Capítulo 17

Sábado, 27 de julio de 2002

De camino a la prisión, que estaba en las afueras de Sevilla, en Alcalá, Falcón llamó al director, al que conocía, y le explicó la situación. El director estaba en casa, pero dijo que haría todas las llamadas necesarias. Podría hablar con el preso cuando llegara, y podía llevar sin problemas a Alicia Aguado. Le dejó claro que también estarían presentes un psicólogo de la cárcel y una enfermera, en caso de que hubiera que sedar a Sebastián Ortega.

La cárcel, en un paisaje quemado en la carretera de Antequera, oscilaba tan violentamente entre las olas de calor que salían del suelo que a veces desaparecía completamente de la vista. Cruzaron las puertas exteriores, entre dos vallas rematadas con alambre de espino, y llegaron hasta los muros de la cárcel, donde aparcaron.

Después de la brutalidad del calor de fuera, los controles de seguridad en los frescos pasillos de la institución supusieron un alivio. A medida que se acercaban a donde estaban los presos, el hedor a hombres encarcelados se hacía más intenso.

Mentes aburridas concentradas en comprimir el tiempo marcaban las horas mientras respiraban una y otra vez el denso brebaje hormonal de las frustraciones embotelladas. Los llevaron a una sala que tenía una sola ventana con barrotes en el exterior. Había una mesa y cuatro sillas. Se sentaron. Diez minutos más tarde llegó el psicólogo de la cárcel que estaba de servicio y se presentó.

El psicólogo conocía a Sebastián Ortega, y lo consideraba inofensivo. Explicó que el preso no permanecía callado del todo, pero que rara vez decía algo más que el mínimo necesario. Una enfermera los acompañaría en todo momento, y debían estar preparados para cualquier eventualidad, incluida la violencia, aunque no creía que se llegara a eso.

Dos funcionarios de prisiones trajeron a Sebastián Ortega y lo sentaron a la mesa.

Falcón no había visto ninguna foto de él antes de ese encuentro, y le sorprendió su belleza. No tenía ninguno de los rasgos físicos del padre. Era delgado, medía un metro ochenta y cinco, tenía el pelo rubio y los ojos de color tabaco. Tenía pómulos prominentes y frágiles, y no parecía que pudieran sobrevivir a demasiada violencia en la cárcel. Se movía con una lenta elegancia, y se sentó poniendo sus manos artísticas, de dedos largos, encima de la mesa, delante de él. Utilizaba los dedos de una mano para lustrar cada uña de la otra. El psicólogo de la cárcel hizo las presentaciones. Sebastián Ortega no apartó ni un momento los ojos de Alicia Aguado, y cuando el psicólogo terminó, Sebastián se inclinó levemente hacia delante.

—Perdone —dijo con una voz aguda, casi de niña—, ¿es usted ciega?

—Sí, lo soy —replicó Alicia.

—Es una dolencia que no me importaría tener —dijo Sebastián.

—¿Por qué?

—Creemos demasiado en lo que nos dicen los ojos. Nos arrastran a tremendas decepciones.

El psicólogo de la cárcel, que estaba de pie a un lado de la mesa, le explicó que Falcón había venido para darle una noticia. Ortega ni lo miró, sólo se recostó, asintió y jugueteó con los dedos en la mesa.

—Siento tener que decírselo, Sebastián, pero su padre ha muerto esta noche a las tres de la mañana —dijo Falcón—. Se quitó la vida.

No hubo ninguna reacción. Pasó más de un minuto sin que aquella hermosa cara cambiara el gesto.

—¿Ha oído al inspector jefe? —preguntó el psicólogo.

Sebastián asintió una vez y bajó los párpados. Los funcionarios de lo cárcel cambiaron una mirada.

—¿Quiere hacerle alguna pregunta al inspector? —preguntó el psicólogo.

Sebastián inspiró y negó con la cabeza.

—Dejó esta carta para usted —dijo Falcón, depositándola sobre la mesa.

