Lunes, 29 de julio de 2002
Mientras Falcón se dirigía a Jefatura, se enteró por las noticias de que el incendio de Almonaster la Real aún no se había extinguido. Los vientos de cincuenta kilómetros por hora no facilitaban la tarea de los bomberos, y se estaban viendo obligados a dejarlo arder en lugar de salvar el bosque.
Fue directamente al despacho de su jefe inmediato, el comisario Elvira, cuya secretaria lo hizo entrar. Elvira estaba sentado tras su escritorio. Era un hombre pulcro y pequeño, con un fino bigotillo y el pelo negro, que llevaba peinado con una raya practicada con la misma precisión de láser que la del presidente del Gobierno.
Era un animal completamente distinto de su predecesor, Andrés Lobo, que parecía entender mejor el fango primordial del que procedían los hombres. Elvira era de ésos que tienen los lápices afilados y perfectamente alineados.
Falcón le informó verbalmente de sus pesquisas del fin de semana y le pidió una discreta protección policial para los hijos de Consuelo Jiménez, que estaban con su hermana en la costa, cerca de Marbella.
—¿Ha pasado la noche en casa de la señora Jiménez? —preguntó Elvira.
Falcón vaciló. En Jefatura no había nada sagrado.
—No ha sido la primera amenaza que se ha recibido desde que se inició la investigación de Vega —dijo Falcón, sin responder a la pregunta—. Comí con ella el sábado y me dijo que alguien le había dado un sobre para mí. Esta foto estaba dentro.
Elvira cogió la bolsa de pruebas y examinó a Nadia atada a la silla.
—Esta ucrania desapareció tras ayudarnos en la investigación —dijo Falcón.
—¿Algo más?
—El primer día, un coche con matrículas robadas me siguió hasta casa. El segundo me encontré una foto de mi ex mujer pegada al corcho que hay sobre el escritorio de mi estudio con un alfiler atravesándole la garganta.
—Parece que estos rusos conocen su situación, inspector —dijo Elvira—. ¿Qué ha hecho respecto a esas amenazas?
—Creo que la intención de estas amenazas es intimidarme directamente a mí —dijo Falcón—. Si alguna de estas amenazas iniciales se hubiera concretado en algo, estaría más preocupado, pero todas han sido distintas y específicas para mi situación. Intentan distraerme de mi propósito y alejar mi atención de la investigación del caso Vega.
—¿Así que no piensa reasignar ninguno de sus recursos?
—Si con ello me pregunta si voy a asumir la responsabilidad de mantener los magros recursos que tengo a mi disposición concentrados en el caso Vega, entonces la respuesta es sí.
—Sólo por curiosidad, ¿ha eliminado a la señora Jiménez de sus pesquisas?
—No tenemos sospechosos, ni testigos, ni móvil.
—Y otra cosa… Pablo Ortega. Tengo entendido que fue a verlo con una psicóloga con la intención de ayudar a su hijo, y que también lo acompañó a la cárcel. ¿Existe alguna relación entre ese caso y la muerte de los Vega?
Silencio. Falcón se movió en la silla.
—¿Inspector?
—No lo sé.
—Pero ¿usted cree que… hay algo?
—Hay que trabajar más —dijo Falcón—, y eso significa más tiempo.
—Tenemos confianza en su capacidad y lo apoyamos en sus esfuerzos —dijo Elvira—, siempre y cuando no haga nada que pueda desacreditar al cuerpo. Llamaré a la Jefatura de Málaga y ordenaré que un agente vigile a la hermana de la señora Jiménez y a los niños.
Mientras Falcón regresaba al trabajo, uno de los comentarios de Elvira no dejaba de rondarle por la cabeza. Esos rusos conocen su situación. Sí. ¿Y cómo?
—¿Has encontrado el móvil de Pablo Ortega? —le preguntó Falcón a Cristina Ferrera, de camino a su despacho.
—Ahora estoy investigando los números —dijo Ferrera—. Al parecer sólo utilizaba la línea fija para recibir llamadas. Cuando tenía que llamar, el móvil era su primera elección.
—Quiero saber con quién habló en las horas antes de morir —dijo Falcón.
—¿Qué hay de la llave que estaba en el congelador de Vega? —preguntó Ramírez.
—Puede encargarse de eso luego —dijo Falcón—. ¿Algo sobre el carnet de identidad de Vega?
