Sábado, 27 de julio de 2002
En la cama, Consuelo Jiménez era tal como él había esperado: excitante, exigente e incansable. En una de las diversas pausas que hicieron para que ella fumara un cigarrillo, Consuelo le reveló que era el primer hombre con quien se acostaba desde que estuviera con Basilio Lucena, la noche en que su marido, Raúl, fue asesinado.
Desde entonces se había concentrado en los niños.
—También me hice la prueba del sida —dijo— cuando me enteré de que Basilio era promiscuo. No había tenido mucha suerte…
Falcón volvió la cabeza en el almohadón para encontrarse con los ojos oscuros de Consuelo cerca de él.
—Dio negativo —dijo Consuelo.
Así era como hablaban, lo que fascinaba a Falcón. No recordaba haber estado en la cama con ninguna mujer y poder hablar de nada y de todo. Incluso en las dos relaciones importantes de su vida, los momentos que había compartido en la cama no habían sido de honestidad, sino que había tenido que interpretar un papel cuyas frases no sabía y en el que no encajaba.
Se despertaron temprano y pegajosos. Consuelo lo llevó a la ducha y lo enjabonó frotándolo con su cuerpo, de modo que Falcón tuvo que apoyarse en la puerta de cristal. Consuelo se benefició de la excitación de Falcón, y sus sacudidas hicieron temblar toda la estructura. Se vistieron sin dejar de mirarse.
Falcón tomaba un café y una tostada con aceite de oliva en la cocina. Sentía las piernas como nuevas, recién salidas de fábrica. No tenía ni pizca de resaca, y eso que junto al cubo de la basura había tres botellas vacías de rioja navarro. No obstante, él la miraba sin hablar, y por la cabeza le pasaban cosas importantes, arriesgadas.
—Me gustaría volver a verte —dijo Falcón.
—Me alegro de que hablemos de eso ahora —agradeció Consuelo—. Desde que se inventó el móvil, las mujeres ya no tenemos que estar todo el día esperando, sabemos seguro que él no ha llamado.
—Tendrás que decirme cómo puedo encajar en tu vida —dijo Falcón.
—La tuya es más complicada que la mía.
—Tienes hijos.
—Se van de vacaciones.
—Tú te irás con ellos.
—En agosto, más adelante.
—En este momento no tengo ningún control sobre mi vida —dijo Falcón—. Si pasa algo tengo que estar al pie del cañón.
—Entonces llámame cuando tengas un momento libre —dijo Consuelo—. A menos que… tengas que pasar el día con tus abogados hablando de Manuela y no tengas tiempo para cenar conmigo.
Falcón sonrió. Se estaba enamorando de su sentido del humor, su franqueza. Le dijo que pensaba venderle la casa a Manuela y que le había pedido consejo a Isabel Cano.
—Haz lo que ella te diga —afirmó Consuelo—. Lo más que puedes esperar de Manuela es respeto, y eso ya lo conseguiste al ponerte duro con ella. Te diré una cosa, Javier, y no insistiré. Puedes hacerme caso o no. Haz una tasación de la casa, ofrécesela a ella por un precio quitando la comisión del agente y dale una semana para responder antes de sacarla al mercado.
Falcón asintió. Eso era lo que necesitaba en su vida: simplificación. La atrajo hacia sí y la besó a través del olor al café y la tostada.
Eran las 9:30. Llamó a Ramírez por el móvil.
—¿Has concertado una cita con Carlos Vázquez para esta mañana? —preguntó Falcón.
—¿Y la orden de registro del juez Calderón?
—No he podido localizarlo —contestó Falcón—. Ayer por la noche fui a su despacho.
—Entonces tendremos que ir a las bravas, a ver qué nos cuenta Vázquez —dijo Ramírez—. Te llamaré cuando haya concertado la cita. He introducido la cara de Serguei en el ordenador… nacional e internacional.
Falcón llamó a Alicia Aguado para ver si más tarde podía recogerla y llevarla a Santa Clara y que conociera a Pablo Ortega. De vuelta a la ciudad, Ramírez le llamó para decirle que Vázquez estaría en su oficina hasta el mediodía. Falcón anotó la dirección y dijo que estaría allí en quince minutos.
Recibió una llamada de Cristina Ferrera.
—Nadia ha desaparecido —dijo—. Esta noche vinieron dos tipos a recogerla y no han vuelto a traerla.
—¿Había pasado antes?
—Siempre estaba de vuelta en el apartamento a las cinco o las seis de la mañana —dijo Ferrera—. ¿Qué hago?
