Domingo, 28 de julio de 2002
Por la mañana, una llamada de Ignacio Ortega, con quien por fin había conseguido ponerse en contacto la noche anterior, despertó a Falcón. Ignacio había llegado a Sevilla y quería ver la casa de su hermano. Quedaron en verse a mediodía.
Falcón y Consuelo desayunaron unos huevos rancheros. Ella seguía asombrada por los detalles de la muerte de Pablo Ortega. Las noticias locales de la radio mencionaban el suicidio de Ortega y un gravísimo incendio forestal, que había comenzado la noche anterior y en aquel momento ardía descontrolado cerca de un pueblo llamado Almonaster la Real, en la sierra de Aracena. Consuelo apagó la radio.
No quería que su domingo se echara a perder más de lo que estaba.
A mediodía Falcón cruzó la calle, entró en el jardín de Pablo Ortega y abrió la casa.
Puso en marcha el aire acondicionado, cerró la puerta de la habitación donde había muerto Ortega e introdujo una toalla húmeda en la parte de abajo para mitigar el terrible hedor. Buscó una cerveza en el frigorífico.
Ignacio llegó y llamó a las puertas correderas. Se dieron la mano. Parecía más joven que Pablo, pero no mucho. Estaba calvo, y no había cometido el error fatal de hacerse una cortinilla con su pelo aún oscuro, aunque posiblemente la idea se le había ocurrido. Estaba más delgado y en forma que su hermano, pero carecía de presencia. Era un hombre que pasaría inadvertido en cualquier sitio, y Falcón comprendió por qué le pedía a su hermano que acudiera a sus actos sociales.
Necesitaba que le prestara algo de carisma.
Ortega se disculpó por molestarlo el domingo, pero sentía la necesidad de ver dónde había muerto su hermano. Falcón le dijo que al día siguiente estaría ocupado, y mencionó la identificación del cadáver y dónde tendría lugar. Concertaron una hora. Falcón le ofreció una cerveza y abrieron una botella de litro de Cruzcampo. La cerveza pareció poner sentimental a Ignacio. Tuvo que secarse las lágrimas y bajar los ojos al suelo.
—Tenían una relación estrecha —dijo Falcón.
—Era mi único hermano —dijo Ignacio—, pero no lo veía mucho. Era un hombre famoso que viajaba por todo el mundo, mientras que yo vendía e instalaba aparatos de aire acondicionado. Nuestros caminos no se cruzaban a menudo.
—Debió de verlo más desde el juicio de Sebastián. Ya no trabajaba tanto, y tenía este problema con la casa.
—Eso es cierto —asintió Ortega, sacando un paquete de Ducados y encendiendo uno—. Lo había pasado muy mal, pero… intenté ayudarlo con este problema. El otro día le envié a alguien. No puedo creerlo… me parece tan extraño que no esté aquí.
—Ayer fui a ver a Sebastián a la cárcel —dijo Falcón.
Ignacio levantó sus ojos llorosos como si esperara más información.
—Una relación difícil —dijo—. Padre e hijo.
—¿Por alguna razón?
—Nuestro padre… era un hombre muy difícil.
—¿En qué sentido?
—Tuvo una vida dura —explicó Ignacio—. No sabemos qué le pasó exactamente. El único que podía contárnoslo era él, y nunca hablaba de nada. Lo único que nos dijo nuestra madre fue que durante el avance de los nacionales, en la guerra civil, ocuparon su pueblo y que los moros hicieron cosas terribles a la gente. Por lo que a mí y a Pablo se refiere, lo peor que hicieron fue dejarlo con vida.
—¿Pablo era el mayor?
—Nuestros padres se casaron el año que acabó la guerra, y Pablo nació el año después.
—¿Y usted?
—Yo nací en 1944 —dijo.
—Una época difícil en esta parte del país.
