Capítulo 18

Sábado, 27 de julio de 2002

La luz del sol, aún brillante, se filtraba por las rendijas de las persianas de madera, Falcón estaba echado en la cama, y Nadia, ciega y vulnerable, aparecía nítidamente en sus pensamientos. Había superado su primera reacción de horror y utilizado el lado analítico de su cerebro para descifrar el significado de ese último mensaje.

Aquellas amenazas, cada una peor que la anterior, cada una excavando más profundamente en su vida privada y ahora involucrando a Consuelo… ¿qué pretendían? El coche que lo siguió al final del primer día y la fotografía de Inés clavada en su tablero de corcho tenían el propósito de ponerlo nervioso. Esos tipos eran atrevidos: podemos seguirte y nos da igual que nos veas, podemos entrar en tu casa y sabemos cosas de ti. La amenaza física a Nadia e incluso a Consuelo indicaba que querían jugar fuerte, pero ¿qué estaba pasando en realidad? Renunció a dormir, se arrastró hasta la ducha y dejó que el agua le despejara la cabeza, un tanto enturbiada por el vino de la comida. Las amenazas sólo querían aparentar audacia.

Hasta el momento no habían tenido consecuencias. Intentaban distraerlo, pero ¿de qué?

Pensó en Rafael Vega y en los rusos. La frase que había utilizado Vázquez —«facilitaba sus negocios»— se le había quedado en la cabeza. Pensar que un hombre que mantenía tratos turbios con la mafia rusa y posteriormente había sido encontrado muerto hubiera sido asesinado a causa de algún desacuerdo, era un proceso natural de la mente. Sólo que en este caso parecía algo ilógico. Los rusos se beneficiaban de enormes ventajas en sus tratos con Vega. ¿Por qué matarlo?

Falcón no tenía motivo para no creer a Vázquez cuando le dijo que no había estado involucrado en las compraventas y que no sabía cómo ponerse directamente en contacto con los rusos. Encajaba con el estilo de Vega de compartimentar sus negocios. Que Pablo Ortega viera a los rusos en Santa Clara sólo parecía indicar que Ivanov y Zelenov visitaban a Vega en su casa. El número programado en el teléfono de su estudio parecía confirmar que no tenía que ver con ninguna gestión de la oficina. También explicaría por qué estaba desconectado el sistema de vigilancia. Ni ellos ni él querían que hubiese ningún registro de aquellas visitas.

Falcón se vistió y bajó al estudio, donde colocó el sobre y la foto de Nadia en una bolsa de pruebas. Se recostó en su silla mientras la furia y la frustración lo consumían por dentro. No podía hacer nada. Reorientar la investigación hacia el secuestro de Nadia sería fútil. Comenzó a pensar que los rusos querían distraerle de sus investigaciones de la muerte de Vega porque les preocupaba ocultar un crimen mucho más siniestro que el posible asesinato del constructor.

Recordó su frustrada llamada a Ignacio Ortega e hizo otro intento. El móvil de Ortega seguía apagado y no hubo respuesta de ninguno de los demás números que había copiado del libro de direcciones de Pablo. Miró su diario y buscó la lista de cosas que pensaba hacer esa mañana, antes de que el suicidio de Pablo Ortega desviara su atención. Interrogar a Marty Krugman.

Encontró a Marty Krugman en las oficinas de Construcciones Vega de la avenida de la República Argentina. Estaba rematando unos dibujos en el ordenador más potente de la oficina. Dijo que estaría encantado de hablar con Falcón en cuanto llegara. Se aseguraría de que el conserje lo dejaba entrar. Mientras hablaban, Falcón notó tres temas que quería tocar con Marty Krugman: el 11-S, los rusos, su esposa.

La entrada al edificio de Construcciones Vega quedaba entre dos grandes agencias inmobiliarias que anunciaban los proyectos de Vega en sus ventanas. El conserje lo dejó entrar y lo mandó directamente al despacho de Marty Krugman.

Marty tenía los pies encima de la mesa. Llevaba zapatillas de baloncesto de color rojo. Se estrecharon la mano.

—Maddy me ha contado que ayer hablaron de Reza Sangari —dijo Marty.

—Cierto —asintió Falcón, comprendiendo que si Marty había aceptado verlo enseguida un sábado por la tarde era porque estaba enfadado con él.