—A menos que haya alguien dispuesto a darte una descripción detallada de los dos tipos, cosa que dudo, no puedes hacer nada —contestó Falcón.
El despacho de Carlos Vázquez estaba en el edificio Viapol, en una zona de la ciudad sin carácter, en la linde de San Bernardo. Ramírez lo esperaba en la entrada.
Subieron en el ascensor. Ramírez miró fijamente la cara de Falcón.
—¿Qué miras, José Luis?
—A ti —dijo, sonriendo—. Ya te lo noté en la voz. Ahora que te veo con la misma ropa que llevabas ayer, queda confirmado.
—¿Qué, exactamente, queda confirmado? —preguntó Falcón, pensando que podría negar descaradamente lo evidente.
—Yo soy el experto —dijo Ramírez, llevándose sus gruesos dedos al pecho, casi ofendido por la desfachatez de su superior—. Incluso por teléfono me di cuenta de que por fin había llegado el final de una larga sequía.
—¿Qué sequía?
—¿Es cierto… o soy un mentiroso? —preguntó Ramírez, riendo—. ¿Quién es?
—No sé de qué me hablas.
La cara grande, oscura, de caoba, de Ramírez ocupó todo el campo de visión de Falcón. Destacaban, perfectamente perfilados, los surcos de pelo negro y engominado del inspector.
—¿No sería la americana? Felipe y Jorge me hablaron de ella. Dijeron que era capaz de dejarte más seco que un bacalao.
—Creo que deberíamos concentrarnos en lo que vamos a decirle a Carlos Vázquez, José Luis.
—No, no, no, no ha sido ésa. La americana es el último ligue del juez Calderón.
—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó Falcón—. El hombre acaba de hacer público su compromiso, por amor de Dios.
Ramírez soltó una carcajada amarga. El ascensor se paró. Entraron en el despacho de Carlos Vázquez y se encontraron con un paisaje urbano abstracto: luces borrosas y siluetas de edificios saliendo de la niebla. Falcón se dijo que ese cuadro podría haberlo vendido Ramón Salgado.
—Yo llevaré la conversación —dijo Falcón—. No quiero que le provoques porque yo sé cosas que tú no sabes, José Luis. Es importante.
—Y yo sé cosas que ni se te han pasado por la cabeza —dijo Ramírez.
Falcón quería saber qué cosas eran ésas, pero uno de los abogados que trabajaban con Vázquez ya estaba junto a ellos. Los hizo entrar en el despacho de Vázquez, que daba a la parte de atrás de los edificios de la calle Balbino Marrón. Vázquez los invitó a sentarse mientras acababa de leer un documento. Detrás de él había un gran plano de Sevilla en el que figuraba el emplazamiento de diversos proyectos, que aparecían en diferentes cuadraditos de colores. Vázquez arrojó los papeles a una bandeja y se recostó. Falcón le presentó a Ramírez, por quien Vázquez sintió una aversión instantánea.
—Así que vienen a verme los pesos pesados del Grupo de Homicidios —dijo.
—Ese cuadro que tiene en la recepción, ¿quién lo pintó? —inquirió Falcón.
—Una pregunta interesante —dijo Vázquez, que se quedó absorto unos instantes.
—Primero le gusta calentar un poco —dijo Ramírez, sonriendo.
—Es de un alemán llamado Kristian Lutze. Creo que es un paisaje abstracto de Berlín. Tiene otro de Colonia que está colgado en el vestíbulo de Construcciones Vega.
—¿Cómo los compraron usted y el señor Vega?
—A través de un marchante de Sevilla llamado Ramón Salgado. Lo… claro, ya lo sabe, lo asesinaron.
—¿Cómo conoció el señor Vega al señor Salgado?
Ramírez se hundió en su silla, aburrido.
—No lo sé —contestó Vázquez.
—¿Los presentó usted?
—Tengo que confesar que no es algo que me interese. Fue un regalo de Rafael —dijo Vázquez—. A mí me gustan los coches.
—¿Qué clase de coches? —preguntó Ramírez.
Vázquez y Falcón lo miraron. Ramírez se encogió de hombros.
—¿Puedo fumar? —dijo.
Vázquez asintió. Ramírez encendió un cigarrillo y se recostó, las manos detrás de la cabeza.
—¿Es esto una visita de cortesía —preguntó Vázquez, molesto— o algo más?
—El señor Vega llevaba dos proyectos con socios rusos —dijo Falcón—. Vladimir Ivanov y Mijail Zelenov.