—No teníamos nada… como todo el mundo. Así que fue duro, aunque nadie estaba solo en su pobreza. Eso explicaría por qué nuestro padre nos trataba de una manera tan brutal. Pablo quedó marcado para siempre. Decía que fueron esos años con él lo que lo convirtió en actor. No fue una infancia alegre. Pablo decía que por eso nunca quiso tener hijos.
—Pero tuvo uno —dijo Falcón—. ¿Y usted?
—Tengo dos… ahora ya son mayores.
—¿Viven en Sevilla?
—Mi hija está casada y vive en California. Mi hijo… mi hijo sigue aquí.
—¿Trabaja con usted?
—No —dijo Ignacio, y cerró la boca enseguida, rechazando la idea.
—¿A qué se dedica? —preguntó Falcón, más por cortesía que por curiosidad.
—Compra y vende cosas… No estoy seguro de qué.
—¿Quiere decir que no lo ve mucho?
—Tiene su propia vida, sus propios amigos. Creo que yo represento algo contra lo que se rebela… respetabilidad o… no sé.
—¿Qué me dice entonces de la relación entre Pablo y Sebastián? ¿Se vio afectada por el hecho de que su hermano no quisiera tener hijos?
—¿Es que hay algún problema? —preguntó Ignacio, frunciendo el ceño.
—¿Un problema? —repitió Falcón.
—Todas estas preguntas… son asuntos familiares y muy personales —dijo Ignacio—. ¿Es que no está claro lo que pasó?
—No se trata de qué pasó, sino de por qué —matizó Falcón—. Nos interesa saber qué provocó el suicidio de su hermano. Podría guardar alguna relación con otro caso.
—¿Qué otro caso?
—El de su vecino de al lado.
—He oído hablar de él. Había un artículo en el Diario de Sevilla.
—Usted lo conocía, claro.
—Sí… lo conocía —dijo Ignacio titubeando, como si no fuera algo que quisiera admitir inmediatamente—. Y leí que no estaba muy claro lo que había ocurrido… aunque no veo qué relación puede tener con la muerte de Pablo.
—Pablo conocía bien al señor Vega… a través de usted.
—Sí, es cierto. Pablo de vez en cuando me acompañaba a los actos sociales en los años en que yo intentaba hacer despegar el negocio —dijo Ignacio—. ¿Y por qué cree que el suicidio de Pablo está relacionado con la muerte de Rafael y Lucía Vega?
—En este momento lo observo desde el punto de vista de una extraña coincidencia —explicó Falcón—. Tres personas muertas en un intervalo de pocos días en un pequeño barrio como éste. Es raro. ¿Acaso una provocó la otra? ¿Qué empujó a Pablo a matarse?
—Para empezar, puedo decirle que Pablo era incapaz de matar a una gallina. Ése era uno de los insultos que nuestro padre utilizaba para obligarlo a hacerlo.
—Rafael Vega bebió, o lo obligaron a beber, una botella de ácido.
—Pablo era una persona totalmente antiviolenta —dijo Ignacio.
—Entonces, ¿qué cree que pudo provocar la fatal decisión de su hermano?
—Supongo que dejó alguna nota —dijo Ignacio.
—Él y yo habíamos quedado en vernos aquí ayer por la mañana. Quiso que yo, como profesional, encontrara el cadáver. Había una carta en la que me lo explicaba, y una breve nota para Sebastián.
—¿Y nada para mí? —preguntó Ignacio, perplejo—. ¿Qué le escribió a Sebastián?
—Le decía que lo sentía y le pedía perdón —dijo Falcón—. ¿Sabe por qué pudo escribir algo así?
Ignacio tosió para ahogar un sollozo involuntario. Se apretó el vaso de cerveza contra la frente, como si quisiera incrustársela en el cerebro, la apartó y bajó la cabeza, la vista fija en el suelo, como si pensara en algo plausible que decir.
—Probablemente lamentaba no haberle podido dar a su hijo suficiente amor —contestó Ignacio—. Todo esto tiene que ver con nuestro padre. Creo que entre mi hijo y yo pasó lo mismo. Yo también le fallé. Pablo solía decir que el daño se transmitía de generación en generación, y que era difícil romper el ciclo.
