Lunes, 29 de julio de 2002
Ahora que se había destapado la implicación de Alicia Aguado en el caso de Sebastián Ortega, Falcón decidió hablar con Elvira de sus intenciones. Se le ocurrió que no tenía motivos de peso para utilizarla, y que el director obviamente preferiría servirse de su propio psicólogo. Insistió ante Elvira para que hablara con el director, mencionando la buena comunicación que al parecer había existido entre ella y el preso y su fe en la capacidad de Alicia para obtener información. Elvira lo miró fijamente, como si no creyera una palabra de lo que estaba diciendo. Asintió en silencio. Falcón también le pidió que, debido a la escasez de agentes de su brigada, utilizaran a alguien de otra para vigilar a la señora Montes. Elvira dijo que tenía sus propias ideas a ese respecto.
La oficina del Grupo de Homicidios estaba vacía. Ramírez miraba por la ventana.
—¿Dónde está Cristina? —preguntó Falcón.
—Ha encontrado a un tipo de Narcóticos que cree poder localizar a Salvador Ortega —dijo—. ¿Vas a contármelo?
—¿Qué hay de los apartados de correos?
—Sólo el de Emilio Cruz. Nada a nombre de Montes ni Vega —respondió Ramírez—. He estado llamando a los bancos, intentando encontrar una caja de seguridad que pueda abrirse con esta llave. Hay una a nombre de Emilio Cruz en Banesto.
—Eso está bien —dijo Falcón—. ¿Alguna noticia del abogado de Montes?
—He hablado con él. Hacía tres años que no tenía noticias de Alberto Montes. La última vez que habló con él fue para hacer cambios en el testamento —dijo Ramírez, y levantó la mano—. Y ahora me explicas lo de Salvador Ortega. Sé quién es, sólo dime por qué queremos hablar con él.
—Porque Pablo solía verse con él, y a lo mejor sabe cuál era el problema que había entre los dos hermanos —explicó Falcón.
—¿Eso va a ayudarnos a encontrar al asesino de Vega? —dijo Ramírez.
—Piensa por un momento en cómo mataron a Vega.
—Fue desagradable… vengativo. Querían que sufriera. Los mafiosos son así. Lo hacen para dar ejemplo a quien se le esté pasando por la cabeza engañarlos.
—Correcto, y por eso tenemos que trabajar para aclarar cuál era el móvil, porque hasta este momento lo único que veo es que Vega era importante para sus planes —dijo Falcón—. Ahora escucha estos nombres y deja que te diga que todos se conocían: Raúl Jiménez, Ramón Salgado, Eduardo Carvajal, Rafael Vega, Pablo e Ignacio Ortega.
—Crees que hay una conexión pedófila —dijo Ramírez—. ¿Cómo sabes que Ortega conocía a Carvajal?
—Se les ve juntos en una foto que está colgada en la pared del estudio de Raúl Jiménez —contestó Falcón—. Y Vega tenía todos esos nombres anotados en… —Falcón se interrumpió—. Acaba de ocurrírseme algo. Tendré que comprobarlo. Dime qué cambio hizo Montes en su testamento.
—Añadió una propiedad a sus bienes —dijo Ramírez—. Una pequeña finca valorada en menos de tres millones de pesetas.
—Apuesto a que por un momento te dio un vuelco el corazón.
—No creo que me hubieran dado la información tan fácilmente de haberse tratado de un chalet de doscientos millones de pesetas en Marbella.
—¿Te dijo dónde estaba?
—No se acordaba. Iba a mirarlo en la copia del testamento y me llamaría.
—¿Estaba hipotecada?
—No lo sabía. Él no tuvo nada que ver con la compra.
—Cuando tengas la dirección, comprueba la escritura y pregunta si alguna vez lo mencionó a alguien de su brigada.
El teléfono sonó en la oficina. Ramírez lo cogió, se inclinó y estuvo unos momentos garabateando furioso. Colgó de un golpe con gesto triunfante.
—Resultados del rastreo del carnet de identidad de Rafael Vega —dijo—. El primer Rafael Vega murió en 1983, a los treinta y nueve años, en un accidente de navegación en el puerto de La Coruña; el segundo murió por ingestión de ácido la semana pasada.