—Eso lleva tiempo. Se han remontado todos los años que han podido con el ordenador. Ahora están examinando los libros de registro que se llevaban a mano.
—¿Y los argentinos? —preguntó Falcón, mientras marcaba el número de Carlos Vázquez.
—Les falta personal por vacaciones —dijo Ramírez, entrando en el despacho de Falcón—. Han enviado la información a Buenos Aires.
Falcón le enseñó la foto de Nadia Kouzmijeva. Ramírez golpeó la pared con el lado derecho del puño.
—Alguien le entregó este sobre a Consuelo Jiménez en un bar. Le pidieron que me lo diera —explicó Falcón, y a continuación se llevó el índice al labio reclamando silencio—. Quiero hacerle una pregunta acerca de los coches de la empresa de Construcciones Vega —dijo por teléfono.
—No tienen —dijo Vázquez—. La política de Rafael era no tener coches de empresa. Todo el mundo utilizaba el suyo y luego entregaba una factura de gastos.
—¿Y no existía una flota de coches que el personal de la compañía pudiera utilizar para el trabajo?
—No. Hubo un tiempo en que Construcciones Vega tenía muchos vehículos y equipo, pero al final se convirtió en un gasto excesivo, y hace unos años Rafael se quedó sólo con el equipo básico necesario, se libró de los coches y comenzó a alquilar todo lo que necesitaba. Los ingenieros, los arquitectos de las obras… todos utilizan sus propios coches.
—¿El señor Vega tenía algún coche viejo que utilizara para ir a visitar las obras?
—No, que yo sepa.
Falcón colgó.
—Consuelo Jiménez —dijo Ramírez, sonriendo.
—No empieces, José Luis —dijo Falcón, mientras llamaba a Construcciones Vega.
—¿Por qué Cristina está trabajando en lo de Pablo Ortega, cuando sabemos lo que le pasó? —preguntó Ramírez.
—Llámalo instinto —dijo Falcón—. Lo que quiero que me digas es quién, en Jefatura, podría haberles hablado a los rusos de mí.
Cuando le contestaron en Construcciones Vega preguntó por el supervisor del edificio, que le confirmó que en el aparcamiento no había más coches que los que eran propiedad de los empleados, y que el señor Vega sólo tenía un coche, que antes había sido un Mercedes y últimamente un Jaguar. Colgó y le habló a Ramírez de las amenazas que había recibido hasta ese momento durante la investigación. También le mencionó el comentario de Elvira.
—¿Por qué tiene que ser alguien de Jefatura? Han estado siguiéndote desde el primer día. Cualquiera podría haber intervenido tu móvil. Todo el mundo en Sevilla conoce tu historia.
Falcón y Ramírez comenzaron a llamar a los aparcamientos de Sevilla preguntando si Rafael Vega o Emilio Cruz tenían plaza en alguno de ellos. Media hora después, el aparcamiento que había debajo del Hotel Plaza de Armas, en la calle Marqués de Paradas, confirmó que Rafael Vega tenía contratada una plaza que pagaba anualmente en efectivo.
Falcón se puso en marcha con Ramírez, quien, una vez en el coche, quitó las noticias de la radio, que incluían una serie de entrevistas con gente de la zona que hablaba del incendio de Almonaster la Real. La voz quejumbrosa de Alejandro Sanz invadió el coche.
—¿Alguna noticia de tu hija, José Luis? —preguntó Falcón.
—La cosa va a alargarse más de lo que pensaban —dijo Ramírez, y cambió de tema—. Este aparcamiento es perfecto para salir de la ciudad rápidamente.
—Y nadie te vería —dijo Falcón—. A menos que te quedaras parado en los semáforos de Torneo.
—¿Cómo averiguaste lo del coche?
—Consuelo le vio conduciéndolo un día —contestó Falcón—. ¿Conoces a un abogado llamado Ranz Costa?
—No es uno de los abogados criminalistas habituales.
—A ver si puedes concertar una cita con él para última hora de la mañana —dijo Falcón—. Es el abogado de Pablo Ortega.
Ramírez marcó el número en el móvil. Ranz Costa tenía el bufete ni otro lado del río, en Triana. Dijo que podía concederles cinco o diez minutos esa misma mañana.
Aparcaron en la calle Marqués de Paradas, cogieron unos guantes de látex y un mazo de bolsas de pruebas y bajaron la rampa hasta el aparcamiento del sótano. El supervisor los llevó hasta el coche, que era un viejo Peugeot 505 familiar azul de motor diesel. El número de la matrícula de la parte de atrás era casi invisible a causa del polvo.
