Capítulo 16

Sábado, 27 de julio de 2002

Ya en su casa, en el frescor de su dormitorio, Falcón se quitó la ropa que le había delatado ante Ramírez como un aficionado. Se quedó un rato bajo la ducha, con la mirada perdida en las puertas de cristal empañados y recordando las palabras que Isabel Cano había utilizado para referirse a Inés: «corderito inocente». Ella lo sabía.

Las palabras que el inspector Montes había utilizado para referirse a Calderón: «A usted le cae bien, inspector. Jamás lo hubiera dicho». Él también lo sabía. Felipe y Jorge. Pérez, Serrano y Baena. Todo el edificio de los Juzgados y el Palacio de Justicia.

Todos lo sabían. Es lo que ocurre cuando estás sepultado en tu propia vida. No ves nada. Ni siquiera ves que otro se está follando a tu mujer ante tus propias narices.

Sacudió la cabeza al recordar la terrible álgebra que la psicóloga de la Policía le había hecho aplicar. «¿Cuándo se separó de su mujer? ¿Cuándo fue la última vez que tuvo relaciones sexuales con ella?». «Si nos separamos en julio, la última vez debió de ser en mayo. Mayo de 2000».

Se vistió y salió de casa. Necesitaba tomar otro café antes de ir a recoger a Alicia Aguado. Compró El País y se dirigió al café San Bernardo, en cuya barra pidió un café solo. Cristina Ferrera llamó desde Construcciones Vega y le informó de quién era el propietario original de las parcelas vendidas a los rusos. Por desgracia el hombre estaba en América del Sur y no volvería hasta septiembre. También mencionó que el contable había conseguido entrar en la libreta de direcciones del ordenador de Vega y había encontrado el número de teléfono de los rusos. Un solo número para los dos, y era de Vilamoura, en el Algarve, Portugal.

Colgó e intentó leer el periódico, pero entonces, en lugar de pensar en la humillación de enterarse de una vulgar aventura, se puso a recordar lo de la noche anterior. La imagen de Consuelo cabalgándolo, la pequeña tira de vello moviéndose sobre él. Que no apartara la mirada de él cuando la penetró. Sus palabras: «Quiero que entres». Cristo. Se le apretó tanto la garganta que no pudo tragar. El periódico se le volvió borroso. Tuvo que sacudir el cuerpo para volver a la vida real, al café, a la gente que estaba sentada.

El sexo era importante para Consuelo. Y era buena. Cuando le llegaba el orgasmo, soltaba una especie de pequeño grito felino, y se corría con un enorme gruñido de esfuerzo, como un velocista que se acerca a la línea de meta. Le gustaba estar encima, y cuando acababa se quedaba arrodillada encima de él, con el cabello suelto, en parte pegado a la cara, jadeando, ajena al mundo, los pechos estremecidos cada vez que respiraba. Falcón se dijo que el sexo con Inés había sido bueno. Se dijo que en la cama se habían entendido. Pero en ese momento se dio cuenta de que había habido una reserva por parte de ella, que no acababa de entregarse. Era como si fuera incapaz de liberar el lado animal que tenía dentro. Algo en su cabeza le decía que ésa no era manera de comportarse.

¿Era eso cierto? ¿Así funciona la mente cuando te atrae otra persona? ¿Te convences de que la anterior no era gran cosa? A lo mejor era también eso lo que Calderón había visto. Que con Inés no encontraría esa diferencia de la que hablaba Isabel Cano. Inés es hermosa, inteligente, atractiva, pero él sabe todo lo que tiene que revelar. Fue en ese momento, en el preciso instante en que el móvil comenzó a vibrar en su bolsillo, cuando se dio cuenta de que se había acabado. No era asunto suyo. Le daba igual. Le importaban una mierda Inés y Calderón y lo que hicieran con sus miserables vidas. Algo se relajó en su interior. Experimentó una sensación física de liberación, de tensión rota, de ataduras rotas que se pierden en la noche. Sonrió y miró a su alrededor, se fijó en la espléndida indiferencia de todo el café y luego contestó la llamada de Alicia Aguado, que le preguntaba dónde demonios estaba.