—¿Cómo lo consiguió?
—La primera vez murió justo cuando cambiaban los registros de manuales a informáticos. Según los registros informáticos siguió vivo. Sólo al consultar los registros en papel encontraron el certificado de defunción.
—Y tenía la misma edad.
—Era de la misma edad, físicamente parecido y no tenía familia. El Rafael Vega original era huérfano y se hizo marino mercante. Jamás se casó.
—De modo que nuestro Rafael Vega no sólo había recibido entrenamiento, sino que también se relacionaba con el mundo clandestino —dijo Falcón—. Por fin hemos encontrado una brecha, José Luis, pero…
—Sí, ya lo sé —asintió Ramírez—. Si no era quien decía que era… ¿quién coño era?
—Hay una conexión americana. Krugman estaba seguro de que había vivido en Estados Unidos, y ahora sabemos que recibía correo de allí —dijo Falcón—. Y también hay una posible conexión mexicana.
—La esposa mexicana podría ser otra impostura —dijo Ramírez—. Sería más plausible que un hombre de su edad hubiera estado casado.
—Ahora me da la impresión de que debía ser suramericano o centroamericano.
—Si fueras argentino de verdad, ¿utilizarías un pasaporte falso de tu país de origen?
—A lo mejor no, pero te queda el resto del subcontinente —dijo Falcón—. Quizá deberíamos ir a ver al juez Calderón. Tenemos una reunión prevista para primeros de semana. Creo que podemos calificar todo esto de avance en la investigación.
Llamó a la secretaria de Calderón. El juez estaba al final de una reunión. La secretaria dijo que hablaría con el juez para ver si tenía un hueco antes de comer.
Después de comer no había nada que hacer.
—¿Qué clase de persona necesita todo el secreto con el que actuaba Rafael Vega? —preguntó Falcón.
—Alguien que era agente de inteligencia encubierto de algún gobierno o de alguna organización terrorista —dijo Ramírez—. Alguien implicado en el tráfico de drogas.
—¿Y qué me dices del tráfico de armas? —preguntó Falcón—. La conexión rusa.
¿Dónde es más fácil conseguir armamento militar?
—En Rusia, a través de la mafia —dijo Ramírez—. Y el dinero procede de la construcción. Esas compraventas de tierras se hicieron directamente entre los propietarios originales y los rusos. Vega fue ajeno a la operación.
—Plausible, pero eso plantea más preguntas —dictaminó Falcón—. ¿A quién vende y, antes de que se nos desboque la imaginación, por qué matarlo?
—Una organización terrorista que no quiere dejar ninguna pista que lleve hasta ellos —dijo Ramírez.
La secretaria de Calderón llamó para decir que el juez podía verlos en media hora.
Fueron en coche al edificio de los Juzgados y subieron directamente al despacho de Calderón, que miraba por las rendijas de la persiana, fumando. Los oyó entrar y les dijo que se sentaran.
—¿Tenemos caso o no? —preguntó, sin volverse.
—Tenemos complicaciones —dijo Falcón, y le habló de la vida secreta de Rafael Vega.
Mientras Falcón hablaba, Calderón giró en la silla hacia ellos. Si la última vez que Falcón lo había visto tenía aspecto de regresar después de haber estado perdido en las montañas, en ese momento parecía afligido como un hombre que ha tenido que comerse a sus camaradas para poder sobrevivir. Estaba ojeroso, debajo de los ojos tenía unas manchas color uva y la frente surcada de arrugas. Parecía haber perdido peso. El cuello de la camisa le quedaba holgado. Falcón acabó de hablar y Calderón asintió, pensativo pero distraído. La nueva información no estimulaba su ambición.
—Bueno —dijo—, ahora tienes más información acerca del pasado de Vega, pero sigues sin tener nada realmente importante… ni testigos, ni móvil. ¿Qué quieres, exactamente?
—Podríamos empezar con una orden de registro de la caja de seguridad de Banesto —dijo Ramírez, interrumpiendo y cambiando una mirada con Falcón.
