Capítulo 12

Viernes, 26 de julio de 2002

De camino a casa de Ortega, Falcón recibió una llamada de Jorge, que le informó que el papel utilizado para imprimir la foto de Inés era de una marca y calidad diferente del que le había dado en blanco. Por un momento la noticia lo llenó de alegría, hasta que se dio cuenta de que esa prueba de que estaba cuerdo sólo significaba que alguien había entrado en su casa y clavado la foto. Y no sólo eso, sino que ese alguien lo conocía y sabía cuáles eran sus puntos débiles. Sintió la sangre quemarle en las venas hasta que la idea de que todo el mundo lo conocía calmó su paranoia. Desde el escándalo de Francisco Falcón, su vida era pública.

Pablo Ortega regresaba de pasear a sus perros. Falcón bajó el cristal de la ventanilla al llegar a su altura y le preguntó si podía concederle unos minutos.

Ortega asintió de mala gana. Falcón sacó la foto de su portafolios. Ortega mantuvo la verja abierta para que entrara. El hedor que llegaba del pozo ciego era tan espeso como un muro de adobe. Rodearon la casa y entraron en la cocina. Los perros bebieron sonoramente.

—Tengo buenas noticias sobre el pozo ciego —anunció Ortega, incapaz de parecer alegre por ello—. Uno de los contratistas de mi hermano cree que puede reconstruirlo sin tener que derribar todas las habitaciones, y me lo haría por cinco millones.

—Eso está bien —dijo Falcón—. Me alegro de que las cosas se le solucionen.

Entraron en la sala y se sentaron.

—A lo mejor yo también tengo buenas noticias para usted —dijo Falcón, con la esperanza de mantener el tono positivo—. Me gustaría ayudarlo en el caso de Sebastián.

—De nada sirve que usted lo ayude desde fuera si él no quiere que lo ayuden desde dentro.

—Creo que en eso también puedo ayudar —dijo Falcón, arriesgando la conformidad de Aguado—. Tengo una psicóloga clínica que está estudiando el caso y podría estar dispuesta a hablar con él.

—Una psicóloga clínica —repitió Ortega, lentamente—. ¿Y de qué iba a hablar con Sebastián?

—Intentaría averiguar por qué Sebastián sentía la necesidad de encarcelarse.

—Él no se encarceló —dijo Ortega, levantándose de un salto y extendiendo su mano enorme con gesto dramático—. El Estado lo encarceló con la ayuda de ese cabronazo de Calderón.

—Pero Sebastián no se defendió. Al parecer recibió el castigo de buena gana, y se negó a declarar nada que pudiera reducir su sentencia. ¿Por qué?

Ortega hundió los puños en su cintura en expansión e inhaló profundísimamente, como si pretendiera derribar la casa de un soplido.

—Porque —dijo, sin levantar la voz— era culpable… Lo que se cuestionó fue sólo su estado mental en ese momento. El tribunal decidió que estaba en su sano juicio. No estoy de acuerdo.

—Esa psicóloga lo averiguará —dijo Falcón.

—¿De qué hablará con él? —preguntó Ortega—. La mente del muchacho es frágil. No quiero que lo moleste más. Ya está en una celda de aislamiento. No quiero que pueda pensar en suicidarse.

—¿Ha habido algún informe de la cárcel que sugiera tendencias suicidas?

—Todavía no.

—Esa psicóloga es muy buena, Pablo. No creo que perjudique a Sebastián —dijo Falcón—. Y mientras ella lo ayuda a aclarar las cosas, yo investigaré algunos elementos del caso…

—¿Como qué?

—El chico que secuestraron… Manolo. Debería hablar con los padres.

—Con eso no conseguirá nada. El nombre de Ortega no puede ni pronunciarse en esa casa. El padre ha sufrido una especie de colapso. Ya no puede trabajar. Han hecho correr rumores maliciosos, de modo que todo el barrio está contra mí. Por eso vivo aquí, Javier… y no allí.

—Tengo que hablar con ellos —insistió Falcón—. Fue la solidez del testimonio de Manolo lo que hizo que a Sebastián le cayera una sentencia tan larga.

—¿Y por qué iba a cambiarlo? —dijo Ortega—. Es su testimonio.

—Eso es lo que tengo que averiguar: si fue su testimonio o algo que otros le animaron a decir.

—¿Qué quiere decirme con eso?

—Es un chaval muy joven. A esa edad haces lo que te dicen.