Como no era una consulta, se saludaron con un beso, y ella de inmediato lo notó diferente.

—Eres feliz —dijo Aguado.

—Se están ordenando algunas cosas.

—Te has acostado con una mujer.

—No creo que puedas saber algo así —dijo Falcón—. Además, no estamos en tu consulta.

Se dirigieron hacia Santa Clara para verse con Pablo Ortega. Nadie respondió cuando Falcón llamó al timbre que había junto a la verja, pero se dio cuenta de que habían dejado abierta la puerta de madera. El hedor del pozo ciego, del cual Falcón ya la había advertido, les hizo toser. Aguado se cogió del brazo de Falcón mientras se dirigían al otro lado de la casa, donde estaba la cocina. No había señal de Ortega, y eran más de las once.

—Probablemente está paseando a los perros —dijo Falcón—. Nos sentaremos junto a la piscina, a la sombra, y lo esperaremos.

—No sé cómo puede vivir con esta pestilencia.

—No te preocupes, dentro no la notarás. Tiene aislada esa parte de la casa.

—Si tuviera que aguantar esto todos los días me darían ganas de suicidarme.

—No es que Pablo Ortega sea un hombre feliz.

Falcón la sentó a la mesa que había junto a la piscina y se paseó por el borde, hasta el extremo más profundo. Se detuvo sobre el pequeño trampolín y miró hacia abajo.

Parecía haber un saco en el fondo. Al borde de la piscina encontró una pértiga. Tenía una red en un extremo y un gancho en el otro.

—¿Qué estás haciendo, Javier? —preguntó Alicia, preocupada por su silenciosa actividad.

—Hay un saco en el fondo de la piscina. Parece una bolsa vieja de abono.

El saco era pesado. Tuvo que empujarlo por el fondo hasta el borde; a continuación lo arrastró hasta el extremo menos profundo y tiró de él. Debía de pesar treinta kilos. Desató la cuerda que había en el cuello del saco y se quedó boquiabierto ante su espantoso contenido.

—¿Qué es? —preguntó Alicia, de pie, desorientada por los ruidos que hacía Falcón, muy nervioso.

—Son Pavarotti y Callas —dijo Falcón—. Los perros de Ortega, esto no tiene buena pinta.

—¿Alguien ha ahogado a sus perros? —preguntó Aguado.

—No —dijo Falcón—. Creo que ha sido él quien los ha ahogado.

Falcón le dijo que se sentara junto a la piscina. Fue hasta la puerta de la cocina, que estaba cerrada, aunque no con llave. La abrió; dentro era muy intenso el hediondo olor del pozo ciego. Había dos botellas vacías de Torre Muga encima de la mesa. Fue a la sala de estar, donde había otra botella vacía de vino y la caja de Cohibas que Ortega le había ofrecido la noche anterior. No había vaso. El olor a aguas residuales era más intenso, y se dio cuenta de que la otra parte de la casa tampoco estaba aislada del olor. La puerta que daba al vestíbulo se hallaba abierta, y al final del pasillo la sala donde se encontraba el pozo ciego estaba entreabierta.

En el suelo del pasillo había un frasco vacío de Nembutal sin tapón. Falcón abrió la puerta. Había tableros de madera y planchas de plástico que habían tirado contra la pared, en la que era visible una gran grieta de hundimiento. En el suelo había un agujero practicado por los obreros para poder inspeccionar los daños. Encima del cemento y las baldosas había fragmentos del vaso de vino hecho añicos de Ortega.

También había una colilla de puro. En el agujero, justo debajo de la superficie de las aguas residuales, se veía la planta amarilla y blanca del pie derecho de Pablo Ortega.

Falcón llamó a Jefatura por el móvil. Especificó que se notificara al juez Calderón, pues la muerte podía tener que ver con el caso Vega. También preguntó por Cristina Ferrera, pero dio instrucciones de que dejaran en paz a Ramírez.

Salió de aquella habitación y siguió por el pasillo hasta el dormitorio principal.