—¿De quién es esa caja? —preguntó Calderón.
—De Vega, naturalmente —respondió Ramírez, perplejo ante la actitud ausente del juez—, pero está a nombre de Emilio Cruz.
—Me pondré a ello —dijo Calderón—. ¿Qué más?
—Tenemos varias teorías. Necesitamos más tiempo —contestó Falcón.
Le dio algunos ejemplos de la conexión de la mafia rusa con el armamento militar y los nombres de las personas que aparecían en la libreta de direcciones de Vega y en las fotos de Raúl Jiménez, todos los cuales, al parecer, se conocían entre sí.
—Todo eso son conjeturas —dijo Calderón—. ¿Dónde están las pruebas? Vega ha llevado una próspera empresa de construcción en Sevilla durante casi veinte años. La creó casi de la nada. Sólo porque dirigiera su negocio de una manera personal y…
—Creo que se te olvida que sus documentos españoles eran totalmente falsos, y que tenía un alias argentino y visados marroquíes por si tenía que salir por piernas —dijo Ramírez—. No creo que ese nivel de secreto sea propio de un hombre casado que tiene una aventura.
Calderón le lanzó una mirada que le pasó silbando junto a la oreja.
—Eso ya lo veo —dijo el juez—. Es obvio que el hombre tenía un pasado. Huyó de algo y reconstruyó su vida. Quizá su pasado lo atrapó de alguna manera, pero eso no ayuda a determinar qué dirección vais a seguir. Habláis de tráfico de armas, drogas, personas y terrorismo, pero no me habéis mostrado ni una pista que apunte en esa dirección. Sólo tenéis teorías. Las compras de tierras de los rusos parecen raras, de acuerdo. Su conexión con Vega no tiene buena pinta, por no decir otra cosa. Pero no tenemos acceso al propietario original de las tierras. Podéis mirar el precio de venta de la escritura, pero eso no os dirá gran cosa; todo el mundo escritura las propiedades por un precio muy bajo por motivos fiscales. Tiene que haber una cadena lógica para que el juez decano pueda decidir si hay que dedicar dinero público a perseguir estas… ideas.
—¿No ves ninguna relación entre la muerte del señor Vega y el suicidio de su vecino? —preguntó Ramírez.
—No me habéis dicho ninguna, aparte de los nombres de una libreta de direcciones y gente que aparece en unas fotos —dijo Calderón, ahogando un bostezo—. El juez Romero dijo que tampoco veía ninguna. Las dos muertes parecen ser una coincidencia, con la diferencia de que una está clara y la otra despierta algunas dudas. Y las dudas están sólo en vuestras mentes, no en ninguna evidencia que hayáis aportado.
—¿Qué me dices de la nota que se refiere a un famoso acto terrorista? —dijo Ramírez.
—Para un tribunal —contestó Calderón—, esa información es tan relevante como esos expedientes que tenía de tribunales que juzgan crímenes de guerra, o el hecho de que guardara un coche viejo y hecho polvo en un garaje, o que no fuera quien decía ser. Todo es información pero, como las amenazas anónimas, no puede relacionarse con nada. —Se volvió a Falcón—. No dices nada, inspector.
—¿Estamos perdiendo el tiempo con esto? —dijo Falcón, harto ya de todo, ahora que la apatía de Calderón se había filtrado en su propia sangre—. Quizás encontremos más informaciones fascinantes que no nos aportan ni testigos ni móvil. Por culpa de las vacaciones, sólo somos tres agentes. En Jefatura acaba de pasar algo gravísimo…
—Me he enterado —dijo Calderón, con la mirada fija en su mesa, las manos juntas entre las rodillas.
—Las posibilidades de encontrar al único testigo, Serguei, son menores cada día. ¿Acabamos con esto o seguimos? Si seguimos, ¿qué dirección debemos tomar?
—Vale, estás enfadado. Me doy cuenta de que has hecho un buen trabajo y encontrado una información interesante —dijo Calderón, contagiándose del tono de Falcón e intentando insuflar un poco de entusiasmo a su voz—. Por el momento, y dado el perfil psicológico de la víctima, del que un médico y las fotos de Maddy Krugman nos han ofrecido pruebas claras, y teniendo en cuenta tus últimos descubrimientos, me siento inclinado a creer que Vega mató a su mujer y luego se suicidó. Si lo aceptas, daré un veredicto de suicidio. Si te pica la curiosidad, sigue, te doy cuarenta y ocho horas.