—Usted sabe algo, ¿verdad, Javier? —dijo Ortega—. ¿Qué sabe?

—Sé que quiero ayudarlo.

—Pues a mí no me gusta —protestó Ortega—. Y no quiero que Sebastián acabe pagándolo.

—Él no puede estar peor, Pablo.

—Se removerá todo otra vez… —dijo Ortega, reiterando su miedo. Lo dijo con furia, pero enseguida se calmó—. ¿No podría dejar que lo pensara un poco, Javier? No quiero precipitarme. Es algo delicado. Los medios de comunicación acaban de dejar de hablar del caso. No los quiero encima otra vez. ¿Le parece bien?

—No se preocupe, Pablo. Tómese su tiempo.

Ortega parpadeó al mirar la foto a cuya esquina Javier dio un capirotazo.

—¿Algo más? —preguntó Ortega.

—Estaba confuso —dijo Falcón, pasando hacia atrás las páginas de su cuaderno— por lo que se refiere a su relación con Rafael Vega. Usted dijo: «Lo conozco. Vino a presentarse la semana después de que me mudara». ¿Significa eso que lo conocía antes de mudarse aquí, o que lo conoce sólo desde que vive en Santa Clara?

Ortega miraba fijamente la foto que estaba encima de la mesa, boca abajo, delante de Falcón, como si fuera un jugador de póquer y se tratara de una carta que acaban de repartirle y cuyo palo y número no le importaría saber.

—Ya lo conocía —dijo—. Supongo que debería haberle dicho que se presentó otra vez. Lo conocí en alguna fiesta. No recuerdo cuál…

—¿Lo vio una vez, dos, tres?

—No me resulta fácil recordarlo. Conocía a tanta…

—¿Conocía al difunto marido de Consuelo Jiménez? —dijo Falcón.

—Sí, sí, Raúl. Eso debió ser. Estaban en el mismo negocio. Yo solía ir a El Porvenir. Eso fue.

—Creí que había sido a través de su hermano y los aparatos de aire acondicionado.

—Sí, sí, sí, ahora lo entiendo. Claro.

Falcón le entregó la foto, mirándolo a la cara al hacerlo.

—¿Con quién está hablando en esta foto? —preguntó Falcón.

—Sabe Dios —dijo Ortega—. El que no se ve es mi hermano. Lo reconozco por la calva. Este tipo… no lo conozco.

—La sacaron en una de las fiestas de Raúl Jiménez.

—Eso no me ayuda. Iba a docenas de fiestas. Conocí a cientos de… Lo único que puedo decirle es que no es de mi profesión. Debe de estar en la construcción.

—Raúl dividía a sus amistades en celebridades y… gente que le resultaba útil para sus negocios —dijo Falcón—. Me sorprende que usted no apareciera entre sus fotos de celebridades.

—Raúl Jiménez pensaba que Lorca era una marca de jerez. De un teatro no había visto ni la fachada. Le gustaba creer que era amigo de Antonio Banderas y Ana Rosa Quintana, pero no era cierto. Todo era un truco publicitario. Yo era… No, seamos precisos: de vez en cuando apoyaba a mi hermano apareciendo en alguna fiesta. Conocía a Raúl y me habían presentado a Rafael, pero no era exactamente un amigo.

—Gracias por explicármelo —dijo Falcón—. Siento haberle robado su tiempo.

—No estoy seguro de qué está investigando, Javier. En un momento me habla del suicidio de Rafael, al otro da la impresión de que lo han asesinado y ahora investiga el caso de Sebastián. Y esa foto… que debió de tomarse hace años, antes de que engordara tanto.

—No tiene fecha. Todo lo que puedo decirle es que es anterior a 1998.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque el hombre con el que habla murió ese año.

—¿Así que sabe quién es?

Falcón asintió.

—Tengo la impresión de que está acusándome de algo —dijo Ortega—, cuando lo único que ocurre es que mi memoria está rota en pedazos desde lo de Sebastián. Nunca había necesitado apuntador, y el año pasado, estando delante de la cámara o en escena, dos veces me pregunté qué demonios estaba haciendo allí. Es… ah… no quiero saberlo. Es una estupidez. Nada que pueda interesarle a un policía.

—Póngame a prueba.

—Es como si la realidad irrumpiera constantemente en la ilusión que estoy intentando crear.

—Eso parece plausible. Ha pasado una mala época.