—Lo utilizaba de todo-terreno —dijo Ramírez, poniéndose los guantes—. Felipe puede analizar este polvo, ¿verdad?
—¿Tiene llave? —le preguntó Falcón al supervisor, quien negó con la cabeza masticando un mondadientes.
—¿Quiere entrar en el coche? —le preguntó.
—No —dijo Ramírez—, quiere abrirle el cerebro para ver qué es ese ruido.
—No muerde —dijo Falcón—, a no ser que haga algún movimiento brusco.
El supervisor, poco impresionado, apartó la cara de Ramírez y silbó. Dos chicos aparecieron vestidos con pantalón corto y deportivas. El supervisor les dijo que abrieran el coche. Uno sacó un destornillador del bolsillo, y el otro un trozo de alambre sin doblar. El del destornillador lo incrustó en la puerta y haciendo palanca abrió la esquina, mientras el otro levantaba el cierre con el alambre. La operación duró dos segundos.
—Me gusta un poco de refinamiento —dijo Ramírez, flexionando sus manos enguantadas—. Nada de toda esa mierda de la llave maestra.
—¿El señor Vega le pidió alguna vez que lavara el coche? —preguntó Falcón.
El supervisor, experto en los pequeños talentos de la vida, se pasó el mondadientes de un lado de la boca al otro por toda respuesta.
El interior del coche estaba recubierto de una fina capa de polvo, incluso en los asientos del copiloto y los de atrás, lo que indicaba que Vega siempre viajaba solo en ese coche. Había documentos en la guantera, dos llaves en un aro sin ninguna etiqueta en el cenicero, y la tarjeta de un hostal residencia de un pueblo llamado Fuenteheridos, en el distrito de Aracena.
Cerraron el coche, le dijeron al supervisor que no lo tocara y que enviarían una furgoneta a recogerlo. Ramírez metió un poco de polvo del guardabarros en una bolsa de pruebas. De vuelta al coche de Falcón, Cristina Ferrera llamó para decir que Pablo Ortega había hecho cuatro llamadas el viernes por la noche, antes de suicidarse. Las dos primeras habían durado treinta segundos, y los destinatarios eran un constructor y alguien llamado Marciano Ruiz. La tercera duró doce minutos y había sido a Ignacio Ortega. La última fue a Ranz Costa y había durado dos minutos.
Ramírez llamó al constructor, quien dijo que Ortega había llamado para cancelar su reunión. Falcón conocía al director teatral Marciano Ruiz, y le llamó mientras se dirigían al bufete de Ranz Costa. Ortega le había dejado un mensaje obsceno en el contestador.
—Entonces, ¿cuál es el vínculo entre el suicidio de Pablo Ortega y la muerte de Vega? —preguntó Ramírez.
—Sobre el papel, simplemente que se conocían y eran vecinos.
—Pero tus tripas te dicen otra cosa.
Los hicieron entrar en el despacho de Ranz Costa. Era un tipo grande como un oso, e incluso con el aire acondicionado muy fuerte, sudaba profusamente.
—El viernes por la noche recibió una llamada de Pablo Ortega —dijo Falcón—. ¿Qué le dijo?
—Me dio las gracias por haber redactado de nuevo su testamento y por la copia que le había enviado por mensajero esa misma tarde.
—¿Cuándo le dijo que volviera a redactar su testamento?
—El jueves por la mañana —dijo Ranz Costa—. Ahora entiendo la urgencia del documento.
—¿Ha hablado esta mañana con Ignacio Ortega?
—La verdad es que me llamó ayer por la noche. Quería saber si su hermano me había escrito alguna carta. Le dije que toda la comunicación había sido por teléfono o en persona.
—¿Le preguntó qué decía el testamento?
—Comencé a decirle que su hermano había cambiado el testamento, pero al parecer ya lo sabía. Eso no pareció interesarle.
—¿Le beneficiaban de alguna manera los cambios?
—No —dijo Ranz Costa, desplazando su peso a la otra nalga cuando la confidencialidad entre abogado y cliente empezaba a infringirse.
—Ya sabe cuál es la siguiente pregunta —dijo Ramírez.
—La propiedad que figuraba ahora en el testamento era la nueva casa de Santa Clara, e Ignacio ya no iba a ser uno de los beneficiarios.