Sobre la colcha tersa e intacta color burdeos había dos cartas, una dirigida a Javier Falcón, la otra a Sebastián Ortega. Las dejó donde estaban y volvió con Alicia Aguado, que estaba sentada junto a la piscina, muy asustada. Falcón le dijo que todo parecía indicar que Pablo Ortega se había suicidado.

—No puedo creérmelo —dijo Falcón—. Lo vi ayer por la noche, y aunque estaba ya bastante borracho, se le veía afable, encantador, generoso. Incluso dijo que después de nuestro encuentro de hoy iba a enseñarme su colección.

—Ya lo había decidido —opinó Alicia, que se abrazaba como si estuviera helada, a pesar de que estaban a 42°C.

—Maldita sea —dijo Falcón para sí—. No puedo evitar sentirme responsable por esto. He removido el pasado y…

—Nadie es responsable del suicidio de otro —dijo Alicia con firmeza—. Hablar un par de horas con Javier Falcón no habría cambiado su historia personal ni habría removido especialmente el pasado.

—Eso ya lo sé. Lo que quiero decir es que lo precipité al presionarlo demasiado.

—¿Quieres decir que no hablaste con él sólo de Sebastián?

—Creía que tenía información que podía ayudarme en la investigación.

—¿Era un sospechoso?

—No exactamente. Sólo me di cuenta de que estaba poniéndolo nervioso. Las preguntas que le hacía, ya fuera sobre su hijo o sobre Rafael Vega, le desasosegaban.

—Sólo por interés profesional —dijo Alicia—, ¿cómo se mató?

—Se emborrachó, tomó somníferos y se ahogó en el pozo séptico.

—Lo planeó meticulosamente, ¿verdad? —preguntó Alicia—. Ahogó a los perros…

—Ayer por la noche le pregunté por los perros —dijo Falcón—. Me dijo que dormían. Probablemente ya los había matado.

—¿Alguna nota de suicidio?

—Dos cartas: una dirigida a mí y la otra a su hijo. Las he dejado donde estaban hasta que llegue el juez de guardia.

—Sabía que serías la primera persona que entraría esta mañana —dijo Alicia—. Ninguna sorpresa desagradable para nadie, menos para los profesionales. La verja y las puertas convenientemente abiertas. Lo pensó todo, hasta el detalle final de arrojarse al pozo negro.

—¿A qué te refieres?

—Creo que dijiste que esa parte de la casa estaba aislada.

—Es cierto.

—De modo que se tomó la molestia de romper el aislamiento porque para él era psicológicamente importante ahogarse en mierda —dijo Alicia—. Estoy segura de que con las píldoras y el alcohol habría bastado.

—El alcohol puede hacerte vomitar.

—Muy bien. De modo que quería asegurarse del todo… pero podría haber usado la piscina. Un lugar menos privado, pero lo bastante bueno para los perros.

—Mitiga mi culpa, Alicia. Dame una teoría —dijo Falcón.

—Como sabes, se habían sucedido una serie de acontecimientos incluso antes de que comenzaras a venir a verlo por lo de Rafael Vega.

»Habían encarcelado a su hijo por un crimen repugnante en un caso que dio que hablar. Sus vecinos le hicieron el vacío y tuvo que dejar su apartamento, y detrás de todo eso hay una historia que aún no conoces. Se mudó a un lugar que, a primera vista, era el adecuado. Una ciudad jardín, una comunidad adinerada, paz y tranquilidad. Pero la cosa no salió como esperaba. Se sentía desubicado y añoraba el ambiente de barrio. La casa que compró tuvo un problema desagradable y antisocial.

»A nosotros nos parecería una inconveniencia irritante y cara, pero en la mente de Pablo Ortega probablemente adquirió una especie de significado. Entonces su vecino murió…

—Ortega quería saber si el señor Vega se había suicidado.