—Nunca me había pasado —dijo Ortega—. Ni cuando Gloria me dejó. De todas maneras, olvídelo.

—No todo lo que hacemos es meter a los delincuentes entre rejas, Pablo. También estamos al servicio de la gente. Por eso intento ayudarlo.

—Pero ¿puede ayudarme con lo que me pasa aquí dentro? —preguntó, dándose unos golpecitos en la frente.

—Primero tiene que contarme qué es.

—¿Sabe algo de sueños? —dijo Ortega—. Tengo uno en el que estoy en un prado y una brisa fresca me sopla en la cara sudada. Estoy furiosísimo y me duelen las manos. Me pican las palmas y siento el dorso de los dedos amoratado. Se oye el tráfico y me doy cuenta de que las manos no me provocan dolor físico, sino una gran angustia. ¿Qué piensa de todo eso, Javier?

—Es como si le hubiera pegado a alguien.

Ortega lo miró sin verlo, repentinamente absorto en sus pensamientos. Falcón le dijo que no hacía falta que lo acompañara al salir, pero no hubo reacción. Cuando Falcón llegó a la verja se dio cuenta de que se le había olvidado preguntarle por Serguei. Volvió atrás, pero se detuvo en la esquina de la casa, pues Ortega estaba de pie en el césped con las manos levantadas hacia el cielo. Se dejó caer hasta quedar de rodillas. Los perros salieron y le olisquearon los muslos. Los acarició y abrazo.

Sollozaba. Falcón dio media vuelta.

El garaje de los Vega, con su flamante Jaguar, estaba más limpio que el alojamiento de Serguei, y Falcón sabía que no iba a encontrar ácido muriático cerca de la pintura del coche. Atravesó el jardín hasta la barbacoa, pensando que Serguei debía de tener un sitio donde guardar sus utensilios de jardinería. En esa zona del jardín no había nada que no estuviera pensado. Lo había construido alguien que sabía asar la carne.

Detrás de la barbacoa había una vegetación tupida y casi tropical. Falcón se dirigió a la parte de atrás de las habitaciones de Serguei y vio que un sendero se adentraba en esa jungla, que daba sombra a un cobertizo de ladrillo. Le enfureció que eso no apareciera en el informe de la inspección del jardín de Pérez.

Encontró una llave en el garaje y volvió a atravesar el espeso calor, cada vez más agobiante. El cobertizo estaba lleno de sacos de carbón y de la habitual parafernalia de barbacoa. Serguei guardaba sus herramientas en un extremo, junto con algunos materiales de construcción. Encima de un estante había pintura y otros líquidos, uno de los cuales era una botella de plástico abierta de ácido muriático, en cuyo fondo quedaba un centímetro. Falcón volvió al coche a buscar una bolsa para pruebas, y levantó la botella pasando un bolígrafo bajo el asa. Mientras estaba en ello, el cobertizo se oscureció.

—Hoy está solo, inspector —dijo Maddy Krugman, sobresaltándolo.

Estaba en la puerta, iluminada por detrás. Falcón podía ver todas las curvas y lugares de interés de su cuerpo a través de la diáfana tela de su vestido. Bajó la mirada a sus sandalias de piel de cebra. Ella se inclinó contra la jamba de la puerta, de brazos cruzados.

—Lo prefiero así, señora Krugman —dijo.

—Lo veo un poco solitario —declaró Maddy—. Pensando, encajando las piezas. Construyendo la imagen en su cabeza.

—Me vigila muy atentamente.

—Me aburro —dijo Maddy—. Con este calor no puedo salir a sacar fotos. No hay nadie en el río.

—¿Su marido aún trabaja para Construcciones Vega?

—El señor Vázquez y los de finanzas le llamaron ayer por la noche y le dijeron que continuara con sus proyectos. No parece que vayan a cerrar… al menos de momento. ¿Quiere un poco de café, inspector?

Salieron al sol. Maddy examinó el contenido de la bolsa de pruebas. Falcón cerró el cobertizo con llave.

—Podemos atajar por aquí —dijo Maddy, guiándolo hacia una abertura en el seto situada junto a las habitaciones de Serguei.

Falcón volvió a la casa, dejó la bolsa en el garaje y cerró la puerta. La siguió a través de la abertura del seto hacia el jardín de la casa de ella, preguntándose cómo iba a introducir a Reza Sangari en la conversación.