—Dijo que usted había insinuado que podía tener una aventura con Rafael.

—Son preguntas que hay que hacer —dijo Falcón—. Sólo me preguntaba si su esposa podía haber afectado la estabilidad mental del señor Vega.

—Fue una pregunta ridícula y me molesta que la hiciera —replicó Marty—. No tiene ni idea de lo que pasamos por culpa de lo de Reza Sangari.

—Eso es cierto… y por eso tuve que hacerle la pregunta —dijo Falcón—. No sé nada de ustedes, y tengo que averiguarlo. Y comprendo que se muestren reacios a revivir ciertos episodios dramáticos de sus vidas.

—¿Está satisfecho? —preguntó Marty, echándose ligeramente hacia atrás.

—Por el momento… sí.

Marty le hizo una seña para que se sentara en una silla al otro lado del escritorio.

—Su esposa me contó que tenía usted bastante relación con el señor Vega —prosiguió Falcón.

—Desde el punto de vista intelectual, sí —dijo Marty—. Ya sabe lo que pasa. No es divertido hablar con alguien que está de acuerdo contigo en todo.

—Su esposa dijo que le sorprendía que estuvieran de acuerdo en tantas cosas.

—Nunca pensé que estaría de acuerdo en nada con alguien que pensaba que Franco era quien mejor había sabido qué hacer con los comunistas: juntarlos y fusilarlos.

—¿En qué estaban de acuerdo, entonces?

—Pensábamos lo mismo del imperio estadounidense.

—No sabía que existiera.

—Se le llama el Mundo —dijo Marty—. No nos dedicamos a esa mierda agotadora y costosa de la colonización. Simplemente… globalizamos.

—Esa nota que el señor Vega tenía en la mano en relación con el 11S —dijo Falcón, cortándole en seco antes de que Marty se embalara—. Pablo Ortega me contó que el señor Vega era de la opinión de que Estados Unidos se merecía lo que le ocurrió.

—En ese punto tuvimos algunas discusiones violentas —dijo Marty—. Es una de las pocas cosas que me tocan en lo más hondo. Dos amigos míos trabajaban para Cantor Fitzgerald y, como muchos americanos, y sobre todo como muchos neoyorquinos multiculturales, no entendí por qué ellos ni las otras tres mil personas tuvieron que morir.

—Pero ¿por qué cree usted que pensaba eso?

—El imperio estadounidense es igual que cualquier otro. Creemos que nos hemos vuelto tan poderosos, no sólo porque controlamos los recursos necesarios en el momento justo de la historia y eso nos permite derrotar al único adversario, sino también porque tenemos razón. Destruimos toda una ideología no con una bomba atómica, sino por la pura brutalidad de las cifras. Obligamos a la Unión Soviética a jugar a nuestro juego y los llevamos a la bancarrota. Y eso es lo grande acerca de nuestra manera de utilizar el imperio: podemos invadir sin tener que ir físicamente.

»Podemos ejercer de dictadores y aparentar que somos los buenos. El capitalismo controla a la gente ofreciéndole la ilusión de libertad de elección mientras se les obliga a adherirse a un principio rígido, al que uno sólo puede resistirse a costa de la ruina personal. No hay Gestapo, no hay cámaras de tortura… es perfecto. Lo llamamos Imperio Descafeinado.

Falcón iba a interrumpir la teoría de Krugman, pero él levantó la mano.

—Paciencia, inspector, estoy llegando al meollo del asunto —dijo Krugman—. Ésos son los ingredientes básicos del imperio estadounidense y, como ya ha comprendido, acabo de utilizar lo que Rafael consideraba el mayor talento de los estadounidenses: el arte de la presentación. La verdad, los hechos y la realidad son plastilina en manos de un buen presentador. Por ejemplo, ¿cómo podemos ser agresivos si no invadimos? Observe nuestra historia como Defensores del Bien contra las Fuerzas del Mal. Salvamos Europa de los nazis, Kuwait de Saddam.

»A Rafael eso le parecía arrogancia, que, cuando se combinaba con el fundamentalismo cristiano y el apoyo descarado a los israelíes por parte de la Administración actual, se convertía en algo intolerable para los islámicos intransigentes. Consideraba que ésa era la guerra santa que ambas partes habían estado esperando; nos hemos remontado varios siglos atrás, a las Cruzadas, sólo que el campo de batalla es ahora más grande y las técnicas de que disponemos más devastadoras.