—O sea, que ya estaba pensándolo —dijo Alicia—. No he mencionado el hecho de que su hijo tampoco quería verlo… otro factor de aislamiento. Entonces aparece en escena Javier Falcón, intuyendo una injusticia en el caso de Sebastián y pretendiendo ayudar. Como sabrás por propia experiencia, no hay manera de ayudar sin remover el pasado. ¿Y qué es lo que aflora en la superficie de la mente de Pablo Ortega? Fuera lo que fuese, no quería saberlo. Pensó que no valía la pena vivir para afrontarlo. De modo que, no sólo no hace aflorar ese problema a la superficie, sino que de hecho se hunde. Ahoga sus recuerdos en su propia inmundicia. No hizo lo mismo con sus dulces e inocentes perros.

Falcón negó con la cabeza, consternado.

—Le hiciste preguntas sobre su hijo, Javier, y dijiste que con tu investigación estabas presionándole. ¿Qué sospechabas que había hecho?

—No quiero hablar de ello todavía. Me ayudaría que vieras este caso con la mente abierta —dijo Falcón—. Es decir, si quieres implicarte. No tienes por qué verte envuelta.

—Ya estoy implicada —aclaró Alicia—. Me gustaría saber qué dicen las cartas. Y sería interesante saber qué tenía en su colección.

Un coche patrulla se detuvo delante de la casa.

—Primero tenemos que hacer nuestro trabajo —dijo Falcón—. Pero no creo que nos lleve mucho tiempo.

Detrás del coche patrulla aparcó una ambulancia. Unos minutos después aparecieron Felipe y Jorge, junto con el juez de guardia, Juan Romero. Rápidamente debatieron si aquel suicidio guardaba relación con el caso Vega. Romero recibió una llamada de Calderón y le transmitió el informe verbal de Falcón. Decidieron abordarlos por separado. Cristina Ferrera llegó a tiempo para oír la decisión.

Falcón los llevó a hacer el recorrido por la escena del crimen, comenzando por los perros muertos junto a la piscina y siguiendo en el interior de la casa. Felipe hizo fotografías mientras Jorge examinaba a los perros y les rascaba carne de entre los dientes. Ferrera comprobó si había algún mensaje en el teléfono y preguntó a la compañía telefónica si había habido alguna interrupción del servicio. Registró la casa por si había algún móvil.

Llegaron los hombres de la ambulancia y decidieron que el cuerpo de Ortega tenía atado algún lastre para mantenerse sumergido, y que habría que izarlo con una polea instalada en el techo. Fueron a buscar un aparejo. Felipe y Jorge entraron y colocaron todas las pruebas en una bolsa antes de pasar al dormitorio. Llegó el forense y se puso a charlar con Alicia Aguado junto a la piscina, mientras esperaba a que sacaran el cadáver.

Felipe entregó a Falcón las cartas sin abrir, dentro de bolsas para pruebas. Los hombres de la ambulancia picaron el techo hasta que encontraron una viga de cemento reforzado y comenzaron a taladrar. Falcón cogió las cartas y se fue a leer a la sala. Ferrera no había encontrado el móvil. Falcón la envió a hablar con los vecinos para averiguar los movimientos de Ortega en las últimas veinticuatro horas.

PRIVADO Y CONFIDENCIAL

27 de julio de 2002

Querido Javier:

Creo que ya se habrá dado cuenta de que lo he elegido a usted, y lamento las molestias. Usted es un profesional, como ya le dije, me cae usted bien, y quiero dejar la escena final de mi último acto en sus manos.

Por si hay alguna duda, o por si algún ladrón oportunista ha entrado en escena y ha estropeado mi tragedia, quiero declarar de manera inequívoca que me he quitado la vida. No ha sido una decisión precipitada. Y sin duda no la han provocado hechos recientes, sino una acumulación de circunstancias. He llegado al final del camino y me he encontrado en un callejón sin salida, sin posibilidad de rectificar mis pasos y hacer todo lo que debería haber hecho antes. Ese trayecto sólo tenía una salida, y la tomo, si no con la mente despejada, sí con los ojos abiertos.