—¿Y quiénes eran los beneficiarios?
—Principalmente Sebastián, que se quedará con todo excepto dos cantidades de dinero en efectivo que irán a los hijos de Ignacio.
—¿Qué sabe del hijo de Ignacio, Salvador? —preguntó Falcón—. Además de que es heroinómano y vive en Sevilla.
—Tiene treinta y cuatro años. La última dirección que tengo de él es del polígono San Pablo. He tenido que defenderlo dos veces de cargos de tráfico de drogas. Se salvó del primero, y la segunda vez le conseguí una rebaja de condena, pero estuvo cuatro años en la cárcel. Lo soltaron hace dos, y desde entonces no he sabido nada de él.
—¿Ignacio y Salvador se hablan?
—No, pero Pablo y Salvador sí se hablaban.
—Una última pregunta sobre el testamento y lo dejaremos tranquilo —dijo Falcón—. Ignacio es un hombre rico, dudo que esperara dinero de su hermano.
—Siempre quiso la silla Luis XV de la colección de Pablo.
Falcón soltó un gruñido al recordar que Ignacio había manifestado una total falta de interés por la colección.
—Así que, ¿por qué riñeron los hermanos? —preguntó Ramírez.
—Yo sólo preparo los documentos legales —dijo Ranz Costa—. Nunca me involucro personalmente en…
No acabó. Los dos policías ya habían salido de su despacho.
Mientras bajaban del bufete de Ranz Costa, Falcón llamó a Ignacio para recordarle que tenía que ir a identificar el cadáver. También llamó al inspector Montes para decirle que quería pasar a verlo esa misma mañana y hablar con él de los dos nombres rusos que había mencionado el viernes por la tarde. Montes le contestó que se pasara cuando quisiera, que no se iba a ninguna parte.
Falcón llevó a Ramírez a Jefatura. Quería que Felipe analizara la muestra de polvo mientras Ramírez seguía la pista del hostal residencia de Fuenteheridos. Falcón fue en coche al Instituto Anatómico Forense.
Ignacio Ortega y Falcón estaban en la sala, con las cortinas de la cristalera cerradas. Esperaron en silencio a que trajeran el cadáver del depósito y el forense preparó los papeles.
—¿Cuándo fue la última vez que habló con Pablo? —preguntó Falcón.
—La noche antes de irme de viaje —dijo Ignacio.
—La compañía del móvil de Pablo nos ha informado que la noche antes de morir estuvo hablando doce minutos con él. ¿Puede explicármelo, señor Ortega?
Silencio mientras Ignacio miraba la cortina sin descorrer.
—Ranz Costa nos ha dicho que Pablo cambió su testamento antes de morir. ¿Sabe qué cambios hizo?
Ignacio asintió.
—¿Fue de eso de lo que hablaron en la llamada telefónica que le hizo el viernes por la noche?
Ignacio no movió la cabeza.
—Me sorprendió que pareciera más preocupado por si su hermano le había escrito, y qué le había escrito a Sebastián, que afectado por el suicidio —prosiguió Falcón, diciéndose que había que pinchar un poco a ese hombre.
Esas palabras removieron a Ignacio, cuyos ojos perforaron la cara de Falcón como remachadoras industriales.
—No tiene derecho a hablarme así —dijo—. No soy ningún sospechoso. Mi hermano se suicidó. Cómo me afecte es cosa mía, y no asunto suyo. Usted tiene la misma curiosidad que yo por saber por qué se mató, pero no tiene derecho a meter las narices en mis asuntos familiares, a no ser que pueda demostrar que de alguna manera he sido responsable de la muerte de mi hermano mientras estaba en la costa.
—Me mintió sobre la última vez que habló con su hermano —dijo Falcón—. A los detectives no les gusta que les mientan. Nos volvemos suspicaces y pensamos que tiene algo que ocultar.
—No tengo nada que ocultar. Tengo la conciencia limpia. Los asuntos familiares entre Pablo y yo son privados.
—¿Sabe?, estamos pensando en reabrir el caso de Sebastián, y en proporcionarle ayuda psicológica…
—Haga lo que quiera, inspector.
El médico forense les informó que el cuerpo estaba preparado. Ignacio se volvió hacia las cortinas, que se abrieron. Confirmó la identidad de su hermano, firmó los papeles y se fue sin decir nada más ni mirar a Falcón.