—Pablo tenía su teoría sobre eso, ¿verdad?
—Leía muchos libros y obras de teatro y tenía ideas intelectuales. Decía que era un rasgo atávico de los padres adoptar una posición inaccesible ante los hijos para conservar el poder en la familia o en la tribu. Mostrar amor debilitaba esa posición, y por eso los hombres tenían instintos agresivos.
—Interesante —dijo Falcón—. Pero eso elude la cuestión, que es más personal. El suicidio también es una cuestión personal, y en mi trabajo casi nunca importa por qué ocurrió, pero en este caso quiero averiguarlo.
—Y yo —dijo Ignacio—. Cuando ocurre algo así, todos nos sentimos culpables.
—Por eso mis preguntas tienen que ser personales —explicó Falcón—. ¿Qué puede decirme de la relación de Pablo con su mujer, la madre de Sebastián? Antes no había estado casado, ¿verdad?
—No, Gloria fue su única mujer.
—¿Cuándo se casaron?
—En 1975.
—Cuando él tenía treinta y cinco años.
—Le dije que estaba posponiéndolo demasiado —dijo Ignacio—. Pero él tenía una carrera, había actrices. Era un estilo de vida.
—¿Entonces tuvo muchas novias antes de Gloria?
Ignacio se pasó la mano por la barba incipiente, haciendo un ruido áspero. Le lanzó una mirada a Falcón, un rápido movimiento del blanco de los ojos. Duró sólo una fracción de segundo, pero aumentó la desazón que aquel hombre provocaba a Falcón. Comenzó a pensar que la razón que había hecho ir a Ignacio no era tanto llorar a su hermano o ayudar a Falcón, sino averiguar cuánto se sabía. A Falcón comenzó a intrigarle que Pablo no le hubiera dejado una nota a su único hermano.
—Hubo unas cuantas —dijo Ignacio—. Como ya he dicho, nuestros caminos no se cruzaban a menudo. Yo no era más que un electricista, y él un actor famoso.
—¿Cómo consiguió convencerlo Gloria de tener un hijo?
—No lo convenció. Simplemente se quedó embarazada.
—¿Sabe por qué dejó a Pablo?
—Era una putilla —dijo Ignacio, con un asomo de malevolencia en sus labios finos—. Siempre estaba follando por ahí, y al final se fue del país con alguien que se la follaba todo lo que quería.
—¿Estas observaciones son de su cosecha?
—Mías, de mi esposa, de Pablo. Cualquiera que conociera a Gloria enseguida veía lo que era. Mi esposa se dio cuenta desde el primer día. Era una mujer que no debería haberse casado, y lo demostró abandonando a todo el mundo… Sebastián incluido.
—¿Y Pablo crio solo a su hijo?
—Como viajaba mucho, Sebastián estaba mucho tiempo con nosotros.
—¿Sus hijos eran de la misma edad?
—Yo me casé más joven. Nuestros hijos eran ocho y diez años mayores —dijo Ignacio.
—Así que, cuando Gloria se fue, usted ejerció durante mucho tiempo de padre de Sebastián.
Ignacio asintió, bebió un poco de cerveza y encendió otro cigarrillo.
—De eso hace veinte años —dijo Falcón—. ¿Qué me dice de las relaciones que mantuvo Pablo en esa época?
—Yo lo veía en el ¡Hola! con mujeres, pero nunca conocimos a ninguna. Después de que Gloria se fuera siempre lo vimos solo. Está usted haciendo muchas preguntas sobre relaciones, inspector.
—Una relación fracasada puede inducir a alguien al suicidio, al igual que, por ejemplo, la posibilidad del oprobio público.
—O la bancarrota —dijo Ignacio, señalando la habitación donde estaba el pozo ciego agrietado—. O el final de una gran carrera. O la acumulación de todas esas cosas en un hombre a punto de jubilarse, quizá la enfermedad, y sin duda la muerte.
