Capítulo 14

Viernes, 26 de julio de 2002

Mientras aparcaba delante de la casa de Pablo Ortega se acordó de Montes, siempre de pie junto a su ventana. Debería haberle preguntado por los rusos. Llamó a Jefatura y consiguió el número de su móvil.

Montes respondió a la llamada. Por el ruido de fondo, Falcón se dio cuenta de que estaba en un bar, y en cuanto se pusieron a hablar se hizo evidente que estaba muy borracho.

—Soy Javier Falcón, del Grupo de Homicidios —dijo—. Hablamos ayer…

—¿Ah, sí?

—En su despacho. Hablamos de Eduardo Carvajal y de Sebastián Ortega.

—No le oigo —dijo Montes.

A Falcón le llegó un estruendo de música y voces.

—¡Cállense, joder! —bramó Montes, ante la más absoluta indiferencia—. Un momentito.

Ruido de tráfico. Una bocina.

—¿Puede oírme, inspector? —preguntó Falcón.

—¿Quién es usted?

Falcón volvió a empezar. Montes se disculpó hasta cansarse. Le recordaba perfectamente.

—También hablamos de la mafia rusa.

—No creo.

—Me habló usted del tráfico de seres humanos.

—Ah, sí, sí, el tráfico de… seres humanos.

—Quería hacerle una pregunta. Hay dos rusos relacionados con mi investigación de la muerte del señor Vega, el constructor… ¿se acuerda?

Silencio. Gritó el nombre de Montes.

—Estoy esperando la pregunta —dijo Montes.

—¿Le suenan los nombres de Vladimir Ivanov y Mijaíl Zelenov?

Una concentrada respiración nasal llenó el aire.

—¿Me ha oído? —preguntó Falcón.

—Le he oído. Esos nombres no me dicen nada, pero mi memoria no es lo que era. Me he tomado un par de cervezas, ya ve, no me pilla en mi mejor noche.

—Entonces hablaremos el lunes —dijo Falcón, y colgó.

Falcón tenía la sensación de caminar en círculos, como un ave de presa que se abandonara a las corrientes cálidas y viera cosas en el mundo terrestre que pudieran serle de interés. Se apoyó sobre el techo del coche, dándose golpecitos en la frente con el móvil. Qué raro que Montes, un hombre casado, estuviera borracho tan pronto, un viernes por la noche en un bar abarrotado, probablemente solo. ¿Se trataba de una reacción evasiva a los dos nombres? ¿Le había parecido más borracho al final de la conversación que al principio?

Ortega le abrió la puerta y Falcón entró en su patio hediondo y poblado de moscas. No estaba tan tenso como cuando hablaron por teléfono, pues había alcanzado el afable estado de la ebriedad. Llevaba una voluminosa camisa blanca por fuera de unas bermudas azules. Le ofreció una copa a Falcón. Él bebía un gran vaso de vino tinto.

—Torre Muga —dijo—. Muy bueno. ¿Quiere un poco?

—Prefiero una cerveza —dijo Falcón.

—¿Le apetecen unas gambas? —preguntó Ortega—. ¿Un poco de jamón…? Es ibérico, de bellota. Lo he comprado hoy en El Corte Inglés.

Ortega fue a la cocina y volvió bien pertrechado.

—Lamento haber sido tan brusco por teléfono —dijo.

—No debería molestarlo con estas cosas un viernes por la noche.

—Los fines de semana sólo salgo si estoy trabajando —dijo Ortega, que estaba de lo más suave gracias a la excelencia del Torre Muga—. Como público soy un desastre. Veo todas las técnicas. Nunca me dejo llevar por la obra. Prefiero leer un libro. Lamento divagar, éste es mi segundo vaso, y como puede ver, son unos señores vasos. Voy a buscar un puro. ¿Ha leído algún libro de…? Ya me vendrá el nombre.

Encontró la caja de puros entre el revoltijo de papeles.

—Cohibas —dijo—. Tengo un amigo que va a Cuba regularmente.

—No, gracias —dijo Falcón.

—No le doy uno de mis Cohibas a cualquiera.

—No fumo.

—Llévese uno para un amigo —insistió Ortega—. Estoy seguro de que incluso los polis tienen amigos. Mientras no se lo dé a ese cabrón del juez Calderón.

—No es mi amigo —dijo Falcón.

Ortega introdujo el puro en el bolsillo superior de Falcón.