Las razones que tengo para quitarme la vida son las únicas que puede tener un suicida. Soy débil y egoísta. He descuidado a mi hijo. Ésta ha sido la impronta de toda mi familia y de todas mis relaciones personales, y probablemente ha ocurrido porque me consume la vanidad. La recompensa por ello es mi soledad. Mi hijo está en la cárcel. Mi familia está harta de mí. Mis vecinos me han echado. Mis colegas me esquivan. La vanidad, por si no lo sabe, precisa un público. La vida dentro de mi burbuja se me ha hecho intolerable. No tengo a nadie ante quien interpretar, y por tanto no soy nadie.

Probablemente parece absurdo que alguien de mi fama, que lleva una vida tan confortable, elija este final. Veo que estoy a punto de embarcarme en una larga y divagadora explicación, pero quien hablaría sería el Torre Muga, no yo. Mis disculpas por las molestias, Javier. Por favor, entréguele la otra carta a mi hijo Sebastián. Espero que usted consiga ayudarlo, pues yo he fracasado estrepitosamente.

Con un abrazo,

Pablo Ortega.

P. D. No llegué a enseñarle mi colección. Por favor, disfrute de ella a su antojo.

P. D. Por favor, informe a mi hermano, Ignacio. Su número está en la libreta de direcciones que hay en la mesa de la cocina.

Falcón leyó la carta varias veces, hasta que el sonido de un cabrestante eléctrico interrumpió sus pensamientos. Se quedó en la puerta mientras el cuerpo sucio e hinchado de Ortega emergía del suelo. Los hombres de la ambulancia, protegidos con mascarillas, lo sacaron del agujero y lo colocaron en el cemento. Tenía una piedra grande y plana pegada con cinta al pecho, y otra metida dentro de las bermudas azules. Falcón llamó al forense y le pidió a Felipe que sacara más fotos. Fue a sentarse con Alicia Aguado y le leyó la carta de Ortega.

—No creo que estuviera tan borracho como dice.

—Hay tres botellas vacías de Muga ahí dentro.

—No se las había bebido cuando escribió la carta —dijo Alicia—. Declara su culpa, pero es muy prudente y no admite nada. La forma de negar que su suicidio tenga que ver con «hechos recientes» me parece importante. Lo rechaza de plano. Es incapaz de afrontar lo que según él revelarán estos hechos recientes.

—Los únicos hechos recientes que conozco son la muerte de Rafael Vega y que yo me ofreciera para ayudar a su hijo.

Cristina Ferrera volvió de hablar con los pocos vecinos que no estaban de vacaciones. Ortega había paseado a los perros el día anterior por la mañana. Había salido en su coche dos veces, a las once de la mañana y a las cinco de la tarde. Los dos viajes duraron más o menos una hora y media cada uno.

—¿Te molestarías en pasear a los perros si fueras a matarlos? —preguntó Falcón.

—Al parecer era una rutina —dijo Ferrera—. Su vecino paseaba al perro a la misma hora. E incluso los condenados a muerte hacen ejercicio y comen.

—Matarlos tiene que ver con su supuesto egoísmo y vanidad —terció Alicia—. Eran parte de él, sólo él sabía quererlos. Tú lo viste ayer por la mañana antes de que saliera, Javier. ¿De qué hablasteis?

—Me interesaba su relación con Rafael Vega, cómo lo conoció, si los había presentado Raúl Jiménez y si conocía a alguna de las personas con las que se relacionaban esos dos hombres. Tenía una fotografía de él en una fiesta, acompañado de algunas personas, que me pareció que lo ponía nervioso. También hablamos del caso de su hijo. Luego me fui… no, no es verdad. Me contó que tenía un sueño recurrente y luego me fui, pero volví para preguntarle algo que se me había olvidado, y lo vi de rodillas en el jardín, llorando.

Alicia Aguado le preguntó por el sueño, y Falcón le contó que Ortega se veía a sí mismo en medio de un campo con las manos heridas.

—Leí el informe de su primer encuentro —dijo Ferrera—. Entonces se le ve muy diferente.

—Sí, se parecía mucho más al actor. Casi toda esa entrevista era comedia —precisó Falcón—. En las conversaciones siguientes estuvo más serio. La presión iba creciendo.

