Capítulo 13

Viernes, 26 de julio de 2002

Cuando Falcón volvía a recoger la bolsa con la botella de ácido muriático, el móvil le vibró en el bolsillo.

—Dime, José Luis.

—Han encontrado una puta en el polígono San Pablo que casi seguro es la amiga misteriosa de Serguei —dijo Ramírez—. No habla mucho español, pero cuando le enseñaron la foto de Serguei pareció reconocerlo.

—Tráela a Jefatura y consigue un traductor —ordenó Falcón—. No la interrogues hasta que yo llegue.

—Es casi la hora de comer.

—Haz lo que puedas.

Ya en Jefatura, Nadia Kouzmijeva, vestida con una minifalda negra, un top blanco sin espalda y zapatos planos sin medias, medía a pasos la sala de interrogatorios mientras el policía Carlos Serrano la observaba a través del cristal de la puerta. Ya le había gorroneado tres cigarrillos y Serrano esperaba que el traductor llegara pronto y fuera fumador.

Falcón y Ramírez se acercaron por el pasillo con una traductora de la universidad.

Serrano les abrió la puerta. Se impartieron instrucciones. Las dos mujeres se sentaron a un lado de la mesa, los hombres al otro. La traductora encendió un cigarrillo.

Ramírez miró a su espalda como si esperara ver un camarero. Serrano abrió la puerta.

—Otro cenicero, Carlos —pidió Ramírez.

Falcón explicó el propósito del interrogatorio mientras miraba el pasaporte de Nadia y buscaba el visado, al que todavía le quedaban seis meses. Los hombros de la ucrania se relajaron levísimamente.

—Está matriculada en una escuela de idiomas —dijo Ramírez.

—No queremos complicarte la vida —le dijo Falcón a la chica—. Necesitamos tu ayuda.

En la foto del pasaporte tenía el pelo castaño oscuro. Las raíces aún eran visibles bajo el tosco tinte de agua oxigenada que ella misma se había hecho. Tenía los ojos verdes, y una sombra de ojos azul no conseguía ocultar que el ojo izquierdo estaba recuperándose de un golpe. Tenía la piel blanca y llena de manchas, como si no hubiera visto el sol durante meses. Mostraba cardenales recientes en el brazo. Falcón le sonrió para animarla. Ella le devolvió la sonrisa, que dejó ver el hueco de un diente al lado de un incisivo. Falcón puso la foto de Serguei en medio de la mesa.

—¿De qué ciudad de Ucrania procedes? —preguntó Falcón.

La traductora le repitió la pregunta a la chica.

—Lvov —dijo la muchacha, jugueteando con el cigarrillo entre sus dedos enrojecidos y agrietados.

—¿A qué te dedicabas en Lvov?

—Trabajé en una fábrica hasta que cerró. Luego no hice nada.

—Serguei también venía de Lvov… ¿Lo conocías?

—Lvov tiene casi un millón de habitantes —contestó Nadia.

—Pero lo conocías —dijo Falcón.

Silencio. Ella siguió fumando con sus labios temblorosos.

—Me doy cuenta de que estás asustada —prosiguió Falcón—. Me doy cuenta de que la gente para la que trabajas te ha pegado. Probablemente también están amenazando a tu familia. Si tú no quieres no intervendremos en nada de eso. Sólo queremos que nos hables de Serguei porque trabajaba para alguien que ha muerto.

»No es sospechoso. Queremos hablar con él por si puede proporcionarnos alguna información. Nos gustaría que nos dijeras cómo conociste a Serguei, cuándo lo viste por última vez y qué te dijo. Nada de lo que digas saldrá de esta habitación. Puedes regresar a tu apartamento cuando quieras.

Falcón no apartaba los ojos de ella. Nadia había aprendido algunas lecciones desagradables de los seres humanos y le sostenía la mirada para estudiar si había alguna fisura en la naturaleza de Falcón —una vacilación, si desviaba los ojos, algún tic revelador— que pudiera significar más dolor para ella. Nadia miró su reloj barato de plástico, con una gran flor por esfera.

—Tengo treinta y ocho minutos para volver a mi apartamento —dijo—. Necesitaré un poco de dinero para que no me pregunten dónde he estado.

—¿Cuánto?