—Me alegra saberlo —dijo Ortega, apartándose de Falcón—. Corazón tan blanco. Ése era el libro. El autor es Javier Marías. ¿Lo ha leído?

—Hace tiempo.

—No sé cómo se me ha podido olvidar el título. Es de Macbeth, claro —dijo Ortega—. Después de matar al rey, Macbeth aparece con la daga ensangrentada que debería haber dejado en las habitaciones de los criados. Su mujer se pone furiosa y le dice que tiene que volver. Él se niega y es ella quien tiene que ir. Cuando regresa le dice:

«Mis manos son de tu color; pero me avergüenzo de tener un corazón tan blanco».

»En ese momento la culpa de lady Macbeth es sólo un color, aún no es una mancha. Está avergonzada de su inocencia en el asunto. Quiere compartir la culpa de su marido. Es un momento maravilloso, porque en el Acto V dice: “fuera, maldita mancha” y “ni todos los perfumes de Arabia podrán llevar fragancia a esta pequeña mano”. ¿Por qué le cuento esto, Javier?

—No tengo ni idea, Pablo.

Ortega dio dos buenos sorbos de vino tinto, parte del cual le cayó por las comisuras de la boca. En su camisa blanca aparecieron gotas rojas.

—¡Ajá! —dijo, mirándose—. ¿Sabe lo que es eso? Eso es un momento cinematográfico. Sólo sucede en las películas, nunca en la vida real. Como… oh, vamos, debe de haber cientos… Ahora no se me ocurre ninguno.

¿El cazador?

¿El cazador?

—Una pareja se casa antes de que él se vaya a combatir a Vietnam. Beben de una copa doble y el vino se derrama en el vestido de la novia. Prefigura…

—Sí, sí, sí. Prefigura algo terrible —dijo Ortega—. Una situación embarazosa durante la cena. Lejía extra al lavar. Cosas terribles, terribles.

—¿Puedo enseñarle las fotos?

—¿Quiere decir antes de que pierda toda conexión visual y oral?

—Esto… sí —dijo Falcón.

Ortega soltó una carcajada exagerada.

—Usted me cae bien, Javier. Me cae muy bien. Y no me cae bien mucha gente —dijo, y se quedó con la mirada perdida en el césped a oscuras, la piscina sin iluminar—. La verdad es que no me cae bien… nadie. He descubierto que la gente con la que he tratado toda la vida… no daba la talla. ¿Cree que eso es algo que les pasa a las celebridades?

—La fama atrae a un cierto tipo de personas.

—Obsequiosos, deferentes, pelotilleros, sicofantas aduladores.

—Francisco Falcón los detestaba. Le recordaban que él mismo era un fraude. Le recordaban que si algo deseaba más que la fama era el talento de verdad.

—Queremos que la gente nos quiera por lo que no somos, por lo que fingimos ser… O en mi caso, por todas las personas que he fingido ser —dijo Ortega, que iba poniéndose más dramático por momentos—. Me pregunto si, al morir, me caeré al suelo, y como un enloquecido enfermo del síndrome de Tourette, todos los personajes que he interpretado saldrán de mí en un concentrado balbuceo y me dejarán en silencio, y no seré más que una cascara a merced del viento.

—Yo creo que no, Pablo —dijo Falcón—. Para quedarse en cascara tiene que perder mucho.

—No somos más que capas —opinó, sin escuchar—. Recuerdo que Francisco afirmaba: «Dentro de una cebolla, Pablo, no hay nada verdadero. Desgajas el último trozo de piel y eso es lo que encuentras… Desgajas el último trozo de piel y eso es lo que encuentras… nada».

—Bueno, Francisco era un hombre que conocía su oficio —dijo Halcón—. Los seres humanos son un poco más complicados. Los abres y…

—¿Y qué encuentras? —preguntó Ortega, acercándose a Falcón, ansioso por saberlo.

—Que lo que nos define es lo que escondemos al mundo.

—Dios mío, Javier —dijo Ortega, tragando una inmensa cantidad de Muga—. Debería probar este vino. Es muy muy bueno, de verdad.

—Las fotos, Pablo.

—Venga, acabemos con eso.

—Cuando me dijo que vio a dos rusos entrando en casa del señor Vega el día de Reyes, ¿eran éstos?

Ortega cogió las fotos y fue a buscar las gafas.

—Esta noche no he visto a sus perros —dijo Falcón.