La mano de Sebastián abandonó su pequeña e inconsciente tarea para tirar la carta al suelo. Mientras el papel se deslizaba sobre las baldosas, el cuerpo del joven se tensó, los tendones y los nervios sobresalieron de sus muñecas y antebrazos. Se agarró al borde de la mesa como si temiera caer hacia atrás, y la mesa se agitó con un espasmo muscular. Su cara comenzó a descomponerse, y con un terrible sollozo apartó la silla donde se sentaba y cayó de rodillas. Tenía los rasgos deformados por el dolor, los ojos apretados, mostraba los dientes. Alicia Aguado extendió los brazos, y delante de ella no encontró más que aire. El cuerpo de Sebastián se convulsionó una vez más y cayó al suelo.

Sólo en ese momento los hombres que estaban en la sala reaccionaron. Apartaron las sillas y la mesa y se agacharon junto a Sebastián, que estaba en posición fetal, abrazándose. Su cabeza se retorcía en el suelo lustroso, y emitía sollozos secos de emoción, como si tuviera fragmentos de piedra pómez en el pecho.

La enfermera se arrodilló, abrió su maletín y sacó una jeringuilla. Los funcionarios la rodearon. Alicia rodeó la mesa a tientas y extendió el brazo hacia el tembloroso cuerpo de Sebastián.

—No lo toque —dijo uno de los funcionarios.

Alicia extendió un brazo y encontró la nuca de Sebastián. Se la acarició, susurrando su nombre. Las convulsiones remitieron. Él relajó las manos, con las que se agarraba las espinillas. Hasta ese momento los sollozos habían sido secos, entonces empezó a llorar como Falcón no había visto llorar a nadie. Le salían lágrimas y saliva.

Intentó llevarse las manos a la cara para ocultar su espantoso llanto, pero era como si estuviera demasiado débil. Los funcionarios retrocedieron; ya no estaban agitados, sólo un poco avergonzados. La enfermera volvió a guardar la jeringuilla en el maletín. El psicólogo sopesó la situación y decidió dejarla continuar.

Al cabo de diez minutos de llanto ininterrumpido, Sebastián rodó hasta quedar de rodillas y enterró la cara entre los brazos, apoyados en el suelo. Un estremecimiento le recorrió la espalda. El psicólogo decidió que había que volver a llevarlo a su celda y darle un sedante. Los funcionarios intentaron levantarlo, pero Sebastián no tenía fuerza en las piernas. Como no había manera de moverlo en aquel estado, lo dejaron en el suelo y fueron a buscar una silla de ruedas. Falcón cogió la carta y se la entregó al psicólogo. El funcionario de prisiones regresó con una camilla del hospital de la cárcel y se llevaron a Sebastián.

El psicólogo decidió que sería mejor que leyera la carta, por si su contenido pudiera perturbar más a Sebastián. Falcón pudo ver que apenas había unas cuantas palabras en el papel.

Querido Sebastián:

Lo siento más de lo que nunca sería capaz de expresar. Por favor, perdóname.

Tu padre que te quiere,

Pablo.

Falcón y Alicia salieron del paisaje blanquecino de la cárcel y volvieron al apabullante calor de la ciudad. Alicia miraba por la ventanilla, los terrenos sin vida pasaban ante sus ojos sin vista. A Falcón se le ocurrían muchas preguntas, pero no las hizo. Después de una exteriorización de sentimientos como aquélla, todo parecía banal.

—Incluso después de todos estos años —dijo Alicia—, aún me asombra el aterrador poder de la mente. Tenemos ese organismo alojado en nuestra cabeza y, si se lo permitimos, es capaz de destruirnos completamente hasta el punto de que ya no volveremos a ser los mismos… y sin embargo es nuestra, nos pertenece. No tenemos ni idea de lo que acarreamos encima de los hombros.

Falcón no dijo nada. Alicia no esperaba respuesta.