Falcón volvió a Jefatura con tres cosas rondándole por la cabeza. ¿Por qué le preocupaba tanto Ignacio Ortega? Estaba claro que no había matado a su hermano, pero había algo cerrado con llave en la mente de ese hombre que hizo pensar a Falcón que tenía cierta responsabilidad. ¿Cómo abres una mollera tan dura como la de Ignacio Ortega? ¿Y cómo averiguas lo que los muertos guardan en mis mentes? El trabajo de la Policía sería mucho más fácil si pudiera descargarse el contenido del cerebro en una pantalla. El software de la vida. ¿Cómo sería? Los hechos distorsionados por la emoción. La realidad transformada por la ilusión. Sobre la verdad una mano de pintura que la niega. Haría falta un programa para desentrañar lodo eso.
Sonó el móvil.
—¿Diga?
—¿Vuelves ya? —preguntó Ramírez.
—Estoy en la plaza de Cuba.
—Bien, porque el inspector Montes acaba de saltar por la ventana y ha aterrizado de cabeza en el aparcamiento.
Falcón aceleró por la avenida de la República Argentina. Chirriaron los neumáticos sobre el asfalto caliente al doblar la curva hacia el aparcamiento de Jefatura. Había una multitud congregada debajo de la ventana a la que había visto asomarse a Montes la semana anterior, pensando… pensando: ¿ha llegado el momento?
Las luces de la ambulancia parpadeaban de forma casi invisible en el resplandor de aquella luz blanca brutal que golpeaba la escena. Las caras de las mujeres asomaban de las ventanas de las oficinas de la planta baja; se tapaban la boca. En las ventanas del primer piso se veían algunos hombres que se apretaban la cabeza con las manos, como para borrar esa imagen antinatural. Falcón avanzó entre la multitud a tiempo para ver cómo los paramédicos daban oficialmente por muerto al inerte Montes, que parecía tener la cabeza y los hombros enterrados en el asfalto ensangrentado, lo bastante blando para que quedara marcada aquella terrible huella.
Pero por el aspecto del cadáver, Falcón supo lo que revelaría la autopsia: hombros destrozados, fractura múltiple en la clavícula, vértebras cervicales rotas, médula espinal partida, cráneo aplastado, hemorragia cerebral catastrófica.
Entre la multitud había algunos miembros de la brigada de Montes. Lloraban. El comisario Elvira salió de Jefatura y pronunció un discurso muy pensado para dispersar a la multitud. Vio a Falcón. Le dijo que hiciera que sacaran algunas fotos, retiraran el cuerpo y le transmitiera un informe verbal inicial en una hora. El juez de guardia llegó con el forense.
Mientras la multitud se dispersaba, Ferrera se llevó a tres personas para que declararan como testigos. Felipe sacó las fotos. Los paramédicos se llevaron el cadáver siguiendo las instrucciones del juez de guardia. Aparecieron los encargados de limpiar la escena del crimen y lavaron la sangre, que ya estaba coagulándose al sol.
Cuando Falcón subió a su despacho para buscar una libreta nueva, tuvo una terrible sensación de confluencia: Vega, Ortega y ahora Montes. Al Grupo de Homicidios le faltaban tres hombres por las vacaciones. No había relación aparente entre las muertes, y sin embargo cada una era precursora de la siguiente.
Encontró a Ferrera, le dio los datos de Salvador Ortega y le dijo que hablara con alguien de Narcóticos. Todo lo que quería era su dirección actual. También le dijo que comprobara todas las oficinas de correos de la zona de Sevilla para averiguar si Rafael Vega o un argentino llamado Emilio Cruz tenían un apartado de correos.
—¿Eso es más importante que la llave de Rafael Vega?
—¿Has llegado a algo con eso?
—No tiene ninguna caja de seguridad en el Banco de Bilbao. Eso es todo lo que he averiguado.
—Ya investigarás luego lo de la llave —dijo Falcón—. Te llevará tiempo.
Cogió su cuaderno y subió lentamente las escaleras hasta la segunda planta, donde Ramírez tenía una llave maestra del despacho de Montes. Los miembros del GRUME hacían cola en el pasillo, esperando. Felipe volvió del aparcamiento sudando.
Ramírez abrió la puerta. Felipe sacó algunas fotos y se fue. Falcón cerró la ventana.