Falcón se sentó en el sofá, en el frescor de la sala, mientras ella preparaba café. Las sandalias de Maddy tenían unos tacones bajos que chasqueaban en el suelo de mármol. Aun cuando ella no estuviera en la sala, se percibía su subliminal presencia sexual. Maddy sirvió el café y se sentó al otro lado del sofá.

—¿Sabe lo que siento estando sola aquí un día tras otro? —dijo Maddy—. Es como estar en el limbo. Una de esas extrañas incongruencias de la vida es que mi vida social ha mejorado sustancialmente desde la muerte de Rafael. Antes era nuestro único invitado. Pero ahora aparece usted, y ayer pasé un rato con Esteban…

—¿El juez Calderón?

—Sí —contestó ella—. Es un tipo simpático, y muy culto.

—¿Cuándo lo vio?

—Me encontré con él en el centro por la mañana, quedamos y pasamos la tarde juntos —dijo Maddy—. Me llevó a algunos bares pintorescos del centro en los que nunca habría entrado sola. Ya sabe, esos sitios donde hay miles de jamones colgando del techo, rezumando sudor dentro de esos conos de plástico sobre las cabezas de tipos gordos de pelo negro y engominado, peinado hacia atrás en relucientes surcos, que fuman puros y se suben los pantalones cada vez que pasa una mujer.

—¿A qué hora fue eso?

—¿No puede dejar de ser detective ni un momento, verdad? Sería desde las seis hasta las diez.

Maddy cruzó las piernas. El vestido le resbaló hacia el regazo. De una patada se quitó la sandalia de un pie.

—Vi que hizo una exposición titulada «Vidas diminutas» —reveló Falcón—. ¿De qué trataba?

—O «Vidas “de minutos”» —dijo Maddy, poniendo los ojos en blanco—. Nunca me gustó ese estúpido título. Fue idea de mi agente. Le gustan las cosas pegadizas y comerciales. Tengo el catálogo arriba, si quiere verlo.

Se levantó y alisó con las puntas de los dedos el dobladillo del vestido.

—No importa —dijo Falcón, que quería quedarse en la planta baja—. Sólo quería que me hablara de ellas.

Maddy se acercó a las puertas correderas, puso las manos en el cristal y miró hacia el jardín. De nuevo la luz transparentó sus ropas. Falcón no sabía dónde ponerse.

Todo parecía muy calculado.

—Eran fotos de gente corriente sacadas en el trabajo o en sus casas. Gente que vive en una gran ciudad sus pequeñas vidas, y las fotos no eran más que fragmentos de la historia de sus vidas… se suponía que su imaginación hacía el resto.

—Leí una reseña de la exposición —dijo Falcón—. La escribía alguien llamado Dan Fineman. No pareció gustarle.

Falcón le observó la nuca, el cuello y los hombros mientras sus palabras alcanzaban la mente de Maddy. Estaba tan inmóvil como un animal nocturno entre una hueste de depredadores. De repente se dio la vuelta, inspiró y regresó a tomar el café. Encendió un cigarrillo y dejó caer la espalda contra el sofá.

—Dan Fineman era un gilipollas que conocía del instituto. Siempre quiso follar conmigo, pero a mí me daba grima. Nunca aspiró a nada más que a escribir para el St. Louis Times, y cuando lo consiguió se vengó.

—Escribió otro artículo sobre usted —dijo Falcón—. A lo mejor no lo ha visto.

—Ésa fue la única exposición que hice en St. Louis. Primera y última.

—El otro no tenía que ver con el arte. Era una noticia local.

—Sólo regresaba a St. Louis para ver a mis padres el día de Acción de Gracias y por Navidad.

—¿Cuándo ha dicho que murió su madre?

—No lo he dicho, pero fue el 3 de diciembre de 2000. ¿Sabe a quién me recuerda, inspector?

—Creo que los estadounidenses sólo conocen a un español, y yo no me parezco en nada a Antonio Banderas.

—A Colombo —dijo Maddy. No lo pensaba, pero lo decía para devolvérsela—. Un Colombo mucho más guapo. Hace muchas preguntas que parecen no tener nada que ver con el caso y luego, pam, trinca al culpable.

—En la ficción, el trabajo de la Policía es más divertido que en la realidad.

—Marty dijo al principio que usted no se parecía a los demás policías que había visto.

—Y supongo que ha conocido unos cuantos en los meses anteriores a su llegada a España.