—Para seguir ¿en qué dirección? —preguntó Ramírez.
—En la que queráis —dijo Calderón—. ¿Existe alguna posibilidad de hablar con los rusos cara a cara?
—Están en Portugal —dijo Falcón—. Es posible que se acerquen a ver cómo van sus inversiones.
—¿Con quién se pondrían en contacto?
—Probablemente con Carlos Vázquez.
—He aquí a un hombre que tiene algo que ocultar —dijo Ramírez.
—¿Qué me dices de averiguar quién era realmente Vega? —dijo Falcón.
—¿Cómo? —preguntó Calderón, volviéndose a medias hacia la ventana.
—La conexión estadounidense —dijo Falcón—. Pongamos que llevaba viviendo aquí veinte años, que había huido de algo y rehecho su vida. Acabo de recordar un detalle de la autopsia: una antigua operación de cirugía estética. Parece algo plausible. Quizá tenía antecedentes o figuraba en los archivos del FBI.
—¿Tienes algún contacto en el FBI? —preguntó Calderón.
—Claro.
—Entonces, ¿vas a aceptar mi oferta de cuarenta y ocho horas?
Mientras bajaban del despacho de Calderón, Falcón recibió una llamada de Elvira, que acababa de hablar con su jefe, el comisario Lobo. Entre los dos habían decidido que Falcón se encargara de la investigación del suicidio de Montes. Falcón le preguntó a Elvira si podía proporcionarle un buen contacto en el FBI que lo ayudara con la identificación de Rafael Vega, y le recordó que tenía que hablar con el director de la cárcel.
Ya en el coche llamó a Carlos Vázquez, y tras tenerlo esperando unos minutos le dijeron que había salido. El bufete del abogado estaba justo delante del edificio de los Juzgados. Decidieron visitarle sin avisar.
—¿Qué le pasa al juez Calderón? —preguntó Ramírez mientras estaban en el coche—. No vamos a conseguir ninguna orden de registro si tiene así la cabeza.
—Ha encontrado la horma de su zapato —dijo Falcón.
—¿No me digas que se ha enconado con la americana?
—Creo que es algo más serio.
—¿De verdad? —dijo Ramírez, incrédulo—. Pensaba que el juez Calderón tenía la suficiente experiencia como para no caer en eso.
—¿En qué?
—En olvidar la regla número uno —contestó Ramírez—, y olvidarla justo antes de casarse.
—¿Y cuál es la regla número uno?
—No liarte —dijo Ramírez—. Eso puede joderte la vida del todo.
—Bueno, pues se ha liado, y lo único que podemos hacer es…
—Sentarnos a mirar —dijo Ramírez, aplaudiendo como si fuera a contemplar su culebrón favorito.
—Montes me contó que había mucha gente a la que le gustaría ver al juez Calderón caído en desgracia.
—¿Quién? —dijo Ramírez, con cara de inocente, los dedos en el pecho—. ¿Yo?
Subieron en ascensor. Ramírez iba mirando los números de cada planta al iluminarse. Tenía los hombros encorvados, como los músculos del cuello de un toro salvaje.
—Esta vez, Javier, yo llevo la voz cantante y tú me sigues —dijo, mientras salían como un vendaval del ascensor y pasaban junto a la recepcionista sin dirigirle la palabra.
La mujer apenas levantó una garra color púrpura en su intento de detenerlos.
Lo mismo hicieron con la secretaria de Vázquez, que los siguió hasta el despacho de su jefe. Vázquez bebía agua de un vaso de plástico y estaba de pie junto al depósito mirando por la ventana.
—En una investigación de asesinato —dijo Ramírez, con una voz llena de rabia contenida—, uno nunca se niega a hablar con el inspector jefe, a menos que quiera que le llueva mucha y variada mierda.