»Según Rafael, cuando Al Qaeda golpeó nuestro símbolo del imperio, y él consideraba que para despertar a doscientos cincuenta millones de personas de un estado de soñoliento confort necesitabas un golpe muy contundente, lo verdaderamente terrible para nosotros fue descubrir que Al Qaeda nos conocía mejor que nosotros mismos. Habían comprendido lo que mueve a nuestra sociedad: nuestra exigencia de una presentación espectacular y nuestra necesidad de causar impacto. Le concedía una gran importancia al intervalo de tiempo que mediaba entre el choque del primer avión y el del segundo. Significaba que todos los medios de comunicación del mundo estarían ahí.

—Me sorprende que ustedes no se dieran de puñetazos —manifestó Falcón.

—Ése era un resumen de lo que él opinaba del 11S, no de nuestras discusiones —dijo Marty—. Yo despotricaba y él me respondía. Hubo días en que cortamos por completo nuestras relaciones diplomáticas. Le sorprendía mi cólera. No había entendido cuánta cólera reprimida había en Estados Unidos.

—¿Cree que puede haber alguna relación entre todo eso y la nota que se encontró en la mano del señor Vega?

—Lo he intentado, pero no la veo.

—Su esposa dice que está usted seguro de que él había vivido en Estados Unidos y que le gustaba el país —dijo Falcón—. Y no obstante, sostenía estas opiniones, que irritarían a muchos estadounidenses…

—No son tan distintas de lo que casi todos los europeos piensan en secreto, inspector. Por eso muchos de mis compatriotas ven a los europeos como traidores y envidiosos.

—¿Envidiosos?

—Sí, y Rafael también tenía su propia opinión sobre eso. Decía que los europeos no envidian el modo de vida estadounidense… su sociedad es demasiado agresiva para que la envidien. Y de todos modos, la envidia no inspira odio. Decía que lo que pasa es que temen a los estadounidenses y que el miedo sí inspira odio.

—¿Y qué temen los europeos?

—Que con nuestro poder económico y político tengamos la capacidad de hacer que sus acuerdos sean irrelevantes… ya sabe, el acuerdo de Kioto, los aranceles comerciales, el Tribunal Penal Internacional.

—Y sin embargo, el señor Vega era tremendamente pro estadounidense.

—Si eres tan anticomunista como él, has de serlo —dijo Marty—. La cuestión es que no pensaba emocionalmente. Desde luego, no aprobaba a Al Qaeda. Simplemente la consideraba… algo que está ahí. Los matones de patio de colegio acaban recibiendo un puñetazo en la nariz, y siempre viene de donde menos lo esperan. También estaba seguro de que una vez el resto del mundo viera la sangre, saltarían a la yugular. Rafael creía que significaría el principio del fin del imperio.

—Me sorprende que usted aguantara semejantes conversaciones —dijo Falcón—. Su esposa no dejaba de recordarme que, según usted, es la nación más grande de la tierra.

—Tampoco me entraban ganas de matarlo, si eso es lo que quiere dar a entender, inspector —dijo Marty, mirándolo a la defensiva—. Todo lo que tiene que hacer es echarle un vistazo a la historia. Rafael decía que Estados Unidos, al igual que los imperios anteriores, se vería obligado a atacar. No le quedaría más remedio. Pero o bien sería un brutal coletazo contra algo demasiado pequeño para ser visto, o aplastarían, con fuerza excesiva y un poder caro, al enemigo equivocado. Habría un gradual debilitamiento, seguido de un desastre económico. Ahí es donde yo creo que se equivocaba, porque a lo que Estados Unidos siempre prestaría atención es al dólar. Nunca permitiría que nadie lo pusiera en peligro.

—Esas discusiones duraban mucho. Su mujer dijo que hasta el alba.

—Y a medida que la botella de coñac se iba vaciando y la punta del puro de Rafael se iba empapando, sus ideas se hacían más descabelladas —dijo Marty—. Creía que nuestros ojos no verían el final del imperio estadounidense, pero que ocurriría antes del final del siglo, y que pasaría una de estas dos cosas: o bien los chinos se harían con el mando e impondrían una forma aún más rapaz de capitalismo en el mundo, o habría una reacción contra la decadencia del capitalismo. En cuyo caso surgiría un imperio religioso procedente de las naciones más pobladas de la tierra, y no nuestras agonizantes naciones de jubilados, y que sería islámico.