—¿Le sorprende que se suicidara?
—Sí. Últimamente había sufrido mucho por el juicio de su hijo, la mudanza, el problema de esta casa, el declive de su carrera, pero estaba afrontándolo. Era una persona fuerte psicológicamente. No habría sobrevivido a las palizas de nuestro padre sin esas reservas. No se me ocurre qué pudo hacerle tomar una decisión tan drástica.
—Es una pregunta difícil —dijo Falcón—, pero ¿tiene alguna razón para poner en duda la orientación sexual de su hermano?
—No —respondió tajantemente.
—Parece muy seguro.
—Del todo —dijo Ignacio—. Y recuerde que era una figura pública y que los fotógrafos siempre estaban pendientes de él. Les habría encantado poder decirle al mundo que Pablo Ortega era maricón.
—Pero si algo así estuviera a punto de salir a la luz, ¿cree que habría podido encajarlo? ¿Habría sido suficiente para darle la puntilla, dados sus otros problemas?
—Aún no me ha dicho cómo lo hizo.
Falcón le pormenorizó la espeluznante historia. El cuerpo de Ignacio se estremeció de emoción. El dolor le deformó la cara. La enterró en las manos, el cigarrillo asomando del dorso de sus dedos.
—¿Pablo le enseñó alguna vez su colección de arte? —preguntó Falcón, para distraerle de su dolor.
—Me la enseñó, pero no presté mucha atención a ese rollo artístico en el que andaba metido.
—¿Había visto esta pieza? —preguntó Falcón, sacando la pintura erótica india de detrás del paisaje de Francisco Falcón.
—¡Uf! —dijo Ignacio, en tono de admiración—. Por casualidad sonó la flauta… Pero ¿eso no le demuestra algo, inspector?
—Es el único cuadro en el que aparece una mujer —explicó Falcón, pensando que no había abordado el tema correctamente.
Aquello no iba a funcionar con Ignacio Ortega.
—El cuadro que hay delante —dijo Ignacio, mirando a un lado de las piernas de Falcón— tiene su nombre… Falcón.
Algo se iluminó en la mente de Ignacio, y Falcón, consternado, comprendió que posiblemente había echado por la borda todo el interrogatorio. Todo el mundo conocía la historia de Francisco Falcón.
—Pablo me habló de ese asunto —dijo Ignacio—. Conocía a Francisco Falcón personalmente… y lo que pasó con él fue que resultó ser maricón. Y usted es el inspector que, si no recuerdo mal, era hijo suyo.
—No, no era mi padre.
—Ya lo entiendo. Por eso cree que Pablo es maricón, ¿no es cierto? Como su padre lo era, cree que…
—No era mi padre y no creo eso en absoluto. Es una teoría.
—Es una chorrada. Lo siguiente que me dirá es que Rafael también lo era, que tenían una «relación» y no pudo soportar que…
—¿Le sorprende que Pablo no le dejara una carta? —preguntó Falcón, intentando recuperar el control de la situación y pinchar a Ignacio al mismo tiempo.
—Sí… me sorprende.
—¿Cuándo fue la última vez que hablaron?
—Justo antes de irme de vacaciones —respondió—. Quería saber si había hecho algún progreso con el pozo negro, y a mí se me había ocurrido algo para abordar el problema de otra manera.
—Cuando le entregué a Sebastián la carta de su padre, primero la tiró al suelo de un manotazo, como si no quisiera leerla. Luego se puso a llorar de manera incontrolable y hubo que llevarlo a su celda en camilla —dijo Falcón—. Usted que fue como un padre para él, como me ha dicho, ¿podría explicarlo? Al parecer desprecia a Pablo, pero su muerte lo destrozó.
—No puedo decirle más de lo que ya le he dicho —dijo Ignacio—. Todo lo que sé es que Sebastián era un chaval muy complicado. Y que su madre lo abandonara lo complicó aún más. Probablemente no fue bueno para su padre estar tanto tiempo lejos de él. No estoy cualificado para explicar ese tipo de reacción.