Miraron a su alrededor, sudando, mientras el aire acondicionado volvía a sentirse. En el escritorio de Montes había una hoja de papel de carta con su letra, y un sobre cerrado dirigido a su esposa. Falcón y Ramírez rodearon la mesa para leer la nota, que estaba dirigida a «Mis compañeros»:
Probablemente os parecerá ridículo que me haya quitado la vida tan cerca de la jubilación. Debería haber sido capaz de soportar un poco más la presión de mi trabajo, pero no he podido. No quiero culpar a los hombres y mujeres con quienes he tenido el honor de trabajar.
Me hice policía creyendo que podría hacer el bien. Creo firmemente en el valor de la Policía en la sociedad. No he sido capaz de hacer el bien que pretendí. Me he sentido cada vez más impotente para actuar contra las nuevas oleadas de depravación y corrupción que ahora asolan mi país y el resto de Europa.
He estado bebiendo, esperando que eso aturdiría mis sentidos ante lo que pasaba a mi alrededor. No lo he conseguido. Siento un peso cada vez mayor sobre los hombros, y a veces me siento incapaz de levantarme de la silla. Me siento atrapado e incapaz de hablar con nadie.
Sólo puedo pediros que vosotros, amigos míos, protejáis a mi familia y me perdonéis por este último y desastroso acto.
Falcón leyó la carta a los miembros de la brigada que se agolpaban en la puerta.
Las mujeres lloraron con los ojos abiertos, mirando incrédulas. Falcón preguntó si alguien que conociera a la señora Montes podía acompañar a Ramírez a darle la carta e informarla en persona de lo ocurrido. El número dos de Montes dio un paso al frente, y él y Ramírez se fueron.
No había nada interesante en el despacho, y cuando Falcón interrogó a varios miembros de la brigada, todos muy afectados, sólo contestaron con monosílabos.
Cuando acabó, Ramírez ya había vuelto tras dejar al inspector del GRUME con la señora Montes. Sellaron el despacho de Montes y bajaron a sus oficinas, donde Cristina Ferrera hablaba por teléfono. Falcón le dijo que comprobara también si había algún apartado de correos a nombre de Alberto Montes. Ferrera asintió y anotó el nombre.
Ramírez siguió a Falcón a su despacho y se quedaron mirando por la ventana que daba al aparcamiento, que ya estaba limpio y seco.
—¿Crees que Montes aceptaba sobornos? —preguntó Ramírez.
—Algunas de las expresiones que ha usado en la carta son interesantes —dijo Falcón—. Como: «No he sido capaz de hacer el bien que pretendí», «impotente contra la corrupción», «atrapado», y al final la frase que más me ha llamado la atención: «que protejáis a mi familia». ¿Por qué alguien iba a decir algo así? «Cuidar» lo entiendo, pero ¿«proteger»? Era alguien cuyo subconsciente se filtraba en su vida cotidiana, y no podía soportarlo.
Ramírez asintió y miró fijamente el aparcamiento, imaginándose a sí mismo aplastado, corrompido, irreparablemente dañado. Alguien descartado para la vida.
—De esa carta no puede deducirse que aceptara sobornos —dijo Ramírez—. Así que dime qué más sabes.
—No sé qué sé.
—No me vengas con esa mierda.
—Hablo en serio. Creo que Montes creyó que yo sabía algo —dijo Falcón.
—Si aceptaba sobornos, parecería que es quien les habló a los rusos de ti.
—Montes pensó que yo le estaba apretando, cosa que no era cierta. Estaba a punto de preguntarle por esos rusos… para saber si había oído hablar de ellos. Nada más.
—Su mente hizo el resto —dijo Ramírez.
—Y ahora me siento como un arqueólogo que ha encontrado unos insólitos fragmentos de alfarería y le han pedido que a partir de ellos reconstruya toda una civilización.
—Háblame de esos fragmentos —dijo Ramírez—. Pegar cosas rotas es mi especialidad.
—Casi me da vergüenza contártelo —dijo Falcón—. Se trata de pistas resucitadas del antiguo caso de Raúl Jiménez. Algunos nombres de la libreta de direcciones de Rafael Vega. La implicación de la mafia rusa en los dos proyectos de Construcciones Vega. Sus amenazas. El momento del suicidio de Ortega. El momento elegido para el suicidio de hoy. No son lo bastante sólidos para ser llamados fragmentos, y si lo son es posible que no procedan de la misma vasija, y que sean sólo fragmentos rotos.