Maddy apoyó la barbilla en el pulgar y con el dedo se dio unos golpecitos en la nariz.

—No me ha dicho de qué escribió Dan Fineman, inspector.

—De cómo ayudó al FBI en su investigación del asesinato de su antiguo amante, Reza Sangari.

—Es usted una persona muy concienzuda, inspector.

—Usted me buscó en internet —recordó Falcón—. Yo la busqué a usted.

—Entonces no hace falta que me pregunte nada —dijo Maddy—. Y en todo caso, nada de eso tiene que ver con lo que les pasó a los Vega.

—¿Ha tenido usted alguna otra aventura desde que está casada?

Maddy apretó los ojos, frunció los labios y fumó dos centímetros de cigarrillo de una sola calada.

—¿De verdad pretende relacionarme con Rafael, inspector? —preguntó—. ¿Así es como funciona su mente? Ve dos cosas patéticamente parecidas y su mente de policía las junta sin pensar.

Falcón permaneció muy quieto, la mirada clavada en ella, esperando a que aparecieran las primeras grietas. Por el contrario, ella, sentada en el borde del sofá, puso cara de acabar de darse cuenta de algo.

—Ya lo entiendo —dijo—. Qué estúpida soy. Colombo… preguntas inconexas.

Todo esto es por el juez, ¿verdad? Cree que voy a liarme con el juez Calderón. Y, sí, leí la historia… Javier Falcón. La novia del juez es su ex mujer. ¿Por eso me lo pregunta?

Había algo de color en las mejillas de Maddy Krugman. Estaba enfadada. A Falcón no le hubiera importado aplacar la mirada furibunda que salía de aquellos ojos verdes, el resplandor de las llamas de su pelo rojo. Comprendió que los dos estaban dispuestos a herirse, y que a ella no le molestaba la idea.

—Ahora que he descubierto que se fue de Estados Unidos por un motivo un poco más complicado del que me hizo creer, tengo que ver las cosas desde otra perspectiva.

—Entonces, ¿a qué venía todo eso sobre Esteban?

—Fue usted quien lo mencionó, no yo —dijo Falcón—. Me interesé porque ayer aplazó una reunión que teníamos él y yo. Y ahora me entero de que fue porque estaba con usted.

—¿Aún quiere a su ex mujer, inspector?

—Eso no tiene nada que ver con la cuestión.

—Entonces, ¿por qué le preocupa tanto Esteban? No debería ser asunto suyo lo que hace con su vida privada. Y su mujer debería importarle un rábano… pero no es así.

—Van a casarse. No me hago ilusiones.

—Se ha delatado, inspector —dijo Maddy—. No se hace ilusiones, pero apuesto a que no le importaría tener una oportunidad.

—Parece un abogado defensor poniendo palabras en boca de un testigo de la acusación.

—Y usted no tiene a nadie ante quien protestar —dijo Maddy, mirando a su alrededor con una expresión triste antes de volver a fijar la mirada en él—. Cualquier mujer de más de veinte años que le eche un vistazo a Esteban Calderón adivinaría qué clase de hombre es.

—¿Y qué clase de hombre es?

—Un mujeriego, siempre a la caza. Usted no se da cuenta porque no es de ésos. Espero que su ex mujer no sea una romántica.

—¿Y qué si lo es?

—Pues que se hará la ilusión de que puede hacer cambiar a un hombre así —dijo Maddy—. Pero sí le prometo una cosa… ella sabe cómo es Esteban. Ninguna mujer dejaría de darse cuenta. ¿Por qué cree que Esteban vino aquí el primer día de la investigación meneando el rabo?

—¿Cómo se toma estas cosas su marido? —preguntó Falcón.

—Marty no tiene de qué preocuparse —dijo Maddy—. Confía en mí.

—¿Cómo se tomó lo de Reza Sangari?

Silencio. Maddy apagó el cigarrillo en el cenicero con una docena justa de pequeños apretones.

—Casi no lo superamos —contestó Maddy, levantando la mirada, los ojos más prominentes por las inminentes lágrimas—. Fue mi primera y última aventura.

—¿Seguía viéndose con Reza Sangari cuando lo asesinaron?

Maddy negó lentamente con la cabeza.

—¿Pensó en abandonar a su marido por Reza Sangari?

Maddy asintió.

—¿Y qué pasó?

—Eso es un asunto privado —dijo Maddy.

—Estoy seguro de que tuvo que contárselo todo al FBI… ¿o respetaron su intimidad?