—Treinta euros serán suficientes.

Falcón desdobló un billete de veinte y uno de diez y los dejó encima de la mesa.

—Serguei y yo somos amigos. Somos del mismo pueblo, cerca de Lvov. Él trabajaba en un instituto de formación profesional, daba clases de mecánica. Ganaba veintisiete euros al mes —dijo, mirando el dinero que Falcón le había dado con tanta facilidad—. Yo ganaba diecisiete euros al mes. Más que ganarnos la vida, eso era una muerte lenta. Serguei vino a verme un día, muy excitado. Unos amigos suyos le habían dicho que Portugal era un buen sitio para entrar en Europa, y que en Europa podías ganar veintisiete euros al día. Fuimos a la embajada de Varsovia a sacar nuestros visados, y ahí fue donde nos topamos con la mafia. Nos consiguieron el visado y el transporte. Pagabas en dólares: ochocientos cada uno. Sabíamos que en Lisboa la mafia era poderosa. Habíamos oído que te bajaban del autobús, te daban una paliza, a las jóvenes las ponían de prostitutas y a los hombres los tenían esclavizados hasta que saldaban una deuda que nunca se acababa. Así que decidimos no ir a Lisboa. El autobús se detuvo en una estación de servicio cerca de Madrid. En los lavabos conocí a una chica rusa. Me dijo que no fuera a Lisboa y me dio un cigarrillo. Me presentó a un español que me dijo que podría conseguirme un trabajo en un restaurante de Madrid. Le pregunté si podía conseguirle un trabajo a Serguei, y dijo que podía lavar platos, que no había problema. Pagaban seiscientos euros al mes.

»Nos bajamos del autobús.

Se encogió de hombros, apagó el cigarrillo y Ramírez le dio otro.

—No había restaurante. Nos llevaron a un apartamento y nos dijeron que podíamos quedarnos allí. Nos dijeron que volverían por la mañana. Luego llamaron a la puerta y entraron tres rusos. Nos dieron una paliza y nos quitaron nuestros pasaportes. Los tres me violaron. Se llevaron a Serguei y a mí me dejaron encerrada.

»Todos los días venían hombres a acostarse conmigo y se iban sin decir nada. Al cabo de tres meses, los tres rusos volvieron con otro ruso. Me hizo desnudarme y me inspeccionó como si fuera un animal. Asintió y se fue. Acababan de venderme. Me trajeron a Sevilla y me metieron en un piso. Durante seis meses me trataron muy mal, y luego las cosas mejoraron. Me permitieron salir del apartamento para trabajar en un club. Servía copas y hacía… otras cosas. Me dieron el pasaporte pero me dislocaron el dedo —dijo, levantando una mano— para que no me olvidara… No tenían por qué haberse molestado. Yo estaba asustada. Demasiado asustada para huir… ¿y dónde iba a ir sin dinero y con este aspecto? Me dijeron la dirección de mi familia y lo que les harían. También me dijeron que tenían aquí a Serguei, y lo que le harían si me escapaba.

Nadia pidió agua. Serrano le trajo una botella helada. Fumaba mucho. Parecía que la traductora no iba a poder soportar mucho más la historia de Nadia.

—Me dan un poco de dinero para comida y cigarrillos. Se fían de mí, pero si cometo un error me dan una paliza y me encierran en el apartamento —dijo, señalando su ojo—. Esto fue por mi último error. Me vieron en un bar hablando con Serguei. Era la segunda vez que lo veía. Una noche nos encontramos casualmente y me dijo dónde trabajaba.

—¿Cuánto hace de eso?

—Seis semanas —contestó Nadia—. Me dieron una paliza y me tuvieron encerrada dos semanas.

—Pero ¿volviste a verlo?

—Dos veces más. Dos semanas después de que me dejaran salir encontré la casa en la que trabajaba. Sólo hablamos. Me contó lo que le había pasado. Que había tenido que trabajar en la construcción, un trabajo peligroso en el que habían muerto algunos hombres, que odiaba Europa y quería regresar a Lvov.

—¿Te dijo para quién trabajaba?

—Sí, pero no me acuerdo del nombre. No era importante. Era el propietario de las construcciones en las que había trabajado Serguei.

—¿Cuándo fue la segunda vez?