—Dios mío —dijo Falcón.

—Alá es grande, querrá decir, inspector —dijo Marty.

—Hemos visto por las fotos de su esposa que el señor Vega había entrado en una especie de crisis a partir de finales del año pasado. Su médico lo ha confirmado. ¿Notó alguna diferencia en sus conversaciones de esa época?

—Que bebía más —contestó Marty—. A veces perdía unos minutos el conocimiento. Recuerdo que una vez fui a taparlo con una manta y que, al tocarlo, sus ojos se abrieron, y me di cuenta de que estaba muy asustado. Comenzó a suplicarme, como si fuera un prisionero implorando que dejen de torturarlo, hasta que se acordó de quién era yo y de dónde estábamos.

—El señor Ortega mencionó que el señor Vega parecía muy decepcionado con el concepto de lealtad que tenían los estadounidenses —dijo Falcón—. Que eran tus amigos hasta que ya no les servías para nada. ¿Sabe por qué lo decía?

—Supongo que por sus negocios. Nunca hablaba de nada concreto. Se tomaba el honor muy en serio. Parecía actuar siguiendo un código estricto, que parecía demasiado anticuado para los patrones modernos. Le horrorizaba la creencia estadounidense más práctica: el honor está bien hasta que empiezas a perder dinero, entonces ya no vale nada.

—A mí me parece algo más personal que eso. No sería un hombre de negocios de tanto éxito si no tuviera un código moral más relajado por lo que al dinero se refería. Su matrimonio tuvo una vertiente comercial. Según su código, al haber dado su palabra no abandonaría a su esposa por su estado mental, pero también era lo bastante flexible como para casarse con el fin de hacerse con unas propiedades que le interesaban.

—Entonces dígamelo usted —dijo Marty.

Falcón hojeó sus notas.

—Según Pablo Ortega, lo que dijo fue: «En cuanto dejas de hacer dinero para ellos o de servirles de ayuda, te abandonan como a un perro».

—Vaya, eso suena raro, como una especie de espionaje empresarial. Dinero. Información. Si estaba metido en eso, no sé dónde esperaba encontrar el honor.

—¿No sería una cuestión política? —dijo Falcón—. Sus conversaciones eran principalmente políticas.

—No creo que en Sevilla su muerte tenga nada que ver con la política.

—¿Sabe algo de los inversores rusos de las obras de Vega?

—Sé que existen, pero eso es todo. Yo sólo soy el arquitecto. Hago los planos, me encargo de las cosas prácticas, pero no conozco a los inversores. Eso sucede en un nivel superior, empresarial.

—Esos rusos son conocidos mafiosos, y estamos bastante seguros de que blanquean dinero mediante los proyectos del señor Vega.

—Es posible. Ésa es la naturaleza del negocio de la construcción. Pero yo no sé nada. Me dedico al lado creativo.

—¿Se le ocurre alguna razón por la que los rusos quisieran matar al señor Vega?

—¿Porque los engañaba? Ése es el motivo por el que la mafia suele matarte. Pero eso sería difícil de probar.

—Hemos sufrido amenazas —dijo Falcón—. ¿A usted lo han amenazado?

—Aún no.

Si Marty Krugman estaba nervioso, no lo demostraba ante Falcón. Las zapatillas de baloncesto seguían encima de la mesa. Estaba relajado.

—¿Por qué se fue de Estados Unidos, señor Krugman? —preguntó Falcón, pasando a la tercera fase del interrogatorio.

—Eso ya me lo preguntó.

—Su respuesta será diferente ahora que se ha destapado lo de Reza Sangari.

—Entonces ya conoce la respuesta.

—Quiero oírsela a usted.

—Decidimos que si queríamos conservar nuestra relación, teníamos que huir del entorno en el que había comenzado. Los dos adoramos Europa. Pensamos que una vida sencilla juntos nos uniría más.

—Pero esto no es una vida sencilla: una ciudad grande, un buen trabajo, una casa en Santa Clara.

—Primero lo intentamos con una pequeña casa en la Provenza. No funcionó.

—¿Y aquí, ha funcionado?