—Presencias algo como lo que acabamos de ver —dijo, moviendo la mano vagamente en dirección a la cárcel—, y no te imaginas lo que ha ocurrido en la mente de ese hombre. Lo que ha pasado entre él y su padre. Ha sido como si la noticia de la muerte de su padre le hubiera llegado a lo más íntimo de su ser, lo hubiera desgarrado y hubiera dejado salir todas esas emociones increíblemente poderosas, incontenibles, polarizadas. Probablemente apenas estaba vivo, existía sólo vegetativamente. Él mismo quiso ir a la cárcel, en aislamiento. Su contacto con los demás es casi nulo. Ha dejado de actuar como un ser humano, y sin embargo su mente sigue teniendo que encontrar una vía de escape.

—¿Por qué crees que se siente aliviado al estar en la cárcel, como decía tu amigo?

—Supongo que ha llegado a un punto tal que le da miedo lo que podría llegar a hacer su mente descontrolada.

—¿Crees que podrás hablar con él?

—Bueno, acabo de estar presente en un momento de crisis de Sebastián, el suicidio de su padre, y creo que hemos formado un vínculo. Si las autoridades de la cárcel me lo permiten, estoy segura de que puedo ayudarlo.

—Conozco al director —dijo Falcón—. Le diré que tu trabajo puede serme útil en la investigación de la muerte de Vega.

—¿Crees que hay alguna relación? —preguntó Alicia—. Todo esto que ha pasado con Pablo… Puedo oír cómo tu cerebro le da vueltas y vueltas.

—Lo sé, pero aún no estoy seguro de qué es.

Dejó a Alicia Aguado delante de su casa e intentó ponerse otra vez en contacto con Ignacio Ortega, cuyo móvil seguía apagado. Consuelo le llamó y le preguntó si quería ir a comer con ella a Casa Ricardo, un bar a medio camino entre su restaurante y la casa de Falcón. Él decidió dejar el coche en su casa e ir andando. Aparcó entre los naranjos y fue a abrir las puertas. Cuando se disponía a sacar las llaves, una mujer lo llamó desde el otro lado de la calle. Maddy Krugman acababa de salir de una tienda especializada en azulejos pintados a mano. Aunque actuaba como si fuera un encuentro fortuito, no convenció a Falcón de que aquello no era premeditado.

—¿Así que ésta es su casa? —dijo Maddy, entre las dos hileras de naranjos que llevaban a las puertas de madera—. La famosa casa.

—La infame casa —matizó Falcón.

—Ésta es mi tienda favorita de Sevilla —dijo Maddy—. Creo que voy a llevarme todas las existencias a Nueva York.

—¿Se va?

—No inmediatamente. Pero a la larga, sí. Todos volvemos a donde empezamos.

Falcón no estaba seguro de a qué se refería ni qué sabía. Sopesó la posibilidad de desearle buena suerte en sus compras y meterse en casa, pero era algo demasiado descortés para él.

—¿Le gustaría ver la infame casa por dentro? —preguntó Falcón—. Puedo ofrecerle algo de beber.

—Es muy amable por su parte, inspector —dijo Maddy—. He estado de compras. Estoy agotada.

Entraron. Maddy se sentó bajo los arcos del patio, delante de la fuente, y Falcón fue a buscar una botella de La Guita y unas aceitunas. Cuando volvió, ella estaba al otro lado del patio, mirando algunas escenas sevillanas pintadas por Francisco Falcón a través de las puertas de cristal.

—¿Son estos cuadros…?

—Es lo que pintaba de verdad —dijo Falcón, dándole un vaso de manzanilla—. Con éstos no tenía que hacer trampas. Aunque sabía hacerlo mejor. Su subconsciente lo denigraba. Si hubiera seguido habría acabado pintando gitanas con los pechos al aire y niños con ojos de cervatillo meando en las fuentes.

—¿Qué me dice de su obra?

—Yo no pinto.

—He leído que era fotógrafo.

—Me interesaba la idea de la fotografía como recuerdo —dijo Falcón—. Yo no tenía talento para el arte. ¿Y usted? ¿Cómo lo ve? ¿Qué sentido ve en fotografiar a gente atormentada y angustiada?

—¿Qué rollo le solté la otra vez?

—No me acuerdo… probablemente algo acerca de captar el momento —dijo Falcón, recordando, de hecho, que ése había sido el rollo que había soltado él.