—El miércoles por la mañana vino a mi apartamento y me dijo que recogiera mis cosas… que nos íbamos. Dijo que el hombre para el que trabajaba estaba muerto en el suelo de la cocina de su casa y que tenía que huir.

—¿Y por qué tenía que huir?

—Dijo que no quería seguir trabajando en la construcción. Dijo que teníamos que darnos prisa, que iba a venir la Policía y que tenía que moverse deprisa.

—¿Tenía dinero?

—Dijo que tenía dinero suficiente. No sé cuánto era.

Nadia parpadeó, intentó tragar saliva pero no pudo. Dio un sorbo de agua.

Ramírez le dio otro cigarrillo.

—¿No te fuiste? —preguntó Falcón.

—Fui incapaz. Estaba demasiado asustada. Me dijo adiós y eso fue todo.

—¿Recuerdas sus palabras exactas cuando te dijo que su jefe estaba muerto?

Ella hundió la cara entre las manos, se apretó la frente con las puntas de los dedos.

—Sólo dijo que estaba muerto.

—¿Dijo si lo habían asesinado?

—No… que estaba muerto, eso fue todo.

—Y desde entonces… ¿alguien ha ido a verte por lo de Serguei? —preguntó Falcón.

Nadia señaló las magulladuras de los brazos.

—Se enteraron de que Serguei había venido a verme —dijo—. Me hicieron daño, pero yo no podía decirles nada más. Todo lo que sabía era que se había ido.

Levantó la mirada hacia el reloj, nerviosa.

—¿Qué te preguntaron?

—Querían saber por qué había huido Serguei y qué había visto, y les dije que sólo había visto a un hombre muerto en el suelo. Eso fue todo —dijo Nadia—. Y ahora tengo que irme.

Falcón llamó a Serrano, pero ya se había ido y lo había sustituido Herrera. Falcón le dijo que llevara a la chica de vuelta a la calle Alvar Núñez Cabeza de Vaca en veintitrés minutos. Ramírez le regaló su cajetilla de cigarrillos. Nadia agarró el dinero, se lo metió en la cintura de la falda y se fue.

A la traductora le costaba rellenar el recibo, como si el último cuarto de hora la hubiera dejado sin algunas razones para vivir. Ramírez le recordó que había firmado un pacto de confidencialidad. La traductora se fue y Ramírez se quedó fumando en silencio, las piernas entrelazadas en las patas de la silla.

—Nuestro trabajo es escuchar todo esto —dijo— y no hacer nada. Para eso nos pagan.

—Ve a ver a Alberto Montes —repuso Falcón—. Te contará muchas historias como ésta.

—No me has contado nada de tu reunión con Calderón de esta mañana —dijo Ramírez—, pero esto ha aclarado una cosa. No hay duda de que la mafia rusa está implicada.

Apagó el cigarrillo en el cenicero de hojalata. Volvieron a sus respectivos despachos. Ramírez hizo sonar las llaves de su coche.

—Esta tarde pondré algunos hombres en la estación de autobuses, vigilaremos el aeropuerto, enviaremos la foto de Serguei a todos los puertos y la mandaremos por e-mail a la Policía Judicial de Lisboa —dijo Ramírez, y se fue a comer.

Falcón se quedó de pie junto a la ventana. Ramírez apareció abajo; recorrió toda la manzana principal de Jefatura hasta su coche. En el bloque de oficinas adyacente Falcón vio a otro hombre que también estaba de pie mirando la misma escena por la ventana: era el inspector jefe Alberto Montes. El móvil de Falcón vibró. Isabel Cano quería hablar con él en su despacho a las nueve de la noche. Falcón dijo que haría todo lo posible por acudir y colgó.

Montes abrió la ventana y miró el aparcamiento, dos pisos más abajo. Falcón recibió otra llamada. Consuelo Jiménez lo invitaba a cenar a su casa en Santa Clara.

Falcón aceptó sin pensar porque Montes lo tenía fascinado: estaba apoyado en la ventana, los dos codos en el alféizar. En un despacho con aire acondicionado, nadie abría la ventana a un calor de 45°C. Montes volvió la cabeza. Se apartó y cerró la ventana.