—No quiero hablar de esto. Todavía me afecta.

—¿Se enteró de lo de las otras mujeres? —preguntó Falcón, sin importarle herir sensibilidades.

—Sí —dijo ella—. Eran más jóvenes que yo. Tenían más capacidad de recuperación.

—¿Y por qué, si vio tan claramente qué clase de hombre era Esteban Calderón, no caló a Reza Sangari?

—Cometí el error crucial de enamorarme locamente de él.

Maddy empezó a caminar por la sala, muy nerviosa.

—Yo solía ir a Nueva York dos veces por semana —dijo—. Había un par de revistas que me hacían encargos, y utilizaba un estudio que quedaba cerca del almacén de Reza. Un día vino al estudio con una modelo a la que yo tenía que fotografiar. La modelo se iba a Los Ángeles justo después. Reza me invitó a comer.

»Cuando acabó la tarde habíamos comido, bebido vino y hecho el amor sobre un montón de alfombras de seda pura de Qom. Así fue como ocurrió. No había nada que resultara vulgar. Él era guapo, y me enamoré de él como nunca me había enamorado en la vida.

—¿Y la modelo a la que fotografió ese día se llamaba Françoise Lascombs?

—Sí.

—Debió de ir a ver a Reza Sangari cuando volvió de Los Ángeles. ¿Nunca se encontró con ella?

—Reza sabía mantener perfectamente separados todos sus líos amorosos. Ya sabe cómo son esa clase de hombres… cuando yo estaba con él era la única persona que le importaba en el mundo. Y yo no pensaba en nadie más, y desde luego en ninguna rival invisible.

—¿Y cómo averiguó lo de las otras?

—Unos seis meses después de empezar nuestra relación, cuando estaba tan enamorada que no sabía ni lo que hacía, fui a la ciudad de manera imprevista. No tenía intención de ir a verlo, pero inevitablemente acabé en su almacén. Cuando me disponía a llamar al timbre salió una mujer, y reconocí esa alegre manera de andar, casi brincando. No subí. Crucé la calle y me senté en un portal. Estaba temblando. No sé si sabe lo que se siente cuando te traicionan de ese modo… te sientes destrozada, es algo horrible. Sentía mis órganos heridos. Tardé una hora en dejar de temblar.

»Entonces decidí subir y romper con él y, cuando cruzaba la calle, otra mujer se acercó a su puerta. No me lo podía creer. No subí. No sé cómo conseguí volver a casa y me derrumbé. No volví a verlo, y luego alguien lo mató un fin de semana y tardaron cuatro días en encontrar el cadáver.

—¿Y nunca detuvieron al asesino?

—Fue una investigación larga y dolorosa. Nunca la muerte de un hombre había introducido tanta presión en tantas relaciones. Los medios de comunicación se lanzaron como buitres, porque Françoise Lascombs acababa de convertirse en la chica de Estée Lauder. El FBI tenía unos diez sospechosos, pero no pudieron acusar a ninguno. Luego descubrieron que Reza tomaba coca. Tenía unos doscientos gramos en su apartamento. Yo no lo sabía, pero imagino que tenía que tomar algo para mantener su estilo de vida. Imaginaron que algo había salido mal en un trapicheo.

—Y usted, ¿qué piensa?

—Yo pienso muchas cosas… en cómo esa aventura afectó a Marty, en cómo me afectó a mí, y pienso en Reza y en la locura de esos meses… pero no me permito pensar en su final, en quién lo mató ni por qué, porque me volvería loca.

—¿Nunca sospechó de Marty?

—Bromea… el fin de semana que lo mataron yo aún luchaba por poder vivir sin Reza. No soportaba estar sola. Marty y yo estábamos borrachos y colocados y veíamos pelis antiguas. El miércoles siguiente me llamó el FBI y todo cambió.

—Bueno… eso explica su fascinación por la lucha interior.

—También explica por qué desprecio todo lo que hice antes de venir aquí —dijo Maddy—. Dan Fineman tenía razón. Recuerdo el título de su artículo, que jugaba con el título de la exposición: «Mínimo contenido. Escasa estatura».

—Contó que el señor Vega solía venir a cenar… a menudo solo —dijo Falcón—. Eso es poco habitual en un español que tiene familia.

—Es usted transparente, inspector. Eso ya lo insinuó antes.