—Esos dos ya están durmiendo, acurrucados en su perrera. Es una buena vida… la canina —dijo Ortega—. Nunca le he enseñado mi colección, ¿verdad?

—Otro día.

—A mí no me define lo que escondo, sino lo que enseño al mundo —dijo Ortega, abarcando lentamente la habitación con el brazo, donde su colección descansaba encima de las mesas y apoyada en las paredes—. ¿Sabe qué es lo peor que puede decirle a un coleccionista?

—¿Que no le gusta una pieza?

—No… que le gusta una pieza en concreto —explicó Ortega—. Yo tengo un dibujo de Picasso. No es nada especial, pero resulta inconfundible. A la gente a la que le enseño mi colección la divido en dos grupos. Los que se quedan junto al Picasso diciendo: «Éste sí me gusta», y los que se dan cuenta de que una colección es una totalidad. Ya ve, Javier, le he salvado de meter la pata.

—Procuraré decirle lo mucho que me encanta el Picasso.

Ortega cogió las gafas con una carcajada, como si acabara de ganar la Copa de Europa. Se las acercó a la cara con cautela, como si fuera a haber un gatillo oculto.

—Los que se quedan junto al Picasso son los que se dejan atraer por las celebridades. No ven nada más.

—¿Alguna vez le ha enseñado su colección a alguien que contemplara la totalidad y encontrara que…?

—¿… le falta algo? —dijo Ortega—. Nadie ha tenido el valor de decírmelo a la cara. Pero sé que ha habido casos.

—A lo mejor eso significa que usted ha tenido el valor de expresarlo todo mediante su colección. Lo bueno y lo malo. Todos tenemos algo de lo que nos avergonzamos.

—Debe verla, Javier —dijo Ortega, apremiante—. La Colección del Actor.

Ortega le confirmó que los dos hombres de las fotos eran los rusos que había visto en casa de los Vega en enero. Le arrojó las fotos a Falcón y se sirvió más vino. Chupó el Cohiba, que aún no había encendido. Las manchas de vino de la camisa habían florecido con las manchas de sudor del pecho. Se quitó las gafas.

—¿Se acuerda de nuestra conversación sobre Sebastián de esta mañana? —dijo Falcón—. ¿Ha pensado en ella?

—Sí, he pensado en el tema.

—Esa psicóloga clínica de la que le hablé… una mujer llamada Alicia Aguado. Es una mujer singular.

—¿En qué sentido?

—Para empezar, es ciega —dijo Falcón, y le habló a Ortega de su técnica china de tomar el pulso—. Le comenté su preocupación por Sebastián. Dijo que sería una buena idea que se conocieran. Es consciente de que a los famosos no les gustan los extraños.

—Tráigala —accedió Ortega, encantador y manso—. Cuantos más seamos, más nos reiremos.

—¿Qué le parece mañana?

—A tomar café —dijo Ortega—. A las once. Y a lo mejor, cuando la haya llevado de vuelta a su casa, le gustaría volver para que le enseñe a la luz del día todo lo que necesita saber.

Consuelo Jiménez llevaba un vestido largo azul de crepé y sandalias doradas. Sus bronceados brazos desnudos eran musculosos. Iba a menudo al gimnasio, y no sólo a hacer vida social. Hizo sentar a Falcón en la sala, mirando al agitado lingote azul de la piscina iluminada, y le dio un vaso de manzanilla frío. Llevó a la mesita una bandeja con aceitunas, ajo en vinagre y alcaparras, y se quitó las sandalias.

—¿A que no adivina quién ha venido a verme esta mañana, rebosante de encantos y halagos?

—¿Pablo Ortega?

—Para ser uno de los grandes actores del momento, resulta bastante fácil de encasillar —dijo Consuelo—. Debe de tener una variedad de registros limitada.

—Nunca lo he visto en escena —dijo Falcón—. ¿Lo dejó entrar?

—Lo tuve sufriendo un poco en medio del calor. Me interesaba oír lo que tenía que decirme. No traía a sus dos elementos de atrezzo… Pavarotti y Callas. Así que me di cuenta de que no había venido a jugar con los niños.

—¿Dónde están los niños?

—Con mi hermana. Mañana se los lleva a la costa, y alborotan demasiado para que se quedaran a cenar con nosotros. Querrían ver su pistola.

—¿Y qué quería Pablo Ortega?