Falcón se fue a comer a su casa. El calor y la historia de Nadia le habían quitado el apetito, pero consiguió engullir dos tazones de gazpacho helado y un bocadillo de chorizo. Le preguntó a Encarnación si el día anterior había dejado entrar a alguien en casa. Ella dijo que no, pero que por la mañana había dejado abierta la puerta principal para que corriera un poco de aire. Falcón se fue a la cama y se quedó dormido. En el sueño, su mente elaboró inquietantes versiones de los interrogatorios de ese día, que culminaron con la visión de una celda en la se veían tenues huellas de manos humanas impresas en sangre. Se arrastró a la ducha para borrar el espantoso miedo que le había causado esa imagen. Mientras el agua le caía por el pelo y los labios se dijo que ya iba siendo hora de dejar de ser el detective monje y de sumergirse en la vida.

De camino a Jefatura recibió una llamada de Alicia Aguado, que ya había escuchado las cintas de Sebastián Ortega. Quería hablar con él, si Pablo Ortega quería y las autoridades carcelarias se mostraban flexibles.

Falcón le contó la charla que había mantenido esa mañana con Pablo Ortega: le dijo que se mostraba reacio a permitir algo que podría deteriorar el ya frágil estado mental de Sebastián.

—Seguro que pasa algo entre esos dos —dijo Aguado—. De la misma manera que había algo entre Sebastián y su madre, que lo abandonó dos veces, al divorciarse y al morirse. Estoy seguro de que Pablo Ortega sabe que si su hijo habla con nosotros, los dos acabarán en el diván. La expresión que utilizó, «lo removerá todo otra vez», no se refiere sólo a la mente de su hijo, y eso le incomoda. Quizá debería ir a verlo.

»Probablemente padece algo de paranoia a causa de la fama, y no le gustaría que alguien comenzase a hurgar en sus pensamientos íntimos.

—Esta noche voy a Santa Clara. Pasaré por su casa y veré a Ortega otra vez —dijo Falcón.

—Mañana por la mañana estoy libre, si quiere que tengamos una reunión informal.

Desde el aparcamiento de Jefatura pudo ver que las oficinas del Grupo de Homicidios estaban llenas. Después de una larga semana en el calor de las calles, todo el mundo redactaba su informe. Mientras se dirigía a la entrada posterior, levantó los ojos hacia la oficina de Montes, y volvió a verlo de pie junto a la ventana.

El estómago le tensaba la camisa blanca, la corbata le colgaba del pecho. Falcón lo saludó con la mano, pero Montes no reaccionó.

El ruido procedente de su despacho poseía la excitación del inminente fin de semana, agosto y las vacaciones. La brigada estaba a punto de quedarse dos semanas sin Pérez, Baena y Serrano, lo que iba a significar más pateo de calles por parte de los tres que quedaban. Pensaba encontrarlos a todos en bermudas, con una cerveza fría en la mano preparados para irse, pero estaban sentados en las esquinas de las mesas, fumando y charlando. Falcón se quedó en la puerta, sonriendo y asintiendo.

—¡Inspector! —gritó Baena, como si les llevara tres cervezas de ventaja.

Pérez y Serrano lo saludaron profusamente. Tendría que esperar a que Pérez volviera de vacaciones para echarle un rapapolvo por no haber registrado debidamente el jardín de los Vega.

—Así que han empezado las vacaciones —dijo Falcón.

—Ya hemos entregado nuestros informes —explicó Pérez—. Hemos pasado toda la tarde en la estación de autobuses y en Santa Justa. Carlos incluso fue al aeropuerto como regalo de despedida.

—¿Y ni rastro de Serguei?

—La chica es todo lo que hemos conseguido —dijo Serrano.

—Ese tipo está a punto de desaparecer —terció Baena—. Es lo que yo haría si la mafia rusa fuera a por mis huevos.

—¿Hubo suerte con los demás residentes de Santa Clara?

—No había casi nadie —contestó Pérez—. Cristina llamó a todas las empresas de seguridad privadas, y casi todo el mundo está de vacaciones. La gente que interrogamos no había visto nada.

—¿Habéis averiguado algo de la llave que encontramos en el congelador de Vega?

—Todavía no. Cuando dejamos a Nadia, los bancos ya habían cerrado.