Volvieron a la mesa. Falcón se apoyó en una columna. Ella se sentó, cruzó las piernas y bebió manzanilla.

—Empatizo —dijo, y Falcón supo que no iba a oírle decir nada que le interesara lo más mínimo—. Cuando veo a gente así recuerdo la cárcel de mi propia angustia y el dolor que le causé a Marty. Hay una respuesta emocional. En cuanto comencé a fijarme, me sorprendió descubrir cuántos de nosotros estamos ahí fuera. En las fotos aparecen individuos, pero en cuanto los juntas en una habitación se convierten en una tribu. Son la expresión de lo que es realmente la condición humana. Mierda… por mucho que lo intente, siempre acabo con este rollo de galería de arte. ¿No le parece? Hay que ver cómo sirven las palabras para allanar las cosas.

Falcón asintió, ya aburrido. Se preguntó qué veía en ella Calderón, aparte de aquellas venas azules bajo la piel blanca, fría como el mármol. Era como si viviera según un proyecto trazado. Falcón ahogó un bostezo.

—No me está escuchando —dijo Maddy.

Falcón salió de su ensimismamiento y la encontró sentada a su lado, lo bastante cerca como para ver los puntitos rojo sangre en el verde de su pupila. Maddy se pasó la lengua por los labios, aplicándoles brillo natural. Su sexualidad, de la que tan segura se sentía, brillaba bajo la seda de su blusa holgada. Ladeó ligeramente la cabeza, indicándole que podía besarla, mientras sus ojos le indicaban que eso podía transformarse en un frenesí sobre las losas de mármol del patio, si quería. Falcón apartó la cabeza. Maddy le repugnaba un poco.

—Estaba escuchando a medias —se disculpó Falcón—, pero tengo muchas cosas en la cabeza y he quedado para comer, así que debería marcharme.

—Yo también debo irme —dijo Maddy—. He de volver.

Las manos le temblaron de rabia al recoger la bolsa de azulejos pintados a mano.

Falcón temió que se los arrojara a la cabeza, uno por uno. Había algo destructivo en la naturaleza de esa mujer. Era como un niño malcriado que rompía las cosas sólo para que los demás no pudieran disfrutarlas.

La cólera de sus tacones sobre el mármol puntuó el camino hasta la puerta principal. Maddy caminó delante de Falcón para que él no pudiera ver su humillación mientras recomponía su rostro y transformaba el gesto en una mueca de desdén. Falcón abrió la puerta, Maddy sacudió la cabeza y se encaminó hacia el Hotel Colón.

Casa Ricardo estaba en Hernán Cortés, en una encrucijada de tres calles. Era uno de esos bares que sólo pueden existir en Sevilla, donde conviven lo religioso y lo laico. Cada centímetro de pared del bar y del pequeño restaurante estaba cubierto de fotografías enmarcadas de la Virgen, las hermandades y toda la parafernalia de Semana Santa. Por los altavoces sonaban marchas de procesiones de Semana Santa mientras la gente se acodaba en la barra, bebía cerveza y comía aceitunas y jamón.

Consuelo lo esperaba en una mesa del fondo con media botella de manzanilla helada. Se besaron en la boca como si llevaran meses siendo amantes.

—Pareces tenso —dijo Consuelo.

Falcón intentó pensar en algo que no fuera Pablo Ortega, del que no podía hablar.

—Es por el caso. Cuantas más cosas averiguamos de Rafael Vega, más misterioso parece el hombre.

—Bueno, todos sabíamos que era un tipo reservado —dijo Consuelo—. Una vez le vi salir de su casa en coche, el Mercedes que tenía antes de comprarse el Jaguar. Una hora después yo estaba en el centro, en un semáforo, cuando un viejo y polvoriento Citroën o Peugeot familiar se para a mi lado, y veo que es Rafael quien lo conduce. De haber sido otra persona, habría bajado la ventanilla para saludarlo, pero con Rafael, no sé… no se te ocurría entrometerte en su vida.

—¿Alguna vez le preguntaste por ese episodio?