—No son preguntas con trampa, señora Krugman —aclaró Falcón—. Ni tampoco implican necesariamente que su comportamiento fuera incorrecto. Sólo le pregunto si cree que estaba enamorado de usted, o encaprichado, como parecen estar tantos hombres.

—Pero no usted, inspector —dijo Maddy—. Me he dado cuenta. Quizá su lujuria tiene otra destinataria… quizás es eso, quizá no le caigo bien… A su amiga Consuelo tampoco le caigo bien.

—¿Mi amiga?

—¿O acaso es algo un poco más apasionado que una amiga?

—¿Cree que el señor Vega se sentía atraído sexualmente por usted? —preguntó Falcón, abriéndose paso entre sus insinuaciones—. Fueron a los toros juntos.

—A Rafael le gustaba la compañía de las mujeres guapas. Eso es todo. No pasó nada. Del mismo modo que nunca pasa nada con el hombre que viene a leer el contador del gas.

—¿Sabía usted si el señor Vega estaba obsesionado con usted?

—Cree que yo era la causa de que estuviera tan alterado —dijo Maddy—. Cree que quemaba papeles en el jardín por mí. Está loco.

—Era un hombre atrapado en unas circunstancias conyugales complicadas. Su mujer padecía una fuerte depresión, pero tenían un hijo al que los dos querían. No deseaba romper con su familia, pero la relación con su mujer estaba limitada por el estado de ella.

—Es una teoría plausible… sólo que creo que para Rafael yo era una atracción secundaria. Su principal interés era charlar con Marty. Después de la corrida, Marty siempre se encontraba con nosotros para ir a tomar unas tapas, luego íbamos a cenar y le aseguro que esos dos seguían hablando mucho después de que yo me hubiera ido a la cama.

—¿Y de qué hablaban?

—De su tema favorito. Estados Unidos de América.

—¿El señor Vega había vivido en Estados Unidos?

—Hablaba inglés americano, y constantemente se refería a Miami, pero cuando le hacías una pregunta directa se mostraba esquivo, así que no estoy segura. Marty está convencido de que sí había vivido en Estados Unidos. Contrariamente a casi todos los europeos, no soltaba los tópicos habituales acerca del modo de vida americano —dijo Maddy—. Le gustaba hablar con Marty porque a él no le interesaban los detalles personales. A Marty le gustaba hablar de teorías, ideas y reflexiones sin tener que saber dónde había vivido el tipo ni cuál era su color favorito.

—¿Hablaban en español o en inglés?

—En español hasta que pasaban al coñac, y entonces en inglés. Cuando Marty tomaba alcohol, su español se iba al garete.

—¿El señor Vega se emborrachó alguna vez?

—Yo estaba en la cama. Pregúntele a Marty.

—¿Cuándo fue la última vez que el señor Vega y Marty pasaron juntos una de estas veladas?

—Cuando las sesiones se prolongaban realmente era durante la Feria de Abril. Entonces hablaban hasta el amanecer.

Falcón se acabó el café y se levantó.

—No sé si volveré a invitarlo, si todo lo que va a hacer es interrogarme —dijo Maddy—. Esteban no me interroga.

—Su trabajo no es interrogarla. Yo soy el que hurga en los trapos sucios.

—Y de paso averigua algunas cosas de Esteban.

—Su vida privada no me interesa.

—Está acostumbrado a controlarse, ¿verdad, inspector?

—Es mejor no mezclar mi clase de trabajo con mi vida privada.

—Muy gracioso, inspector —dijo Maddy—. Así que tiene vida privada. Es algo que los policías no suelen tener. Creo que en sus vidas abundan las relaciones rotas, la separación de sus hijos, el alcoholismo y la depresión.

Falcón no pudo evitar pensar que, de cuatro, él puntuaba en tres.

—Gracias por su tiempo —dijo Falcón.

—Deberíamos intentar conocernos personalmente, sólo para ver si podemos llevarnos bien sin todo este rollo policial —propuso Maddy—. Me interesan los policías con visión artística. ¿O ya me ha encasillado del todo? No me gustaría que me considerara un estereotipo, una mujer fatal.

—Volveré por donde he venido —dijo Falcón, dirigiéndose a las puertas correderas que daban al jardín.

Se dio cuenta de que la había molestado.

—Colombo siempre dejaba la última pregunta para cuando estaba en la puerta —recordó Maddy, a su espalda.

—Yo no soy Colombo —dijo Falcón, y se fue tras cerrar la puerta corredera.