—¿Sobre qué te mostraste acusador, Javier? —preguntó Aguado.

—No quiero comentar el asunto hasta que lo tenga más claro —dijo Falcón—. Tengo que trabajar mucho más en ello.

Jorge llamó a Falcón para hablar de la escena del crimen. Todos creían con seguridad que era suicidio. No se había encontrado nada que los condujera a creer que había sido otra cosa. Había huellas de Ortega por todas partes. Juan Romero le pidió su opinión al forense.

—La hora de la muerte fue sobre las tres de la madrugada. Causa: ahogamiento. Sólo tenía un golpe en la frente, que probablemente se dio al caer al pozo. Mi veredicto antes de examinarlo es que se suicidó.

El juez Romero firmó el levantamiento del cadáver. Falcón le dijo que debía informar a su pariente más próximo, tal como había pedido el difunto. Los paramédicos se llevaron el cadáver y los de los perros. Felipe y Jorge se fueron.

Falcón le dijo a Ferrera que ya investigaría los números de teléfono el lunes y la dejó marchar. Fue a la cocina, encontró la libreta de direcciones y llamó a Ignacio Ortega al móvil, que estaba apagado. Le dijo a Romero que demoraran informar a la prensa de la muerte de Ortega hasta que su hermano estuviera al corriente.

La ambulancia y los coches avanzaron hacia la avenida de Kansas City. Un coche patrulla con un agente se quedó para vigilar la casa. La noticia de la muerte de Ortega podría despertar el interés de la gente. Falcón le propuso a Alicia Aguado llevarla a casa, pero ella estaba muy interesada en oír una descripción de la colección que Ortega mencionaba en la carta de suicidio.

La colección, que Ortega había trasladado a la sala cuando el pozo negro se agrietó, se distribuía por un extremo del cuarto: las piezas pequeñas encima de las mesas, las esculturas más grandes en el suelo y los cuadros apoyados en las paredes.

Había una hoja de papel pegada con celo a una mesa de época en la que figuraba una lista de todas las piezas de la colección, con la fecha de compra y el precio. Falcón repasó las dieciocho piezas de la lista hasta encontrar el cuadro de Francisco Falcón que había visto en su primera visita.

—Esto es interesante —dijo Falcón—. Ortega compró el cuadro de Francisco Falcón el 15 de mayo de 2001. Eso fue después de que se descubriera que era un farsante. Y se lo quedó por un cuarto de millón de pesetas.

—¿Por cuánto solían venderse?

—Habría tenido que pagar unos dos millones —dijo Falcón—. Fue una buena compra, porque ahora han vuelto a subir. Cuando se supo todo, los coleccionistas más chapados a la antigua quisieron deshacerse de todo lo que tenían de Francisco Falcón. Pero ahora su obra tiene un mercado distinto. Hay una especie de comprador postmoderno que tiene una nueva postura con relación a «¿Qué es arte de verdad?». Entre ellos, los buscadores de infamias y los repugnantes necrófagos de la fama han hecho que los precios volvieran a subir.

—Así que conocía a Francisco, pero sólo compró un cuadro suyo después de que lo desenmascararan —dijo Aguado—. Eso nos revela algo.

Falcón le contó cómo Ortega utilizaba como prueba el dibujo del centauro de Picasso.

—Dime qué hay en la lista —dijo Alicia—. Te interrumpiré si necesito más información.

—Dos esculturas africanas de ébano que representan a dos muchachos con lanzas, Costa de Marfil. Una máscara, Zaire.

—Descríbeme la máscara, Javier —dijo Aguado—. Los actores son expertos en máscaras.

—Tiene unos sesenta centímetros de largo y veinte de ancho. Pelo rojo, dos ojos diminutos y una nariz larga. Hay trozos de huesos y fragmentos de espejo metidos en la boca, como si fueran dientes. Es bastante aterradora, pero la forma es bonita Comprada en Nueva York en 1996 por novecientos cincuenta dólares.

—Parece la máscara de un brujo. Sigue.