—Muy bien. Pues a trabajar en eso el lunes a primera hora —ordenó Falcón—. ¿Qué me decís del carnet de identidad de Rafael Vega?

—Aún nada, pero Cristina y yo tuvimos una charla interesante esta tarde en Construcciones Vega —dijo Ramírez—. Con el contable, el Niño Bonito. Él se ocupó de la instalación del sistema informático y ha podido ver de cerca algunos proyectos.

—¿Y qué hace ese Niño Bonito en Construcciones Vega? —preguntó Falcón—. ¿Es sólo Francisco Dourado, contable, o es algo más?

—Él cree que a estas alturas ya deberían haberlo nombrado director financiero… pero no ha sido así —dijo Ramírez—. Rafael Vega no estaba dispuesto a aflojar el control del dinero, o mejor dicho, no veía con buenos ojos que alguien supiera tanto de su negocio.

—O sea, que es el contable.

—Exactamente, pero desde la muerte de Vega ha tenido libertad de acceso. Ya la tenía antes, pero le daba miedo que lo pillaran. Como he dicho, conoce el sistema informático al dedillo, y Vázquez no es tan avezado en la tecnología como para impedírselo.

—Así pues, ¿qué tenemos? —dijo Falcón—. ¿Algún nombre, para empezar?

—Vladimir Ivanov y Mijail Zelenov —contestó Ferrera, entregándole dos fotos y los perfiles de los rusos—. Esto acaba de enviárnoslo la Interpol.

Vladimir Ivanov (Vlado) tenía un tatuaje en el hombro izquierdo, era rubio, de ojos azules y tenía una cicatriz debajo de la mandíbula, en la parte derecha. Mijail Zelenov era moreno y fornido (132 kilos), y sus ojos verdes eran apenas dos hendiduras en su cara rolliza. Las actividades ilegales de los dos cubrían todo el ámbito de la actividad mafiosa: prostitución, tráfico de seres humanos, juego, fraude por internet y blanqueo de dinero. Ambos pertenecían a una de las principales mafias rusas —Solntsevskaia—, que contaba con más de cinco mil miembros. Su campo de operaciones era la península Ibérica.

—En los dos proyectos en los que están implicados estos dos individuos, hay dos contabilidades paralelas —dijo Ramírez—. La primera la ha preparado Dourado, basándose en cifras que le dio Vega. La segunda la guardaba Vega en persona, y muestra cómo se llevan realmente los proyectos.

—El blanqueo de dinero ha llegado a la construcción en Sevilla —dijo Falcón.

—Los rusos lo financian todo. Suministran la mano de obra y los materiales. Construcciones Vega aporta el arquitecto, los ingenieros y la supervisión de los obreros.

—Entonces, ¿quién es el dueño del edificio y qué sacaba Rafael Vega de todo eso?

—Los detalles de la propiedad los tiene Vázquez —dijo Ramírez—. Él se encarga de los acuerdos y de las escrituras de propiedad. Todavía no le hemos interrogado. Pensé que primero deberíamos hablar. Todo lo que sabemos por el momento es que se trata de un proyecto conjunto, en el que los rusos ponen el dinero y Vega la competencia profesional… Tiene que haber algún tipo de compensación.

—Vega proporciona la cobertura que permite que todo funcione —dijo Falcón—. Y eso es importante. Pero tendremos que concertar una reunión con Vázquez mañana. Los dos.

—¿Y yo? —preguntó Ferrera—. Yo también he participado en esta parte de la investigación.

—Ya lo sé, y estoy seguro de que has hecho un buen trabajo —dijo Falcón—. Pero en este caso Vázquez necesita sentir el peso de la jerarquía. A lo mejor incluso tenemos suficiente para conseguir una orden de registro. Llamaré al juez Calderón.

—Entonces, ¿yo qué hago? —preguntó Ferrera.

—A partir de esta noche seremos tres hombres menos —dijo Falcón—. Mañana por la mañana todos seremos soldados de a pie.

—Pero yo seré la única que de verdad patee las calles.

—Tenemos que encontrar a Serguei. Nos lleva sesenta horas de ventaja, lo que significa que probablemente lo hemos perdido, pero en este momento es nuestro único posible testigo. Hemos de hacer un último esfuerzo para bloquear todas sus vías de escape. Le preguntaré al juez Calderón si podemos poner su foto en la prensa.