Vázquez se sentía lo bastante belicoso como para plantarle cara a Ramírez, pero incluso él se daba cuenta de que el inspector estaba dispuesto a todo, la violencia física incluida. Hizo ademán a la secretaria de que saliera.
—¿Qué quieren?
—Primera pregunta —dijo Ramírez—. Míreme a los ojos y dígame lo que sabe de Emilio Cruz.
Vázquez estaba perplejo. Ese nombre no le decía nada. Se sentaron.
—¿Qué había previsto el señor Vega respecto a la dirección de la empresa en el supuesto de que muriera?
—Como sabe, en la junta directiva de cada empresa estaba el señor Vega, un representante de la empresa y un inversor. En el caso de que muriera, los proyectos quedarían en manos de los restantes representantes de la empresa, con la condición de que todas las decisiones legales y financieras deberían remitirse a la junta directiva provisional de la sociedad de cartera, que formamos el señor Dourado, el señor Nieves, que es el arquitecto jefe, y yo.
—¿Cuánto duraría ese arreglo provisional?
—Hasta que se encontrara un director adecuado para la empresa.
—¿Y quién sería el responsable de encontrarlo?
—La junta directiva provisional.
—¿Con quién tenían que ponerse en contacto los clientes?
—Con la junta directiva provisional.
—¿Y quién recibiría la llamada inicial?
—Yo.
—Entonces, ¿cuándo se han puesto en contacto con usted los rusos? —preguntó Ramírez.
—No lo han hecho.
—Mire, señor Vázquez, ha pasado casi una semana desde la muerte del señor Vega —dijo Ramírez, en tono amistoso, de complicidad—. Hay mucho dinero metido en esos proyectos de los rusos, y nadie los dirige. ¿De verdad espera que creamos que…?
—No están sin dirección. Hay un representante de la empresa que está al frente de ellos.
—¿Y quién es?
—El señor Krugman, el arquitecto.
—Una buena elección —dijo Falcón—. Una persona ajena al negocio.
—¿Quién le da las órdenes al señor Krugman?
—No ha recibido ninguna mía porque no he tenido noticias del cliente. Simplemente sigue adelante con el proyecto.
—Entonces, después de la muerte del señor Vega, ¿quién les dijo a los trabajadores ilegales que no aparecieran?
—¿Qué trabajadores ilegales?
—Podemos sacárselo por las malas, si lo prefiere —dijo Ramírez—. O puede hablar con nosotros como un ser humano normal y respetuoso con la ley.
—¿Tiene miedo, señor Vázquez? —preguntó Falcón.
—¿Miedo? —dijo Vázquez, preguntándoselo a sí mismo, las manos entrelazadas, los nudillos blancos, sobre todo en torno al sello de oro que llevaba en el dedo corazón—. ¿Por qué iba a tener miedo?
—¿Le han dicho que si habla con nosotros le pasará algo muy desagradable a su familia?
—No.
—Muy bien, iremos al Ayuntamiento y presentaremos un informe sobre esos dos proyectos —dijo Ramírez—. El hecho de que se contrataran trabajadores ilegales debería ser suficiente.
—No hay trabajadores ilegales.
—Lo dice como si estuviera al tanto de esos proyectos.
—Lo estoy —dijo Vázquez—. Usted me dijo que la semana pasada se había utilizado mano de obra ilegal. Hice mis averiguaciones. No se contrata mano de obra ilegal.
—¿Y la contabilidad paralela que vimos en las oficinas de Construcciones Vega la semana pasada?
—No hay contabilidad paralela.
—Eso no es lo que dice el señor Dourado —dijo Ramírez.
—Eso no es lo que me dijo a mí —dijo Vázquez.
—Los rusos han estado trabajando de lo lindo.
De vuelta a Jefatura pasaron por Construcciones Vega y le preguntaron al señor Dourado por la contabilidad paralela. No recordaba haber encontrado ninguna contabilidad paralela en el ordenador de Vega. Ni cuando Ramírez lo amenazó con volver con una orden de registro se le borró la sonrisa. Dijo que no le importaba.
Falcón y Ramírez salieron del despacho de Dourado y recorrieron los pasillos en silencio, como si esa parte de la investigación ya no tuviera objeto.