—Ésa es una pregunta muy personal, inspector —dijo Marty—, pero si debe saberlo, las cosas han ido bien.

—Es usted casi veinte años mayor que su mujer. ¿Alguna vez eso ha supuesto un problema?

Marty cambió ligeramente de posición, el primer signo de incomodidad durante toda la conversación.

—Maddy causa impacto en los hombres. Un efecto predecible y aburrido. La primera conexión que establecí con Maddy fue aquí —dijo, dándose un golpecito en la frente—. La sorprendí, y sigo sorprendiéndola. Puede llamar a ese síndrome como quiera, padre-hija o profesor-alumna, lo único que sé es que funciona, y seguirá funcionando porque, a diferencia de los demás, no me concentro ni nunca me he concentrado sólo en su coño.

—De modo que lo que pasó con Reza Sangari fue… imprevisible —dijo Falcón, sintiendo cómo la tensión crecía en el despacho.

Marty Krugman se recostó en su silla, con sus manos largas, de artista, sobre el abdomen liso. Clavó sus ojos oscuros y hundidos en Falcón y asintió.

—¿Es usted un hombre celoso, señor Krugman?

Silencio.

—¿Le irrita ver a su mujer hablando con otros hombres, riéndose con ellos, interesándose por ellos?

Más silencio.

—¿Hubo algo que le sorprendiera al enterarse de que su mujer lo traicionaba con Reza Sangari?

Marty frunció el ceño, pareció pensativo. Se inclinó hacia delante.

—¿De qué me está hablando?

—De si usted, el hombre intelectual y político, el hombre de ideas y pensamientos, podía ser… apasionado.

—Lo que pasó entre Maddy y Reza Sangari fue lo que los franceses llaman un coup de foudre, un rayo que encendió un algo que acabó consumiéndose. Cuando mataron a Reza Sangari, lo que sucediera entre él y Maddy no era más que humo, cenizas y brasas. Ésa es la naturaleza de la pasión, inspector. Arde de manera rápida e intensa y consume demasiado como para que el puro sexo la satisfaga. De modo que, una vez el sexo ha quedado satisfecho, las llamas de la pasión se apagan y, si tienes suerte, sobrevives a la caída.

—Eso es cierto si era sólo sexo —dijo Falcón—. Pero si fue algo más…

—¿Qué está intentando, inspector? —preguntó Marty—. Ya ha soltado sus sondas. Las siento, y me hacen daño. Están removiendo recuerdos que preferiría no despertar. ¿Y qué saca en limpio?

—El señor Vega llevaba a su mujer a los toros —dijo Falcón, decidido a no soltar a su presa—. ¿Qué le parecía eso?

—Si dos personas inteligentes quieren contemplar un espectáculo tan repugnante como la tortura de un animal irracional, es asunto suyo, y pueden hacerlo sin mí.

—Su esposa me contó que le sorprendía lo rápidamente que se había acostumbrado a la visión de la sangre y a la violencia —dijo Falcón—. Percibía el aspecto sexual del drama.

Marty meneó la cabeza, incrédulo.

—¿Diría que su matrimonio es bastante abierto, señor Krugman? Con eso quiero decir que no parece que tengan la necesidad de aparecer como una pareja en sociedad. No le importa que su esposa vea al señor Vega o a otros hombres. En Connecticut era independiente. Tenía su libertad, su trabajo…

—¿A qué «otros hombres» se refiere? —preguntó Marty, abriendo las manos, aceptando el diálogo.

—Al juez Calderón, por ejemplo —preguntó Falcón.

Marty parpadeó al oír la información. Mientras el nombre se abría paso en la mente de Krugman, Falcón comprendió que no sabía nada de eso.

—Maddy tiene energías e intereses distintos de los míos. Puede pasarse horas sentada junto al río haciendo fotos. Es su mundo. También le gusta la calle y la vida de bares de Sevilla. Yo no tengo tiempo para eso. A ella le gusta la animación y el constante sentido teatral de la gente. Eso es algo que yo no puedo proporcionarle. A Rafael le hacía feliz enseñárselo, y lo mismo debe de ocurrir con el juez. No tengo la menor intención de impedirle disfrutar. Intentarlo sería destructivo.

Las palabras salieron de su boca igual que la declaración ensayada de un gobierno bajo presión.