Falcón les dijo que fueran al bar La Jota, donde los invitaría a una cerveza. Todos salieron. Falcón le dijo a Ferrera que se quedara un momento.

—Se me acaba de ocurrir algo —le dijo—. Tú te llevas bien con el señor Cabello. Quiero que vayas a verlo, y tiene que ser esta noche, porque José Luis y yo mañana por la mañana tenemos que ir a ver a Vázquez con la información. Quiero que averigües qué propiedades le vendió a Rafael Vega y, con relación a las que estaban estratégicamente situadas, qué urbanizaciones hicieron.

Falcón la llevó en coche hasta el bar La Jota e invitó a sus hombres. Llamó a Calderón, que no respondió. Dejó a la brigada en el bar y, de camino al despacho de Isabel Cano, pasó por el edificio de los Juzgados. Reinaba el silencio. El guarda de seguridad le dijo que Calderón se había ido a las siete, y que no había visto a Inés.

Falcón llamó a Pablo Ortega y le preguntó si podía pasar por su casa para enseñarle unas fotos.

—Usted y sus fotos —dijo Ortega, irritado—. Mientras sea rápido.

El bufete de Isabel Cano estaba abierto, pero vacío. Dio unos golpecitos en una mesa y ella, desde su despacho, le gritó que entrara. Estaba sentada a su mesa, sin zapatos, fumando. Mantenía la cabeza echada hacía atrás y el pelo se le desparramaba por la silla de cuero negra. Le sonrió con una comisura de la boca.

—Gracias a Dios que es viernes —dijo—. ¿Ya has recuperado el juicio?

—Más bien la idea se ha afianzado en mi mente.

—Polis —dijo, estremeciéndose ante su incapacidad mental.

—Vivimos protegidos de la realidad.

—Pero eso no significa que tengáis que ser idiotas —replicó Isabel—. Por favor, no me hagas capitular ahora que acababa de empezar con Manuela. Es malo para mi imagen.

—¿Puedo sentarme?

Isabel hizo un vago gesto con sus dedos de fumadora. A Falcón le caía bien Isabel, aunque a veces era brusca. No había tema lo bastante delicado como para no poder ser plantado encima de la mesa y cortado en rodajas como un pescado.

—Ya sabes lo que he pasado, Isabel —prosiguió Falcón.

—La verdad es que no —dijo ella, sorprendiéndolo—. Sólo puedo imaginarme lo que has pasado.

—Con eso me basta —aceptó Falcón—. El hecho es que me siento como un hombre que lo ha perdido todo. Tuve que cuestionarme todo lo que me hacía humano. La gente necesita una estructura vital que le proporcione un sentido de pertenencia. Todo lo que tengo es mi memoria, que no es muy de fiar. Pero lo que sí tengo es un hermano y una hermana. Paco es un buen hombre que siempre hace lo correcto. Manuela es complicada por muchísimas razones, aunque todo se reduce al hecho de que no recibió el cariño de Francisco que ella quería.

—No me da pena de ella y a ti tampoco debería dártela.

—A pesar de cómo conozco a Manuela, su avaricia, su codicia, su afán de posesión, necesito que sea mi hermana. Necesito oírla llamarme hermanito. Es algo sentimental, ilógico y ofensivo para tu mentalidad de abogada… pero es así.

La butaca de cuero de Isabel crujió. El aire acondicionado susurró. La ciudad se sumió en el silencio.

—¿Y piensas que lo conseguirás regalándole la casa?

—Si llegamos a un acuerdo sobre la casa, en la que ya no quiero vivir, abriré esa posibilidad. De lo contrario, tendré que soportar el peso de su odio.

—Puede que tú creas que la necesitas, pero ella sabe que no te necesita. Te has vuelto alguien prescindible porque sabe que no eres de su sangre. No eres más que un obstáculo —dijo Isabel—. Cuando le das algo a una persona como Manuela, lo único que quiere es más. Es incapaz de amar. Tu regalo no conseguirá lo que pretendes, sólo creará resentimiento y reforzará su odio.

Cada frase fue como un bofetón en la cara de Falcón, como si Isabel sacara a alguien de un ataque de histeria.