—Hemos jugado nuestras cartas muy mal —dijo Falcón—. Hemos confiado demasiado en esta gente.
—Dourado pensaba ayudarnos. Lo sé. Yo estuve presente. Vi las copias impresas. Me estuvo explicando lo que era esa contabilidad paralela. Debería haber sacado una puta copia.
—No me pareció asustado —dijo Falcón—. A Vázquez se le veía asustado, pero Dourado estaba alegre.
—Estos rusos saben lo que hacen —dijo Ramírez—. Vázquez cree que controla el cotarro, de modo que lo agarran por los huevos y se los aprietan bien fuerte. Con el Niño Bonito, saben que necesitan sus conocimientos informáticos, así que a él le hacen cosquillas.
Falcón intentó evitar que esas imágenes contagiaran su imaginación. Dijo que iría a hablar con Krugman mientras Ramírez volvía a Jefatura y le insistía a Elvira para que se pusiera en contacto con el FBI.
Krugman miraba por la ventana de su oficina con un par de binoculares. Falcón llamó a la puerta y Krugman le hizo una seña para que entrara. El hombre parecía extrañamente energético, los ojos le brillaban, tenía las pupilas dilatadas y centelleantes.
—Sigue dirigiendo los proyectos de los rusos —dijo Falcón.
—Sí, así es.
—¿Se han puesto en contacto con usted?
—Naturalmente. Tienen veinte millones de euros invertidos. No dejas que tanto dinero ande por ahí descontrolado.
—Interesante —dijo Falcón—. ¿Sabe si hay alguna irregularidad financiera…?
—Eso son números. Yo soy arquitecto.
—¿Sabía que había trabajadores ilegales en las obras?
—Sí. Hay mano de obra ilegal en todas las obras.
—¿Está usted dispuesto a firmar…?
—No sea bobo, inspector. Estoy intentando ayudar.
—¿Cuándo habló con los rusos?
—Ayer.
—¿De qué hablaron?
—Me dijeron que siguiera llevando los proyectos y que no hablara con la Policía. Les dije que tendría que hablar con la Policía, porque se presentaba constantemente en mi casa y en mi despacho. Dijeron que no les hablara de los proyectos.
—¿En qué idioma hablan?
—En inglés. No hablan español.
—¿Sabe con quién está tratando, señor Krugman?
—Personalmente no, pero yo antes trabajaba en Nueva York, y ya me las he visto antes con la mafia rusa. Son gente poderosa que, con escasas excepciones, se muestra muy razonable siempre y cuando veas las cosas igual que ellos. Podría intentar enfrentarse a ellos si pensara que eso va a servir para algo pero, en última instancia, lo que busca es al asesino del señor Vega, o el motivo por el que se suicidó, y dudo que vayan a ayudarlo, porque estoy casi seguro de que lo último que deseaban era que el señor Vega muriera.
Falcón asintió. Krugman se recostó en la silla.
—¿Qué estaba mirando con esos binoculares?
—Controlando la situación, inspector —contestó muy serio. Enseguida se echó a reír—. Era una broma. Sólo miraba por si había algo que ver.
Falcón se levantó para marcharse. Le inquietaba la expresión evangélica de Krugman.
—¿Ha visto a mi esposa últimamente? —preguntó Marty cuando Falcón le tendió la mano.
—La vi por la calle el sábado —respondió Falcón.
—¿Dónde?
—En la tienda de azulejos de la calle Bailen, cerca de mi casa.
—Ya sabe que la tiene usted fascinada, inspector.
—Sólo porque tiene unos intereses muy concretos y bastante raros —afirmó Falcón—. Personalmente, no me gustan sus intromisiones.
—Pensaba que eran sólo unas cuantas fotos de usted en el puente —dijo Krugman—. ¿O hubo algo más?
—Eso bastó —dijo Falcón— para que me sintiera como si su mujer intentara arrebatarme algo.
—Ése es el único problema de Maddy —dijo Krugman—. Como descubrirá su amigo el juez.
Krugman se volvió hacia la ventana y se llevó los binoculares a los ojos.