—Vamos a poner en orden lo que sabemos de Vega —dijo Ramírez—. Primero, su obsesión por la seguridad: la pistola, que comprobé y no tenía licencia; los cristales antibalas; el sistema de vigilancia, aunque no lo usara; la puerta principal…
—La puerta principal que normalmente se cierra con doble vuelta de llave por la noche, pero no la mañana de su muerte.
—Como la puerta trasera, lo que indica…
—Lo que posiblemente indica —le corrigió Falcón— que por la noche, ya tarde, Vega dejó entrar a alguien que conocía.
—Todos sus vecinos más cercanos tenían trato con él —dijo Ramírez—, pero nadie llamó para decir que iba a visitarlo, si es que fue alguien.
—Sabemos por Pablo Ortega que los rusos iban a verlo a su casa —dijo Falcón—. Pero como contó Vázquez, Vega «facilitaba sus negocios», de modo que el motivo que tenían para eliminarlo no está claro. Marty Krugman apuntó la posibilidad de que Vega estuviera engañando a los rusos.
—¿Y en qué se basa?
—Especulación. Le pregunté por qué la mafia podía querer muerto a Vega —dijo Falcón—. Deberíamos comparar las contabilidades paralelas de los proyectos de los rusos de que te habló Dourado.
—Los rusos, y estamos bastante seguros de que son ellos, se han puesto lo bastante nerviosos como para amenazarte a ti y a Consuelo Jiménez —dijo Ramírez.
—Si lo que les preocupa es un mero blanqueo de dinero, han sido muy torpes.
—El dinero es lo único que interesa a la mafia.
—¿O hay algo peor en la trama de Vega que podría acabar saliendo a la luz en el curso de una indiscreta investigación por asesinato?
—Esta mañana estuve examinando detenidamente el pasaporte argentino que tenía a nombre de Emilio Cruz —dijo Ramírez—. También tiene un visado marroquí válido. De hecho, hay cinco visados marroquíes. Cuatro expiraron sin utilizarse. El quinto era válido hasta noviembre de 2002. Lo que significa que podía estar en Tánger en cinco horas si iba en coche y ferry, y en menos si iba en avión. Alguien que se mantiene en ese estado de alerta está habituado a eso.
—¿Quieres decir que había recibido entrenamiento? —preguntó Falcón.
—La pregunta es si quien lo entrenó fue el crimen organizado, el terrorismo o el Gobierno.
—Esa manera de compartimentar las cosas —dijo Falcón—. Nadie sabe lo que hacen los demás. Krugman habló de la importancia de la jerarquía, de la disciplina en las obras. Dijo que él no tenía experiencia en eso, pero que le parecía una manera de trabajar militarizada.
—A lo mejor había recibido instrucción militar de algún gobierno y estaba utilizándola con fines criminales o terroristas.
—La única razón por la que pensamos en el terrorismo es por la referencia al 11 de septiembre de la nota que tenía en la mano —dijo Falcón—. No sé cuánta importancia podemos darle a una nota calcada de su propia letra y escrita en inglés. Marty Krugman hablaba con él una y otra vez del 11S, y no entendía a qué podía referirse.
Cristina Ferrera llamó a la puerta.
—Hay un apartado de correos a nombre de Emilio Cruz en la oficina de correos de San Bernardo —dijo—. Pero no se entusiasme. Está vacío y desde el año pasado no hay nada.
—¿Qué tipo de correo solía llegarle?
—Recuerdan que todos los meses recibía una carta con sellos de Estados Unidos.
—¿Has averiguado algo sobre la muerte de Alberto Montes?
—Todavía nada —dijo Ferrera cerrando la puerta.
Los dos hombres volvieron a la ventana.
—¿Qué decía la carta a su mujer?
—«Lo siento… perdóname… he fracasado»… la mierda de siempre —dijo Ramírez.
—¿Mencionaba algo de que la protegieran o cuidaran?
—Al final decía: «No te preocupes, sabrán cuidar de ti» —dijo Ramírez—. ¿Estamos poniéndonos paranoicos con eso?
—¿Y su segundo al mando, su inspector, tiene algo que decir?
—Nada. Está muy afectado.
—Igual que el resto de la brigada —dijo Falcón—. Si estaba aceptando sobornos, lo hacía él solo.
—Y si aceptaba sobornos, tiene que tener el dinero en alguna parte. Y también tendría que haberle hecho saber a su esposa dónde está, y ella tendrá que hacer algo para conseguirlo o hacer algo con él.