—Puede que tengas razón —dijo Falcón, impresionado por su brutalidad verbal—, pero mi instinto me dice que tengo que arriesgarme y esperar que te equivoques.

Isabel levantó las manos al cielo y dijo que redactaría una carta y le daría a leer el borrador. Falcón la invitó a tomar una copa y una tapa en El Cairo, pero ella rechazó la oferta.

—Te invitaría a una copa en la oficina, pero no tengo nada —dijo Isabel.

—Entonces vamos a El Cairo —propuso Falcón.

—No quiero que haya la más remota posibilidad de que lo que voy a decirte ahora se divulgue en la ciudad.

—¿Tenemos algo más de qué hablar?

—De lo que mencionaste esta mañana.

—Esteban Calderón —dijo Falcón, echándose hacia atrás en su silla.

—¿Me preguntaste por él porque va a casarse con Inés?

—Lo anunciaron el miércoles.

—¿Te acuerdas de quién te tramitó el divorcio de Inés?

—Tú.

—Entonces, ¿por qué te interesa la historia de Esteban?

—Estoy preocupado… por Inés.

—¿Crees que Inés es un corderito inocente que necesita protección? —dijo Isabel—. Porque te diré que no lo es. La casa que de tan buena gana quieres regalarle a Manuela… tuve que luchar con uñas y dientes para impedir que Inés te reclamara la mitad. No tienes que preocuparte por ella. Inés ya sabe todo lo que hay que saber de Esteban Calderón, te lo aseguro.

Falcón asintió a medida que se le revelaban pequeños mundos que antes habían estado ocultos.

—Esta mañana me dijiste que Esteban siempre había ido a la caza. ¿De qué?

—De la diferencia. Todavía no lo sabe —dijo Isabel—. Pero es lo que siempre ha buscado.

—¿Y qué es esa diferencia?

—Alguien cuya cara no pueda leer y cuya mente no entienda —contestó Isabel—. Las mujeres siempre se han echado en los brazos de Esteban. Normalmente han sido mujeres de su entorno profesional. Todas con una mentalidad legal. Esteban conoce su arquitectura desde el momento en que las ve aparecer. Juega con ellas con la esperanza de que no sean lo que parecen. Entonces se da cuenta de que son iguales que las demás y se aburre. La caza comienza de nuevo. Ese hombre está condenado al incesante movimiento del tiburón.

Falcón salió de la ciudad mientras oscurecía, y el mundo real, envilecido por el calor, parecía muy lejano mientras sus manos iban automáticamente de la palanca de cambios al volante en el fresco asiento de su coche. Las farolas recortaban las sombras a través de la ventanilla mientras conducía entre las adelfas que flanqueaban la avenida de Kansas City. Las luces de neón ofrecían promesas en la noche, y las altas palmeras sostenían la cúpula del cielo nocturno. Nada le llegaba, excepto el rojo y el verde de los semáforos. Sólo atendía a su mente mientras su cuerpo lo llevaba a Santa Clara. Las palabras de Isabel referentes a Calderón e Inés pasaban por su cabeza como un letrero luminoso. Falcón sabía que había pasado por un periodo de locura, pero en ese momento se enfrentaba a la extraordinaria demencia de la gente perfectamente cuerda que lo rodeaba.

Lo único que no habían comentado era aquella visión fugaz de dolor que había visto en la cara de Isabel cuando Falcón mencionó el nombre de Calderón. Entonces se daba cuenta de que no tenía que ver con Calderón. El juez se había vuelto insignificante en la mente de Isabel. Lo que había aflorado a la superficie había sido su traición como esposa y madre, por haber estado dispuesta a arriesgar a su marido y su familia. Lo que ella le había mostrado había sido el tremendo arrepentimiento que ese recuerdo llevaba aparejado.

Tuvo que salir de la avenida de Kansas City y pararse debajo del neón rojo de La Casera para contestar a la llamada de Cristina Ferrera, que había hablado con el señor Cabello. Falcón abrió su plano de la ciudad y marcó las parcelas que Cabello le había vendido a Vega, y las dos grandes urbanizaciones que la venta había permitido emprender. Antes de colgar le dijo que no perdiera de vista a Nadia.

Sólo después de esa llamada se preguntó qué hacía yendo a cenar con Consuelo.