—Las cuatro siguientes son figuras de porcelana de Meissen, todas varones.

—Odio las figuras de porcelana —dijo Aguado.

—Un espejo, de cuerpo entero, con un marco dorado rococó. París. 1984. Novecientos francos.

—Algo en que mirarse con una aureola de oro.

—Un frasco de cristal romano, opaco, con los colores del arco iris. Una serie de siete monedas de plata, también romanas. Una silla dorada… Luis XV. Londres. 1982. Por la que pagó nueve mil libras.

—Es lo bastante caro para ser su trono.

—Un caballo de bronce a todo galope… romano. Una cabeza de toro… griega. Un fragmento de cerámica de un muchacho corriendo… griego. Una obra de Manuel Rivera titulada Anatomía en el espejo.

—¿Anatomía en el espejo? ¿Qué es eso?

—Tela metálica sobre madera. La imagen de un espejo. Es difícil de describir —dijo Falcón—. También hay un cuadro de Zóbel titulado Jardín seco y una pintura erótica india.

—¿Qué tipo de erotismo?

—Una representación bastante gráfica de un hombre con un pene enorme que penetra a una mujer —explicó Falcón—. Y eso es todo.

—Un hombre muy complicado, con sus figuras, máscaras y espejos —dijo Aguado—. ¿Hay alguna indicación de en qué orden se exponía originalmente la colección?

Falcón buscó en los cajones del escritorio de época y encontró una serie de fotos de la colección, cada una con una fecha en el dorso. En todas ellas se veía a Pablo Ortega sentado en su silla Luis XV. Encontró la foto más reciente, en la que aparecían todas las piezas menos la pintura erótica india y el Zóbel. Entonces se dio cuenta de que Ortega se sentaba mirando al Zóbel y la pintura india era una adquisición reciente, y por eso no aparecía. Le describió la distribución a Alicia Aguado.

—Parece que esté mostrándonos la bella y la bestia. La máscara de Zaire es las dos cosas. Todas las piezas que hay a un lado representan la belleza, la nobleza, el esplendor: el centauro de Picasso, la cabeza del toro, el caballo que galopa, el chico que corre. Estoy simplificando, porque hay complicaciones. Los centauros también son monstruos. ¿De qué huye el muchacho? Están las monedas y el frasco romano, hermoso pero vacío. También el cuadro de Rivera reflejado en el espejo dorado. Eso no lo entiendo.

—¿Y al otro lado?

—El fraudulento Francisco Falcón. Ortega se pasó la vida fingiendo. Las hermosas estatuillas encerradas en porcelana: el actor en sus papeles. Y la inferencia de que «soy tan hueco como ellas». El espejo es algo duro que refleja y enmarca en oro su narcisismo.

—¿Y los chicos negros de ébano?

—No lo sé… ¿guardan sus secretos, los custodian?

—¿Y por qué siempre está mirando el Jardín seco?

—Ésa es probablemente su visión de la muerte… hermosa pero desecada. Sabes que no puedes utilizar nada de esto en un tribunal, Javier.

—Ya lo sé —dijo Falcón, riéndose del absurdo—. Sólo estoy esperando una intuición. Pablo me dijo que lo mostraba todo en la colección. Que no tenía nada que ocultar. ¿Cuál es tu impresión general?

—Es una colección muy masculina. La única figura femenina aparece en la pintura erótica india. Incluso las piezas no humanas son masculinas: caballos, toros, centauros. ¿Qué fue de su esposa, la madre de Sebastián?

—Murió de cáncer, pero… y esto es interesante… antes lo abandonó… y citaré a Pablo directamente… «se fue a Estados Unidos con un gilipollas con la polla grande».

—Dios mío —dijo Aguado, con fingida consternación—. Problemas en el dormitorio. Y ahora me pregunto si, con todos estos espejos, máscaras y figuras, el papel más importante que interpretó no fue el de sí mismo en su propia vida, fingiendo ser un macho fuerte, poderoso, sexualmente potente, cuando de hecho… no lo era.

—A lo mejor va siendo hora de hablar con su hijo —dijo Falcón.