—Hablar de la muerte de Rafael y de su investigación, claro.

—Espero que no le revelara mi… indiscreción.

—La utilicé —dijo Consuelo, encendiendo un cigarrillo—, aunque no de manera evidente. Sólo le hice sentirse como si se hubiera sentado en un sofá roto. Se fue más incómodo que cuando llegó.

—Voy a echarle un vistazo a la causa de su hijo —dijo Falcón.

—Personalmente, creo que las condenas por abusos de menores son demasiado benévolas —opinó Consuelo—. Cuando se le ha hecho daño a un niño de ese modo ya no hay manera de que se recupere. Le arrebatan su inocencia, y eso no me parece muy distinto del asesinato.

Le dijo lo que Montes le había explicado sobre la manipulación de la declaración del chico, y que Sebastián Ortega se había negado a defenderse.

—Bueno, no puede decirse que eso renueve mi fe en el sistema judicial —dijo Consuelo—. Pero vi ese brillo de vanidad en el juez Calderón cuando trabajaba en el caso de Raúl.

—¿Vio en él algo más?

—¿Como qué?

—Como lo que comentamos antes… como, digamos, lo que vio en Ramírez.

—¿Quiere decir que va a la busca de oportunidades? —dijo Consuelo—. Vi que estaba soltero, y que por tanto no tenía las manos atadas.

—Sí, supongo que eso es diferente.

—Ah, ya entiendo, lo que me está preguntando es por qué, desde que ha anunciado su compromiso con su pequeña fiscal, husmea alrededor de Maddy Krugman.

—¿Existe la infidelidad prematrimonial?

—Estuvo allí esta tarde —dijo Consuelo—. Como sabe, yo no tengo un horario normal. Estoy en casa cuando casi todo el mundo trabaja, o, en el caso del juez Calderón, cuando debería estar trabajando.

—¿Estaba también Marty?

—Supuse que tenía que ver con la investigación de la muerte de Rafael —dijo ella, negando con la cabeza.

—Ése no sería el procedimiento normal.

—No me parece alguien a quien le importe una mierda el procedimiento normal —replicó Consuelo—. De todos modos, ¿por qué iba eso a molestarle? ¿Todavía le interesa Inés?

—No, ya no —dijo Falcón, como para enfatizarlo ante sí mismo.

—Mentiroso. No cometa dos veces el mismo error, Javier. Sé que es un rasgo humano profundamente arraigado, pero hay que resistirse, porque todo el dolor que se sintió la primera vez volverá la segunda, corregido y aumentado… y luego doblado.

—No hago más que oír a mujeres que me hablan con la poderosa voz de la experiencia.

—Pues escúchelas —dijo Consuelo, poniéndose en pie y calzándose las sandalias—. Ahora voy a darle de cenar, y no quiero oír hablar más de esos dos tontos enamorados ni de su investigación.

Sirvió jamón sobre una tostada con salmorejo, crostini de pimiento rojo escalibado con filete de anchoas, gambas al ajillo, ensalada de pulpo y pimientos del piquillo rellenos de arroz al azafrán y pollo. Bebieron un rioja navarro tinto y frío.

Consuelo comió como si no hubiese probado bocado en todo el día, y Falcón volvió a recuperar el apetito que el calor le había quitado.

—Le permito comerse el último pimiento, el de la vergüenza —dijo Consuelo, encendiendo un cigarrillo—. Ahora habrá una pausa antes del plato fuerte.

—Leí en la reseña de una revista que en sus restaurantes lo hacen todo muy bien —dijo Falcón.

—Es comida sencilla y bien hecha —explicó Consuelo—. No entiendo esos restaurantes que tienen un menú grueso como una novela pero que no saben preparar un plato como es debido. Nunca trate de abarcar demasiado… ni en la vida ni en el amor.

—Brindaré por eso —dijo Falcón, y entrechocaron las copas.

—Una pregunta —dijo Consuelo—. No acerca de su investigación, pero relacionada con lo que pasó… antes. Es algo a lo que llevo dando vueltas desde el día en que el pasado de Raúl salió a la luz.

—Sé lo que va a preguntarme.

—¿De verdad?

—Yo también me lo he preguntado.

—Adelante, entonces.

—¿Lo que le pasó a Arturo? —preguntó Falcón—. ¿Es eso? ¿Qué pasó con el hijo de Raúl?