—¿Ha ido a verlo a la cárcel?
—Pablo dijo que no quería ver a nadie. Envié a mi esposa a la cárcel con la esperanza de que pudiera hablar con él, pero también se negó a verla.
—¿Y antes de que lo enviaran a la cárcel? Era un hombre, ya no necesitaba que lo cuidaran cuando Pablo estaba fuera. ¿Lo veía entonces?
—Sí. Cuando estaba en Bellas Artes a veces venía a comer… antes de dejarlo.
—¿Por qué lo dejó?
—Fue una pena. Pablo decía que era muy bueno. Fue sin razón aparente. Simplemente perdió interés.
—¿Cuándo murió Gloria?
—En 1995 o 1996.
—¿Fue entonces cuando Sebastián dejó Bellas Artes? Debía de tener unos veinte años.
—Es cierto. Se me había olvidado. Había ido a verla todos los años desde que cumplió los dieciséis. Todos los veranos iba a Estados Unidos.
—Se parecía a ella, ¿verdad? Más que a Pablo.
Ignacio se encogió de hombros, de manera brusca, como si una mosca le molestara. Falcón podía ver las preguntas amontonándose dentro de la cabeza de aquel hombre.
—En la carta que le escribió a usted, inspector, ¿me mencionaba?
—Al pie de la carta escribió una nota pidiendo que le informara —dijo Falcón—. A lo mejor le envió una carta por correo. Si fue así, me gustaría verla.
Ignacio, que había estado sentado en el borde de la butaca durante toda la conversación, se recostó.
—A lo mejor también envió una carta a su abogado —dijo Falcón—. ¿Sabe qué abogado se encarga del testamento?
Ignacio volvió a encorvarse hacia delante.
—Ranz Costa —dijo, pero su mente estaba en otra parte—. Ranz Costa se encargó de la escritura de propiedad de esta casa, y estoy seguro de que tiene el testamento.
—Supongo que está de vacaciones.
—También es mi abogado. No hace vacaciones hasta agosto —dijo Ignacio, levantándose, dejando la cerveza en la mesa y aplastando el cigarrillo—. ¿Le importa si echo un vistazo? Sólo para ver la casa y las cosas de mi hermano.
—La habitación donde murió sigue siendo oficialmente la escena del crimen, así que es mejor que no entre —dijo Falcón.
Ignacio salió de la sala. Falcón esperó y fue hasta el pasillo. Ignacio estaba en el dormitorio. La puerta estaba abierta un dedo. Ignacio registraba como un loco la habitación. Miró debajo de la cama. Levantó el colchón. Escrutó la habitación, la boca apretada, la mirada penetrante. Rebuscó en la ropa del armario, comprobó los bolsillos. Falcón volvió a la sala de estar y se sentó.
Salieron de la casa poco después. Falcón cerró con llave y vio cómo el Mercedes plateado de Ignacio desaparecía en el calor. Volvió junto a Consuelo, que le abrió la puerta con la revista dominical de El Mundo entre los dedos. Entraron en la sala y los dos se dejaron caer en el sofá.
—¿Cómo se lo ha tomado Ignacio? —preguntó Consuelo.
—¿Conoces a Ignacio Ortega?
—Lo conocí en las recepciones de la industria de la construcción. Yo pasaba más tiempo con su esposa que con él. Es un hombre que se ha hecho a sí mismo, sin el menor interés ni pizca de cultura. Teniendo en cuenta el talento y la capacidad intelectual de Pablo… es casi increíble que fueran hermanos.
—¿Sabes algo de su hijo?
—Sé que se llama Salvador y que es heroinómano. Vive en Sevilla.
—Eso es más de lo que Ignacio ha estado dispuesto a admitir.
—Eso es lo que averiguas cuando hablas con su mujer.
—¿Cómo es la relación con su mujer?