—No son exactamente socios —aclaró Vázquez—. Dos clientes rusos contrataron a Construcciones Vega para que les proporcionara ayuda técnica. Pagaron por los planos arquitectónicos, los ingenieros de la obra, los capataces y el equipo. Tras completarse la estructura, Construcciones Vega también participó en las instalaciones interiores: aire acondicionado, electricidad, instalación de ascensores, cañerías… todo eso.
—Ésos no son proyectos propios de Construcciones Vega —dijo Falcón—. Habitualmente ellos se encargan de todo el trabajo físico, mientras los socios proporcionan la financiación necesaria… y últimamente, que yo sepa, siempre conservaban una participación mayoritaria en los proyectos.
—Eso es cierto.
—¿De quién eran los terrenos en los que se construyeron los dos proyectos con los rusos?
—De los propios rusos. Acudieron a Rafael con la propuesta —dijo Vázquez—. No tienen sede en Sevilla. El señor Zelenov tiene algunos proyectos en Marbella, y el señor Ivanov está en Vilamoura, en el Algarve. Les era más fácil contratar la obra con una empresa externa que montar sus propias empresas.
—Y esos rusos, ¿tienen alguna vinculación entre ellos? —preguntó Falcón—. ¿Se conocían?
—No lo sé.
—¿Así que trató con ellos por separado? —dijo Falcón.
—Dos negocios poco habituales con dos rusos que aparecen como caídos del cielo —dijo Ramírez, de pronto interesado.
—¿Adónde quiere llegar?
—Lo único que tiene que hacer es responder a las preguntas —dijo Ramírez.
—¿Podría enseñarnos en el plano dónde estaban situados los dos proyectos de los rusos? —preguntó Falcón.
Vázquez señaló dos cuadraditos verdes entre muchos otros de color naranja.
Falcón pasó hojas de su libreta y se acercó al plano.
—¿Y qué tienen de especial estos dos lugares? —preguntó Falcón.
Vázquez miró el mapa como un alumno que conoce la respuesta correcta pero cuya confianza ha hecho añicos un maestro brutal.
—Incluso yo puedo verlo —terció Ramírez.
—No sé por qué esto tiene algo que ver con la muerte de Rafael Vega —dijo Vázquez, en ese momento enfadado.
—Limítese a contestar a la pregunta —exigió Ramírez, colocando un codo grande y rollizo encima de la mesa.
—Están situados en dos emplazamientos donde todos los demás proyectos los lleva Construcciones Vega —observó Falcón.
—¿Y qué? —dijo Vázquez.
—Hemos hablado con el señor Cabello. Nos ha informado que, de las propiedades que aportó a Construcciones Vega al casarse su hija con Rafael Vega, dos resultaban claves para poder urbanizar zonas enteras. Una pertenecía a Construcciones Vega, y la otra a otro promotor, y sin la parcela del señor Cabello no podía urbanizar. Cuando el señor Vega se hizo con la propiedad, ese promotor tuvo que venderle al señor Vega o a los… amigos del señor Vega. Eso es lo que esas dos parcelas rusas tienen en común.
Silencio, aparte de la ampulosa manera de fumar de Ramírez, que disfrutaba con el espectáculo de magia de su superior.
—Un admirable trabajo de campo por su parte, inspector —dijo Vázquez—. Pero ¿estamos más cerca de saber lo que le pasó al señor Vega?
—Los amigos del señor Vega eran conocidos mafiosos. Creemos que estaban utilizando esos proyectos para blanquear dinero procedente de la prostitución y el tráfico de seres humanos. ¿Por qué se mezclaba el señor Vega con esa gente, y por qué les ofrecía tratos extremadamente ventajosos?
—No creo que pueda probarlo de ninguna manera.
—A lo mejor su bufete estaba implicado en las compraventas. ¿Quizás usted tenga las escrituras y el registro de los pagos que se hicieron? —dijo Falcón.
—Creo que ahora sería un buen momento para acordarse —dijo Ramírez.
—Los únicos documentos que tengo son los contratos para la construcción de los proyectos, que están en los archivos, y la persona que se encarga de ellos está de vacaciones.
—¿De modo que los tratos de compraventa se hicieron directamente entre el propietario original de la tierra y los rusos? —dijo Falcón—. ¿El señor Vega le pidió al propietario original que se lo vendiera a los rusos a un precio de saldo, y le dijo que él pondría el resto?
—Lo cierto es que no lo sé, inspector.
—Pero podemos echar un vistazo a los detalles de la venta de las otras parcelas, en la que, como abogado del señor Vega, supongo que estaba implicado… y comparar los precios que se pagaron —dijo Falcón—. Tendrá usted esa información, ¿verdad, señor Vázquez?