Consuelo rodeó la mesa, cogió la cara de Falcón entre las manos y lo besó con fuerza en los labios. El voltaje le subió por la columna vertebral y bajó por las patas de la silla hasta conectar a tierra.

—Lo sabía —dijo Consuelo, y lo soltó.

A continuación le pasó las yemas de los dedos por las mejillas de tal manera que todos los nervios de Falcón experimentaron una sacudida.

Falcón se preguntó si aquella invasión física lo había cambiado. Se imaginó con los pelos de punta y las ropas humeantes. Sentía en la boca el sabor de Consuelo. Algo se puso en marcha en su interior, pequeños fragmentos de maquinaria que hacían girar engranajes y correas que ponían en marcha ruedas más grandes, que empujaban ejes hacia delante, engranados a un enorme pistón sin utilizar, oxidado en su cámara.

—¿Se encuentra bien, Javier? —preguntó Consuelo cuando llegó al otro extremo de la mesa—. Traeré el segundo plato mientras decide cómo vamos a averiguar qué pasó con Arturo Jiménez.

Falcón apuró medio vaso de vino y casi se ahogó. Tranquilo. Consuelo regresó con dos chuletas a la plancha de dos dedos de grosor. La sangre de la carne roja rezumaba y caía sobre la guarnición de patatas y ensalada. Consuelo le tendió otra botella de rioja navarro y un sacacorchos. Falcón abrió la botella y sirvió el vino.

Deseaba tirarla al suelo, entre las patas de la silla, y averiguar qué había debajo de su vestido azul. Tranquilo. Observó el talle de Consuelo, sus caderas, sus nalgas moviéndose en torno a la mesa. Le ardían los ojos. Su sistema de refrigeración se había averiado. Consuelo volvió a sentarse.

Falcón bebió. Estaba borracho.

—¿Cómo vamos a encontrar a Arturo? —preguntó Consuelo, sin darse cuenta del torbellino desatado al otro lado de la mesa—. Yo nunca he estado en Marruecos.

—Deberíamos ir —dijo Falcón, las palabras salidas de su boca antes de poder detenerlas.

—¿Qué va a hacer este verano?

—En septiembre estoy libre.

—Entonces iremos en septiembre —explicó Consuelo—. El patrimonio de Raúl Jiménez podrá cubrir los gastos.

—Este bistec está fabuloso.

—Cortado a mano por Rafael Vega —dijo Consuelo.

—Dios mío, sabía lo que se hacía.

—No se está concentrando.

—Me están pasando demasiadas cosas al mismo tiempo —dijo Falcón, sirviendo más vino—. Creo que estoy alcanzando mi masa crítica.

—No explote aquí —dijo Consuelo—. Acabo de redecorar la casa.

Falcón se rio y se sirvió más vino.

—Deberíamos fundar una organización benéfica —dijo Falcón— que se dedique a buscar niños desaparecidos.

—Ya debe de haber alguna.

—Emplearemos a policías retirados. Conozco al hombre perfecto. Es el inspector jefe del Grupo de Menores, y está a punto de jubilarse.

—Cálmese, Javier —dijo Consuelo—. Está hablando demasiado, comiendo demasiado deprisa y bebiendo como una esponja.

—¿Más vino? —preguntó Falcón—. Necesitamos más vino.

—Se emborrachará y si…

Sus ojos se encontraron a través de la mesa, y lo que era demasiado complicado para ser dicho fue comprendido al instante. Falcón soltó el cuchillo y el tenedor.

Consuelo se levantó. Se besaron. Ella introdujo las manos bajo la camisa de Falcón. A él se le pasaron por la cabeza todo tipo de cuestiones de higiene personal. Falcón le bajó la cremallera del vestido, le pasó el dedo por el surco de la columna vertebral y no encontró bragas. Los muslos de ella se estremecieron. Las manos de Falcón encontraron las nalgas. La adrenalina se le disparó por el organismo.

Despacio, se dijo Falcón, o ni me dará tiempo a quitarme los pantalones.

Consuelo le salvó.

—Aquí no —dijo—. No quiero que esa puta americana nos espíe con su cámara.

Consuelo lo llevó al piso de arriba, de la mano.

—He de decirte que hace mucho que no hago esto —confesó él, siguiendo los dos hoyuelos que Consuelo tenía en la zona lumbar.

—Yo tampoco —dijo ella—. A lo mejor deberíamos subir el aire acondicionado.