—No es precisamente un ejemplo de metrosexual —dijo Consuelo—. Es de la generación de los machos. Su mujer hace lo que él le dice. Le tiene miedo. Si estábamos hablando y él se acercaba, su mujer se callaba.
—De todos modos, es domingo —dijo Falcón, haciendo un ademán desdeñoso con la mano—. Procuremos olvidarlo durante el resto del día.
—Bueno, me alegro de que hayas vuelto —dijo Consuelo—. Estaba a punto de entrarme la depresión dominical. Cuando has llegado estaba leyendo un artículo sobre Rusia. No, eso no es del todo exacto. Puse las noticias para dejar de pensar en Rusia y me encontré mirando el incendio forestal, cosa que tampoco me ayudó. Menudo ruido. Nunca había oído el fuego, Javier. Era como una bestia aplastando los árboles a su paso.
—¿El incendio de la sierra de Aracena?
—Ha destruido 2500 hectáreas y el viento sigue soplando —dijo Consuelo—. Los bomberos dicen que ha sido provocado. Me pregunto qué le pasa a la gente.
—Háblame de Rusia. Me interesa Rusia.
—Son casi todo estadísticas.
—Son lo peor de las noticias —opinó Falcón—. Creo que los directores de periódico tienen una máxima: «Si no tienes ninguna historia, dales una estadística». Saben que nuestra imaginación hará el resto.
—Son estadísticas de Rusia —dijo ella, leyendo—. El número de nacimientos ilegítimos se ha duplicado entre 1970 y 1995. Eso significa que en 1997 el veinticinco por ciento de todos los nacimientos eran ilegítimos. Casi todos los niños ilegítimos fueron de madres solteras que, como no tenían dinero para mantenerse y cuidar del niño al mismo tiempo, los abandonaron. En diciembre de 2000, la Iglesia ortodoxa calculó que en Rusia había entre dos y cinco millones de niños vagabundos.
—Vaya, de nuevo tu obsesión con los niños —observó Falcón—. Entre dos y cinco millones.
—Y ahora, la única estadística buena. La tasa de natalidad en Rusia es casi la más baja del mundo. Casi. Y fue entonces cuando me di cuenta de por qué han escrito este artículo en un periódico español, porque el único país con una tasa de natalidad más baja que Rusia es…
—España —dijo Falcón.
—Por eso has llegado tan a tiempo —dijo Consuelo—. Acababa de ponerme a darle vueltas a esa obsesión dominical, que todo el mundo se ha vuelto loco.
—Tengo una solución temporal a la crisis mundial.
—Dímela.
—Manzanilla. Un baño. Paella. Rosado. Y una larga siesta que se alargue hasta el lunes.
Falcón se despertó en plena noche sacudido por un vívido sueño. Caminaba por un camino en medio de un bosque denso. Se le acercaban un niño y una niña de unos doce años, que él sabía que eran hermanos. Entre los dos caminaba un pájaro totémico que llevaba una máscara aterradora. Cuando se encontraron, el pájaro le dijo: «Necesito estas dos vidas». La expresión de la cara de los dos niños era de temor infinito, y Falcón se sentía impotente para ayudarlos. Pensó que era eso lo que lo había despertado, hasta que se dio cuenta de que la televisión estaba encendida en el piso de abajo. Unas voces hablaban en inglés americano. Consuelo seguía dormida junto a él.
La luz del televisor parpadeaba en la oscuridad cuando entró en la sala. La apagó con el mando. Estaba caliente, y se dio cuenta de que la puerta corredera de la piscina estaba abierta medio metro.
Encendió la luz. Consuelo bajó medio dormida.
—¿Qué pasa?
—El televisor estaba encendido —dijo Falcón—. ¿Nos dejamos la puerta abierta?
De repente, Consuelo se despertó del todo, los ojos muy abiertos. Señaló con el dedo y gritó, como si hubiera algo malo en la habitación.
Falcón miró hacia donde apuntaba el dedo. Encima de la mesita baja había una foto de los hijos de Consuelo. Alguien había dibujado una cruz roja y grande en el cristal.