cosas muy desagradables antes, durante y después del golpe: secuestros y asesinatos en el extranjero dentro de la Operación Cóndor, asesinatos y torturas en Chile, el coche bomba en Washington… y creían merecer mejor suerte. Impidieron la entrada del comunismo por la puerta trasera de América y creían que debían ser recompensados de manera adecuada. Pero usted dijo que guardaba dossiers sobre los sistemas judiciales y Garzón. Suena como si estuviera a punto para el confesionario.

—Creo que buscaba algo más grande que un confesionario —opinó Falcón—. Más bien el estrado de los testigos en un importante tribunal. Parece que le ocurrió algo al final del año pasado. Algo personal, que quizá lo cambió. Padecía ataques de ansiedad…

—Quizás eso le nubló el juicio —dijo Guzmán—. La gente que estuvo implicada siempre se cree más importante de lo que era en realidad. El coronel Manuel Contreras, antiguo jefe de la DINA, la policía secreta chilena, está ahora en la cárcel, deliciosamente traicionado por Pinochet, ¿y qué pasó? La Administración de Clinton hizo públicos los documentos en 1999, ¿y qué pasó? La propia CIA hizo público más material en 2000, ¿y qué pasó? ¿Hemos tenido justicia? ¿Se ha castigado a los criminales? No. No ha pasado nada. Así es el mundo.

—Pero ¿qué podría haber pasado? ¿Quién queda? ¿Quién es el responsable?

—Hay algunos hombres de la CIA que deberían tenerlos por corbata, y también mi viejo amigo, el Príncipe de las Tinieblas, el doctor K en persona. Él era el consejero de Seguridad Nacional de Nixon y secretario de Estado en esa época. En Chile no pasó nada sin que él lo supiera. Si la responsabilidad debiera recaer sobre alguien, sería sobre él.

—Si pudiera acusarlo, pasaría a la historia —dijo Falcón—. Y si Vega estaba a punto de hacerlo, debía de haber mucha gente dispuesta a matarlo.

—Según mi experiencia, si la CIA había decidido que era peligroso porque se relacionaba con mucha gente, habría querido que pareciera un suicidio… lo habría hecho de mala manera —dijo Guzmán—. Sus vecinos estadounidenses, ¿qué me dice de ellos?

—Él es arquitecto y trabaja para Vega, ella es fotógrafa. Fueron las fotos que ella le sacó las que nos hicieron darnos cuenta de que Vega sufría una crisis personal. Su especialidad son las fotos de gente que padece.

—Es una tapadera bastante buena si quieres obtener información de alguien —dijo Guzmán.

—La historia de los dos está comprobada —explicó Falcón—. Incluso fueron sospechosos en una investigación de asesinato por la muerte del antiguo amante de la mujer en Estados Unidos. No se presentaron cargos.

—No me dan muy buena espina, por muy cierta que sea su historia —dijo Guzmán—. Pero supongo que así son las tapaderas perfectas. Todos ocultamos algo turbio.

Falcón se levantó y empezó a caminar por el despacho. Las complicaciones se acumulaban de hora en hora, y cada vez le quedaba menos tiempo.

—Si se trata de una operación de los servicios de inteligencia —dijo—, y han obligado a los Krugman a actuar, debe de haber connivencia entre la CIA y el FBI. Y ahora estamos pidiéndole información al FBI sobre Vega.

—Para empezar, no puede hacer otra cosa —dijo Guzmán—. Y de todos modos, tampoco son organizaciones perfectas. Imagino que muy poca gente estará enterada de este asunto. Están muy ocupados con su guerra contra el Terror. Éste es un caso secundario, pequeño. Posiblemente privado.

Falcón se acercó al teléfono y comenzó a marcar.

—Voy a volver a hablar con Marty Krugman —dijo—. Lo abordaré desde otro ángulo.

—Pero todavía no sabe nada.

—Ya lo sé, pero no tengo tiempo. He de empezar ahora.

A Falcón lo salvó que Krugman no estuviera en la oficina ni en casa, y que tuviera el móvil apagado. Colgó de un golpe.

—Krugman tiene un punto débil —dijo Falcón—. Su mujer es muy guapa y mucho más joven que él.

—¿Y es celoso?

—Ése es su punto débil —dijo Falcón—, la forma de hacerle hablar.

—Y todo esto no acabará en ningún sitio si no recibe una identificación del FBI —dijo Guzmán—. De modo que no haga nada hasta entonces. Mientras tanto, si cree que puede ser de ayuda, pasaré la frase que tenía Vega en la mano a las comunidades de expatriados chilenos de España y el Reino Unido, a ver qué les dice. Y si lo identifican, y era chileno y militar o de la DINA, estoy en contacto con gente que puede ayudar a construir un perfil biográfico.

»También escribiré un artículo sobre Montes y el primer suicidio de un inspector jefe en Jefatura. Será una especie de necrológica con los momentos culminantes de su carrera, incluyendo el escándalo Carvajal, que destacaré. También pondré énfasis en que usted está investigando exhaustivamente la carrera de Montes.

—¿Y qué sacaremos con eso?

—Ya lo verá —contestó Guzmán—. Los haremos salir de su escondite. Algunos se pondrán muy nerviosos, sobre todo los que hicieron la vista gorda con el accidente de Carvajal. Será interesante ver cómo lo presionan desde arriba. Si el comisario Lobo no le hace ir a su despacho a primera hora de la mañana en cuanto salga el Diario de Sevilla, lo invito a almorzar.

—Sólo los hechos —dijo Falcón, recorrido por una oleada de angustia.

—Eso es lo bonito. Todo lo que voy a escribir de Montes será de dominio público. No habrá necesidad de hacer ninguna conjetura. Es sólo la manera en que voy a encajar las piezas lo que va a hacer que la gente se muera de miedo.