—Voy a darle mi informe verbal al comisario Elvira —dijo Falcón—. Averigua quién era el abogado de Montes.
Antes de que Falcón pudiera hacer su informe verbal, Elvira mandó hacer una fotocopia de la carta y la repasó con un lápiz en la mano, como si fueran deberes. En su informe, Falcón se atuvo a los hechos y no hizo conjeturas.
—Voy a pedirle que aventure una opinión, inspector —dijo Elvira, cuando Falcón acabó—. Es el primer suicidio que hemos tenido en Jefatura. Los medios de comunicación se nos echarán encima. El Diario de Sevilla ya ha llamado.
—Hasta la semana pasada sólo conocía a Montes de vista —explicó Falcón—. Le pregunté por un hombre llamado Eduardo Carvajal, cuyo nombre aparecía en la libreta de direcciones de Vega, y que yo conocía de mi investigación en el caso de Raúl Jiménez.
—Sé quién era —dijo Elvira—. Yo trabajaba en Málaga cuando «murió» en un supuesto accidente de coche. Era el testigo clave del fiscal en un caso de pedofilia. Como probablemente sabe, hubo encubrimiento. El coche fue destruido antes de que pudiera investigarse, y al parecer no estaba claro el origen de las heridas en la cabeza.
—Montes dijo que Carvajal iba a hacerlo famoso. Le había prometido nombres. Luego murió, y al final sólo cuatro acusados de la banda de pedófilos fueron condenados.
—Le diré algo que no debe salir de esta habitación —dijo Elvira—. Los políticos les dijeron a los mandamases de la Policía que el accidente de coche de Carvajal no era algo que había que airear en los medios de comunicación.
—Como puede imaginar, la mención al inspector Montes del nombre de Carvajal le trajo amargos recuerdos —dijo Falcón—. Montes me contó que Carvajal era el proxeneta del círculo de pedófilos, y que la mafia rusa proporcionaba los niños que utilizaban. Existe un vínculo entre Rafael Vega y dos rusos que invierten de una manera poco habitual en dos proyectos al abrigo de Construcciones Vega. Posteriormente, la Interpol nos dijo que los rusos eran conocidos mafiosos. Llamé a Montes el viernes por la noche por si le sonaban los nombres. Estaba borracho. Volví a llamarle esta mañana y me dijo que le encantaría hablar de ello. Luego saltó por la ventana de su despacho.
—Según su evaluación psicológica, llevada a cabo el año pasado, tenía un problema con la bebida desde 1998… que fue el año del accidente de coche en el que murió Carvajal —dijo Elvira—. En los últimos ocho meses tampoco había estado muy bien.
—Mencionó que tenía piedras en el riñón y una hernia.
—También tenía un problema de hígado, que a veces lo ponía a morir.
—Eso es más presión —dijo Falcón.
—¿Qué piensa de la carta a sus hombres?
—Quería decirle una cosa más sobre Montes y Carvajal que tiene que ver con la carta —dijo Falcón—. Montes me habló de la conexión con la mafia rusa. Me explicó el negocio del tráfico de seres humanos de la mafia. Si era una persona corrupta y temía que lo descubrieran (de lo que, si no me equivoco, estamos hablando ahora), ¿por qué iba a darme esa información? Cuando leí la carta tuve la impresión de que la presión de no contarlo se había hecho tan fuerte que al final había acabado saliendo. No había sido «capaz de hacer el bien que pretendía», lo que podía significar que había hecho algo malo. Quizá lo que le ocurrió fue la «corrupción». La «presión» es la culpa. Se siente «atrapado» e «incapaz de hablar» porque ha obrado en contra de todo aquello en lo que creía. Y la última línea, en la que habla de «proteger a mi familia», implica algún peligro para ellos. Creo que el inspector Montes era un buen hombre que hizo, o fue obligado a hacer, una mala elección y que lo lamentó profundamente.
—Le he pedido su opinión y me la ha dado —dijo Elvira—. Por supuesto, no nos sirve de nada. Ahora quiero pruebas. ¿Se da cuenta de que será desagradable, inspector?
—A lo mejor quiere hablar con el comisario Lobo sobre las implicaciones políticas dentro de la Jefatura de lo que yo propondría —dijo Falcón—, que es seguir muy de cerca los movimientos de la señora Montes en los próximos días.