—Ya le he dicho que la persona que se encarga de los archivos…
—No importa. Naturalmente, podemos hablar con los propietarios originales de las parcelas. Eso es todo lo que necesitará el tribunal —explicó Falcón—. Lo que queremos saber es por qué el señor Vega tenía relación con esos rusos y contribuía a operaciones de blanqueo de dinero.
—No creo que pueda justificar lo que acaba de decir —dijo Vázquez—. Hay dos proyectos con esos rusos. Hay dos contratos. Hay dos contabilidades distintas en las que se detalla la participación financiera de ambas partes.
—Hemos estado visitando las obras —informó Ramírez—. Parecían un poco faltas de personal, ahora que no tienen trabajadores ilegales.
—Eso es problema de los rusos, no de Construcciones Vega.
—En ese caso —dijo Ramírez—, quizá pueda decirnos por qué el señor Vega llevaba una contabilidad paralela de esos dos proyectos: la versión oficial de cara al fisco y su versión privada, que correspondía a la realidad.
—Y a lo mejor tiene alguna teoría de por qué Serguei, el jardinero, se encuentra desaparecido desde que se descubrió el cadáver —dijo Falcón—. Y de por qué el señor Vega recibió a esos clientes rusos en su casa el día de Reyes, por ejemplo. ¿No le parece que mantenían una relación más íntima que si fueran simples socios empresariales?
—Muy bien, muy bien, ya ha demostrado lo que quería —dijo Vázquez—. Ha descubierto una conexión rusa. Pero eso es todo. Si lo que quiere es saber más detalles acerca de esa relación, no puedo ayudarle, porque no sé nada. Todo lo que puedo decirle es que… pregunte a los rusos, si es capaz de encontrarlos.
—¿Cómo se pone usted en contacto con ellos?
—No lo hago nunca. Yo redacté los contratos. Construcciones Vega me los devolvió, firmados y sellados —explicó Vázquez—. Y en sus oficinas tampoco encontrará a nadie que haya hablado con ellos.
—Deben de tener números de teléfono, direcciones, números de cuenta —dijo Ramírez.
—Usted cree que son la mafia de Moscú.
—Sabemos que lo son.
—Bueno, puede que lo sean. Y a lo mejor tenían buenas razones para matar a un hombre que facilitaba sus negocios, pero no se me ocurre cuáles pueden ser —dijo Vázquez—. Y dudo que llegue a averiguar que existía alguna razón y que ellos lo mataron. Esa gente sabe mantenerse al margen de la situación. Como le he dicho, yo no los conocí. De modo que, inspector, en este momento está todo en sus manos. Ya sabe tanto como yo. Y ahora, creo que por esta mañana nuestra conversación ha terminado… si me perdonan, por favor.
Mientras bajaban en ascensor, Ramírez hizo tintinear las monedas que llevaba en el bolsillo. Falcón le dijo que mandara a Cristina Ferrera a averiguar los nombres de los propietarios originales de las dos parcelas vendidas a los rusos.
—Así es el trabajo de policía —dijo Ramírez, marcando el número de Ferrera en su móvil—. En un momento crees que los has trincado, y al otro desaparecen en el horizonte.
—¿Qué es eso que sabes que a mí jamás se me ha pasado por la cabeza? —preguntó Falcón, recordando el comentario que había hecho Ramírez antes de entrar en el despacho de Vázquez.
—Aun cuando encontremos a Serguei y él haya visto algo… ¿qué va a decirnos? —dijo Ramírez, arrepintiéndose en ese momento de haberse ido de la lengua.
—Cuando subíamos en el ascensor estábamos hablando del juez Calderón, y me dijiste que sabías cosas que a mí ni se me habían pasado por la cabeza, José Luis.
—No era nada… hablé por hablar.
—A mí no me lo pareció —dijo Falcón—. Me pareció que sabías algo del juez Calderón que podía interesarme.
—No es nada… olvídalo —zanjó Ramírez.
Ferrera se puso al teléfono y Ramírez le transmitió el encargo de Falcón.
—Dímelo, José Luis. Dímelo de una vez —insistió Falcón—. Ya no estoy chiflado. No voy a tirarme bajo las ruedas de un coche si…
—Muy bien, de acuerdo —dijo Ramírez cuando el ascensor llegó a la planta baja—. Te haré una pregunta, a ver si puedes contestar.
Salieron del edificio y se quedaron cara a cara en el bochorno de la calle.
—¿Cuándo empezaron a verse el juez Calderón e Inés? —preguntó Ramírez.