—En primer lugar, nunca respondía a preguntas directas y, de todos modos, ¿qué más da que llevara un coche diferente? Supuse que era un coche del trabajo que utilizaba para ir a visitar las obras.

—Probablemente tengas razón y no sea nada. Llega un momento en que lo más insignificante tiene sentido.

Pidieron un revuelto de bacalao, almejas y langostinos, un cuenco naranja brillante de salmorejo y pimientos rojos asados con ajo. Consuelo llenó los vasos. Falcón se calmó.

—Acabo de tener… un encontronazo con Maddy Krugman.

—¿Esa puta americana ha ido a tu casa en tu día libre? —preguntó Consuelo.

—Me asaltó en la calle. Es la tercera vez. Ya se me ha presentado dos veces mientras estaba en casa de Vega… me ha invitado a café, me ha dado conversación.

—Joder, Javier, te está acosando.

—Hay algo vampiresco en ella, aunque no se alimente de sangre.

—Dios mío, ¿tanto has dejado que se acercara?

—Creo que se alimenta de aquello de lo que carece —dijo Falcón—. Su conversación está llena de fraseología del mundo del arte, como «empatizar», «respuesta emocional» y «la cárcel de la angustia», pero no tiene ni idea de lo que significan. Así que cuando ve a alguien que sufre de verdad, lo fotografía, lo recoge e intenta hacerlo suyo. En Tánger, los marroquíes creían que los fotógrafos les robaban el alma. Y eso es lo que hace Maddy. Resulta siniestra.

—Hablas de ella como si fuera tu primera sospechosa.

—Puede que la mande a la cárcel de su angustia.

Consuelo tiró de él y lo besó apasionadamente en la boca.

—¿Qué ha sido eso? —dijo Falcón.

—No tienes por qué saberlo todo.

—Soy inspector jefe, es mi naturaleza.

Llegó la comida. Consuelo lo soltó y sirvió más manzanilla. Antes de empezar a comer, Falcón le hizo seña de que se le acercara más, hasta que quedaron mejilla contra mejilla.

—No quiero que nadie me oiga —dijo Falcón, los labios rozando el oído de Consuelo—, pero hay otra razón por la que estoy un poco tenso. Es que… me estoy enamorando de ti.

Consuelo lo besó en la mejilla y le cogió la mano.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque cuando entré y te vi esperándome, nunca me había sentido tan feliz de saber que la silla vacía era para mí.

—Tienes razón —dijo Consuelo—. Puedes quedarte.

Falcón se echó hacia atrás, levantó su vaso hacia Consuelo y luego bebió.

Eligieron una botella de vino blanco para acompañar la lubina que habían pedido después de los entrantes.

—Lo siento, se me había olvidado —dijo Consuelo, rebuscando en su bolso—. Alguien de tu oficina…

—¿Mi oficina?

—Supuse que era de Jefatura. Me dijo que te entregara esto…

Le dio un sobre.

—Nadie sabe que estoy aquí —dijo Falcón—, sólo tú. Repíteme lo que te dijo.

—Dijo: «Tengo entendido que va a encontrarse aquí con el inspector Falcón. ¿Le importaría darle esto?». Y me entregó este sobre.

—¿Era español?

—Sevillano.

Falcón le dio la vuelta al sobre blanco. Era muy delgado. Lo levantó hacia la luz y se dio cuenta de que sólo había un papel. Supo que era otra amenaza y que no debía abrirlo delante de Consuelo. Asintió y se lo metió en el bolsillo.

Cogió un taxi hasta su casa y se fue directamente a su estudio, donde guardaba unos guantes de látex. Utilizó un abrecartas para abrir el sobre y lo sacudió hasta que salió una foto metida dentro una hoja de papel doblada.

El cuerpo desnudo de Nadia Kouzmijeva se veía muy blanco por el flash de la cámara. Tenía los ojos vendados y estaba atada a una silla, con los brazos dolorosamente estirados en la espalda. En la mugrienta pared que había a su espalda se veía la huella de una mano de color óxido, y en negro estaba escrito: «El precio de la carne es barato».